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Domingo XXV del tiempo ordinario (22 septiembre 2024)

Homilía del P. Lluís Juanós, monje de Montserrat (22 de septiembre de 2024)

Sabiduría 2:12.17-20 / Santiago 3:16-4:3 / Marcos 9:30-37

Mientras iban de camino, Jesús iba «instruyendo a sus discípulos», nos dice el relato del evangelista san Marcos. Es decir, les estaba transmitiendo algo importante que ellos debían retener, asimilar… y llama la atención la distracción generalizada que manifiestan, como si se hicieran los desentendidos a lo que el Maestro quería comunicarles. Siendo personas que lo han dejado todo por estar con Él, que caminan cada día con Él, y con Él conviven y comparten todo, están preocupados por otras cosas que les parecen más interesantes y rentables. 

 Jesús les dice que “El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y, después de muerto, a los tres días resucitará“. No entienden nada, ni se atreven a preguntarse de qué va la cosa. El lenguaje de la cruz nada tiene que ver con lo que discutían por el camino. El lenguaje del poder y el honor resulta más fácil y atractivo para ellos e iban haciendo camino discutiendo quién ocuparía los primeros puestos, quién sería el más importante en el Reino que Jesús predicaba. Queda claro que entre los discípulos y su Maestro había una distancia que hacía imposible hacerse cargo del destino que ellos mismos deberían seguir. 

 Sus pretensiones no tienen nada que ver con lo que Jesús les propone y aprovecha la ocasión para tomar en brazos a un niño y mostrar cuáles serán los primeros en su Reino: “Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos” y “El que acoge a un niño como este en mi nombre, me acoge a mí”. Una afirmación de que es la síntesis de una propuesta de vida. 

 En la comunidad cristiana, quien ocupa el primer puesto, debe dejar de lado toda pretensión de grandeza, de prestigio, o de dominio sobre los demás. Jesús, con su ejemplo, nos enseña a buscar siempre el servicio de los hermanos, sobre todo a los que más lo necesitan y a considerar este servicio como el mayor honor, aunque no tenga el brillo o la distinción que quisiéramos, teniendo presente que lo que nos hace importantes a los ojos de Dios es el amor servicial a los demás. 

 No es difícil ver que los discípulos, preocupados por ser los primeros y los más importantes, acogieran con poco entusiasmo la propuesta del Maestro. La verdad es que también nosotros, ante ciertos planteamientos de Jesús, hacemos como ellos: preferimos hacernos los desentendidos, y no dar demasiada relevancia a sus enseñanzas. Y no estaría de más que nos preguntemos por la distancia que a veces tenemos con Jesús, ya que según qué palabras del evangelio se nos hacen difíciles de digerir, no las acabamos de aceptar del todo y entonces seguimos como siempre, haciendo la nuestra, alejados de lo que Jesús nos propone. 

 La discusión de los discípulos para alcanzar el primer puesto es también hoy, en nuestro mundo, el pan de cada día: la carrera por obtener poder y la lucha por conseguir la notoriedad, el prestigio, los cargos importantes o la fama a cualquier precio, no se deja de utilizar cualquier medio para conseguirlo, muchas veces con la mentira, la corrupción, la amenaza, pisando a los demás o traicionando los propios principios cuando en estos casos, lo único que interesa es mangonear, trepar o ser los primeros al precio que sea, olvidando la enorme responsabilidad que se supone que tiene ante Dios y ante los demás, quien ocupa el primer puesto. 

 ¡Qué fácilmente olvidamos el lugar que Jesús quiso ocupar entre los hombres! El Rey de Reyes y Señor de los Señores eligió el último lugar al venir como servidor de todos; prefirió la humillación de la Cruz y se mostró como modelo de humildad, lavando los pies como si fuera un esclavo a nuestro servicio; buscando cumplir la voluntad del Padre; entregando su vida por nosotros. ¡Qué destino más desconcertante el del Mesías para aquellos primeros discípulos! 

 Y para no pocos creyentes, este punto sigue siendo motivo de incomprensión y de escándalo: ¿Cómo Dios no evita que mueran los buenos, los justos, sus seguidores? ¿Cómo seguir afirmando que Dios es «Justo» tolerando tanta injusticia? ¿No sería mejor un cristianismo sin cruz? ¿Es necesario que la Iglesia renuncie a predicar la cruz y suavice las exigencias de acogida dentro del Reino? Ciertamente que no, pero no podemos predicar la abnegación en el mundo, si como cristianos, y como Iglesia no hacemos nuestras las exigencias que comporta el seguimiento de Jesús, que tampoco nos pide comportamientos heroicos o inasumibles, sino la práctica de un comportamiento de amor y servicio en nuestra vida diaria, más que de prepotencia y enaltecimiento personal. 

 Desde esta perspectiva, nuestra verdadera grandeza no se manifiesta en los ideales sublimes que proclamamos o en las palabras grandilocuentes con las que llenamos nuestra boca, sino en el servicio discreto, sencillo y abnegado a los demás. Cuando lo que hacemos no degenera en activismo, sino que es donación y servicio generoso, animado interiormente por el amor, sin necesidad de hacer ostentación ni propaganda, la vida cotidiana no es monotonía y aburrimiento, sino alabanza al Creador. 

 No se trata de idealizar lo que es cotidiano. Todos conocemos por experiencia qué es el fracaso, el cansancio, la decepción, el peso pesado de algunas jornadas o la mediocridad de nuestra conducta. Pero no debemos olvidar que la realidad de la vida de cada día es la que nos prepara y conduce a la vida eterna. Solo Dios, en su bondad inefable, puede llenar el abismo que nos separa de él, y coronando todo lo meritorio que humildemente podamos hacer en este mundo, no hace más que coronar sus propios dones, para que todo lo que hagamos sea ​​a gloria de Dios y no a gloria nuestra. 

 Que esa Eucaristía que estamos celebrando nos ayude a reconocerlo. 

 

 

 

 

Última actualització: 23 septiembre 2024