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Domingo XIX del tiempo ordinario (13 de agosto de 2023)

Homilía del P. Josep M Soler, Abat emèrit de Montserrat (13 de agosto de 2023)

1 Reyes 19:9a.11-13a / Romanos 9:1-5 / Mateo 14:22-23

La lectura de este evangelio, queridos hermanos y hermanas, me sugiere un tríptico. Tres escenas ofrecidas para la contemplación y la meditación de quienes participamos en la celebración eucarística de este domingo.

La primera escena es la de Jesús en el monte a solas para orar noche. Acababa de curar a muchos enfermos y de multiplicar los panes para dar de comer a quienes se habían reunido para escucharle. Los discípulos y la gente estaban entusiasmados de lo que había hecho. En cambio, Jesús busca un tiempo para estar solo. Los evangelios nos muestran cómo, después de la actividad evangelizadora y sanadora, busca ratos de intimidad con el Padre. Normalmente en soledad y por la noche. Es una oración filial, llena de amor, confiada, agradecida, que dispone su voluntad humana a la obediencia libre a la voluntad amorosa del Padre. Y en esta oración, Jesús lleva a toda la humanidad, intercede a favor de todos, pasados, presentes y futuros. Con esto nos enseña que nosotros también debemos rezar confiadamente según el modelo del padrenuestro que él nos enseñó.

La segunda escena del tríptico que me sugiere el evangelio de hoy es la de la tormenta. El Señor, dice el evangelista, había apremiado a los discípulos a subirse a la barca y a marchar solos en medio de la oscuridad, como si quisiera provocar una situación que fuera aleccionadora para ellos y para la Iglesia de todos los tiempos. Y es con una finalidad catequética que el evangelista san Mateo describe la escena. Mientras siguiendo el mandamiento de Jesús, los discípulos van con la barca hacia la otra orilla, encuentran en medio de la oscuridad de la noche una tormenta. El viento -como muchas veces ocurre en el lago de Galilea- sopla fuerte y les es contrario, se levantan las olas y estorban la barca para avanzar. Es atacada por el viento y las olas y está en peligro. Están lejos de tierra. Los discípulos tienen miedo. Y el Señor está ausente. Esta barca, con los discípulos dentro, es figura de la Iglesia en el mundo, que debe trabajar para avanzar hacia el Reino de los cielos y debe hacer frente a dificultades, resistencias, persecuciones. La escena representa, también, todos los desalientos, todas las noches interiores personales, todas las incertidumbres colectivas, todas las situaciones en las que la fe es puesta a prueba y Dios parece que no existe.

La tercera escena del tríptico es la central. Ya está cerca el amanecer, la primera luz del día, y Jesús camina sobre el agua. Sin embargo, los discípulos no lo reconocen; creen que es un fantasma y todavía se sobrecogían más. Pero, enseguida, Jesús les dice: ¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo! Este hecho de andar sobre el agua y las palabras que les dice, tienen todo un trasfondo bíblico, que aquí se vuelve revelación sobre Jesucristo. El libro de los salmos habla ya de cómo el Señor se abrió camino en medio del mar y el océano se convirtió en lugar de paso por sus huellas invisibles (cf. Ps 76, 20). Y, aún, de cómo el Señor es más potente que el bramido de los océanos, más potente que las olas del mar (cf. Ps 92, 4). Jesús, pues, es el Señor que se abre camino en medio del mar y hace callar el bramido de las olas. Y la afirmación de Jesús soy yo, es un eco del nombre divino revelado a Moisés en la zarza incandescente del Sinaí. Cuando Moisés pregunta a Dios cuál es su nombre, Dios le responde: Yo soy el que soy (cf. Ex 3, 14). Con esta expresión, Jesús manifiesta a los discípulos sobrecogidos su autoridad sobre los elementos y los serena mostrando su identidad de Hijo de Dios.

Entonces, Pedro, ardiente e impulsivo como siempre, quiere ir hacia el Señor y le pide que le haga andar también a él sobre el agua. Mientras confía en Jesús es capaz de hacerlo a pesar de la tormenta del viento y de las olas. Pero inmediatamente duda y tiene miedo, y entonces comienza a hundirse. Pero la mano de Jesús le sostiene y le da seguridad. La debilidad de Pedro se apoya en la fuerza del Señor. Para el evangelista, la poca fe de Pedro personifica la de todos los que en un momento u otro de su vida dudan, y enseña que, apoyados en Jesucristo, que es más potente que el bramido de los océanos, más potente que las olas del mar, podemos levantarnos en nuestras vacilaciones de fe mientras hacemos camino hacia la otra orilla de la existencia. Como en la escena evangélica, parece que Jesús está ausente, pero en su oración velaba por los discípulos y al ver su situación desesperada les sale al encuentro con su poder de Hijo de Dios. En la pedagogía divina, las noches espirituales, las pruebas en las que nos encontramos a lo largo de la vida, las vacilaciones, la confrontación con la incredulidad imperante en nuestras sociedades, son ocasiones en las que, si no nos apoyamos en nosotros mismos, podemos fortalecer la fe y la confianza en el Señor resucitado.

Después, Jesús y Pedro suben a la barca y termina la tormenta. Como he dicho, en el pensamiento del evangelista, la barca simboliza a la Iglesia que debe hacer frente a tantas dificultades para ir adelante. Jesucristo está en la barca y da fortaleza a la debilidad de todos los discípulos pasados, presentes y futuros. Nos da fortaleza, también, a nosotros, para que no desfallezcamos en los contratiempos que nos encontramos.

Una vez subidos a la barca, el grupo de los discípulos recibe al Señor con el gesto litúrgico de prosternarse y con una profesión de fe: Realmente eres Hijo de Dios. Una actitud de adoración y una profesión de fe que deben empapar nuestra celebración litúrgica. Él está presente y nos da fuerza por nuestra travesía en medio de las dificultades hasta que llegaremos al puerto, a la tierra firme de la vida eterna.

Última actualització: 14 agosto 2023