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Domingo VI del tiempo ordinario (11 febrero 2024)

Homilía del P. Efrem de Montellà, monje de Montserrat (11 de febrero de 2024)

Levítico 13:1-2.45-46 / 1 Corintios 10:31-11:1 / Marcos 1:40-45

 

El relato de la curación del leproso que nos acaba de ser proclamado es un buen resumen de toda la historia de la salvación: el hombre se acerca a Dios, ambos dialogan, y Dios lo salva. Y dentro de este relato Jesús es quien lleva esta historia a la plenitud: si la ley de Moisés prohibía acercarse a los leprosos y los marginaba —como hemos escuchado en la primera lectura, Jesús hace todo lo contrario: los acoge y cura. Porque Dios no puede hacer otra cosa que amar a todas y cada una de sus criaturas, y no puede dejarlo al margen por muchas connotaciones negativas que tenga el mal que sufran o que hayan hecho. El poder de Jesús sobre la enfermedad, pues, no es sino un signo de su mesianidad: Jesús es el verdadero médico de toda la humanidad, el único que es capaz de salvarla y devolverle la plenitud que había perdido. Y no sólo eso: el leproso era un excluido de la sociedad, un marginado que debía vivir fuera del poblado por una circunstancia que él no había elegido; y con su curación Jesús lo reintegra dentro de la comunidad de creyentes, mostrando así la voluntad de Dios de acoger a todos. Jesús nos dice que, a pesar de nuestros males y defectos, Dios nos ama y quiere a todos por igual. Y esto es un gran consuelo; y lo fue también para el pobre leproso; un consuelo tan grande, que le faltó tiempo para esparcir por todas partes la llamada de Jesús. Y como también hemos oído en la historia, hubo tanta gente que quería ir a verle que debía quedarse fuera de las poblaciones.

Este gentío que se movió para ir a ver y encontrar a Jesús hoy somos nosotros, quienes esta mañana nos hemos levantado y hemos salido de casa para venir a esta celebración. Este encuentro del leproso con Jesús, ese paso de Jesús por la vida de aquel enfermo, es para nosotros la celebración litúrgica, la Misa de cada domingo. Aquí es donde nosotros, cada uno con sus penas y dificultades, nos encontramos con Jesús, hablamos con él y le decimos: «Señor, si lo desea… [nos puede escuchar, nos puede curar], nos puede purificar». Porque todos tenemos necesidad de algo, todos sufrimos algún daño físico o moral, todos tenemos la necesidad de escuchar su palabra. La Misa es ese lugar donde Jesús se nos acerca y nos toca —de hecho, entra en nuestro interior, y desde dentro nos transforma, nos cura, y nos consuela. Y éste es el lugar del que deberíamos salir llenos de alegría por el hecho de haber encontrado una palabra que marca un antes y un después en nuestras vidas.

Porque, por buena voluntad que tengamos, por muy bien que queramos hacerlo todo, el mal siempre habrá hecho algo en nosotros. Por mucho que nos esforcemos siempre habrá alguna situación de la que no podemos salir solos, y necesitamos la ayuda de Dios. Y la “lepra” de la que nos hablaba el evangelio no es una enfermedad concreta, sino que es una metáfora del pecado que todos cometemos en un grado u otro, cuando nos apartamos de Dios. Porque nuestra salvación no puede depender de la enfermedad que cada uno pueda sufrir: Jesús siempre está dispuesto a decirnos una palabra que nos ayude y cure este pecado, si tenemos el corazón abierto y estamos bien dispuestos. Con la curación del leproso, además, Jesús también nos dice cómo debemos actuar nosotros, y nos da unas pistas para nuestras vidas. Como el leproso, nosotros también podemos acudir a Jesús con fe cuando tenemos alguna necesidad. Como Jesús, tampoco a nosotros debería darnos ninguna pereza acercarnos y dialogar con los más marginados o los más estigmatizados. Y tampoco nosotros deberíamos hacer ninguna diferencia con quienes más nos cuesta, o con aquellos que se sienten apartados de la sociedad; con nadie: porque todo el mundo es un hijo amado de Dios por mucho que nos cueste el trato con algunas personas.

Acercándonos a Jesús, dialogando con ellos y dejando que él nos transforme, también nosotros resumimos la historia de la salvación. Y la llevamos a plenitud si después hacemos lo mismo con los demás: dialogando, acogiendo, y dando una buena palabra sentiremos esa alegría incontenible que sintió el leproso, que no pudo dejar de proclamar por todas partes lo que había vivido. El evangelio de hoy nos ha enseñado que el Reino de Dios no es un premio para los buenos sino un lugar en el que todos estamos llamados; el Señor nos quiere a todos, aunque tengamos nuestros defectos. ¿Seremos nosotros, quienes excluimos a alguien? Que esta Eucaristía dé un nuevo impulso a nuestra vida como creyentes, y nos ayude a acercarnos a todos y comunicar con alegría la buena nueva del evangelio.

Última actualització: 13 febrero 2024