Domingo XXIV del tiempo ordinario (17 de septiembre de 2023)

Homilía del P. Emili Solano, monje de Montserrat (17 de septiembre de 2023)

Sirácida 27:30-28:7 / Romanos 14:7-9 / Mateo 18:21-35

 

Hermanos.

Seguramente que algunos de ustedes tienen o han tenido alguna deuda o crédito para pagar. Vivimos en la era de las deudas económicas: las estadísticas sociológicas coinciden en que gastamos más de lo que tenemos porque acudimos mucho al crédito, un dinero “virtual” que existe en el futuro, pero el crédito nos permite disfrutar de un coche nuevo, unas vacaciones, una reforma, etc. Este tipo de deudas quedan bien registradas a través de contratos. Y si no lo pagas, ya sabéis. Pero ¿somos igualmente conscientes de nuestras deudas no monetarias, inmateriales?

El evangelio de hoy nos ha narrado una parábola que nos hace ver cómo Dios actúa, cómo nos enseña con su perdón y nos ayuda a perdonar. Es la parábola del siervo despiadado, que era un alto funcionario del rey, y le había sido perdonada la increíble deuda de diez mil talentos; pero luego él no estuvo dispuesto a perdonar la deuda, ridícula en comparación, de un poco de dinero que le debían: ese contraste significa que cualquier cosa que debamos perdonarnos mutuamente es siempre poco comparada con la bondad de Dios que perdona infinitamente.

Todos tenemos deudas espirituales, bienes espirituales que hemos recibido como un don y que superan lo que podríamos devolver: el cariño y el sacrificio de nuestros padres, la fidelidad de los amigos, la educación de nuestros maestros y catequistas… Y seguramente que, mirando hacia atrás, vemos nuestros errores y fallos, nuestra falta de correspondencia a tanto como hemos recibido. Se trata de nuestros defectos, y sobre todo de nuestros pecados, en los que el amor es traicionado.

Y así se va escribiendo la lista de nuestras deudas. Una lista que podemos llevar hasta el último escalón: el gran amor que Dios nos tiene, que se manifiesta en su misericordia: Dios desea que todos sus hijos practiquemos la misma medida que Él utiliza con nosotros. La cuenta en rojo de nuestras deudas con el Señor son nuestros pecados. Sólo la humildad frente a su mirada misericordiosa es la respuesta apropiada para saldar los números rojos. Sólo Dios salva, redime, pues sólo Él llega a lo profundo del corazón para restaurarlo.

El evangelio de hoy nos invita a no dejar que se insinúe en el corazón la polilla del resentimiento, sino abrir el corazón a la magnanimidad de la escucha al otro, abrir el corazón a la comprensión, a la posible aceptación de las disculpas y al generoso ofrecimiento de las propias disculpas.

San Bernardo en el siglo XII enseñaba que para perdonar es muy conveniente pensar bien de los demás, aunque parezca difícil. Decía lo siguiente: «Aunque veáis algo malo, no juzguéis al instante a vuestro prójimo, sino más bien excusadlo en vuestro interior. Excusad la intención si no podéis excusar la acción. Pensad que lo habrá hecho por ignorancia, o por sorpresa, o por desgracia. Si la cosa es tan clara que no podéis disimularla, todavía podéis créelo así y decid en vuestro interior: la tentación habrá sido muy fuerte». Hasta aquí san Bernardo, que nos ha recordado el deber de amar a los enemigos, a los deudores, a los que nos molestan. Es necesario amarlos porque esperamos en su conversión y salvación.

Fácilmente encontramos deudores en nuestro día a día, quien pone el televisor demasiado alto, quien hace ruido o simplemente es un mal educado. En cualquier caso, es necesario comprenderlo, mantener la calma y sonreír. Que la Virgen María nos lleve a progresar en el verdadero amor sin retórica.

 

Abadia de MontserratDomingo XXIV del tiempo ordinario (17 de septiembre de 2023)

Domingo XXIV del tiempo ordinario (11 de septiembre de 2022)

Homilía del P. Carles-Xavier Noriega, monje de Montserrat (11 de septiembre de 2022)

Éxodo 32:7-11.13-14 / 1 Timoteo 1:12-17 / Lucas 15:1-32

 

Acabamos de escuchar lo que se conoce como las tres parábolas de la misericordia. Tres parábolas que van juntas, que no deben separarse. Dos son cortas: la oveja perdida y hallada, y la de la moneda de plata perdida y hallada; una tercera, más larga y muy conocida, la del hijo perdido y hallado. Aquí tenemos todo el capítulo 15 del Evangelio de Lucas, compuesto únicamente por estas tres parábolas, y cada una podría resumirse en dos palabras: misericordia y alegría.

En la primera, un hombre tiene cien ovejas, pero pierde una. Deja las otras 99 y va a buscar a la oveja perdida. Cuando la encuentra, corre a anunciarlo y hay una fiesta. Entonces Jesús dice esta frase sorprendente: Habrá más alegría en el cielo por un pecador que se convierta que por 99 justos que no necesiten convertirse.

Lo mismo ocurre con la parábola de la moneda de plata. Una mujer tiene sólo diez monedas de plata y pierde una. Rápidamente enciende una luz, barre la casa y, cuando encuentra la moneda, su alegría estalla. Jesús termina esta parábola como la anterior: Hay una alegría igual ante los ángeles de Dios por un pecador que se convierte.

Lo mismo ocurre con la parábola del hijo perdido y encontrado, que todos conocemos como la parábola del hijo pródigo, pero que debería llamarse más bien la parábola del padre misericordioso. El padre espera a este hijo que le ha abandonado y se ha ido con su herencia a llevar una vida muy decepcionante. Cuando le ve venir por el camino, a su padre le invade la compasión y corre a encontrarlo. E inmediatamente hay una fiesta.

Tres parábolas sobre la misericordia de Dios hacia los pecadores. Las tres terminan con las mismas palabras, un poco como un estribillo: Alegraos conmigo, porque he encontrado lo que había perdido. Y en la tercera, este estribillo se refuerza con las palabras dichas dos veces: “Este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida. … Este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida”. Y fijémonos en que, para Dios, Padre de Misericordia, todo pecador que vuelve a casa es su hijo, pero también es nuestro hermano.

Tres parábolas a través de las cuales Jesús nos presenta el verdadero rostro de Dios. El pastor que encuentra a su oveja, la mujer que recupera la moneda y el padre que ve volver al hijo, no sólo muestran su alegría, sino que nos invitan a compartirla. Esta llamada a la alegría también puede verse como una llamada dirigida a nosotros, una llamada a la conversión, una llamada a pasar de una preocupación excesivamente centrada en uno mismo, de una búsqueda excesivamente centrada en la felicidad propia, a un auténtico deseo de compartirla con los demás. La reacción del hijo mayor nos muestra que esto no es tan fácil. Sin embargo, cabe señalar que, aunque se niega a alegrarse de la felicidad de su padre, a compartir su alegría, no es rechazado. Su padre sale de la fiesta para hablar con él, al igual que Cristo salió de su condición divina para compartir nuestra angustia, como escribe San Pablo en su carta a Filipenses.

Así es Dios, como padre que no se reconoce. Con demasiada frecuencia se ve a Dios como un adversario, un competidor. Algunos se dicen: si Dios está ahí no puedo sacar de mí lo que soy, no puedo desarrollar todo mi potencial. Así que pido mi herencia y pongo una distancia infinita entre él y yo… para darme cuenta después de que nadie está interesado en mí. Pero Jesús da la vuelta a nuestras creencias. Dios es un padre, sí, que te deja libre, que no te obliga a quedarte, que te espera y te acoge sin pedirte razón de tus tonterías, que te devuelve la dignidad, que sale a convencerte si te ofende su benevolencia desbordante, que todavía afirma con rotundidad: debemos celebrar a cada hijo dado por perdido y recuperado por la infinita ternura de Dios.

Hermanos y Hermanas, las tres parábolas de hoy expresan este corazón de Dios que quiere encontrar a quienes se han alejado y hace todo lo posible para encontrarlos. A través de estos relatos, Jesús nos habla de un Dios que está dispuesto a revolver su casa para encontrar algo importante, un Dios que está dispuesto a recorrer kilómetros para encontrar a la oveja perdida, un Dios Padre que corre a encontrar a su hijo e invita a su primogénito a unirse a la fiesta, ya que el perdido ha sido hallado.

Estas parábolas son una llamada a la conversión, una llamada a volvernos más hacia Dios nuestro Padre, ese Dios cuyo nombre es misericordia, ese Dios que nos espera y nos acoge a todos con tanta alegría.

 

Abadia de MontserratDomingo XXIV del tiempo ordinario (11 de septiembre de 2022)

Domingo XXIV del tiempo ordinario (12 de septiembre de 2021)

Homilía del P. Bernabé Dalmau, monje de Montserrat (12 de septiembre de 2021)

Isaías 20:5-9a / Santiago 2:14-18 / Marcos 8:27-35

 

Queridos hermanos y hermanas,

Acabamos de escuchar, en la versión de San Marcos, cómo Pedro reconoce a Jesús como Mesías. Nos es más conocida la versión de San Mateo, más desplegada y coronada con el anuncio que hace el Señor: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia». Pero el texto de hoy no incluye ninguna promesa sino, al contrario, una prohibición de hablar.

Esta versión de hoy, más antigua, contiene, sin embargo, igualmente la reprensión que Jesús hace a Pedro. El apóstol, con la candidez de quien quiere dar lecciones, se resiste a admitir que el mesianismo de Jesús no pasa por un triunfo humano, sino por el sufrimiento de la cruz y la gloria de la resurrección. Jesús es contundente: lo trata de Satanás, es decir, de adversario, de quien pone obstáculos al plan de Dios. Al apóstol no le quedó más remedio que callar y escuchar lo que Jesús dirige a todos: «Si alguien quiere venir conmigo, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga».

Tomar la propia cruz. Nos es pesado, hacerlo. Cuentan que uno de los llamados Padres del Desierto se quejaba de la peso de su cruz. Un ángel le condujo a una estancia donde había cruces de todas las dimensiones y pesos. El asceta las fue probando una por una diciéndose interiormente: «Esta, no… Esta, tampoco… Esta!». Finalmente había encontrado una que le gustó y se la quedó. El ángel le dijo: «Era la tuya …».

Como vemos, acompañar a Jesús en el camino de la cruz es condición esencial para ser discípulo suyo. No quiere decir que sólo los discípulos de Jesús tenemos cruces, porque sufrimiento, poco o mucho, todo el mundo tiene. Los seguidores de Jesús nos distinguimos porque somos llamados a tomar la cruz y creemos que Dios nos ayuda a cargarla. San Lucas añade el matiz «tomarla cada día», porque de una manera u otra siempre tenemos que seguir tras Jesús.

Nos podríamos preguntar si este seguimiento excluye todo tipo de felicidad en este mundo. No, si Jesús asumió la cruz es porque la confianza absoluta que tenía en la bondad del Padre le hacía tomar con él los sufrimientos humanos. Había, en el término de todo, la resurrección. Quizás sea más fácil decir esto, en cambio, es más difícil hacerlo nuestro. Pero si nos reunimos para escuchar y asimilar la Palabra de Dios, y especialmente el Evangelio, es porque sabemos que aquí encontramos el fundamento de nuestra esperanza.

En esta situación también vale el matiz de San Lucas «cada día», porque forma parte de la identidad cristiana saber que cada día es una nueva oportunidad para aumentar nuestra esperanza. Y junto con ella, la fe y la caridad que le son inseparables.

La pandemia nos ha enseñado muchas cosas. Y nos ha mostrado que la capacidad humana de hacer el bien no tiene límites. Yo te invitaría, por ejemplo, hoy que esta basílica vuelve a tener su aforo normal, hoy que comienza una etapa en la Escolanía con el ingreso de ocho niños cantores, os invitaría a saber valorar todas las novedades que cada día el Señor nos ofrece: en la propia vida, en la propia familia, en la propia comunidad. Es lo que nos decía hace una veintena de años un abad extranjero: saber volver la gracia de los comienzos, y algunos monjes nos acordamos.

Tengamos, pues, esta capacidad cristiana de asumir cada día la cruz y a la vez de enriquecernos con la esperanza de empezar cada día con la confianza de que Dios guía nuestro presente y nuestro futuro. Es realmente una gracia.

 

Abadia de MontserratDomingo XXIV del tiempo ordinario (12 de septiembre de 2021)