Homilía del P. Josep M Soler, Abad emérito de Montserrat (15 de septiembre de 2024)
Isaías 50:5-9a / Santiago 2:14-18 / Marcos 8:27-35
La gente, hermanos y hermanas, discutía sobre la identidad de Jesús: que si era un profeta, que si era Elías o Juan Bautista vueltos a vida. También Jesús pregunta a sus discípulos quiénes dicen ellos que es. Pedro responde en nombre de todos: Tú eres el Mesías. Así pues, las respuestas de la gente son insuficientes porque se limitan a decir que es alguien que ha venido a preparar la venida de otro. Y no es así. Jesús es el Mesías esperado, el Salvador definitivo. Cuando Marcos escribe el evangelio, la afirmación de que Jesús es el Mesías, que en griego se traduce por “Cristo” y significa “Ungido”, expresa la fe de la Iglesia primera sobre la persona de Jesús; una fe que subraya su condición de ungido por Dios para llevar la salvación. Marcos, sin embargo, desde el primer versículo de su evangelio afirma, también, que Jesús es el Hijo de Dios (cf. Mc 1, 1). Y lo cierra poniendo la misma afirmación en labios del centurión pagano que había sido testigo de la crucifixión y de la muerte de Jesús (Mc 15, 39).
La respuesta de Pedro tiene lugar -según decía el evangelista- en Cesarea de Filipo. Una ciudad en el límite norte de la Galilea, donde coexistían los judíos y los no judíos y que era conocida por tener un santuario dedicado al dios Pan, una divinidad pagana. Pedro, pues, reconoce la identidad de Jesús en un contexto que tiene elementos judíos y elementos paganos. Jesús es el Mesías universal. El único salvador del mundo. Lo único que da sentido a la existencia y que revela el misterio de la historia humana. Por eso debe ser anunciado a todos los pueblos para llevarles luz y esperanza ante las oscuridades que rodean la vida individual y colectiva.
Escuchar esta respuesta de Pedro: Tú eres el Mesías, nos debe llevar a darnos una respuesta a nosotros mismos sobre quién es Jesús para mí, si es alguien significativo, si dudo de su existencia y lo tengo reducido a un mito, si me deja indiferente, si le veo como un maestro espiritual parecido a otros que hay en otras religiones, que enseña una sabiduría de vida remarcable, si creo que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios que nos salva de las nuestras fragilidades y de nuestros errores, que se nos revela como el amor infalible de Dios, como alguien que tiene sed de nuestra relación con él y quiere nuestra felicidad, que quiere transformar el mundo por caminos de paz y amor. Sí, respondámonos la pregunta: ¿quién digo que es Jesús?
En el evangelio de hoy, sorprende que una vez Pedro le ha reconocido como Mesías, Jesús prohíba severamente decirlo a nadie. Impone silencio riguroso sobre su realidad. Lo hace porque la proclamación de Jesús como Mesías podría prestarse a equívocos. La mentalidad general de la época creía que el Mesías sería un salvador poderoso que saldría victorioso de los enemigos e instauraría el reino de David. Era una visión muy humana e históricamente comprensible pero alejada de los planes de Dios. Por eso, nada más imponerles silencio, Jesús comienza a explicarles que él será un Mesías humilde, perseguido, torturado, condenado a muerte. Un Mesías que será solidario de todo el dolor del mundo, tal y como ya lo había profetizado Isaías, como hemos escuchado en la primera lectura. Pero que después resucitará, algo que les pasa bastante desapercibido. Entonces, Pedro ante la perspectiva de los sufrimientos y de la muerte, reacciona humanamente, partiendo de la concepción general de lo que debía ser el Mesías triunfador y se escandaliza del plan de Dios que contempla un Mesías sufriente. Ante esta reacción, Jesús increpa enérgicamente a Pedro y lo trata de Satanás, porque hace como el diablo tentador que quiere desviar a Jesús de su obediencia a Dios (cf. Mc 1, 12). Y a partir de ahí, Jesús hace un llamamiento a todo el mundo: si alguien quiere venir conmigo, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y me acompañe. El discípulo de Jesús, pues, no sólo debe reconocerle como Mesías-Cristo con los labios, sino con toda la vida, sin eludir el camino de la cruz que él ha querido recorrer primero que nadie. Se trata de seguirle renunciando a sí mismo y arriesgando la vida por causa de Jesús y de su Evangelio; mejor dicho, por amor a Jesús y a su Evangelio. De esta forma encontraremos la plenitud de la vida.
Debemos vivir nuestro seguimiento de Jesucristo en la complejidad de nuestra sociedad, ante la indiferencia de muchos y la increencia militante de algunos. El secreto que Jesús impone repetidamente sobre su condición de Mesías nos ayuda y nos anima a vivir como cristianos en nuestro contexto social. Efectivamente, el evangelista Marcos nos dice que muy a menudo Jesús ordena no decir nada de las curaciones y prodigios que hace. Esto crea en torno a Jesús un ambiente discreto, sin grandes manifestaciones externas; y él actúa con una grandeza y una fuerza que la gente sin fe no comprende. La comunidad cristiana que Marcos nos presenta es una realidad que no llama demasiado la atención, sin demasiada relevancia, pero transformada por la palabra y la obra de Jesús, llena de la fuerza del Espíritu Santo. En este secreto, esta irrelevancia será provisional. El secreto sobre su condición de Mesías de Cristo, se manifestará en la resurrección de Jesús. Y será una primicia de la gran manifestación de Jesucristo al final de la historia, cuando “volverá glorioso a juzgar” sobre el amor “los vivos y los muertos”. Esto nos ayuda a vivir con esperanza, a trabajar sin desfallecer en la causa de Jesucristo y de su Evangelio y en la causa de la persona humana, en una Iglesia menos significativa, más minoritaria, más pobre de recursos, menos valorada públicamente y en ocasiones descalificada. Esto forma parte, también de la cruz que nos toca llevar acompañando a Jesús y haciendo camino hacia la salvación y la plenitud de la existencia.
La Eucaristía nos da fuerza para no desfallecer en este camino y hace que nuestra fe dé frutos de amor y verdad.
Última actualització: 16 septiembre 2024