Domingo VII del tiempo ordinario (19 de febrero de 2023)

Homilía del P. Josep-Enric Parellada, monje de Montserrat (19 de febrero de 2023)

Levítico 19:1-2.17-18 / 1 Corintios 3:16-23 / Mateo 5:38-48

 

Estimados hermanos y hermanas,

Permítanme que inicie esta homilía, recordándome a mí mismo y compartiéndolo con vosotros dos breves afirmaciones. La primera, que a pesar de ser obvia la olvidamos a menudo, y es que la Palabra de Dios no podemos leerla ni meditarla nunca en tercera persona del singular, dicho de otro modo, olvidando que siempre se me dirige de manera personal. La segunda es que cada domingo el anuncio de la tercera lectura se hace por parte del diácono como lectura del Evangelio, que es lo mismo que decir, lectura de la Buena noticia ya que éste es el significado del concepto griego εὐαγγέλιον. Por tanto, hoy, en esta celebración, Dios nos habla personalmente a cada uno de nosotros y también comunitariamente para hacernos llegar una Buena Noticia.

Dicho esto, el fragmento evangélico que acabamos de proclamar cierra el capítulo 5 del evangelio según san Mateo que empezamos a leer el domingo día 29 de enero, con el texto de las Bienaventuranzas. Tanto en este texto como en todo el capítulo el evangelista utiliza un lenguaje fuerte, paradójico y escandaloso tanto para su tiempo como para el nuestro.

El texto de hoy no es una excepción y su estructura es la del cumplimiento de la Ley antigua, según el esquema “ya sabéis que, a los antiguos, les dijeron… pero yo os digo”. La enseñanza de Jesús dirigida a sus contemporáneos y por tanto también a nosotros, lejos de dar simples reglas de comportamiento, tiene como objetivo las relaciones interpersonales y especialmente las que son hostiles o violentas

La llamada de la Torá (Ex 21,26, Lv 24,20), en referencia a la llamada ley de la represalia o ley del Talión, es para Jesús el punto de partida para proponer otra vía, la suya, la de Jesús, y que es respuesta a la violencia sea en forma de bofetada, de robo o de opresión. La vía que propone Jesús va más allá del sentido común del derecho, encaminado a contener la invasión de la violencia y los mecanismos de la venganza.

¿En qué consiste la vía de Jesús? Jesús nos muestra una actitud de donación sin reservas y que la vivirá hasta la Cruz. No se trata de sufrir pasivamente, sino que revela algo más profundo. Son gestos aparentemente incomprensibles y llenos de libertad, contrarios al mecanismo de acción-reacción. Representan un camino que confunde al malvado y puede desarmarlo. Nos pasa igual a nosotros cuando hacemos una acción incorrecta y que duele y nos desama ver cómo el que hemos herido nos ofrece la mano. Este «plus» del amor no es algo de lo que seamos capaces espontáneamente, ni puede resultar del esfuerzo personal, sino que reclama por parte de cada uno, un camino, un itinerario para vivir y madurar según los sentimientos de Jesús, que no son otros que los que están en el corazón de Dios. Por eso no seamos fáciles en juzgar las reacciones de los demás.

En esta lógica no es extraño que Jesús exprese de forma contundente la revolucionaria proclama que es el centro del relato que hemos proclamado: “Ya sabéis que dijeron: “ama a los demás”, pero no a los enemigos. Pues yo os digo: Amad a los enemigos, rogad por aquellos que os persiguen. Así seréis hijos de vuestro Padre celestial: él hace salir el sol sobre buenos y malos, y hace llover sobre justos e injustos”.

La paradoja de este Evangelio sólo es posible si ha habido un encuentro con Jesús y una renovada idea de Dios como Padre. El encuentro con Jesús nos pide un amor desproporcionado; el amor es siempre desproporcionado y choca con la forma de hacer y de ser del corazón humano, que puede llegar a confundir el amor a uno mismo con el vivir centrado y encerrado en el propio corazón, ya que el amor siempre es apertura al otro, posibilidad de ser para uno mismo y para los demás.

Retomando las dos afirmaciones con las que he empezado esta reflexión me doy cuenta de que hoy las palabras de Jesús nos tocan directamente a cada uno de nosotros, pero no como una acusación sino como posibilidad para reconocer que a veces no estamos muy lejos de las situaciones que nos descrito el evangelista. Pero también, hoy hemos recibido una buena noticia y es que, aunque no nos sea fácil vivir y ser como Jesús, sólo con que lo intentemos seremos prefectos como lo es el Padre celestial.

No quisiera terminar esta reflexión sin un recuerdo con gran respeto y una oración por todos los que son víctimas de tantas formas de violencia. Y todavía una oración para pedir a Jesús que nos ayude a mirar con su mirada a quienes obran el mal y el mal que nosotros obramos.

La Eucaristía que estamos celebrando es fuerza y viático en nuestro itinerario para poder ser perfectos como lo es el Padre celestial. Que así sea.

Abadia de MontserratDomingo VII del tiempo ordinario (19 de febrero de 2023)

Domingo VI del tiempo ordinario (12 de febrero de 2023)

Homilía del P. Lluís Juanós, monje de Montserrat (12 de febrero de 2023)

Sirácida 15:15-20 / 1 Corintios 2:6-10 / Mateo 5:17-37

 

Ley y libertad: dos palabras no siempre bien avenidas, no siempre entendidas por igual y que a lo largo del tiempo no han dejado de coexistir sin duras controversias. Jesús mismo se enfrentó varias veces con los escribas y fariseos sobre la forma de interpretar la ley. Con una autoridad sorprendente a los ojos de sus detractores afirma: «No creáis que he venido a abolir la Ley y los profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud» (Mt 5, 17). Jesús, por tanto, no quiere suprimir los mandamientos que Dios dio a su pueblo por medio de Moisés, sino que quiere darles plenitud. No se contenta con repetir la tradición ni en consolidar un legalismo minucioso y sin alma, sino que intenta liberar el corazón del hombre del peso fastidioso de la Ley para mostrar que esta «plenitud» que le da, requiere una mayor justicia, una observancia más auténtica. Dice, en efecto, a sus discípulos: «si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 5, 20); un Reino que ya se hace presente en medio del mundo por el espíritu de las Bienaventuranzas, por la novedad radical de una Ley que tiene su cumplimiento en la justicia y en un amor sin límites, sin exclusiones de ningún tipo.

La primera lectura que hemos escuchado nos muestra una reflexión hecha por la persona que, a partir de la experiencia de los años, ya sabe lo que es la vida y las contradicciones de la misma e intenta inculcar una orientación importante para vivir. El consejo vendría a ser éste: “Sé libre, elige con libertad, no te sientas obligado, no dejes que otros decidan por ti, pero, aún así, elige lo mejor”.

La pregunta que nos viene y que va a seguir viniendo a la mente de todos es: ¿Y qué es lo mejor? ¿Dónde encontrarlo?… esta pregunta no deja de inquietarnos también hoy frente a la diversidad de respuestas y posibilidades que nos ofrece el mundo.

Los sabios de aquella época, se remitían a lo que ellos llamaban los mandatos: Un conjunto de reglas sobre cómo comportarse para tener éxito en la vida. Lo que nosotros llamamos mandamientos son fruto de un proceso muy largo de reflexión en el que se reflejan las situaciones humanas con sus problemas, sus contradicciones, inquietudes, dudas o necesidades y que se concluye expresando lo más conveniente para que la vida se ordene de cara a hacer el bien y ser mejores. El hombre que a través de los años ha adquirido sabiduría y experiencia de vida, da sus consejos: “cuidado con lo que haces, no te dejes engañar, vigila con quien vas, no te pierdas” … Este conjunto de normas y de enseñanzas prácticas ha tenido etapas más o menos exitosas a lo largo de la historia, tanto si lo valoramos desde tiempos pasados, donde se exageró su rigidez, o era incuestionable la autoridad de los padres y maestros respecto a los hijos o alumnos, como si lo valoramos ahora en que a menudo vemos cómo el menosprecio de las normas puede ser el cultivo más idóneo para cultivar el desbarajuste, la desorientación, o la falta de valores o puntos de referencia que nos ayuden a encontrar el sentido de lo que somos y que hacemos, y vemos cómo lo que tiene éxito en nombre de la libertad es decir: “haz lo que quieras, que nada ponga freno a lo que deseas y disfruta de la vida que son cuatro días,” ¡siempre que el bolsillo y el salud lo permitan, por supuesto!

A lo largo del tiempo ha habido personas y teorías que defienden que la creencia y la vivencia religiosa son incompatibles con la libertad individual. Parece como si la voluntad de Dios fuera sinónimo de pérdida de libertad, de dejar de ser nosotros mismos. Esto se debe, por un lado, a una falsa imagen de Dios como alguien tirano y egoísta, abrumador, y por otro, pensar que la voluntad de Dios nos parece totalmente arbitraria. Si observamos la forma de actuar de Jesús nos daremos cuenta de que la libertad no es un fin en sí mismo sino un medio para algo mayor que para él es hacer la voluntad de Dios; la que nos hace verdaderamente libres. Nuestro Dios no es un Dios caprichoso ni egoísta, ni celoso de nuestra libertad, sino que, como buen padre, quiere lo mejor para nosotros. Lo que ocurre es que quizá no nos acabamos de fiar.

En tiempos de Jesús los escribas y fariseos exageraban tanto la importancia de la Ley que cualquier mínima crítica o resbalón era interpretado como un ataque frontal a su totalidad. Por eso se enfrentan y atacan a Jesús directamente y sin reparos porque, más que un estricto cumplimiento de la letra, nos pide una exigencia y una adhesión libre que no siempre es fácil de asumir. Jesús dice que no ha venido a abolir la Ley sino a darle plenitud, es decir, ha venido a decirnos, por ejemplo, que lo importante no es que yo dé una limosna, que en un momento concreto puede tener su importancia, sino que lo que importa es que yo esté pendiente de atender a quien tiene necesidad; que si trato de no ser un criminal, un crápula o un estafador, que ya es mucho, lo importante es liberarme de la codicia, la avidez, o del deseo de venganza y violencia que a menudo está en nuestro corazón.

Jesús nos pide que cumplimos sus mandamientos no como una obligación pesada, sino como un deseo profundo y personal por descubrirlos como algo fundamental para mí; como una ayuda y una guía para hacer nuestros sentimientos y finalmente lograr la libertad de los hijos de Dios que no es más que vivir en aquel amor que nos acerca más a Dios y a los demás.

¿Que Jesús nos pide demasiado? Puede ser, pero nunca nos deja de su mano y nos dice: “Venid a mí todos los que están cansados y agobiados, y yo os haré reposar porque mi yugo es suave, y mi carga, ligera.” (Mt 11, 28.30). Pidamos al Señor que nos haga descubrir qué es lo mejor para nosotros, a pesar de que nos cueste llevarlo a cabo, y abrámonos a su novedad y a su perdón. No tengamos miedo al Evangelio.

Abadia de MontserratDomingo VI del tiempo ordinario (12 de febrero de 2023)

Domingo V del tiempo ordinario (5 de febrero de 2023)

Homilía del P. Lluís Planas, monje de Montserrat (5 de febrero de 2023)

Isaías 58:7-10 / 1 Corintios 2:1-5 / Mateo 5:13-16

 

El pasado domingo oímos proclamar cómo Jesús viendo a las multitudes, observando la sociedad, subió a la montaña, y empezó a instruir a sus discípulos: el mensaje, bien mirado era sorprendente, y todavía lo puede ser para nosotros si reconocemos que Jesús es nuestra referencia y, por tanto, todo lo que dijo a sus discípulos, nos lo dice, hoy, a nosotros. Nos hace descubrir que Dios valora a las personas de una manera muy diferente a cómo son valoradas en nuestro entorno social. En nuestra sociedad se valora el éxito, los ganadores. También en tiempos de Jesús se creía que quienes eran ricos, por ejemplo, es que Dios les había bendecido. Pero la instrucción de Jesús es muy distinta; nos dice que Dios valora a aquellos que, precisamente, no son socialmente admirados, como los pobres en el espíritu, los que están de luto, los humildes, los que tienen hambre y sed de ser justos, etc. Y a estos Dios les da la posibilidad de ser felices, bienaventurados, santos, porque ellos poseerán el Reino, serán consolados, poseerán la tierra, serán saciados.

Hoy ha continuado su instrucción pidiendo que los discípulos hagamos lo mismo: proclamar por todas partes cómo Dios valora la vida, especialmente a aquellos que parece que la vida se les ha dado la espalda. Pero no se trata de dar una buena dosis de optimismo a perdedores, sino dar sentido a su itinerario personal. Para realizar bien esta proclamación nos ha propuesto dos actitudes. Ser sal. Ser luz.

¿Cuál es el sentido que tiene en ese contexto la sal? Por un lado, la sal es la que da sabor a los alimentos. Debemos entender que la misión de los discípulos, la de la Iglesia, la de cada uno de nosotros, si tenemos conciencia de ser discípulos, es que debemos introducirnos en la entraña de la sociedad para descubrir el sentido de la vida en un mundo en el que se banaliza cada vez más. También la sal, en tiempos de Jesús, tenía la función de conservar e impedir que los alimentos se estropearan y se corrompieran. Por tanto, se trata de luchar para que la práctica de la justicia proteja la dignidad de todos aquellos a quienes Jesús ha anunciado las bienaventuranzas, como los humildes, los compasivos, los limpios de corazón, los que ponen paz, los perseguidos por el hecho de ser justos…y aquí podemos recordar todas las demás bienaventuranzas. Para ser coherentes en este sentido, es necesario coraje personal, de lo contrario seremos como la sal que no sirve para nada, y podemos caer en la indiferencia de todos y que en la calle seamos pisados.

Cuando afirma: «Vosotros sois luz del mundo». No nos está diciendo que debemos serlo, sino que lo somos. Tomar conciencia, pues, de nuestra misión y responsabilidad. La Iglesia, nosotros, debemos ser referentes para quienes están en busca del vacío interior. No se trata de afán de protagonismo. San Pablo, en la segunda lectura, explicaba a la comunidad de Corinto su actitud personal cuando les escribía: «mi palabra y mi predicación no fue con persuasiva sabiduría humana, sino en la manifestación y el poder del Espíritu» Este ser luz puede tener muchas expresiones, pero es indudable que debe iluminar, y difícilmente se ilumina si nuestro interior no vive liberado porque se sabe acogido por el amor de Dios. Podemos constatar que quien hace la experiencia de sentirse amado tiene la fuerza del amor en su mismo rostro. A veces tenemos poco presente que, cuando queremos dar testimonio de la propia experiencia, lo decimos como un reproche. Cuanto más nos dejemos atrapar por las bienaventuranzas más sencilla y a la vez más profunda será nuestra vida.

Irradiamos lo que vivimos, lo que somos, lo que hacemos. Es lo que nos ha dicho el salmo cuando nos recordaba: «El hombre justo, compasivo y benigno, es luz que apunta en la oscuridad…Tiene el corazón inconmovible, nada teme, reparte lo que tiene, lo da a los pobres, su bondad consta para siempre» Es lo mismo que Isaías nos ha recordado en la primera lectura cuando ponía en boca de Dios: «Comparte tu pan… si alguien no tiene ropa, vístelo; no les rehúyas que son hermanos tuyos. Entonces estallará en tu vida una luz como la de la mañana, y se cerrarán al instante tus heridas». Esto es lo maravilloso: cuanto más nos comprometemos para iluminar, tanto más la claridad de Dios iluminará y curará nuestra propia vida.

 

Abadia de MontserratDomingo V del tiempo ordinario (5 de febrero de 2023)

Domingo IV del tiempo ordinario (29 de enero de 2023)

Homilía del P. Bonifaci, monje de Montserrat (29 de enero de 2023)

Sofonías 2:3; 3:12-13 / 1 Corintios 1:16-31 / Mateo 5:1-12

 

Hoy, en nuestra celebración dominical, todavía resuena aquella manifestación de pobreza y humildad del misterio de Navidad. Porque Navidad no podía ser sino la puerta de entrada de Cristo que venía a instalar el Reino de Dios, Reino de pobreza y de humildad, porque es esto lo que nos revela cómo es Dios. Dios es amor, y el amor es humilde y no busca su provecho, sino el de aquél que ama. Y el Hijo de Dios se rebajó, se hizo hombre y murió pobre, de la manera más ignominiosa, en manos de los poderosos, por nuestro amor. Pero el Padre confirmó su mensaje y su vida sentándolo a su derecha.

No es, pues, nada extraño que el fundamento del mensaje del Reino sean las Bienaventuranzas, que resumen la forma de vida que Dios quiere que vivamos los hombres. Una forma de vida totalmente contraria al ideal de vida que los hombres siempre han querido construir y proponer.

Hoy tenemos un texto profético que nos predice: Buscad al Señor los humildes.  Y San Pablo dice a los cristianos de Corinto: Dios ha escogido lo que no cuenta, de modo que nadie pueda gloriarse en la presencia del Señor. El que se gloríe, que se gloríe en el Señor. 

Las bienaventuranzas nos hablan de pobreza, de humildad, de bondad, de pasar hambre, de estar tristes, de ser compasivos, de tener el corazón limpio, de poner paz y de ser perseguidos por el nombre de Cristo. Valores que el mundo desestima.

¿Por qué esa insistencia de la Palabra de Dios? Sencillamente, porque es lo que nos ha venido a revelar a Cristo que nos trae la voluntad de Dios. Él no hacía sino revelar al Padre. Quien me ve a mí, ve al Padre. Yo no hago sino lo que me dice el Padre. Y, de hecho, la trayectoria de la vida de Cristo está marcada por el camino de la pobreza y de la humildad: empieza a predicar, no en grandes ciudades, sino en las aldeas de Galilea, elige a colaboradores de entre la gente sencilla, ignorante, pobre. Él mismo fue un trabajador hasta que inició el ministerio de la predicación del Reino. Nunca quiso hacerse de ningún movimiento social o político, ni ser proclamado profeta, o rey. Venía sólo a dar testimonio de la verdad, de la voluntad del Padre de salvar a los hombres. Su poder era hacer el bien a los desamparados, perdonar pecados, liberar de demonios, conducir al Padre. Fue la imagen del Padre, reveló el Reino del Padre.

El Dios que nos hemos formado los hombres, en cambio, es un Dios sublime, separado, que impone temor, juez supremo, Ser perfecto, pero que nos hace ver a nosotros imperfectos. Pero el Dios que nos revela Jesús no tiene esta imagen. Es todo lo contrario: es en Jesús que Dios se manifiesta y se revela. Quien ve a Jesús ve cómo es el Padre. Y Jesús nos invita: ‘Venid a mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro reposo’. ‘Yo no quiero la muerte del pecador, sino que se convierta y viva’. ‘He venido a salvar, no a condenar’. ‘No tengáis miedo, el Padre quiere daros el Reino’. “Cree en mí y cree también en el Padre, y donde yo estoy estaréis vosotros”. ‘Como el Padre me ha amado, así os he amado yo’.

Si queremos ser discípulos de Cristo, sigamos, pues, sus huellas: Porque el que ama la vida, la perderá, y el que la pierde por mí, la recobrará. ¿Qué ganaríamos de tener todos los bienes del mundo si perdiéramos la vida? Sigamos, pues, la pobreza, la humildad, la bondad, el amor desinteresado, busquemos servir a los demás. Y, quien quiera ser mayor, que se haga servidor de todos. No existe un camino más seguro. Dios nos lo recompensará. Nos dirá: ”Venid, bendecidos de mi Padre, entrad en el Reino que os estaba preparado desde la creación del mundo”.

 

Abadia de MontserratDomingo IV del tiempo ordinario (29 de enero de 2023)

Domingo III del tiempo ordinario (22 de enero de 2023)

Homilía del P. Valentí Tenas, monje de Montserrat (22 de enero de 2023)

Isaías 8:23b-9:3 / 1 Corintios 1:10-13 / Mateo 4: 12-23

 

Estimados hermanos y hermanas,

En las primeras palabras del Evangelio de hoy nos encontramos con dos grandes personajes del Nuevo y del Antiguo Testamento. El primero es San Juan Bautista, el nuevo profeta Elías, y con su misión concreta y específica: “De preparar el camino de quien iba a venir”. El Bautista era el precursor, el manifestador para reconocer al Elegido, al Mesías, Jesús, Luz del mundo, al Cordero de Dios y bautizarlo. El rey Herodes Antipas encarceló y decapitó a Juan, en la fortaleza de Maqueronte, por instigación de su ilegítima mujer Herodías, madre de Salomé. Jesús, al saberlo, no volvió a Nazaret, sino que se exilió a la ciudad de Cafarnaún, lugar de confluencia de caminos del mar y la montaña, cerca del gran lago de Tiberíades, región conocida popularmente como “País de Zabulón y de Neftalí, Galilea de los Gentiles o de los Paganos”.

El segundo personaje que hemos oído en la primera lectura es el Profeta Isaías (podemos ver su imagen en el centro de la nave de la Basílica, a vuestra derecha). Él profetizó 800 años A.C. todos los oráculos del Siervo de Yahvé y la venida del Mesías el Salvador. Hoy nos dice: “El pueblo que avanzaba a oscuras ha visto una gran luz, una luz resplandece para quienes vivían en el país tenebroso”. Jesús es la Luz del mundo para quienes lo buscan y lo buscan de todo corazón. Todo cristiano normal es llama, espejo de luz, de alegría, persona de gozo y libertad. Dice el cardenal de Barcelona, Joan Josep Omella, que “toda pequeña comunidad o parroquia, tanto de la ciudad como de los pueblos, son sencillas llamas de Luz, son presencia Cristiana viva, concreta, simple y vacilante, ¡pero llama! que brilla y da Luz en nuestra difícil sociedad actual”. No podemos decir, en modo alguno, y tranquilamente: “durante muchos años me he reservado mi fe para mi intimidad privada”.

Jesús nos dice: “Convertíos, que el Reino del Cielo está cerca”. Es una invitación, una llamada a darnos la vuelta hacia Dios. No se trata sólo de convertirse en buenas personas de golpe, sino de volver a aquel Yo que es bueno dentro de nosotros mismos. Por eso, la conversión no es triste, es el descubrimiento de la verdadera alegría que gotea dentro de la profundidad de nuestro pequeñísimo corazón humano. Convertirse es simplemente dar un vaso de agua, hablar con esa persona mayor desconocida en el rellano o en el ascensor de tu casa; decir buenos días, buenas noches, adiós, ¿cómo estáis…? consolar a quienes lloran. Compasivos con quienes pasan hambre, dolor o guerra. Pacificadores en todo evento y en todo lugar; limpios de corazón, para decir siempre una palabra de vida, una palabra adecuada, de Buena Nueva, de gozo, de amor, de paz. Y, sobre todo, firmes ante el mal, que en todo momento está siempre presente y actuando, desgraciadamente.

En el río Jordán Jesús revela su filiación Divina. Hoy, en el lago de Galilea, comienza su manifestación, su Misión. Él, bordeándolo, ve a dos hermanos, Simón-Pedro y Andrés, que estaban tirando las redes. Les llama y les dice: “Venid conmigo, y os haré pescadores de hombres”. Un poco más adelante hace lo mismo con otros dos hermanos, Jaume y Joan, que estaban en la barca, reparando las redes. Todos, rápidamente, dejando familia y trabajo siguen la voz del Maestro. Jesús no les prometió nada, no les aseguró la vida, una casa o dinero. No, simplemente les llamó y ellos respondieron: “¡Aquí me tenéis! ¡Estoy aquí!”. Mensaje, llamada, respuesta y seguimiento. San Benito nos dice: “Escucha, hijo, los preceptos de un maestro e inclina el oído de tu corazón y acoge con gusto la exhortación de un padre bondadoso y ponla en práctica”.

El Evangelio de este domingo finaliza con Jesús en misión. Él predica en las sinagogas, enseña la Palabra, la Buena Nueva y cura a la gente de toda enfermedad. Todo esto, mientras viajaba por la Galilea, País de Zabulón, de Neftalí, tierra de paganos, que ahora ven personalmente una gran Luz, que es Jesús de Nazaret, el Señor. Triple Misión de Cristo, y Triple misión de la Iglesia: «Enseñar, anunciar y curar». Ser pescadores de hombres.

Hermanos y hermanas: en este Domingo de la Palabra es Jesús mismo quien nos habla y nos invita a construir nuestra vida sobre sus Palabras de Vida. San Jerónimo nos dice: «Desconocer las Escrituras es desconocer a Cristo». Oremos, hoy, especialmente, por aquellos países donde, por tener simplemente un pequeño Nuevo Testamento puede significar muchos meses de cárcel; o distribuir Biblias, o ser cristiano públicamente puede acarrear penas de muerte, con el silencio de todo el continente europeo.

 

Abadia de MontserratDomingo III del tiempo ordinario (22 de enero de 2023)

Domingo II del tiempo ordinario (15 de enero de 2023)

Homilía del P. Efrem de Montellà, monje de Montserrat (15 de enero de 2023)

Isaías 49:3.5-6 / 1 Corintis 1:1-3 / Joan 1:29-34

 

Poco antes de la pandemia, con la Escolanía fuimos a cantar a Moscú. Fue justamente esta semana, después de que se nos proclamara ese mismo evangelio. Y una de las visitas culturales que hicimos fue en la galería Tretyakov, el museo de pintura más importante de la ciudad. El museo lleva el nombre de Pavel Tretyakov, un comerciante que después de hacerse millonario gastó su fortuna comprando arte, pero no para él: quiso que su colección fuera pública, y que quedara instalada en un museo de acceso gratuito para los moscovitas, para que todo el mundo pudiera estar en contacto con el arte. Y visitando el museo, entramos en una gran sala en la que había un cuadro de 7 metros por 5 que ocupaba toda la pared. La guía se entretuvo bastante porque era interesante; y para nuestra sorpresa, la temática del cuadro era —justamente, la del evangelio del domingo (es decir, el de hoy).

El cuadro en cuestión era de Alexander Ivanov, pintor naturalista ruso del S.XIX, que se esforzó por plasmar la trascendencia del momento: el encuentro con Jesús, que puede transformar la vida de las personas porque nos perdona el pecado. En el cuadro se veía a Jesús a lo lejos, acercándose. Era la figura más pequeña pero la que más se veía. Y en primer plano había unas 25 o 30 personas, con Juan Bautista en el centro señalando a Jesús en el momento de decir «Mirad el Cordero de Dios». El artista había sabido captar uno de los mensajes profundos de esta escena, y por eso había pintado a personas muy diferentes. Estaban los discípulos de Jesús con sus virtudes y defectos: Pedro, que recibiría el encargo de liderar el grupo; Tomás que dudaría… Había gente rica y pobre, gente joven y vieja, gente letrada e inculto, hombres y mujeres, niños y niñas… La guía nos fue explicando que algunas de las caras eran conocidas de quienes vieron el cuadro por primera vez: había algún escritor reconocido del momento, e incluso uno de los personajes era un autorretrato del artista. Y lo que tenían en común todos ellos era que se encontrarían con Jesús, lo que supondría un antes y un después en sus vidas. Porque Jesús había venido para hacer presente a Dios en medio de nosotros y para salvarnos, a todos: independientemente de nuestra posición social, de nuestro oficio, de nuestra riqueza, de nuestra edad, e incluso de nuestra fe, Dios nos perdona y nos salva. Y mientras nos íbamos adentrando en el misterio y nos íbamos sorprendiendo de todo lo que se podía decir sin palabras, aún hubo otro detalle destacado: nos hizo notar que en un extremo había un espacio en el que todavía habría cabido una figura más, un personaje que no estaba. ¿Por qué había dejado un espacio desperdiciado, donde se veía la vegetación al fondo? Uno de los escolanes acertó la respuesta, pero la dejamos para el final.

«Mirad al Cordero de Dios, mirad al que quita el pecado del mundo» es una frase que ha pasado a la liturgia. La oiremos del celebrante justo antes de hacer la comunión. Este Jesús que bautizó en el río Jordán y que vino para salvarnos a todos, ahora se nos hará presente a través de los dones eucarísticos, y recibiéndolos nos uniremos a él. Ya estábamos unidos: por el sacramento del Bautismo todos nosotros nacimos como hijos de Dios. Y por el sacramento de la Confirmación recibimos el Espíritu Santo y lo llevamos con nosotros. Pero cada vez que nos sentamos en la mesa del Señor renovamos esta presencia de Dios en nuestro interior; por eso el celebrante añade “dichosos los invitados a su mesa”, y por eso este evangelio trae el eco de las fiestas de Navidad: porque Jesús no sólo vino al mundo una vez, sino que sigue vivo y presente a través nuestro: cada vez que escuchamos su palabra con voluntad de hacerla nuestra y cumplirla, cada vez que como hoy haremos la comunión, tenemos y hacemos presente a Dios en el mundo. Y esto es todo un privilegio, que debe tener continuidad en nuestras vidas.

Todos nosotros, cuando salgamos de esta celebración habremos renovado la presencia de Dios en nuestro interior. Todos iremos con la misión de hacer presente a Cristo en el mundo. Lejos de venir a Misa como una obligación o una rutina, sintiendo la palabra de Dios y recibiendo el cuerpo de Cristo, llevaremos a Dios en nuestro interior y con nuestras palabras y obras lo haremos presente allá donde vayamos. Y por eso podemos proponernos un doble ejercicio. En primer lugar, a imitación del Bautista que mirando a Jesús dijo «Mirad al Cordero de Dios», nosotros también deberíamos esforzarnos en ver la presencia de Dios en todas y cada una de las personas que tratamos, y perdonarlas. Seguramente es más fácil de hacer con quienes amamos o con quienes nos caen mejor, pero se trata de hacerlo con todo el mundo, incluso con los que más nos cuesta. Porque todo el mundo puede llevar la presencia de Dios, y si nos esforzamos por verla los amaremos más fácilmente. Y en segundo lugar, deberíamos vivir conscientes de que cada uno de nosotros también puede hacer presente a Dios a los demás. Y aquí ya podemos responder a la pregunta que había quedado abierta sobre el espacio que quedaba libre en el cuadro: el pintor dejó un espacio vacío para que cada uno se imaginara a sí mismo en aquella escena. Dios también ha venido para cada uno de nosotros. Y Dios también se hace presente en cada uno de nosotros. Aparte de tratar de reconocer la presencia de Dios en los demás, debemos ser conscientes de que también somos presencia de Dios. Y esto nos condiciona positivamente, porque nos invita a hacer el bien y aportar cosas buenas a la sociedad. Como Tretyakov, que pudo vivir tranquilo con su fortuna pero que prefirió gastarla para dar una oportunidad a los más humildes que no habían tenido su suerte. O como tantas y tantas acciones anónimas que encontraríamos a nuestro alrededor si nos fijáramos bien en todo lo que ocurre a nuestro alrededor. Contribuir con lo que podamos a la edificación del Reino de Dios, siendo conscientes de que llevamos a Dios con nosotros y tratando de verlo también en los demás, es un buen fruto de la celebración de la Navidad que hemos pasado, y un buen propósito para al año que comienza.

 

 

Abadia de MontserratDomingo II del tiempo ordinario (15 de enero de 2023)

Conmemoración de todos los fieles difuntos (2 de noviembre de 2022)

Homilía del P. Manel Gasch i Hurios, Abad de Montserrat (2 de noviembre de 2022)

Lamentaciones 3:17-26 / 2 Corintios 4:14-5:1 / Juan 12:23-28

 

Vivimos queridos hermanos y hermanas en un mundo muy entretenido. Hay quien se preocupa mucho de que no nos aburramos y propone constantemente todo tipo de diversiones. Incluso se utiliza esta idea de la diversión continua para realizar propaganda. Recuerdo haber escuchado una vez el anuncio de un crucero que ofrecía veinticuatro horas seguidas de entretenimiento. Sinceramente pensé que sería el último lugar del mundo en el que iría a pasar unas vacaciones. Estos rasgos de nuestra cultura contemporánea van normalmente de la mano de una visión de la vida a muy corto plazo, en la que cuestan los proyectos vitales, las propuestas que podrían llegar a dar sentido a toda la existencia. Los cristianos, respetando la libertad de cada uno, debemos decir que nuestro punto de vista sobre la vida incluye algo más que la diversión.

En el Antiguo y en el Nuevo Testamentos, siempre encontramos la descripción de una realidad que quizás no es tan divertida, pero que es real, que es auténtica, que explica mucho mejor lo que vivimos. En las lecturas de hoy, este punto de realismo lo hemos tenido muy claro:

Así el libro de las Lamentaciones nos decía:

Mi alma vive lejos del bienestar

El recuerdo de mis penas y de mi abandono me amarga y envenena.

Cuanto más pienso y lo medito, más me repliego sobre mí.

Pienso que en la vida de las personas hay momentos en que estas frases o algunas similares, o aquellas que cada uno quiera formular para expresarse, son más adecuadas para describir lo que vivimos, que todo el resto de palabras vacías que se nos ofrecen para olvidarnos de quiénes somos, de dónde estamos y de adónde vamos. La espiritualidad bíblica permite identificar todas las dificultades de nuestra existencia y de las del mundo. La Palabra de Dios no ha pasado de moda por más antigua que sea.

Pero nunca nos quedamos aquí. Es bonito que la sabiduría del Antiguo Testamento, en este libro de las Lamentaciones, en los Salmos y en tantos otros testigos, no se quede aquí. Pasamos por la pena, pero no nos quedamos allí. En medio de todo esto, siempre está Dios que es una ventana al futuro.

Pero ahora quiero revivir otros pensamientos que me van a mantener la esperanza.

Dios nos propone un horizonte distinto: La salvación. A veces me parece intuir que detrás de toda esta saturación de entretenimiento contemporáneo hay una actitud muy básica: nos hacernos conscientes de que aparte de divertirnos también necesitamos a Dios y su salvación y que seguramente hemos puesto en su sitio muchas cosas, muchas plataformas, mucha música, muchos videojuegos, mucho móvil y todo lo que queráis y lo que vendrá, que no podemos ni imaginar; y así nos vamos entreteniendo. El fragmento que hemos leído del libro de las Lamentaciones acababa diciéndonos, en cambio:

Es bueno esperar silenciosamente la salvación del Señor.

Esperar silenciosamente. Me parece una frase casi revolucionaria en el mundo que vivimos. Esperar porque no todo se logra ya. Y hacerlo silenciosamente. Hay en esta frase un matiz muy bonito de profundidad, de hacernos conscientes de la salvación de una manera contemplativa, sabiendo que necesitamos un camino paciente y una actitud recogida para ir sabiendo qué es para cada uno de nosotros esta salvación.

Pienso en vosotros escolanes, que tenéis cada día un ejemplo breve de esta actitud cuando esperáis silenciosamente para salir a cantar. Podríais tomarlo como una actitud de por vida. Especialmente para los momentos que tengáis alguna dificultad y pensar en estos momentos de silencio y de preparación antes de la Salve. No son siempre momentos fáciles como sabemos quienes hemos estado allí, pero van bien. Lo sabéis. Vosotros tendréis al menos un referente de lo que significa el silencio. En esta homilía no estoy criticando que en la vida haya diversión ni todas las formas modernas de divertirse. Estoy criticando que en ocasiones no haya tiempo o ideales para casi nada más. Guardaos vuestra experiencia en la escolanía como una experiencia de una vida aprovechada al máximo.

Hoy conmemoramos a los Fieles Difuntos. La muerte fortalece una visión total sobre la vida.

Nuestra muerte nos hace pensar en el final y por tanto en toda la vida, tanto la pasada como la futura.

La muerte de los otros nos permite ver qué les ha pasado, en sus vidas.

No diré que la muerte no haga respeto, pero estoy convencido de que tenerla presente, cada uno según corresponda a su edad, puede llevarnos a una conciencia más plena de todo lo que hacemos. Es una idea que encontramos también con frecuencia en nuestra Regla Benedictina, donde se nos pide que la tengamos presente cada día.

Hoy conmemoramos a los Fieles Difuntos, pero no estamos celebrando la muerte, sino la vida. Y si hasta aquí, lo que he intentado decir tiene una sabiduría, nos falta el sello que confirma todo. La historia de Jesús de Nazaret, en especial su Pasión, muerte y resurrección, que son el ejemplo más claro de espera silenciosa a través de la muerte en la salvación de Dios. Hemos escuchado en el Evangelio a Jesús diciendo:

¿Qué debo decir: ¿Padre Sálvame de esa hora? No. Es para llegar a esta hora que he venido. Tampoco Él se ahorró ninguna oscuridad, pero no se quedó en ella.

Con su resurrección, la vida fue más poderosa que la muerte y así nos dejó a todos la esperanza de nuestra propia resurrección. Por eso celebramos la vida, la de Jesucristo resucitado como algo fundamental de la fe, la de nuestros hermanos y hermanas difuntos, como una esperanza sólida, que se apoya en la bondad de sus vidas, en la capacidad de haber seguido estos preceptos tan sencillos del evangelio de hoy: que el grano de trigo muera, que podamos dar la vida para seguir al Señor, para llegar a una eternidad, a un cielo que sólo la misericordia de Dios garantiza. Celebramos finalmente nuestra vida como un camino que debe dirigirse e inspirarse por este evangelio, del que dan testimonio Todos los santos de Dios que celebrábamos ayer.

En Jesucristo Dios se ha hecho solidario de toda la humanidad. Se ha hecho solidario de las tragedias personales y colectivas, de las naturales y de las provocadas, y las ha vencido. Todo lo que es destrucción y muerte no ha podido con la capacidad de ser y vivir de la Creación que tiene detrás la fuerza de Dios.

Esta esperanza de resucitar con Jesucristo y de seguirle fielmente durante los días de sus vidas, guió a los dos hermanos de nuestra comunidad, el hermano Martí Sas y Massip y el Padre Josep Massot i Muntaner que murieron este año con pocos días de diferencia la última semana de abril. Les recordamos con cariño y esperanza, agradeciendo también todas sus cualidades y el legado material y espiritual que nos han dejado. Nos hacemos así solidarios de sus vidas y de sus muertes, que también nosotros vivimos y viviremos.

Hoy también, recordando a nuestros hermanos difuntos, podemos pensar que el Señor está cerca de todos los que sufrís o estáis tristes porque habéis perdido a alguien querido y lo recordáis. Quisiéramos aseguraros nuestra oración y nuestro recuerdo desde Montserrat. Sabemos que estáis a menudo con los monjes, en nuestras celebraciones. Percibo que esta experiencia compartida de la muerte cercana y la esperanza también común de la resurrección nos hermanan más que nunca.

Celebremos hoy al Señor de la vida, el Señor que nos espera al final de la historia, la nuestra y la de todo el mundo, Jesucristo Resucitado, que se volverá a hacer presente en la mesa de la eucaristía, donde su solidaridad con la humanidad nos permite la comunión con Él, entre nosotros y con toda la Iglesia del Cielo.

Abadia de MontserratConmemoración de todos los fieles difuntos (2 de noviembre de 2022)

Solemnidad de Todos los Santos (1 de noviembre de 2022)

Homilía del P. Manel Gasch i Hurios, Abad de Montserrat (1 de noviembre de 2022)

Apocalipsis 7:2-4.9-14 / 1 Juan 3:1-3 / Mateo 5:1-12a

 

Hemos cantado amados hermanos y hermanas, dos versículos del salmo 23 que dicen:

él la fundó sobre los mares,

él la afianzó sobre los ríos. (salmo 23, 2)

Ambos nos trasladan una idea de orden. Dios empezó por el principio, poniendo los cimientos de la Creación de una manera ordenada, para que el resto que vendría después se apoyara de forma segura en algo sólido. Es una idea que encontraremos en muchos pasajes de la Biblia y que también fue muy querida por las tradiciones de sabiduría y pensamiento antiguas, reflejando una especie de necesidad natural de ordenar nuestro entorno. La palabra cosmos se opone a la palabra caos, porque incluye el orden querido por Dios. Es curioso. Cuántas veces hablamos de caos y decimos “esto es un caos” o “esto es caótico” y que rara vez hablamos de cosmos o decimos “esto es cósmico”. En cambio, la Creación de Dios explicada en el Génesis y en algunos salmos es una especie de descripción de este orden cósmico: una explicación por etapas. En cada una de ellas, se crea ordenando: dando una función: el sol y la luna para separar el día de la noche; las aguas para separar el cielo y los océanos, y así hasta llegar al final.

Y la última etapa de la creación, como todos sabemos, es la de crear al hombre y a la mujer también con un orden que incluye ser conscientes de sus posibilidades, de su lugar ante Dios, del lugar personal de cada uno y de aquél que le corresponde ante los demás. En una palabra: de nuestra responsabilidad, del correcto ejercicio de la propia libertad. Alguien podría preguntarse: ¿Y esto, que tiene que ver con la solemnidad de hoy, de Todos los Santos? La santidad es uno de los nombres que podemos dar a ese orden querido por Dios, en su dimensión más humana. La propia liturgia de hoy nos dará la definición más simple y mejor de santidad. La rezaremos en la oración de después de la comunión que pide a Dios la gracia para que: «quienes caminamos hacia la santidad que es la plenitud de tu amor, podamos pasar de esta mesa de peregrinos al convite de la patria celestial”.

Desde esa idea es fácil y bonito contemplar en primer lugar el salmo responsorial que también nos decía:

¿Quién puede subir al monte del Señor?

¿Quién puede estar en el recinto sacro?

Estamos en el deseo. Nos dice adónde debemos ir, antes de decirnos cómo.

Y ese mismo lugar al que vamos, también nos lo describe la primera lectura de hoy del libro del Apocalipsis, en la perspectiva final que le es propia, nos da un cuadro de la humanidad cósmica, ordenada, santa en el amor. Nos intenta transmitir cómo será esta comunión de los hombres y mujeres en la santidad: una multitud que permanece en presencia de Dios. En la plenitud de su amor.

El amor es el destino y es también el camino. Y para hacer un camino, hace falta tiempo. Dios se toma un tiempo para marcar. Dios manda que el bien prime de entrada sobre todo mal, para darnos tiempo. Y muchos responden. ¿No es bonito pensar que en este mundo nuestro, tan acelerado, Dios prevea un tiempo para hacernos santos? A los monjes y otras personas que tienen una familiaridad con la Regla de san Benito, esta idea no podrá dejar de resonarnos a la cita que el Prólogo hace sobre la paciencia de Dios, que nos ayuda a la conversión, que no es nada más que uno de los nombres de ese camino de amor y santidad.

Tener tiempo para vivir la plenitud del amor de Dios.

Sabemos a dónde vamos, sabemos que Dios nos da tiempo para ir allí, nos falta saber cómo. ¿Cuántas formas no tenemos de avanzar en este camino de santidad? Todavía el salmo responsorial nos proponía algunas de estas formas básicas:

El hombre de manos inocentes y puro corazón,

que no confía en los ídolos.

Sólo esta última frase podría darnos todas las pistas necesarias. ¡Qué actual! ¡No confiar en los dioses falsos! Decía un escritor católico inglés: Charles Keith Chesterton, que quien no creía en Dios podía creer en cualquier otra cosa. Aunque la frase fue dicha hace cien años, está plenamente vigente. ¿Con cuántas infinitas cosas no nos apartamos hoy de vivir intensamente el amor a los hermanos, el amor a Dios, hasta me atrevería a decir el amor a un mismo bien entendido, no aquella alimentación continua del ego infantil y adolescente a base de dioses falsos, con que la sociedad procura tenernos siempre ocupados y despistados? Nosotros, con el salmo, queremos andar y creer en el Dios que salva, al que nos acercamos con las manos limpias y sin culpa, en aquél de quien recibiremos las bendiciones.

Ésta es la propuesta de Dios. Siempre en beneficio del crecimiento de la persona humana.

¿Y quién responde? En primer lugar, responden las tribus de Israel, estos 144.000. La lectura tiene un fragmento que no hemos leído, donde después de hablar de estos 144.000 da los detalles: Esto es doce mil por cada tribu. Podría pensarse: Todo muy ordenado. Muy perfecto. Pero Dios se supera y en la siguiente escena, los santos son ya una multitud incontable, universal, plurilingüe, multirracial: Luego vi a una multitud tan grande que nadie habría podido contarla. Eran gente de toda nacionalidad, de todas las razas, y de todos los pueblos y lenguas.

En unos momentos, los escolanes cantarán un ofertorio con música de Tomás de Luis de Vitoria que explica de una manera más sencilla este texto del apocalipsis. Dice precisamente que toda esa multitud forma el

Glorioso Reino de Dios, en el que Todos los Santos se alegran con Cristo.

Oh quam gloriosum est Regnum, in quo cum Christo gaudent omnes sancti.

Y Vestidos de blanco, siguen al cordero, donde va

Amicti stolis albis, sequuntur agnum, quocumque ierit.

En catalán lo cantaremos otra vez en las vísperas de hoy, como la antífona en el Magnificat.

La santidad de Dios es inclusiva. No cabe duda. Quiere a todo el mundo. Y eso hace una santidad anónima. Hoy celebramos, queridos hermanos y hermanas, esa santidad anónima. La de todos los santos. La de todos aquellos que no han sido declarados oficialmente santos por la Iglesia. Pero ¡cuidado!: Anónima, quizá porque no está incluida en los santorales oficiales, pero nunca desconocida ni por Dios, ni a menudo por el entorno de cada uno, ¿Cuántas veces hemos dicho u oído: “¡Es un santo!”, cuando una persona es ejemplar. La mayor recompensa que podemos tener cuando seguimos este camino de la plenitud del amor será nuestra conciencia reconciliada con Dios. En el anonimato de esta santidad también existe un aspecto muy interesante: sólo es finalmente Dios quien conoce nuestra santidad y nuestros intentos exitosos o no. Él tiene la última palabra para hacer que cualquiera de nosotros, con nuestra fe y con nuestro amor siempre imperfectos, nos unamos a la multitud de quienes lo alaban en el cielo. Y naturalmente esto sólo lo hacemos imitando a Jesucristo y su Evangelio.

A todos los que nos han pasado delante en ese camino. A Todos los Santos, los tenemos presentes hoy, cuando celebramos esta eucaristía que une como siempre el cielo y la tierra.

Abadia de MontserratSolemnidad de Todos los Santos (1 de noviembre de 2022)

Domingo II del tiempo ordinario (16 de enero de 2022)

Homilía del P. Lluís Juanós, monje de Montserrat (16 de enero de 2022)

Isaías 62:1-5 / 1 Corintios 12:4-11 / Juan 2:1-12

 

Por aquel entonces, se celebró una boda en Caná de Galilea. Así comienza el relato evangélico de uno de los episodios más conocidos de la vida de Jesús. La liturgia de la Iglesia, en la festividad de la Epifanía, ve en Jesús una triple manifestación de la gloria de Dios: en la adoración de los Magos, en el bautismo en el Jordán y en el primer milagro de Jesús en Caná de Galilea donde, invitado a una boda con su madre y sus discípulos, «manifestó su gloria».

El evangelio de Juan nos dice que fue en medio de aquella boda en la que Jesús hizo el “primer signo”, el signo que nos ofrece la clave para entender toda su actuación y el sentido profundo de su misión salvadora.

Todo ocurre en el marco de una boda, la fiesta humana por excelencia, el símbolo más expresivo del amor, la mejor imagen de la tradición bíblica para evocar la Alianza de Dios con la humanidad. La salvación de Jesucristo es vivida y ofrecida para sus seguidores como una fiesta que da plenitud a las fiestas humanas cuando quedan vacías, «sin vino» y sin capacidad de llenar nuestro deseo de felicidad total.

Las bodas eran en Galilea la fiesta más esperada y querida entre la gente del campo. Durante unos días, familiares y amigos acompañaban a los novios comiendo y bebiendo con ellos, bailando danzas de boda y cantando canciones de amor. Y he aquí que de repente, en plena fiesta, María, le hace notar a Jesús algo inesperado y grave: «No tienen vino», indispensable en una boda y más para aquella gente donde el vino era, además, el símbolo más expresivo para celebrar el amor y la alegría. Pero Jesús le responde como si se hiciera el desentendido: «Madre, ¿por qué me lo dices a mí? Aún no ha llegado mi hora». María, sin discutir, ni siquiera pedir a Jesús que utilice su poder para hacer un milagro, deja que decida él mismo lo que conviene hacer.

Es precisamente en una boda, en un contexto muy humano de fiesta y alegría, donde Jesús no tiene inconveniente en obrar un signo de su divinidad, manifestando en el agua convertida en vino, la novedad del Reino que predicaba, parecido a un banquete de boda donde se celebra el amor de unos esposos; donde el vino es signo del amor esponsal de una nueva Alianza entre Dios y la humanidad que culminará en su Pascua; donde la gratitud, la fidelidad, la compasión, el servicio y el don de sí mismo son generadores de fraternidad y de fiesta y hacen posible entrar en comunión unos a otros y con Dios mismo. Así pues, María obtiene de su hijo que “la hora” de la salvación sea anticipada de algún modo en aquella boda, manifestando su gloria, y sin “aguar” la fiesta ni las expectativas de los invitados, guarda para el final el vino mejor.

Además de esto, también podemos encontrar en la actitud de María y de Jesús, un ejemplo práctico para nosotros. Hay una sabiduría de vida que consiste en esto: el «estar», el estar en el «lugar exacto» donde deberíamos estar y en el «momento oportuno», haciendo «lo que conviene hacer». El evangelio de hace unos domingos nos transmitía la respuesta que dio Jesús a la extrañada María: «¿No sabías que tengo que estar en la casa de mi Padre?» Es como si dijera: «Estaba allí: dónde debía estar». En otra página evangélica, mucho más adelante, el evangelista Juan nos dirá de María: «Junto a la cruz de Jesús estaba su madre». La lectura es la misma: «Era dónde debía estar». Se trata de «saber estar». Incluso en los asuntos más humildes solemos alabar a quien actúa así. Mirando la trayectoria de algún futbolista famoso, más de una vez hemos oído emitir el juicio siguiente: «No es que fuera un gran goleador, un “crack” lo llamaríamos hoy, pero en los momentos claves siempre estaba». Pues bien, en el evangelio de hoy, María y Jesús también «estaban», y este saber «estar atentos» a las necesidades de los demás salvó una situación que hubiera podido ser bastante desagradable por aquellos novios.

«Dichosos quienes en las tareas que les corresponde hacer, aunque sean humildes, se esfuerzan por «estar»» porque cuántas veces (por no decir nosotros) hemos visto verdaderos especialistas de “la evasión” o del “escaqueo”? O cuántas veces hemos constatado cómo el activismo que nos agobia, la falta de tiempo que nos acosa, el vivir inquietos por tantas cosas olvidándonos de atender las más necesarias, hace que a menudo queramos estar presentes en todas partes y resulta que estamos ausentes de dónde deberíamos estar.

El difícil arte de la convivencia no se reduce exclusivamente a una correlación de derechos y obligaciones, ni la comunidad cristiana es ninguna asociación de individuos, donde cualquiera puede ser secuestrado e instrumentalizado al servicio de intereses ocultos. La dignidad y el amor con que Jesús nos ha amado y que merece cada persona, está en la base de la comunión fraterna que estamos llamados a vivir. Como en la boda de Caná, esta fraternidad no es más que el comienzo de una nueva familia. No es más que una promesa de vida en plenitud que nos reclama “estar” para ir construyéndola en lo concreto de nuestro día a día.

Jesús quiere transformar en un “vino mejor” nuestra vida, animándonos a hacer que nuestros valores, gestos y actitudes nos acercan más a la fraternidad de los hijos de Dios, donde todos nos reconoceremos como hermanos y hermanas reunidos en la mesa del banquete del Reino y que la Eucaristía que estamos celebrando es sacramento. Allí el vino no faltará nunca porque tendrá en Jesucristo su denominación de origen que sabe a plenitud, fiesta y alegría. ¡Que sepamos agradecerlo y celebrarlo!

Abadia de MontserratDomingo II del tiempo ordinario (16 de enero de 2022)

Domingo XXXIII del tiempo ordinario (14 de noviembre de 2021)

Homilía del P. Damià Roure, monje de Montserrat (14 de noviembre de 2021)

Daniel 12:1-3 / Hebreos 10:11-14.18 / Marcos 13:24-32

 

Estamos terminando el año litúrgico. El próximo domingo es Cristo Rey y el siguiente domingo empezaremos el tiempo de Adviento, que nos ayudará a preparar la Navidad.

Las lecturas de la misa de hoy nos hacen tomar conciencia de la tensión que vivimos entre lo que nosotros, por nuestra parte, podemos conseguir con nuestra buena voluntad y, por otra parte, lo que Dios nos ofrece generosamente en Jesucristo, que ilumina nuestra inteligencia y nuestro corazón y nos abre siempre un camino a seguir. A lo largo de nuestra vida, el ejemplo de Jesús y sus palabras nos ayudan a seguir adelante para conseguir lo mejor, que es lo que Dios espera de nosotros.

El profeta Daniel nos decía en la primera lectura que, a pesar de todas las pruebas de la vida, los justos resplandecerán como el sol y «los que enseñaron a muchos la justicia, brillarán como las estrellas por toda la eternidad». Con estas palabras, Daniel, nos anima a vivir con coraje, de forma solidaria, y a trabajar para crear un mundo pacífico y una buena convivencia. Sabemos que el proyecto de Dios es un proyecto de salvación, y que tanto los cristianos como toda la gente de buena voluntad trabajamos para crear un espacio amplio de respeto, de cariño y de justicia.

El Salmo que hemos cantado nos dice: «Tengo siempre presente al Señor, con él a mi derecha no vacilaré… no dejarás a tu fiel conocer la corrupción. Me enseñarás el sendero de la vida». Con la ayuda de Dios vamos siguiendo este camino que se apoya en el fondo de bondad que existe en lo más íntimo de cada persona, en el interior de todos nosotros. De este tesoro de bondad debe salir una buena y noble relación con todos, en un ambiente de buena convivencia, que nos ayude a poner en práctica los dones que Dios ha dado a cada uno. Un camino que debe llevarnos a una vida recta y justa, gracias a los dones de Dios y a nuestra responsabilidad personal.

Que el camino no siempre es fácil nos lo dice la 2ª lectura de la Carta a los Hebreos, cuando nos presenta a Jesucristo que nos habla no sólo de palabra, sino también, con su ejemplo, manteniéndose firme hasta dar su vida para restablecer la plena humanización de la persona. Tal y como lo dice la carta a los Hebreos, «Con una sola ofrenda ha perfeccionado para siempre a los que van siendo consagrados». En medio de las dificultades que podemos sufrir, Jesucristo nos abre un camino, nos infunde coraje y fortaleza a cada uno de nosotros. Así podremos avanzar siempre de nuevo y podremos valorar y apreciar lo importante que es tratar bien a todo el mundo y compartir un auténtico espíritu de reconciliación y de solidaridad, abriendo siempre espacios de diálogo, tan necesarios hoy en día, para vivir dignamente y en paz. 

El evangelio nos habla de la reunión de todos los elegidos, de toda la gente de buena voluntad que vendrá de todos los cuatro vientos de la tierra. Será un gran banquete de fiesta. Y para participar plenamente, nos llena de esperanza la obra que Cristo cumple en cada persona a través de su Espíritu de amor. De esta forma nos propone vivir con sinceridad, con humildad y con una disposición realista para mejorar lo que sea necesario e ir siempre adelante. En esta línea, tenemos la suerte de poder acoger la bondad de Dios que nos infunde confianza y nos empuja a trabajar responsablemente de forma constructiva. 

Las lecturas de la misa de hoy nos ofrecen, pues, un mensaje de esperanza para el hoy de nuestra iglesia y de nuestra sociedad, en constante diálogo con aquellos valores éticos que fundamentalmente compartimos y que creemos más necesarios. Para seguir adelante, confiamos en que no nos falte nunca la ayuda del Señor, ni la intercesión de la Virgen de Montserrat a la que veneramos de todo corazón y que nos acoge amorosamente en este santuario.

Abadia de MontserratDomingo XXXIII del tiempo ordinario (14 de noviembre de 2021)

Domingo XXXII del tiempo ordinario (7 de noviembre de 2021)

Homilía del P. Efrem de Montellà, monje de Montserrat (7 de noviembre de 2021)

1 Reyes 17:10-16 / Hebreos 9:24-28 / Marcos 12:38-44

Hoy nos han sido proclamados dos relatos relacionados con dos viudas: la de Sarepta de Sidón -que vivió siglos antes de Jesús, y la del evangelio -que era contemporánea de Jesús. Ambas eran personas que habían sido perjudicadas por la vida sin tener culpa. Eran personas desfavorecidas a pesar de no haber hecho nada malo, porque según la mentalidad de ese tiempo las viudas y los huérfanos debían vivir sólo de la caridad de los demás. Pero, a pesar de ser personas que no contaban, como Dios ama a todo el mundo, nos las pone precisamente a ellas como ejemplo de lo que puede llegar a hacer la fe y la confianza plena en Dios. La primera, pese a estar a punto de morir de hambre, no le negó al profeta el único panecillo que tenía. Confió plenamente en Dios, y esa confianza la hizo protagonista de un milagro. La segunda, parecido, fue puesta por Jesús como ejemplo de generosidad y fe ante sus discípulos: aunque quizá necesitara aquellas dos monedas que tenía las dio al tesoro, porque según le habían dicho era lo que Dios pedía. No lo pensó. Era un ejemplo que contrastaba con el de los maestros de la Ley, que decían una cosa pero hacían otra: la pobre viuda era una persona auténtica, igual por dentro que por fuera. Y esto es lo que el Señor valora. Porque el evangelio es para vivirlo con plenitud y autenticidad, no para aparentar.

Estos dos relatos y todos los demás que contienen las escrituras y que a nosotros nos son proclamados en el seno de la celebración litúrgica no son tan sólo el recuerdo de unos hechos pasados, sino que van mucho más allá: son relatos que si los interiorizamos y los hacemos nuestros, pueden transformar nuestras vidas. Todos ellos tienen un sentido más profundo y nosotros estamos llamados a averiguarlo, porque puede ser diferente para cada uno y para cada momento de la vida. Y en referencia al relato de la viuda pobre, vale la pena también notar que el evangelista no lo sitúa en un lugar cualquiera del evangelio sino en los últimos días antes de la pasión y muerte de Nuestro Señor, en la última subida de Jesús en Jerusalén. Es un momento en el que los textos resumen todo lo que Jesús había ido enseñando largamente a los discípulos, es un lugar del evangelio en el que se explican de forma sintética los ejes principales de la enseñanza de Jesús. Y por ser un relato importante, nos es una invitación a llevar su enseñanza a la práctica.

Aquellas pobres viudas, dando un pedacito de pan y echando al tesoro del templo dos monedas de las más pequeñas, no dieron sólo lo que tenían: su gesto nos dio también todo un ejemplo de vida que todavía nos es válido. Fue un gesto que nos dice cómo quiere Dios que vivamos: con fe y generosidad. Y no sólo nosotros: aquella pobre viuda que se quedaba sin nada y se confiaba plenamente de Dios, le estaba dando también un ejemplo al mismo Jesús, que lo seguiría unos días más tarde cuando se dio a sí mismo por nosotros, sin reservarse nada para él. Lo hizo generosa y gratuitamente, para que pudiéramos tener unos bienes infinitamente mayores. Aquel gesto de las viudas, además, nos enseña que aunque la vida nos haya tratado mal sin culpa, siempre podemos dar: podemos dar nuestro tiempo, nuestra confianza, nuestra escucha, nuestra sonrisa; podemos darnos a los demás de muchas formas, seamos quienes seamos, y estemos en la etapa de la vida que estemos. Un niño que juegue a “lego”, puede dar a otro esa ficha que sabe que le hace falta, aunque él la quiera. Un padre o una madre, aunque estén cansados, se levantarán a la hora de que sea de la noche para ayudar a su hijo que no puede dormir. Una familia que tenga que cuidar a un anciano se privará de hacer según qué en atención a aquellos que antes le dieron su tiempo y su amor. Un anciano, con una sola frase dicha en el momento oportuno dará toda una lección de vida. Un enfermo, puede también animar a quienes lo van a ver. Y así podríamos ir poniendo infinitos ejemplos… Porque una de las grandes enseñanzas del evangelio de hoy es que aquellos pequeños gestos que se hacen por amor, por insignificantes que sean, pueden dejar una huella imborrable en los demás. Como aquellas dos monedas de la viuda que, a pesar de tener por aquel entonces un valor ínfimo, hoy tienen para nosotros un valor incalculable porque dos mil años después todavía nos enseñan qué es lo que Dios espera de nosotros: espera que demos, con generosidad, de lo que tenemos y necesitamos, no de lo que nos sobra. Si queremos, cada día del mundo tenemos la oportunidad de hacer esta experiencia y ponerlo en práctica.

Abadia de MontserratDomingo XXXII del tiempo ordinario (7 de noviembre de 2021)

Conmemoración de todos los fieles difuntos (2 de noviembre de 2021)

Homilía del P. Manel Gasch i Hurios, Abad de Montserrat (2 de noviembre de 2021)

Sabiduría 3:1-9 / 2 Timoteo 2:8-13 / Lucas 24:13-35

 

En la solemnidad de ayer hablábamos estimados hermanos y hermanas de un horizonte de plenitud, porque nuestra mirada se dirigía a todos aquellos que por su santidad, anónima o no, gozaban de la plenitud de Dios. Hoy en cambio recordamos a los fieles difuntos y nuestra celebración quizás se queda un paso atrás. De los fieles difuntos no afirmamos rotundamente su comunión con Dios como podemos hacer con los santos, sino que, más conscientes de sus vidas, de su debilidad, oramos por ellos… porque sí, para que lleguen a unirse a todos los santos del cielo. Evidentemente que las dos celebraciones están muy ligadas, pero la liturgia de hoy, recordando a los difuntos, nos llama preferentemente a una actitud de oración, de esperanza, de confianza.

Todos hemos pasado por la experiencia de la muerte de una persona querida. También vosotros escolanes, si bien esto de los funerales va aumentando con la edad. Estos momentos de despedida, ¿no son siempre un momento para hacer balance? ¿Para pensar en la vida? ¿Para pensar cómo amamos? Y algunos, ya mayores, quizás pensamos en nuestra vida porque toda muerte nos hace pensar que sólo tenemos una vida.

El salmo responsorial nos ayuda a entrar en esta tranquila reflexión que la liturgia de hoy nos propone. El salmo nos habla de la presencia de Dios en nuestra vida: Un Dios que ilumina, que salva, que es un muro que protege. Un Dios que sabe que no hemos llegado, que estamos en camino, pero que avanzamos, que nos dice: Tu rostro buscaré. 

Un Dios al que nosotros decimos que queremos estar en su casa. Estos días cuando debo recibir romerías les digo que Dios nos ha hecho el don de este lugar, porque lo custodiamos y nos permite ser testigos de la alegría de quienes vienen a Montserrat. Sentíos también parte de esta alegría, escolanes, vosotros que también vivís en la casa de Dios y de Santa María y que sois una parte importante de la alegría de los peregrinos, ¡que hacéis feliz a tanta gente!

Y ese salmo que dice todas estas cosas que parecen más relacionadas con la vida que con la muerte acaba diciendo: Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida

En catalán rezamos dos versiones de este versículo: Una dice “disfrutaré en la vida eterna” y la otra “disfrutaré en esta vida” de la bondad que me tiene el Señor. Pregunté una vez a un salmista entendido del monasterio qué versión era la buena y me respondió: las dos, porque de vida sólo hay una: la que vivimos aquí y la del más allá son la misma. Y por eso el mensaje de este salmo podría ser que todo lo que vivimos y que podemos controlar hoy afectará a la vida eterna, que es una verdad fundamental, esencial e irrenunciable de nuestra fe. Y por eso oramos por los difuntos, porque sabemos que no fueron perfectos aquí, cuando estaban con nosotros y todo lo que imaginamos del más allá, lo imaginamos en la esperanza y en la fe.

Como cristianos, tanto nuestra vida hoy como nuestra esperanza de resucitar, debe estar centrada en Jesucristo. Cuando Jesucristo vivía entre la gente, antes de su muerte nos dijo muchas cosas útiles para vivir plenamente, las podríamos resumir diciendo que dijo que quisiéramos a Dios y nos amáramos unos a otros. ¡No dijo esto y se fue! Lo más interesante, lo que más nos ayuda a seguir sus palabras no es que sean muy inteligentes, muy profundas o siempre acertadas en cada una de las situaciones que se encontró; todo esto es verdad, pero lo más importante es que, después de morir, resucitó. Esto significa que se hizo presente y sigue presente entre nosotros y llama a todos a vivir como él vivió, para después poder seguir viviendo con él en la vida que nunca se acaba.

Este estar presente de Jesús resucitado después de su muerte, le explica muy bien el evangelio de los discípulos de Emaús. Estos discípulos están frustrados. Todo lo que Jesús había enseñado parece que ya no tiene sentido, teniendo en cuenta su muerte en cruz y su desgracia pública. Es curioso: sus palabras son las mismas que entusiasmaban a la multitud, se recuerdan sus actos y sus curaciones, pero ahora no provocan entusiasmo, más bien provocan que estos dos discípulos se marchen hacia otro lado, en dirección contraria. Se van incluso habiendo escuchado ya un primer mensaje de la resurrección, pero sin haberlo creído… “algunas mujeres han dicho…”; pero total, ¿quién puede hacer caso de algunas mujeres en algo tan serio…? Con todo, Jesús se hace presente, sin reconocerlo, camina con ellos en su misma dirección, a pesar de ser contraria a la del lugar de su Resurrección y de su mínima e incipiente comunidad de creyentes. Y caminando con ellos, no fuerza nada, va hablando, va contando hasta que en el momento de compartir el pan, lo reconocen. Entonces todo tiene sentido: sus vidas, las palabras de Jesús, ¡incluso lo que habían dicho las mujeres! A partir de ahí la vida de estos discípulos como la de todos los demás que hemos venido detrás, estará acompañada de la presencia de Jesús resucitado y de la esperanza de reunirnos con él en nuestra resurrección.

La diferencia que aporta la vida cristiana a una filosofía de vida es esa intimidad que Cristo resucitado nos hace posible con Él, por su Espíritu Santo enviado y en la comunión de Dios Padre, por todos los días de la vida única. Ésta y la futura.

Por eso hoy oramos por los difuntos, para que se cumpla su bautismo, para que su vida en Jesucristo aquí, tenga la continuidad y la plenitud de la comunión con Dios en la eternidad. Este último año nuestra comunidad ha rogado que esta realidad de vida plena fuera verdad para nuestro hermano el Padre Anselm Parés que murió el pasado 29 de mayo, después de veinticinco años aproximadamente de ser monje. A la esperanza de que Dios, por su misericordia, le haya perdonado y acogido, añadimos la acción de gracias por sus muchos ejemplos de piedad, paciencia, discreción y fe. Sí. Nuestros hermanos difuntos también pueden sernos, por su ejemplo, una exigencia para nosotros hoy, porque encarnan maneras de amar a Dios y al prójimo. Dejémonos inspirar por ellos.

Los discípulos de Emaús reconocieron a Jesús resucitado al partir el pan. En cada eucaristía el Señor nos da esa posibilidad porque se hace presente. Pongamos toda nuestra atención para reconocerlo vivo entre nosotros con todas sus consecuencias.

Abadia de MontserratConmemoración de todos los fieles difuntos (2 de noviembre de 2021)

Solemnidad de Todos los Santos (1 de noviembre de 2021)

Homilía del P. Manel Gasch i Hurios, Abad de Montserrat (1 de noviembre de 2021)

Apocalipsis 7:2-4.9-14 / 1 Juan 3:1-3 / Mateo 5:1-12a

 

La solemnidad de Todos los Santos que estamos celebrando nos coloca, queridos hermanos y hermanas, en lo que podríamos llamar una perspectiva final. Utilizando la imagen contemporánea del “pasar pantalla”, sería como si se nos permitiera ir a la última pantalla y ver lo que hay. No es extraño que sea el último libro de la Biblia, el Apocalipsis el que mejor describe esta pantalla final y todo lo que pasará, por eso también se le ha llamado libro de la Revelación. En varios pasajes del Apocalipsis se habla de los santos, de una multitud de personas que alaban a Dios. ¿Quiénes son? Son muchos hombres y mujeres que han vivido antes que nosotros y que han llegado ya a la pantalla final, la que aparece no en esta vida sino cuando precisamente esta vida se termina. De muchos de ellos, de todos los santos, de todos los que hoy conmemoramos, sabemos que en esta pantalla han encontrado a Dios, han encontrado la plenitud del amor de Dios. Esa plenitud es lo que habían intentado vivir mientras vivían en la tierra, con las debilidades y defectos que ellos mismos tenían y que ahora han cesado, porque allí donde está la plena comunión con Dios, cesan las carencias de este mundo.

Estas expresiones como plenitud del amor o de la comunión con Dios, son formas de explicar la realización de la vida, muy especialmente de la vida cristiana. En la liturgia de la Palabra de hoy, todavía hemos leído otra expresión similar: Ver a Dios. La primera carta de San Juan nos lo decía: Cuando Dios se manifestará: esto es en la última pantalla, veremos a Dios tal y como es. También una de las bienaventuranzas que hemos leído en el Evangelio habla especialmente de esto: Dichosos los limpios de corazón, porque verán a Dios.

Aunque lo de ver a Dios pueda parecer algo muy abstracto, muy teórico, ver a Dios debería ser una aspiración de cada día para todos. La solemnidad de hoy recuerda vidas concretas de hermanos y hermanas nuestras que han vivido queriendo ver a Dios. Aquellos que llamamos santos, son esos hermanos y hermanas nuestras que han caminado por la vida siguiendo a Jesucristo y su Evangelio. La Iglesia, consciente de que sólo puede reconocer de forma oficial y pública la santidad a algunos de los que han hecho este camino, incluye en la solemnidad de hoy a los santos anónimos, aquellos que Dios reconoce y que quizás nunca serán conocidos. Siempre me ha impresionado que estos santos anónimos se incluyan en una celebración más solemne que la de algunas figuras eminentes y destacadas de la historia eclesial. Tan importante es para Dios esa vida escondida, esa santidad que Él sí conoce.

¿Pero qué nos dice a nosotros hoy esta realidad tan grande de personas que han vivido haciendo el bien? Nos enseñan que es posible vivir como cristianos y realizarse plenamente. Muy a menudo he intentado explicar la vida cristiana como un camino:

En este camino, Dios nos pone un objetivo difícil, casi imposible: la santidad: La oración de después de la comunión de hoy nos dice que la santidad es la plenitud del amor de Dios, por tanto que la santidad es lo que estas expresiones: plenitud, comunión y visión de Dios, significan.

En este camino, Dios, a veces hace que nos demos cuenta de dónde estamos nosotros y dónde está el objetivo. Y si bien podríamos caer en un cierto desánimo por la distancia entre una cosa y otra, lo importante es hacernos en este preciso momento conscientes de la misericordia de Dios, porque buena parte del camino hacia la plenitud empieza en el realismo de lo que somos. Cuando nos ponemos con esta sinceridad ante Dios, Él mismo nos da la fuerza para continuar y seguramente nos hace más claro y más presente el objetivo hacia el que avanzamos. Los hombres y mujeres santos lo son porque han hecho este camino, en el fondo tan humano, que es el camino del crecimiento y de la maduración cristiana.

La solemnidad de hoy debería ser compromiso en ese camino personal. ¿Qué puede ser hoy ese camino que nos propone Dios? El camino de Jesucristo en las bienaventuranzas, que dijo que seríamos felices hasta en condiciones extrañas y adversas: en el llanto, en la pobreza, en la persecución… Pero todas estas situaciones no tienen la última palabra, no son lo que sale en la última pantalla, al igual que nuestras debilidades, nuestros errores, todo lo que llamamos pecado tampoco tiene la última palabra en nuestra vida. Los santos no son quienes no tienen pecados sino quienes han sabido reconocerlos y por eso nos son un ejemplo cercano.

El horizonte que nos abre la solemnidad de hoy es un horizonte con Dios, pero como decía, antes de la pantalla final, deben pasarse unas cuantas. Es necesario pasar las pantallas de la vida. Las bienaventuranzas también nos invitan a ser muy sensibles con las realidades que describen. Nos invitan a ser parte de la “solución” o de la resolución que en cada una de las bienaventuranzas aparece como un segundo término, especialmente en aquellas bienaventuranzas que describen situaciones de los demás, situaciones sociales. No podemos recitar las bienaventuranzas y decirnos: ¡si los pobres son felices no hace falta hacer nada! Allí donde Dios nos quiere es en la resolución: esto es, a hacer algo por los pobres, a ser consuelo para quienes lloran, a colaborar en saciar el hambre y sed de justicia, en ser constructores de paz. Y atrevámonos a extender alguna bienaventuranza, pensemos que justicia y paz también es cuidar la tierra, nuestro planeta, estos días que todo el mundo está pendiente de los pasos que hay que dar para proteger la Creación. Si seguir las bienaventuranzas nos trajera algún problema, que nos consuele saber que sólo estamos siguiendo el camino del Evangelio y que el horizonte que nos espera es el de ver a Dios. Y no somos los primeros, ni seremos los últimos. Siendo los cristianos de hoy, nos toca ser el eslabón en la cadena de santidad de la Iglesia. ¡Qué reto! Siempre nos ayudará la comunión que formamos cuando recordamos a Jesús en la eucaristía, como estamos haciendo.

Abadia de MontserratSolemnidad de Todos los Santos (1 de noviembre de 2021)

Domingo XXXI del tiempo ordinario (31 de octubre de 2021)

Homilía del P. Lluís Juanós, monje de Montserrat (31 de octubre de 2021)

Deuteronomio 6:2-6 / Hebreos 7:23-28 / Marcos 12:28b-34

 

Hermanas y hermanos: Que «Dios es amor» y que «Nuestro Señor es bueno y nos ama» lo hemos oído y repetido tantas veces que han pasado de ser los compendios más breves y más sublimes de la fe cristiana, a convertirse a menudo en los eslóganes más recurrentes de nuestros discursos más improvisados ​​cuando debemos hablar de Dios. Sin embargo, estamos tocando el núcleo de la predicación de Jesús y un día, un escriba, experto en las Sagradas Escrituras, le quiere hacer una pregunta, pero ésta no es una pregunta cualquiera y quién sabe si abrumado por la cantidad de leyes, preceptos y obligaciones que imponía la ley judía, buscaba una aclaración o una precisión para conocer de primera mano, qué es lo que este Jesús, de quien había oído hablar, consideraba lo más importante para ser un buen judío: cuál es el “mandamiento mayor”, ese mandamiento que incluiría todo el resto de preceptos que un buen israelita debía cumplir.

Jesús le contesta de una manera breve y concisa: Amar a Dios y amar al prójimo. Una respuesta que no se limita al desempeño externo de unas costumbres o de unos preceptos sino más bien es como una síntesis de vida, como si dijera que de estos dos mandamientos depende todo: la acción social, la religión, la moral, el sentido de la existencia.

Al escriba le debió sorprender la respuesta, y no por la novedad del mensaje, ya que estos dos preceptos aparecían en los escritos antiguos, sino porque Jesús une indisolublemente los dos mandamientos sin que se pueda practicar uno y olvidarse del otro. La unión entre los dos mandamientos, amar a Dios y amar a los demás, nos recuerda lo de la primera carta de S. Juan: «Si alguien afirmaba: ‘Yo amo a Dios’, pero no ama a su hermano, sería un mentiroso, porque quien no ama a su hermano, que ve, no puede amar a Dios, que no ve» (1Jn 4, 20). Se puede vaciar de Dios la política y decir que sólo hay que pensar en el prójimo. Se puede vaciar del «prójimo» la religión y decir que sólo hay que servir a «Dios», pero «Dios» y «prójimo», para Jesús, son inseparables. No es posible amar a Dios y desentenderse del hermano.

Sin embargo, cabe preguntarse: ¿Puede ser el amor objeto de un mandamiento? ¿Puedo obligar o mandar a alguien que me quiera? Ante todo, hay que decir que el amor que Jesús nos propone no está en el mismo plano que los demás mandamientos. Es mucho más que una norma u obligación externa que alguien nos impone. Así pues, «amar» pasa a ser más que un mandamiento, convirtiéndose en una exigencia interna y una forma de hacer que debemos integrar en nosotros: lo que configura nuestros actos y nuestra vida.

Si Jesús convierte el amor en objeto de un mandamiento, es para que lo asumamos libremente y lo tengamos como la referencia que nos identifica con él pero sabemos que amar cómo Jesús nos pide es exigente, porque nos empuja a hacer del amor una realidad concreta y nos recuerda que amar al estilo de Jesús supone una conversión constante, sabiendo que el amor se verifica «más en las obras que en las palabras» y esto no es fácil, puesto que pide mucha determinación. La misma que Dios tuvo cuando decidió amarnos y que nos urge hacer presente este amor a nuestros hermanos.

Bien sabemos que el amor, en nuestro contexto social y en los medios de comunicación, es una palabra que no escapa a la ambigüedad de significados. Normalmente no tenemos problema en aceptar una concepción “light” del amor: un amor de telenovela, que no nos comprometa a mucho, ocasional, de temporada, con fecha de caducidad, o reducido a menudo a un sentimiento que expresamos con los emoticonos del “WhatsApp”, sí… pero no siempre estamos dispuestos a aceptarlo cuando nos saca de nuestra comodidad, de nuestro egoísmo, o de nuestros intereses y proyectos.

La “desvinculación moral”, es decir, justificar o dar una explicación convincente sobre las razones por las que traicionamos valores en los que decimos creer es una amenaza siempre presente en nuestra vida. El verdadero amor, aquel que nos exige un compromiso, una implicación voluntaria y que se convierte en oblación por los demás al estilo de Jesús, va más allá de la obligación y pide a menudo un espíritu libre y generoso para asumirlo. Gracias a Dios también tenemos testimonios de esta manera de amar, muy a menudo muy cerca de nosotros, y pese a vivirlo en medio del dolor o el anonimato, es vivido con gozo y llena la vida de sentido.

Nosotros, como aquel maestro de la Ley que fue a encontrar a Jesús, también estamos llamados a amar. El tiempo, los compromisos, las luchas, las caídas, nos irán abonando la fe hasta que alcancemos la madurez espiritual. Madurez espiritual que nos exige ir limando nuestros defectos, identificándonos cada día un poco más con Jesús.

El evangelio nos pone como siempre el listón muy alto, y Jesús nos recuerda el mandamiento del amor porque sabe que nosotros intentaremos rebajarlo, pero también nos señala con mucha claridad cuál es el camino y la dirección adecuada y nos da la fuerza y ​​los medios para lograrlo.

Que el amor que hemos aprendido de Él, y que ahora se hará sacramento sobre el altar, inspire nuestros actos y nuestra vida.

 

Abadia de MontserratDomingo XXXI del tiempo ordinario (31 de octubre de 2021)

Domingo XXX del tiempo ordinario (24 de octubre de 2021)

Homilía del P. LLuís Planas, monje de Montserrat (24 de octubre de 2021)

Jeremías 31:7-9 / Hebreos 5:1-6 / Marcos 10:46-52

 

La iglesia nos invita cada domingo a escuchar el evangelio; este año, sobre todo, durante este curso litúrgico que conocemos por ciclo B especialmente hemos escuchado al evangelista Marcos. De hecho, si lo hemos ido siguiendo atentamente, nos ha propuesto realizar un itinerario para ir profundizando nuestra realidad espiritual. La escucha del evangelio nos ha llevado a hacernos interrogantes, a intentar dar unas respuestas, a aprender a configurarnos con Jesús. Un trabajo, que seguro debemos seguir haciendo. Ahora ya estamos muy cerca del fin de toda esta enseñanza. Y yo mismo he de preguntarme qué he hecho de mi vida.

El evangelio de hoy, aparentemente no tiene mucho que subrayar: un ciego ha recobrado la vista. Pero si empezamos a fijarnos en un grupo de detalles nos damos cuenta de que esto ocurre a la salida de Jericó y en dirección a Jerusalén. Cabe decir que entre Jericó y Jerusalén hay un desnivel de 1200 metros y unos 30 Km de distancia. La costumbre era que si se iba a Jerusalén para vivir unos momentos especialmente importantes desde la perspectiva espiritual, se descansaba en Jericó (el día de descanso para los judíos era en sábado), y al día siguiente se retomaba el trayecto hasta Jerusalén. Sabemos que ésta era la decisión de Jesús: subir a Jerusalén, ésta sería la última y definitiva vez.

Hace un momento decía que el itinerario que hemos ido escuchando a lo largo de este ciclo litúrgico es para ir profundizando, siguiendo el mensaje de Jesús. ¿Qué he hecho de mi vida y qué sentido tiene? Y aquí el ciego Bartimeo hace que resuenen en mí mismo algunas cosas. Por mi parte no puedo decir que soy ciego, pero quizás en algunos aspectos de mi vida no acabo de ver en profundidad la realidad de quién soy. No soy un ciego desde el punto de vista físico, pero he sido llamado por el evangelio a abrir los ojos de la fe para ver qué me pide Jesús. Creo que no soy ciego, pero como Bartimeo estoy en la salida de Jericó para emprender el camino hacia Jerusalén, pero estoy al borde del camino, parado. De alguna manera me identifico con Bartimeo. Jesús emprende el camino a Jerusalén, el ciego Bartimeo se da cuenta, y de su alma sólo le sale un grito: «Hijo de David, Jesús, compadécete de mí» Y me pregunto a mí mismo, yo que estoy parado, ¿soy capaz de gritar lo mismo que el ciego? Porque llamándole reconozco que al ser Hijo de David, le reconozco como Mesías, lo reconozco como aquel que da sentido a mi vida, lo que me hace ver por qué estoy aquí. Quizás lo que sería más prudente sería callar y no hacer un revuelo que puede molestar. Los que acompañaban a Jesús querían que se callara. No sabemos quiénes son éstos, pero quizá estaban aquellos que escucharon el pasado domingo, que quien quiere ir con Jesús debe aprender a servir y no a mandar. A pesar de todo, ahora todavía le mandan que se calle. Y no digo que quienes ahora me acompañáis me pidáis que no haga alboroto, ¡pero es tan sencillo seguir tal y como estamos!

Con Bartimeo es Jesús quien me llama; yo sólo pido compasión, limosna para ir tirando; en cambio Él me llama para ser discípulo, para desinstalarme espiritualmente, por eso debo dejar aquellas cosas que parecían protegerme: el manto y el bastón. Para un ciego es como ir desnudo, para mí es desprenderme de mis comodidades. Y entonces, ante él, Jesús me hace la pregunta decisiva para mí: ¿qué quiero de Él?, y con Bartimeo ya no pido la compasión por ir tirando, ¡sino que vea! ¿Pero qué significa ver? La respuesta que le ha dado Jesús a Bartimeo es doble. Es necesario que la fe sea clave en mi comportamiento, porque creer es fiarme radicalmente de Él, y por tanto ser capaz de lanzar lejos de mí las seguridades que sólo me agobian y me condicionan (el manto y el bastón) para tomar las decisiones que orienten mi vida hacia una nueva manera de vivir y sentir y que llamaremos el Reino de Dios; y porque es esto, la fe, es lo que salva: «¡tu fe te ha salvado!» ¡Ahora mi vida puede tener sentido!

Pero el evangelio de hoy no ha terminado aquí. Nos ha dicho: «Al instante vio, y le seguía por el camino» Efectivamente hablamos de lucidez, por eso podemos hablar de ver pero con una connotación que explica la interioridad del hombre en una comprensión nueva, quizá desquiciada, renovada. Ahora bien, recordemos que era la última etapa para subir a Jerusalén, seguir camino adelante significa que con Bartimeo yo también soy invitado a andar y participar intensamente de lo que significa Jerusalén: la pasión, la muerte y la resurrección. ¡La Pascua! La lucidez de ver es penetrar en el misterio de Jesús y seguirle hasta el fin. A veces me pregunto si Bartimeo y yo tendremos el coraje de seguir a Jesús hasta la cruz. Yo pienso, lo confieso, que será la fortaleza de uno y otro, de la comunidad de discípulos, la que nos hará fieles, y así la experiencia de la resurrección se convierta en la fuerza que nos dé a todos la energía y el coraje de decir: Dios nos ama tanto que nos ha dado la vida para siempre a todo el mundo.

Abadia de MontserratDomingo XXX del tiempo ordinario (24 de octubre de 2021)

Domingo XXIX del tiempo ordinario (17 de octubre de 2021)

Homilía del P. Josep-Enric Parellada, monje de Montserrat (17 de octubre de 2021)

Isías 53:10-11 / Hebreos 4:14-16 / Marcos 10:35-45

 

Estimados hermanos y hermanas,

El texto que nos acaba de proclamar el diácono nos presenta dos situaciones contrapuestas. La primera situación es doble: por un lado la petición que Santiago y Juan, los hijos del Zebedeo, hacen a Jesús para estar a su derecha y a su izquierda cuando sea glorificado; y por otro lado, la indignación que suscita en los demás discípulos la petición de los dos hermanos.

La segunda situación, es la respuesta de Jesús a la petición que le han hecho, una respuesta paradójica, ya que no sólo asegura a los hermanos que beberán el cáliz que él ha de beber, sino que manifiesta explícitamente cuál es el sentido último de su vida: «el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir a los demás, y a dar su vida como rescate por todos los hombres».

Habitualmente, al escuchar estas palabras de Jesús, pensamos fácilmente en su donación en la cruz y olvidamos que toda su vida fue entrega y servicio. En realidad, la muerte de Jesús, no fue sino la culminación de su «desvivirse» constante. Día tras día, dio todo lo que tenía: sus fuerzas, la sus energías, su tiempo, su esperanza, su amor.

Por eso podemos decir, sin lugar a dudas que el centro de la Palabra de Dios de este domingo es un término arriesgado y que tiene poca prensa hoy y siempre. El concepto es: servir, ser servidor. Verbo y sustantivo que chocan con el deseo de sobresalir y de dominar, propios de la fragilidad del corazón humano.

La primera lectura, del profeta Isaías, comenzaba así: «El Señor quiso triturarlo con el sufrimiento». Jesús mismo en el evangelio explicita el sentido de su misión. Recordemos de nuevo: «el Hijo del hombre, que no ha venido a ser servido, sino a servir a los demás y dar su vida como rescate por todos los hombres». Con estas palabras, nos ha dado la definición más bella que se pueda dar de Dios y de él, de Dios, sólo sabemos lo que hemos visto y oído de parte de Jesús. Dios es aquel que continuamente viene al encuentro del hombre, y viene como nuestro servidor, como aquel que da la vida. En palabras de un teólogo italiano, el P. Ermes Ronchi, «Dios es el que viene, el que ama y el que sirve al hombre».

Jesús afronta directamente el contenido de la petición y también de la reacción del resto de discípulos, ya que unos y otros, todos, por supuesto, querían ser los primeros aunque quienes lo manifestaran fueran los dos hermanos. Y les dice: «quien quiera ser grande, debe ser su servidor, y el que quiera ser el primero, debe ser esclavo de todos».

Esta explicación de Jesús sobre lo que significa ser los primeros encontrará su concreción en el lavatorio de los pies, antes de la cena pascual. Dios no lanza truenos, sino que se ciñe una toalla y se arrodilla delante de cada uno de nosotros, como lo hizo con los discípulos, para lavarnos los pies. Es desde esta posición, desde abajo, que Jesús lava y venda las heridas que el hombre de todos los tiempos tiene / tenemos en los pies que tan a menudo están cansados y llenos de llagas debido a las dificultades para trillar los múltiples y a veces difíciles caminos de la vida. Estar por encima aleja y distancia, en cambio Dios ocupa la máxima proximidad, ponerse a los pies de los que ama entrañablemente, es decir, de todos sin excepción.

Aunque, según la lógica del Evangelio, sentarse a la derecha o a la izquierda de Jesús significa ocupar también dos lugares en el Gólgota, en el Calvario, es decir seguir a Jesús en todos y cada uno de los momentos de su vida, tanto en aquellos momentos en que se manifiesta como la voz de Dios obrando prodigios y milagros, como cuando se encuentra absolutamente desarmado en la cruz. Estar a su derecha o a su izquierda querrá decir también beber el cáliz del que ama primero, del que ama sin condiciones ni cálculos. En la cruz encontramos la explicitación del amor hecho servicio hasta el final. Por eso, Dios lo resucitó como confiamos nos resucitará también a nosotros.

Hermanos y hermanas, Dios es el sembrador incansable de nuestras vidas, las enriquece con fuerza, paciencia, coraje, libertad, para que también nosotros, como él, seamos servidores de la vida. Empezando por los que tenemos más cerca. Y ese es el gran título de honor que tendrán los discípulos: «¡ven siervo bueno y fiel! Has sido fiel en lo poco, te daré mucho más. Entra en el gozo de tu señor » (Mt 25, 23).

 

Abadia de MontserratDomingo XXIX del tiempo ordinario (17 de octubre de 2021)

Bendición del Abad Manel Gasch i Hurios – Palabras del P. Abad (13 de octubre de 2021)

Palabras del P. Manel Gasch i Hurios al final de la Eucaristía de su bendición abacial (13 de octubre de 2021)

 

Doy gracias a Dios por todo lo que hemos vivido hoy en esta celebración. Porque nos hemos sentido una comunidad que oraba e invocaba los dones del Espíritu Santo para fortalecer mi fidelidad a Jesucristo y a su Evangelio en el servicio que mis hermanos me han encomendado como abad.

Una comunidad de oración abierta a todos los que estáis aquí, conscientes de que, si tal vez a todos no nos une la fe, sí compartimos la amistad, el respeto y la estimación por Montserrat. Una apertura que la tecnología ha extendido, como hace cada día, a través de los medios de comunicación a muchos hogares de fieles a los que quiero tener presentes en estas palabras, para hacerles sentir parte de nuestra asamblea, especialmente los enfermos y los ancianos .

«Acoged a todos» fueron las palabras que el Papa San Pablo VI dirigió al Abad Cassià M. Just y que han marcado la vida de nuestra comunidad. No podía ser de otro modo. Son palabras que también encontraríamos en el corazón de la espiritualidad de la Regla de San Benito y que estoy seguro que continuarán inspirándonos. El monasterio es siempre la casa de Dios y por lo tanto la casa de todos; para unos, los monjes, de manera estable y por los otros, los huéspedes, de manera pasajera, como Jesucristo que pasa; Montserrat es además la casa de la Virgen, de la Moreneta, de la Patrona de Cataluña, venerada por fieles y peregrinos de todas partes, la casa donde quisiéramos que todo el mundo se encontrara bien. Este santuario es el don que Dios ha hecho a nuestra comunidad y nos sentimos a la vez responsables y agradecidos.

Gracias en primer lugar al P. Manuel Nin y Güell, obispo titular de Cárcabo y exarca apostólico para los católicos de tradición bizantina de Grecia, que aceptó presidir esta bendición, con quien nos unen lazos de fraternidad y que, aportando un poco de la tradición de Oriente Cristiano ha hecho más católica, más universal, esta asamblea.

La comunión que personalmente me ha expresado, el cardenal Juan José Omella, arzobispo de Barcelona, mi ciudad de nacimiento, que hoy no puede estar con nosotros, y la presencia del Cardenal Lluís Martínez Sistach, arzobispo emérito de Barcelona, y de nuestro obispo de Sant Feliu de Llobregat, Mons. Agustí Cortés, junto con la de los arzobispos de Tarragona y de Urgell, a este último le debo la ordenación presbiteral, más la presencia de obispos de todas las diócesis con sede en Cataluña y aún la del obispo de Mallorca, y la de todos los sacerdotes y diáconos que está aquí, nos dan cuenta de la profunda eclesialidad a la que estamos llamados los monjes de Montserrat: al servicio de las parroquias, de los sacerdotes y de los fieles. Un servicio que compartimos con tantos religiosos y religiosas, que nos complementamos en la diversidad de carismas y que avanzamos juntos en el discernimiento de la voluntad de Dios.

The monastic family couldn’t be higher represented in this celebration and I am most grateful to the most Reverend father Gregory, abbot Primate to have been able to attend it and to bring with him the communion and the prayer of the whole benedictine Confederation. Being just as we are a single monastery, your presence remind us that we are really part of something bigger than just us. Je remercie le Père Abbé Jacques Damestoy qui nous partage son amitié et celle de monastères français. También agradezco al Abad Guillermo, Presidente de nuestra congregación sublacense-casinense, a nuestros hermanos abades y monjes de los monasterios hermanos de El Paular, Silos, Leyre y Santa Brígida, que hoy nos acompañéis, así como la fraternidad de los abades y abadesas, monjes y monjas de los monasterios catalanes presentes aquí con quien compartimos la misión de hacer presente y viva la vocación monástica en nuestra tierra catalana.

La extensa representación del mundo civil, encabezada por el presidente de la Generalitat, Muy Honorable Sr. Pere Aragonés, la consejera de Justicia, honorable Sra. Lourdes Ciuró, la Delegada del Gobierno en Cataluña, Excma. Sra. Teresa Cunillera, la presidenta de la Diputación de Barcelona, Excma. Sra. Núria Marín, y todas las demás autoridades y representantes de entidades y medios de comunicación, nos recuerdan nuestra tradición de servicio especial a la sociedad y al pueblo de Cataluña, que se hace presente en toda su riqueza y variedad en Montserrat.

Nuestra comunidad de monjes no sólo estamos en Montserrat. Somos también monjes que nos dedicamos a nuestra diócesis de Sant Feliu de Llobregat o que vivimos en las casas del Miracle, en el Solsonès, y de Cuixà, el Conflent, que animamos la vida cristiana y espiritual de sus territorios; monjes que vivimos en Roma, colaborando con el ateneo universitario de San Anselmo; un monje que está en África, en Uganda, intentando mejorar la vida de los más pobres. Todos empezamos estas semanas una etapa nueva. No cambiaremos todos de lugar ni de trabajo pero sí que he pedido que nos pongamos juntos a escuchar.

En la proximidad del milenario del monasterio, en 2025, tenemos que ponernos a escuchar la voz de Dios, a escucharnos unos a otros, a escucharos a vosotros, convencidos de que si escuchamos, oiremos alguna cosa. Con la celebración del Milenario de Montserrat, el próximo 2025, queremos precisamente eso, acercar Montserrat a la sociedad. Nos gustaría que todo el mundo se sintiera suya esta celebración. Somos muy conscientes de que los mil años de Montserrat son también mil años de una sociedad con la cual han avanzado conjuntamente a lo largo de la historia. El Milenario es, a la vez, la oportunidad de proyectar Montserrat hacia el futuro. No empezamos esta etapa desde cero. Aquí cerca reposan los abades que restauraron el monasterio durante el siglo XIX e hicieron el Montserrat moderno. Mis antecesores que están aquí, los PP. Abades Sebastià M. Bardolet y Josep M. Soler son la memoria viva de la guía de la comunidad en los últimos más de treinta años. Ya lo he hecho públicamente, pero no puedo dejar hoy especialmente de agradecer a Dios y a él, los veintiún años de abadiato del P. Abad Josep M. Tenerlo entre nosotros, me da una gran seguridad y un gran confort.

Todos ellos, encabezados por los mártires que hoy conmemoramos, con todos los monjes que nos han precedido desde el cielo o desde la tierra, velan por nosotros e interceden ante el Señor, para que nos haga hombres de oración, de acogida y testimonios de bondad y de paz. Una comunidad que en estos momentos difíciles, después de la pandemia, sea capaz de dar esperanza verdadera a todos y solidarizarse con los que más sufrirán los efectos.

Finalmente quisiera dedicar unos agradecimientos más personales a los que también están aquí. A mi madre que tengo el placer que me acompañe hoy, y a mi padre, que nos dejó hace justo un año, a causa del Covid, a quienes debo la vida, la fe y el primer amor en Montserrat y que es bien presente. A mis hermanos, cuñadas, tíos y todo el resto de la familia por todo el camino que hemos hecho juntos y el que aún haremos. A los amigos, fieles durante tantos años y de los que espero que continuaremos siendo sencillamente amigos. Al Hermano Pedro de la comunidad de Taizé, lugar esencial de mi vida. To father Jonathan and to father Paul from the Church of England for so many years of friendship, and for taking the trouble to come from England to a such long celebration being unable to understand a word of it. También agradezco que estéis aquí tantos colaboradores y trabajadores de Montserrat tan cercanos en los últimos diez años de mi vida, en mi tarea de administrador-mayordomo y todos los que formáis la amplia familia montserratina: los oblatos, los cofrades, los Antiguos Escolanes.

Gracias especialmente a vosotros escolanes porque nos habéis ayudado a orar con la música y porque nos hacéis pasar tantas horas hermosas con vuestro canto y nos demostráis vuestra capacidad de sacar adelante tantos proyectos extraordinarios aun siendo tan jóvenes. Me acuerdo de vuestras familias y de la Capella, con algunos de los cuales compartíamos hace «sólo» quince años, educación, conciertos y viajes…

Y a todos los que sé que habéis trabajado mucho para garantizar la organización y la seguridad de este acto. A todos gracias de corazón.

Y quiero terminar recordando dos personas importantes en mi vida y que hoy no están aquí debido a la salud: monseñor Antoni Vadell, buen amigo de hace 25 años y el P. Ramon Ribera Mariné, formador mío en el noviciado y el juniorado. Que puedan recuperarse pronto.

Y si me he dejado alguien, quiera perdonarme. No ha sido con mala intención.

Pongámonos, pues, en camino bajo la mirada de la Virgen, la Rosa de Abril que desde Montserrat ilumina la catalana tierra, el mundo entero y nos guía hacia el cielo.

Abadia de MontserratBendición del Abad Manel Gasch i Hurios – Palabras del P. Abad (13 de octubre de 2021)

Bendición de l’Abat Manel Gasch i Hurios – Homilía (13 de octubre de 2021)

Homilía del P. Manel Nin, Exarca Apostólico para los católicos de tradición bizantina a Grècia con motivo de la bendición abacial del P. Abat Manel Gasch i Hurios (13 d’octubre de 2021)

Isaías 25:6a.7-9 / Hebreos 12:18-19.22-24  / Juan 15:18-21

 

Bendito sea nuestro Dios ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.

Estimado P. Abad Manel, queridos hermanos. La celebración litúrgica de hoy, como veis quienes estáis presentes personalmente u os unís a través de los diversos medios de comunicación, tiene un algo que la hace siquiera un poco especial. Hay, veis, muchos obispos, abades y sacerdotes concelebrantes, y muchos monjes. También es especial la presidencia de la celebración por parte de un obispo católico de rito bizantino que quizás para muchos es desconocido. Pero para otros seguramente no lo es tanto. Agradezco al p. Abad Manel la invitación paterna y fraterna a presidir esta celebración litúrgica en Montserrat. Celebrar en Montserrat es, para vosotros monjes y para mí que he formado parte de esta comunidad durante muchos años, y me siento todavía parte de ella, es celebrar «en casa».

Hay dos aspectos que son fundamentales en nuestra celebración y que quisiera subrayar. El primer aspecto: la memoria de los beatos monjes mártires, de los que celebramos hoy la fiesta, y a la liturgia de los cuales pertenecen las lecturas de la Palabra de Dios que hemos escuchado. El segundo aspecto: la presencia del p. Abad Manel Gasch, sentado aquí en el centro de nuestra celebración, para recibir la bendición como abad, como padre y pastor de este monasterio de Santa María de Montserrat.

El profeta Isaías nos ha presentado, sirviéndose de un lenguaje muy vivo y muy bello, la imagen del banquete preparado para todos los pueblos. A menudo los profetas, con imágenes festivas, casi de vida familiar, nos presentan la relación de Dios con los hombres, con su pueblo. Y con estas imágenes de vida familiar el profeta afirma: «Aquí está vuestro Dios! En Él hemos puesto nuestra esperanza… «. Todo el AT prepara el encuentro definitivo, en Jesucristo, de Dios con el hombre; lo hace, podríamos decir, con imágenes que llevan de una manera o de otra al Emmanuel, el Dios con nosotros. «Aquí está vuestro Dios! En Él hemos puesto nuestra esperanza… «. Un Dios con nosotros, un Dios en medio de nosotros, que no nos ahorra el encuentro con la contradicción, con el sufrimiento, con la muerte. Este encuentro con el sufrimiento, con la cruz lo vivimos siempre pero seguros de que «… En Él hemos puesto nuestra esperanza …». Esta podría ser la frase que encierra la vida y la muerte de tantos y tantos hermanos nuestros cristianos que han dado y dan la vida por Cristo, como lo hicieron nuestros hermanos monjes mártires, las reliquias de algunos de ellos que veneramos en la cripta de esta basílica.

En el evangelio de San Juan, en el fragmento que hemos escuchado tomado de su largo discurso de despedida, el Señor nos ha dejado su Palabra siempre viva, siempre presente en nuestro camino cristiano: «Yo os elegí del mundo .. . Todo esto os lo harán a causa de mi nombre … «. Os encontraréis con contradicciones, con persecuciones, con sufrimientos. Siempre «… a causa de mi nombre…», bien seguros, sin embargo, que «En Él hemos puesto nuestra esperanza …». Vivir el Evangelio, ayer, hoy y siempre, no es nunca un camino llano, al contrario es un camino donde la cruz, la del Cristo y la nuestra, se hace presente. Es un camino donde un mundo, a veces hostil y a veces indiferente, nos pedirá razón de nuestra fe. La palabra del Señor: «Yo os elegí del mundo …», nos infunde la fuerza y el coraje para anunciar y vivir siempre el Evangelio, que es nuestra respuesta, nuestro testimonio en medio de los hombres.

Las lecturas de la liturgia de hoy tienen una fuerza especial precisamente porque son proclamadas en la fiesta de nuestros monjes mártires, de aquellos hermanos nuestros que, fieles a Jesucristo y a la profesión monástica que un día hicieron como monjes en este monasterio, derramaron su sangre como mártires, como testigos de aquel amor al único Señor de sus y de nuestras vidas aún hoy, Jesucristo el Señor, el único Salvador, el único Redentor. «Aquí está vuestro Dios! En Él hemos puesto nuestra esperanza… «. En la larga historia de nuestro monasterio-santuario, siempre a los pies de la Virgen, una historia milenaria, encontramos un gran número de santos monjes, anónimos ciertamente pero que han sido y siguen siendo piedras vivas en este edificio viviente que es Montserrat, cuyo símbolo es esta basílica que nos acoge. Y como corona de este primer milenio de nuestra historia, el Señor nos ha hecho el don de añadir, a la larga hilera de monjes santos y pecadores, fieles y débiles, jóvenes y viejos …, el Señor ha añadido la corona, la piedra preciosa de los mártires, de estos hermanos nuestros generosos y fieles, débiles y pecadores también seguramente, pero firmes en el amor de Cristo, que han hecho suya, como hacemos ahora nuestra, aquella estrofa que cantaremos dentro de unos días el primero de noviembre: «Chori … monachorumque omnium, simul cum sanctis omnibus, consortes Christi facite» / «los corazones … de todos los monjes, junto con todos los santos, háganoslo familiares del Cristo «. Ellos, los mártires, por su testimonio y su martirio, junto con tantos y tantos que nos han precedido, interceden para que, también nosotros, seamos «familiares… de Cristo».

En este «corazón de todos los monjes, familiares del Cristo» te añades tú hoy, querido p. Abad Manel, con un nuevo ministerio como abad, como padre de este monasterio. Los griegos diríamos: «con esta nueva diaconía, este nuevo servicio». ¿Qué significa para ti, para los monjes, para los escolanes y para los peregrinos que hoy estamos en Montserrat, ser bendecido abad de este monasterio? Os propongo que sea ahora la misma celebración litúrgica la que nos guíe pedagógicamente en lo que significa para ti, para tu comunidad y para nosotros esta celebración.

Siguiendo el ritual, y ahora cuando termine esta mi homilía, te haré una serie de preguntas, a las que, con tu respuesta, manifestarás delante de Dios y de los hermanos, delante de la Iglesia, tu voluntad de llevar a cabo esta diaconía de que hablábamos.

Se te preguntará si quieres: «instruir a tus hermanos, guiarlos y enseñarles… llevarlos hacia Dios». A partir del día que la comunidad te eligió, no eres un administrador -o si quieres no eres «sólo» un administrador-, sino que eres alguien, que con la grandeza y la fragilidad de cada ser humano, desde tu condición humana -¡que Cristo ha asumido en su encarnación! -, «… has sido elegido para regir las almas haciendo las veces de Cristo». Instruir, guiar, enseñar, llevar hacia Dios. Una enseñanza, una guía, un acompañamiento, siempre «haciendo las veces de Cristo». A través de ti Cristo continuará enseñando, guiando, llevando hacia Dios. «Haciendo las veces de Cristo».

No temas cuantas veces leyendo la Regla de San Benito, o en tantos otros textos de los Padres de la Iglesia, se habla del abad o del obispo como «el que hace las veces de Cristo», como «vicario del Cristo”. ¡No renuncies, no renunciemos nunca a este título! Digo título pero quizás debería decir ¡sacramento! Creo que es el título / ministerio más precioso y más «de peso» que los obispos y los abades tenemos y que debemos custodiar. Es un «título / ministerio» que «pesa», te lo puedo asegurar, pero también es un título, una diaconía, que tantas y tantas veces te dará fuerza y consuelo.

Siguiendo el ritual de la bendición, invocaremos a la Virgen y a todos los santos. Las letanías manifestarán nuestra confianza como Iglesia en la intercesión y la comunión de todos aquellos hombres y mujeres que se han configurado a Cristo: María, los apóstoles… hasta nuestros hermanos monjes mártires que hoy celebramos.

Después vendrá la oración de bendición como abad: una epíclesis, una invocación del Espíritu Santo sobre ti y también de alguna manera sobre la comunidad que te ha sido encomendada. Lo que se pide para ti, también directamente toca la comunidad de los monjes. El texto nos resume algunos aspectos fundamentales de esta tu nueva diaconía:

Que con su enseñanza penetre el corazón de sus discípulos. Enseñar, por tu parte, acoger tu enseñanza por parte de los hermanos.

Que sepa la cosa difícil y ardua que ha aceptado: gobernar almas y acomodarse a muchas formas de ser … En cada monje encontrarás el alma dócil y el alma a veces terca … El corazón generoso y el corazón endurecido … ¡No desesperes nunca de la misericordia de Dios!

Más servir que mandar… Un servicio, una palabra, una enseñanza que a veces penetrará el corazón de los discípulos como una lluvia suave, y a veces tendrás la impresión de que pasa como un torrente que te parecerá que no deja huella. No te desanimes y ten paciencia.

No perder ninguna de las ovejas que tiene encomendadas: Ninguna oveja es despreciable, ninguna. Somos, siempre, ovejas que a veces cojean y a veces caminan con firmeza … Ninguna es despreciable, ni la oveja perdida, que tendrás que cargar una y otra vez sobre tus hombros, ni la oveja fuerte quien, te lo aseguro, le hará bien una buena palabra amistosa y animadora de vez en cuando.

Llenarlo de los dones del Espíritu Santo… Todo lo que harás, lo que enseñarás, será para ti y para los hermanos, un don del Espíritu Santo.

Que no anteponga nada que Cristo y que enseñe que nada le debe serle antepuesto. El Cristo, único mediador de quien nos hablaba la carta a los Hebreos, es Aquel que deberás anunciar siempre a tus hermanos monjes, a los escolanes, a los trabajadores de Montserrat, a los miles y miles de peregrinos que, pasada esta borrasca de la pandemia, el Señor continuará llamando a la santa montaña de Montserrat. Hombres y mujeres que subirán a Montserrat a buscar una palabra amiga, una palabra de consuelo, el sacramento del perdón, un lugar de silencio.

Acabaremos la bendición con la entrega de las insignias, de estos símbolos que harán presente, de manera comunitaria y litúrgica lo que eres y que tienes que ser para tus hermanos: se te dará la Santa Regla, el anillo, la mitra y el báculo, que manifestarán simbólicamente tu enseñanza, tu amor esponsal por la comunidad, tu magisterio y tu pastoreo, es decir tu plena configuración con Cristo. Símbolos que harán evidente, para ti mismo en primer lugar, y para los hermanos, esta nueva diaconía a la que el Señor te ha llamado.

Estimado P. Abad Manel: los Padres de la Iglesia han dado al obispo y al abad una serie de títulos a través de los que han querido indicar aquel que en cada Iglesia, y en cada monasterio, hace las veces de Cristo: padre, pastor, maestro, guía, timonel, médico -médico de las almas ciertamente, pero también médico de los cuerpos: ama, cuida, visita a los enfermos.

A estos títulos me permito añadir otro, no te asustes: ¡el abad es también «mártir»!. En el sentido más fuerte del término: mártir / testigo de Cristo en la comunidad, en la Iglesia, en el mundo que nos toca vivir.

Estimados hermanos, después de la bendición, celebraremos los Santos Misterios. Invocaremos al Espíritu Santo sobre el pan y el vino para que haga el Cuerpo y la Sangre de Cristo, y para que nos haga también, a ti padre abad Manel y a todos nosotros, mártires de su Evangelio, testigos de su palabra de vida que acogemos cada día como monjes, como peregrinos en un mundo a veces sordo pero siempre sediento de una palabra viva, de consuelo, de misericordia, de esperanza.

En la Divina Liturgia bizantina, después de la narración de la institución de la eucaristía y de la epíclesis sobre el pan y el vino, después de que el Espíritu Santo ha hecho el Cuerpo y la Sangre de Cristo, invocamos a la Madre de Dios, aquella en el seno de la cual la Palabra se hizo hombre, se encarnó. También en esta celebración invocamos para ti y para Montserrat la intercesión de Santa María, la Virgen, para que sea ella siempre para ti y para la comunidad aquella guía que te muestre y te lleve al Cristo, el único mediador, Señor y pastor de nuestras vidas.

Retomo, con un añadido, la estrofa del himno de Todos los Santos de la que hablaba al principio: «Chori … abbatum monachorumque omnium, simul cum sanctis omnibus, consortes Christi facite». Que los santos abades y monjes de la historia de este monasterio te y nos hagan «consortes Christi familiares del Cristo».

«Aquí está vuestro Dios! En Él hemos puesto nuestra esperanza… «. Que nos fortalezca siempre esta esperanza el Cristo Señor, que reina con el Padre y el Espíritu Santo por los siglos.

Amén.

 

 

Abadia de MontserratBendición de l’Abat Manel Gasch i Hurios – Homilía (13 de octubre de 2021)

Domingo XXVIII del tiempo ordinario (10 de octubre de 2021)

Homilía del P. Bonifaci Tordera, monje de Montserrat (10 d’octubre de 2021)

Sabiduría 7:7-11 / Hebreos 4:12-13  / Marcos 10:17-30

 

No hay que ser demasiado perspicaz para darse cuenta de que hoy hay en el mundo una gran pluralidad de pensamiento, de religiones, de sistemas políticos, económicos, filosóficos, científicos… Sobre todo, una confusión de ideas, pensamientos y actividades en las redes como nunca habíamos conocido. ¿Quién puede poner orden a todo esta confusión que hace que todo el mundo se pregunte, dónde está la verdad? Porque hay mucha gente que hoy se siente insegura, sin ningún punto de referencia, sin orientación firme.

La primera lectura nos da la respuesta: Encontrar la sabiduría. Es fácil decirlo. El sabio la buscó y al fin la encontró y no la cambiará por ninguna cosa valiosa de este mundo: ni oro, ni plata, ni ninguna sabiduría humana. Porque esta verdad sólo se encuentra en Dios. Esta sabiduría es la que han buscado los hombres desde el comienzo de tener uso de razón, y se ha ido plasmando en las diferentes religiones. Porque el hombre es un misterio entre la nada y el infinito. Cierto, el hombre es carne, pero tiene una aspiración infinita. Es mucho más que los irracionales. Buscar siempre superar sus conocimientos.

Una manifestación de la sabiduría nos la muestra la carta a los Hebreos: La Palabra de Dios, Jesús, es más cortante que una espada de doble filo, capaz de penetrar los pensamientos y las intenciones del corazón, porque es divina.

Esta sabiduría es desconcertante, como nos dice hoy el Evangelio. Nosotros, seres terrenales, pensamos como el joven rico. Nos basta cumplir la Ley de Dios, que es algo básico, pero que nos parece que no es suficiente, como lo indica la pregunta que el joven hace a Jesús: «Maestro, ¿qué debo hacer para alcanzar la perfección? Jesús le dijo: Observa los mandamientos. Y él responde: Ya lo he hecho desde pequeño. ¡Admirable! Jesús se le miraría con afecto. Pero aún te falta una cosa: Si quieres ser perfecto, deja todo lo que tienes y dalo a los pobres, y luego ven conmigo a anunciar el Reino de Dios. Es decir, hazte mi discípulo. Pasa de la perfección humana a la divina. Esta exigencia era demasiado para él, sobre todo porque tenía muchas riquezas. Y Jesús le exigía confiar sólo en él. Y él tenía la seguridad en los bienes temporales. No se podía desprender de ellos. Hay que añadir, sin embargo, que no sólo las riquezas son bienes temporales, hay muchas otras riquezas: inteligencia, capacidades manuales o artísticas, matrimonio, posibilidad de hacer una gran carrera, de viajar, de divertirse, etc. y percibimos que cuesta de prescindir de esto, porque nos estimula.

Pedro, en nombre de los discípulos pregunta: » Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido». Podríamos añadir: ‘Esto es obra del Padre que os lo ha revelado, ya que nadie viene a mí, si el Padre no lo atrae’. Jesús había afirmado que «entrar en el reino de los cielos no es posible a los hombres, sino a Dios, que todo lo puede». Con todo, dice, esta sabiduría ya trabaja incluso en la tierra con el 100 x 1 de lo que se ha abandonado, pero, también, sufriendo adversidades, como Jesús mismo. Como él fue perseguido, también vosotros. Y Jesús acabó crucificado. Pero para resucitar, ser glorificado, y nos abrió el camino del cielo. 

La sabiduría de Dios, pues, exige relativizar las cosas de la tierra. Servirnos de ellas, pero sin perder nunca el destino final del hombre: el Reino que Dios nos tiene preparado desde la creación del mundo. Sólo teniendo como valor supremo lo que es eterno, podremos relativizar lo temporal; sólo amando lo que es infinito, podremos valorar lo que es finito; sólo teniendo a Dios en nuestro corazón, podremos menospreciar lo mundano. ¡Que Dios nos dé esta sabiduría!

Abadia de MontserratDomingo XXVIII del tiempo ordinario (10 de octubre de 2021)

Domingo XXVII del tiempo ordinario (3 d’octubre de 2021)

Homilía del P. Joan M Mayol, monje de Montserrat (3 d’octubre de 2021)

Génesis 2:18-24 / Hebreos 2:9-11  / Marcos 10:2-16

 

Creer en Dios es importante pero lo decisivo es que Él cree en cada uno de nosotros. Por eso no deja de dirigirnos su palabra recordándonos lo esencial y vital para nuestra realización plena como personas y como comunidad: El amor fiel.

Los fariseos, para probar a Jesús, le proponen valorar la cuestión del divorcio. Jesús, para liberar la Ley de las acomodaciones interesadas, les habla del valor del amor original que es la fuente de la fecundidad de las relaciones humanas.

La respuesta que Jesús da a los fariseos, antes que nada, libera la mujer de la sumisión injusta al marido recordando su igualdad e idéntica dignidad según el relato del Génesis bien entendido, al que el Señor se refiere y hoy hemos escuchado en la primera lectura. La mujer no está atada al hombre como una pertenencia más de su hacienda para que éste pueda sacarla de su casa según le parezca amparándose en una legalidad de bajo perfil. El esposo está unido a la esposa y la esposa al esposo formando un todo humano y espiritual compartido.

En la segunda parte del fragmento evangélico de hoy, cuando los discípulos preguntan otra vez al respecto, Jesús, dirigiéndose a ellos, les responde limpio i claro: desligarse de la promesa de fidelidad al amor libremente hecha ante Dios, es adulterar la calidad de este amor que Dios ha bendecido y santificado convirtiéndolo en embajador de su Buena Nueva. Porque ¿qué es un matrimonio cristiano sino dos apóstoles que caminan unidos anunciando, con su vida conyugal y familiar, la realidad viva del Reino de Dios? Las actitudes que deterioran este amor no dejan de debilitar el testimonio de la autenticidad de su vida y de su fe.

A juzgar por las estadísticas podría parecer que no es posible vivir la fidelidad del amor conyugal. La catequesis mediática del «nada es limpio, todo vale y todo el mundo lo hace» en que nos encontramos rodeados, a pesar de parecer «muy liberadora», en realidad nos lleva más tristeza y dolor que placeres y alegrías. Pero las estadísticas no pueden desmentir la fidelidad que perdura en tantos matrimonios que continúan hoy manifestando la realidad del Reino Dios por medio de su amor fiel, que es reflejo del amor fiel de Dios por todos los hombres.

¿Se puede llegar a 50 o 60 años amándose en fidelidad y no morir en el intento? Lo he preguntado a muchos matrimonios y más o menos, con mirada de niños grandes, con una cierta socarronería y un punto de buen humor, me han respondido prácticamente igual: «Padre: ceder, ahora uno ahora el otro, para ganar los dos, aquí está el secreto «. La sabiduría de la experiencia no se debe menospreciar; ceder en lo secundario en beneficio de lo esencial, ceder, ahora uno, ahora el otro, para ganar los dos. Ceder, sin claudicar, estirar sin llegar a rasgar, es la manera de persistir en lo esencial, es una forma sana de aprender a negociar, a pactar, a respetar que, al fin y al cabo, esto es, en la convivencia humana, amar.

El evangelio termina con el relato de los niños acercándose a Jesús. El Reino de Dios, nos decía el Señor, es para quienes se hacen como los niños. Cierto: el Reino de Dios es para los que se hacen como los niños, pero no es un juego de chiquillos. El camino del amor fiel es toda su hoja de ruta. Porque el camino de la fidelidad mutua es un camino de conversión, de ceder sin claudicar, de estirar sin rasgar, un aprendizaje que nos hace pasar de ser una carga que se arrastra a ser un don que ayuda a ir adelante. Si nos acercamos a Jesús, no con prejuicios sino con confianza, como un niño busca el abrazo del padre y de la madre, su palabra de vida traerá paz a nuestro corazón, nos acompañará siempre y su presencia amorosa no nos dejará de recordar lo esencial y vital para nuestra realización plena como personas y como comunidad: El amor y la fidelidad. El amor sin fidelidad es egoísmo, la fidelidad sin el amor sería esclavitud. Sólo el amor fiel nos puede hacer capaces de desatarnos de la esclavitud del egoísmo y abrirnos a la libertad fecunda del amor de Dios. De hecho, es lo que cantaba en nuestra Escolanía en el versículo del aleluya que acompañaba la procesión del evangelio: «Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud». No faltará nada si cabe todo el mundo.

¡Vean ustedes si puede ser de efectivo creer en Dios! Pero lo decisivo sigue siendo que Él cree en cada uno y cada una de nosotros.

Abadia de MontserratDomingo XXVII del tiempo ordinario (3 d’octubre de 2021)

Domingo XXVI del tiempo ordinario (26 de septiembre de 2021)

Homilía del P. Damià Roure, monje de Montserrat (26 de septiembre de 2021)

Números 11:25-29 / Santiago 5:1-6 / Marcos 9:38-43.45.47-48

 

Estimados hermanos y hermanas,

P. Damià RoureEn el Evangelio que acabamos de escuchar, Jesús nos hace sentir su fidelidad que no sólo tiene en cuenta A los que le siguen de cerca sino que manifiesta un gran respeto para cada persona. De una manera especial, aprecia a quienes ayudan a los demás, aunque sea con un trozo de pan o con un vaso de agua a quien lo necesita.

Por eso Jesús desea que tanto los apóstoles, como cualquier persona, y nosotros también, actuemos por el bien de todos. Así Dios ama al que da algo a quien lo necesita, ya sea una persona conocida como si no lo es.

Nos propone, pues, tener un espíritu sin fronteras y sin barreras, que nos lleva a descubrir, tal vez poco a poco, lo que hay de bueno en cada persona. Todo el mundo desea ser reconocido y tratado de manera normal, sin actitudes rígidas ni parciales. Preguntémonos sinceramente si, según nuestras posibilidades, podemos ayudar a los que lo necesitan. De esta manera compartimos con Jesús su manera de actuar para el bien de cada persona.       

Incluso en las cosas más pequeñas, Jesús nos anima a tratar bien a todos. Es bueno dar un vaso de agua a quien lo necesita, ya sea cristiano como si es una persona bien alejada de nuestra fe. Es la forma en que actuaba Jesús y que, gracias a los evangelios nos podemos hacer cargo, si lo leemos o escuchamos. Por eso nos hace tanto bien de conocer como Jesús hablaba y actuaba, y como lo hacía con naturalidad y sinceridad. Incluso, si tenemos puntos de vista diferentes de lo que tienen otras personas, en el Reino de Dios no hay enemigos, y lo mejor que podemos hacer es respetar a todo el mundo. 

Podemos apreciar también las actitudes positivas de muchas personas que no siguen nuestra fe cristiana, pero que mantienen en su corazón, y en su manera de vivir, un respeto para todos.            

En todo caso, debemos evitar cualquier malevolencia. Si lo pensamos bien, lo que queremos conseguir es vivir con una actitud positiva para el bien de todos: una manera de hacer que sea capaz de ayudarnos no sólo entre nosotros, sino también con todo el mundo. Y es cierto que muchas personas, en un momento dado, descubren en las palabras y las actitudes de Jesús una ayuda que les orienta y fortalece.               

Santiago en la segunda lectura: nos decía que no nos podemos fiar de nuestras riquezas, porque pueden oxidarse. Lo cierto es que Jesús ha querido liberarnos de muchas pequeñeces, actuando siempre a favor de todos, con un espíritu universal. Que sepamos seguir nuestro camino, a la manera de Jesús, con un espíritu amplio y abierto, mejorando siempre, si es necesario, nuestra manera de ser y de actuar, con un espíritu siempre ancho y abierto. Que así sea.

Abadia de MontserratDomingo XXVI del tiempo ordinario (26 de septiembre de 2021)

Domingo XXV del tiempo ordinario (19 de septiembre de 2021)

Homilía del P. Efrem de Montellà, monje de Montserrat (19 de septiembre de 2021)

Saviesa 2:12.17-20 / Jaume 3:16-4:3 / Marc 9:30-37

 

Entre nosotros está muy arraigada la costumbre de emplear la palabra «servidor» como una fórmula de cortesía para designarse a sí mismo: lo podemos oír en las tiendas cuando piden tanda o preguntan a quién toca, lo sustituimos por nuestro nombre si alguna vez debemos leer en público, y consideramos que es más educado decir «servidor» que un simple «yo» cuando nos llaman por el nombre. Y además, es una costumbre que tiene una raíz muy cristiana: si soy cristiano, soy servidor. Vamos a verlo.

Estos domingos estamos recorriendo la narración de San Marcos correspondiente a la última subida de Jesús a Jerusalén, antes de su pasión y muerte. Según el texto, durante este trayecto Jesús anunció tres veces como sería su fin, y hoy nos ha sido proclamada la segunda: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y, después de muerto, a los tres días resucitará», decía el texto. Jesús no murió de mayor, en una cama y rodeado de los suyos. Jesús tuvo una muerte martirial, como Juan Bautista, porque no fue comprendido ni bien acogido. De hecho, ni sus mismos discípulos no acababan de comprender, porque pensaban que instituiría un reino como los de la tierra. Y por eso discutían sobre quién sería el más importante. Pero Jesús, haciendo uso de la paciencia y amor que predicaba, cuando llegaron a casa se sentó con ellos y se lo volvió a explicar: no se trataba ni de cargos, ni de poderes, ni de autoridades. Se trataba de servicio. Jesús vivió la vida como un servicio a los demás, y ellos tenían que hacer lo mismo y reconocerlo a él en los más débiles y humildes, y no en los fuertes y prestigiosos. Jesús todavía tenía que lavar los pies a los discípulos, y ellos todavía tenían que entender mejor.

La eucaristía que estamos celebrando es la prolongación de esta casa en la que Jesús se sentó con los doce para instruirlos. Es la continuación de aquel día que Jesús lavó los pies, como si fuera un sirviente, a sus discípulos. Porque hoy, aquí y ahora, es el mismo Señor resucitado quien nos instruye con las mismas palabras que instruyó a los que no lo habían entendido. Y la lección de vida cristiana que nos da es muy clara: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos».

Ser cristiano no consiste sólo en la repetición de unos rituales o de unas costumbres, o en venir a Misa cada domingo. Ser cristiano es una manera de hacer el camino de la vida, una manera de ser hombre y mujer: consiste en vivir la vida sirviendo, siguiendo el ejemplo de Jesús. Ser cristiano es encontrar en el servicio a los demás el sentido de la propia existencia, dándose y dándolo todo por amor. Y por eso les puso el ejemplo de un niño: parece ser que en el arameo que hablaban Jesús y los discípulos podía haber un juego de palabras, ya que la misma palabra o una muy parecida servía para llamar un «niño «y un» sirviente «o criado (como en catalán podría pasar con la palabra» muchacho «o» criada «). Y en ese tiempo, el sirviente era el encargado de acoger al que llegaba: «El que acoge a un niño como este en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado». Al final, se trata de acoger a Dios a través de su palabra que ponemos en práctica. Por ello cabe preguntarse hoy si entendemos la vida como un servicio, o como una escalada que nos debe hacer llegar a alguna parte, o ser «alguien”… ¿Trabajo para ganar dinero, o para servir mejor a los demás? De la respuesta que demos dependerán muchas cosas, pero al final lo que cuenta es que sepamos convertir todo lo que hacemos en la mejor manera de servir a los demás. Ojalá que, si un día nos preguntan quién es el que al menos lo ha intentado, podamos responder diciendo: «Servidor».

 

Abadia de MontserratDomingo XXV del tiempo ordinario (19 de septiembre de 2021)

Domingo XXIV del tiempo ordinario (12 de septiembre de 2021)

Homilía del P. Bernabé Dalmau, monje de Montserrat (12 de septiembre de 2021)

Isaías 20:5-9a / Santiago 2:14-18 / Marcos 8:27-35

 

Queridos hermanos y hermanas,

Acabamos de escuchar, en la versión de San Marcos, cómo Pedro reconoce a Jesús como Mesías. Nos es más conocida la versión de San Mateo, más desplegada y coronada con el anuncio que hace el Señor: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia». Pero el texto de hoy no incluye ninguna promesa sino, al contrario, una prohibición de hablar.

Esta versión de hoy, más antigua, contiene, sin embargo, igualmente la reprensión que Jesús hace a Pedro. El apóstol, con la candidez de quien quiere dar lecciones, se resiste a admitir que el mesianismo de Jesús no pasa por un triunfo humano, sino por el sufrimiento de la cruz y la gloria de la resurrección. Jesús es contundente: lo trata de Satanás, es decir, de adversario, de quien pone obstáculos al plan de Dios. Al apóstol no le quedó más remedio que callar y escuchar lo que Jesús dirige a todos: «Si alguien quiere venir conmigo, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga».

Tomar la propia cruz. Nos es pesado, hacerlo. Cuentan que uno de los llamados Padres del Desierto se quejaba de la peso de su cruz. Un ángel le condujo a una estancia donde había cruces de todas las dimensiones y pesos. El asceta las fue probando una por una diciéndose interiormente: «Esta, no… Esta, tampoco… Esta!». Finalmente había encontrado una que le gustó y se la quedó. El ángel le dijo: «Era la tuya …».

Como vemos, acompañar a Jesús en el camino de la cruz es condición esencial para ser discípulo suyo. No quiere decir que sólo los discípulos de Jesús tenemos cruces, porque sufrimiento, poco o mucho, todo el mundo tiene. Los seguidores de Jesús nos distinguimos porque somos llamados a tomar la cruz y creemos que Dios nos ayuda a cargarla. San Lucas añade el matiz «tomarla cada día», porque de una manera u otra siempre tenemos que seguir tras Jesús.

Nos podríamos preguntar si este seguimiento excluye todo tipo de felicidad en este mundo. No, si Jesús asumió la cruz es porque la confianza absoluta que tenía en la bondad del Padre le hacía tomar con él los sufrimientos humanos. Había, en el término de todo, la resurrección. Quizás sea más fácil decir esto, en cambio, es más difícil hacerlo nuestro. Pero si nos reunimos para escuchar y asimilar la Palabra de Dios, y especialmente el Evangelio, es porque sabemos que aquí encontramos el fundamento de nuestra esperanza.

En esta situación también vale el matiz de San Lucas «cada día», porque forma parte de la identidad cristiana saber que cada día es una nueva oportunidad para aumentar nuestra esperanza. Y junto con ella, la fe y la caridad que le son inseparables.

La pandemia nos ha enseñado muchas cosas. Y nos ha mostrado que la capacidad humana de hacer el bien no tiene límites. Yo te invitaría, por ejemplo, hoy que esta basílica vuelve a tener su aforo normal, hoy que comienza una etapa en la Escolanía con el ingreso de ocho niños cantores, os invitaría a saber valorar todas las novedades que cada día el Señor nos ofrece: en la propia vida, en la propia familia, en la propia comunidad. Es lo que nos decía hace una veintena de años un abad extranjero: saber volver la gracia de los comienzos, y algunos monjes nos acordamos.

Tengamos, pues, esta capacidad cristiana de asumir cada día la cruz y a la vez de enriquecernos con la esperanza de empezar cada día con la confianza de que Dios guía nuestro presente y nuestro futuro. Es realmente una gracia.

 

Abadia de MontserratDomingo XXIV del tiempo ordinario (12 de septiembre de 2021)

Solemnidad de la Natividad de la Virgen María (8 de septiembre de 2021)

Homilía del P. Josep M Soler, Abad de Montserrat (8 de septiembre de 2021)

Miqueas 5:1-4a / Romanos 8:28-30 / Mateo 1:1-16.18-23

 

Hoy, todos aclamamos al Señor llenos de gozo (cf. respuesta al salmo). Lo hacemos, hermanos y hermanas, porque el nacimiento de Santa María es el término de todas las expectativas del Antiguo Testamento y el anuncio de la llegada del Salvador. Ella es la aurora que, después de la oscuridad de la noche extendida durante muchos siglos sobre la humanidad, precede el sol resplandeciente. Ella es la destinada a ser la Madre del Hijo de Dios hecho hombre, Jesucristo, el sol que nace de lo alto (Lc 1, 78).

El evangelio que nos ha proclamado el diácono era, a través de una serie de nombres de personajes bíblicos, la síntesis de la historia del pueblo de la primera alianza. Nada, pues, de una lista monótona y aburrida. Sino proclamación de la fidelidad y de la gracia de Dios que llegan a su culmen con el nacimiento de la Virgen y, aún más, con el de su hijo Jesucristo. Detrás de cada nombre hay una historia que nos hace ver cómo, tal como decía san Pablo en la segunda lectura, Dios lo dispone todo en bien de los que le aman.

Por eso hoy, todos aclamamos al Señor llenos de gozo. El nacimiento de Jesús, tal como nos es presentado en esta lista, es un acontecimiento único, fruto de la gratuidad amorosa de Dios. Pero bien insertado en un pueblo y en una familia concreta. La lista nos atestigua que Jesús, a pesar de su origen divino, es realmente hombre, verdaderamente «nacido de mujer», como dirá San Pablo (Gal 4, 4).

Es una lista, sin embargo, que, a la luz de los libros de la Sagrada Escritura, refleja una serie de debilidades humanas y gracias de Dios. Constituye una muestra de cómo Dios va llevando a cabo con firmeza y amor su plan de salvación a través de la historia humana. En medio de los altibajos de las personas y los hechos de cada día, incluso cuando puede parecer que no hay razón para la esperanza, como en el tiempo de la deportación a Babilonia. También entonces Dios llevaba adelante su plan hasta llegar a Santa María y el nacimiento de Jesús.

La gratuidad de Dios queda remarcada aún más en la mención que hace el evangelista de cinco nombres femeninos. Puede parecer sorprendente que en una lista hecha a partir de los nombres masculinos -que eran quienes daban la descendencia legalmente- haya unos nombres de mujer. Y no son los nombres de las mujeres más ilustres del Antiguo Testamento, como podrían ser Sara, Rebeca o Raquel. Los cuatro primeros nombres femeninos citados son personajes de una vida moralmente poco clara. Son: Tamar, mujer de un comportamiento muy dudoso con su suegro Judá; Rahab, una mujer pagana, prostituta, pero que llega a creer en el Dios de Israel y ayuda al pueblo de Dios; Rut, una mujer sin lacra moral y de una fidelidad probada, pero que era, también, pagana y de un pueblo que según la Escritura no debía ser nunca admitido en la comunidad del pueblo de Dios (Dt 23, 4 -5); ella, en cambio, creyó en Dios y fue incluida en el pueblo de Israel hasta llegar a ser la bisabuela del rey David, el precursor por excelencia del Mesías. De la cuarta mujer no nos es dado el nombre, pero sí que nos es presentada como mujer de Urías, también ella extranjera, esposa del general Urías; con ella David cometió adulterio y, después de hacer morir el esposo, la tomó por mujer y de ella tuvo Solomon, el rey. El rasgo característico común a estas cuatro mujeres es la no conformidad con las normas establecidas. Pero a pesar de la sangre extranjera, pagana, y en el caso de algunas a pesar de su conducta reprobable, el plan divino de salvación se realizó a través de ellas. Ellas entraron en el linaje del Mesías, son, pues, de la familia de Jesús. Nada ha sido capaz de interrumpir el curso de la bendición de Dios: ni los errores políticos y religiosos de los reyes mencionados en la lista, ni los pecados personales o colectivos, ni la no pertenencia al pueblo de la alianza. Toda la genealogía contiene un mensaje de universalismo y de gracia, subrayado aún más por los cuatro nombres femeninos. Y deja bien claro que el plan de Dios puede topar con las obstáculos que pone la libertad humana, puede tener que hacer eses, pero la fidelidad de Dios no hace marcha atrás, siempre sale adelante su propósito movido por su amor fiel a la humanidad formada por pueblos muy diversos.

En la lista, también hay nombres masculinos alabados por la Escritura. Son los que, con esperanza, confiaron en las promesas de Dios e intentaron vivir según sus mandamientos. Pero de muchos otros la Biblia hace un juicio negativo. Y a pesar de todo, son antepasados ​​del Mesías.

Jesús, pues, sintetiza en esa lista a toda la humanidad: judíos y paganos, buenos y pecadores. Jesús es amasado de la misma masa humana que nosotros. El Dios Santo a la hora de dar cumplimiento a las promesas se pone a nuestro lado, como uno más; y se abre camino a través de la debilidad y del pecado de los seres humanos.

La lista, antes de llegar a Jesús se detiene. Y hace mención de María. Es el quinto nombre femenino pero destacado en la manera de presentarlo. Ella tiene un papel mucho más importante y decisivo en la venida del Mesías, Hijo de Dios. El evangelista remarca su maternidad virginal, fuera, pues, del ritmo que ha marcado con la mención de todos los predecesores. El evangelista San Mateo remarca significativamente la gratuidad divina de la maternidad de María. En nuestra traducción no se puede expresar demasiado bien. Pero en el original griego se ve como la Madre de Jesús es puesta al mismo nivel de los nombres masculinos. A través de San José pasaba a Jesús la descendencia legal de David y de Abraham. Pero su origen humano sólo proviene de María.

Por ello, hoy todos aclamamos al Señor llenos de gozo. Con el nacimiento de la Virgen se inicia la aurora de la salvación definitiva. Todo vuelve a tener sentido. La oscuridad y la debilidad empiezan a no ser la realidad definitiva. El pecado puede encontrar el perdón. Y a través nuestro, frágiles y pecadores, continúa abriéndose paso la obra de la salvación como lo hizo en los siglos anteriores a Jesucristo. La última palabra no es la tiniebla, el mal y la muerte. La última palabra la tiene la victoria de Jesucristo, en la que participamos en la Eucaristía. ¡Hay, pues, razón -y mucha- para la esperanza! El evangelio de hoy que es fuertemente evangelio de la gracia, nos lo hace ver.

Dios lo dispone todo en bien de los que le aman. ¡Aclamemos todos al Señor llenos de gozo!

Abadia de MontserratSolemnidad de la Natividad de la Virgen María (8 de septiembre de 2021)

Domingo XXIII del tiempo ordinario (5 de septiembre de 2021)

Homilía del P. Bernat Juliol, monje de Montserrat (29 de agosto de 2021)

Isaías 35:4-7 / Santiago 2:1-5 / Marcos 7:31-37

 

Queridos hermanos y hermanas en la fe:

Según los relatos bíblicos, al inicio de los tiempos, cuando Dios creó el cielo y la tierra, un buen día, el Señor se agachó, cogió polvo y formó al hombre y la mujer. Así fue dando forma a su creación más preciada. Con sus manos divinas hizo las orejas y les dio el sentido del oído, hizo la lengua y le dio la capacidad de hablar. Finalmente, hizo descender sobre ellos el aliento de vida y les mandó que fueran fecundos y se multiplicaran, que llenaran la tierra y la dominaran.

Así «Dios creó al hombre a su imagen, lo creó a imagen de Dios, creó al hombre y la mujer» (Gn 1, 28). También en nosotros, como descendientes y herederos de Adán y Eva, hay inscrita en nuestro corazón la imagen y semejanza de Dios. Nuestra existencia no es fruto de la casualidad o del azar. Nuestra existencia es fruto del amor y de la voluntad de Dios. Y todos llevamos dentro esa chispa de la divinidad que nos hace hijos de Dios y nos llama a compartir en plenitud la vida divina.

Esta imagen divina que llevamos en nuestro corazón se convierte en aquel icono que hace presente a Dios en medio del mundo. Es aquel icono que nos abre a la trascendencia y nos dice que la humanidad siempre necesita y necesitará de Dios. Y precisamente por este motivo, el icono de Dios a menudo es rechazado. La humanidad está obcecada en construir un mundo sin Dios. Pasa entonces, lo mismo que pasó en el Gólgota: cuando Cristo murió en la cruz, el velo del templo se rasgó. Ahora también: cuando eliminamos a Cristo de nuestra vida, su imagen queda rasgada.

Vivimos en una sociedad que podríamos llamar neoiconoclasta. Nos da miedo abrirnos a la trascendencia y nos da miedo abrirnos a Dios. Por eso, la mejor manera de rechazarlo es eliminar los iconos que lo hacen presente en medio del mundo. Y el gran icono de Cristo que es su Iglesia, a menudo rechazada, debe gritar desde su corazón: «Pueblo mío, ¿qué te he hecho? ¿En qué te he entristecido? ¡Respóndeme! ».

Sustituimos el icono por el ídolo. Si el icono es la imagen que nos lleva hacia la trascendencia y hacia Dios, el ídolo es aquella imagen falsa que nos refleja a nosotros mismos y nuestro pecado. En vez de mirar hacia Dios, miramos hacia nosotros. Y es entonces cuando la vida deja de tener sentido y perdemos el fundamento de nuestra existencia. Nos construimos nuestros propios dioses, hechos a nuestra propia imagen y semejanza. Unos manantiales que tienen boca pero no hablan, oídos que no oyen. Y nosotros, lejos de Dios, corremos el riesgo de convertirse en sordos y mudos ante la fe.

Pero como decía el profeta Isaías en la primera lectura: «Decid a los inquietos: «Sed fuertes, no temáis». Es Dios mismo que nos viene a salvar. Cristo viene a devolvernos la imagen y semejanza que había quedado oscurecida. Al igual que al inicio de los tiempos, Dios se inclinó y creó al hombre y la mujer, ahora, como hemos visto en el Evangelio, Cristo se agacha de nuevo y con el mismo polvo de los inicios restaura la imagen divina que se había rasgado.

Todos nosotros somos aquel sordo que casi no sabía hablar y que Cristo se encontró por el camino. Todos nosotros necesitamos que Cristo nos toque de nuevo y nos devuelva el oído y el habla para oír y proclamar la Palabra de Dios. Sólo Cristo puede hacerlo, él que es la verdadera imagen del Padre y ya estaba presente cuando Dios creó el mundo. Sólo Cristo puede salvarnos.

 

 

Abadia de MontserratDomingo XXIII del tiempo ordinario (5 de septiembre de 2021)