Domingo VI del tiempo ordinario (12 de febrero de 2023)

Homilía del P. Lluís Juanós, monje de Montserrat (12 de febrero de 2023)

Sirácida 15:15-20 / 1 Corintios 2:6-10 / Mateo 5:17-37

 

Ley y libertad: dos palabras no siempre bien avenidas, no siempre entendidas por igual y que a lo largo del tiempo no han dejado de coexistir sin duras controversias. Jesús mismo se enfrentó varias veces con los escribas y fariseos sobre la forma de interpretar la ley. Con una autoridad sorprendente a los ojos de sus detractores afirma: «No creáis que he venido a abolir la Ley y los profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud» (Mt 5, 17). Jesús, por tanto, no quiere suprimir los mandamientos que Dios dio a su pueblo por medio de Moisés, sino que quiere darles plenitud. No se contenta con repetir la tradición ni en consolidar un legalismo minucioso y sin alma, sino que intenta liberar el corazón del hombre del peso fastidioso de la Ley para mostrar que esta «plenitud» que le da, requiere una mayor justicia, una observancia más auténtica. Dice, en efecto, a sus discípulos: «si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 5, 20); un Reino que ya se hace presente en medio del mundo por el espíritu de las Bienaventuranzas, por la novedad radical de una Ley que tiene su cumplimiento en la justicia y en un amor sin límites, sin exclusiones de ningún tipo.

La primera lectura que hemos escuchado nos muestra una reflexión hecha por la persona que, a partir de la experiencia de los años, ya sabe lo que es la vida y las contradicciones de la misma e intenta inculcar una orientación importante para vivir. El consejo vendría a ser éste: “Sé libre, elige con libertad, no te sientas obligado, no dejes que otros decidan por ti, pero, aún así, elige lo mejor”.

La pregunta que nos viene y que va a seguir viniendo a la mente de todos es: ¿Y qué es lo mejor? ¿Dónde encontrarlo?… esta pregunta no deja de inquietarnos también hoy frente a la diversidad de respuestas y posibilidades que nos ofrece el mundo.

Los sabios de aquella época, se remitían a lo que ellos llamaban los mandatos: Un conjunto de reglas sobre cómo comportarse para tener éxito en la vida. Lo que nosotros llamamos mandamientos son fruto de un proceso muy largo de reflexión en el que se reflejan las situaciones humanas con sus problemas, sus contradicciones, inquietudes, dudas o necesidades y que se concluye expresando lo más conveniente para que la vida se ordene de cara a hacer el bien y ser mejores. El hombre que a través de los años ha adquirido sabiduría y experiencia de vida, da sus consejos: “cuidado con lo que haces, no te dejes engañar, vigila con quien vas, no te pierdas” … Este conjunto de normas y de enseñanzas prácticas ha tenido etapas más o menos exitosas a lo largo de la historia, tanto si lo valoramos desde tiempos pasados, donde se exageró su rigidez, o era incuestionable la autoridad de los padres y maestros respecto a los hijos o alumnos, como si lo valoramos ahora en que a menudo vemos cómo el menosprecio de las normas puede ser el cultivo más idóneo para cultivar el desbarajuste, la desorientación, o la falta de valores o puntos de referencia que nos ayuden a encontrar el sentido de lo que somos y que hacemos, y vemos cómo lo que tiene éxito en nombre de la libertad es decir: “haz lo que quieras, que nada ponga freno a lo que deseas y disfruta de la vida que son cuatro días,” ¡siempre que el bolsillo y el salud lo permitan, por supuesto!

A lo largo del tiempo ha habido personas y teorías que defienden que la creencia y la vivencia religiosa son incompatibles con la libertad individual. Parece como si la voluntad de Dios fuera sinónimo de pérdida de libertad, de dejar de ser nosotros mismos. Esto se debe, por un lado, a una falsa imagen de Dios como alguien tirano y egoísta, abrumador, y por otro, pensar que la voluntad de Dios nos parece totalmente arbitraria. Si observamos la forma de actuar de Jesús nos daremos cuenta de que la libertad no es un fin en sí mismo sino un medio para algo mayor que para él es hacer la voluntad de Dios; la que nos hace verdaderamente libres. Nuestro Dios no es un Dios caprichoso ni egoísta, ni celoso de nuestra libertad, sino que, como buen padre, quiere lo mejor para nosotros. Lo que ocurre es que quizá no nos acabamos de fiar.

En tiempos de Jesús los escribas y fariseos exageraban tanto la importancia de la Ley que cualquier mínima crítica o resbalón era interpretado como un ataque frontal a su totalidad. Por eso se enfrentan y atacan a Jesús directamente y sin reparos porque, más que un estricto cumplimiento de la letra, nos pide una exigencia y una adhesión libre que no siempre es fácil de asumir. Jesús dice que no ha venido a abolir la Ley sino a darle plenitud, es decir, ha venido a decirnos, por ejemplo, que lo importante no es que yo dé una limosna, que en un momento concreto puede tener su importancia, sino que lo que importa es que yo esté pendiente de atender a quien tiene necesidad; que si trato de no ser un criminal, un crápula o un estafador, que ya es mucho, lo importante es liberarme de la codicia, la avidez, o del deseo de venganza y violencia que a menudo está en nuestro corazón.

Jesús nos pide que cumplimos sus mandamientos no como una obligación pesada, sino como un deseo profundo y personal por descubrirlos como algo fundamental para mí; como una ayuda y una guía para hacer nuestros sentimientos y finalmente lograr la libertad de los hijos de Dios que no es más que vivir en aquel amor que nos acerca más a Dios y a los demás.

¿Que Jesús nos pide demasiado? Puede ser, pero nunca nos deja de su mano y nos dice: “Venid a mí todos los que están cansados y agobiados, y yo os haré reposar porque mi yugo es suave, y mi carga, ligera.” (Mt 11, 28.30). Pidamos al Señor que nos haga descubrir qué es lo mejor para nosotros, a pesar de que nos cueste llevarlo a cabo, y abrámonos a su novedad y a su perdón. No tengamos miedo al Evangelio.

Abadia de MontserratDomingo VI del tiempo ordinario (12 de febrero de 2023)

Domingo VI del tiempo ordinario (13 de febrero de 2022)

Homilía del P. Damià Roure, monje de Montserrat (13 de febrero de 2022)

Jeremías 17:5-8 / 1 Corintios 15:12.16-20 / Lucas 6:17.20-26

 

En el evangelio de las Bienaventuranzas según san Lucas, Jesús proclama felices a los pobres, a los que ahora pasan hambre, ya los que lloran. En el evangelio según san Mateo, Jesús proclama felices a los pobres en el espíritu, a los que tienen hambre y sed de justicia, a los compasivos, a los limpios de corazón, a los que ponen paz. Ambas versiones nos dan una visión muy amplia de la predicación de Jesús.

En el origen de la predicación del Evangelio, Jesús solía hacer unas breves y concisas afirmaciones, fáciles de memorizar. A menudo, varias personas acostumbraban a hacerle preguntas y Jesús mismo, o sus primeros discípulos, podían explicar y complementar estas Bienaventuranzas.

Hoy, sin embargo, lo importante es tratar de entender hacia dónde apuntan las Bienaventuranzas. Desde el principio, nos sugieren una manera de hacer camino siguiendo la propuesta de Jesús, que comporta, ante todo, fiarse totalmente del amor incondicional del Padre celestial. Jesús mismo lo vivió a fondo, dándose del todo en el anuncio del Reino de Dios. En el día a día, compartía su visión de la vida con los discípulos y otras personas, pero a menudo se dirigía a toda la gente que le seguía para escucharle. De hecho, Jesús les orientaba sobre cómo Dios, el Padre del Cielo, ama a cada persona, y cómo el Espíritu Santo nos da la fuerza para tratar bien a todos y crear un mundo auténticamente humano y respetuoso.

Pero si nos encontramos reunidos aquí es para proclamar la esperanza que Jesús nos ofrece, para que las lágrimas se conviertan en risas, que el hambre sea saciada, que puedan ser ayudados quienes se encuentran con necesidades y que consigan, en medio de la vida, una esperanza dentro del corazón que nos ofrece el reino de Dios.

Nos lo decía la segunda lectura que hemos escuchado: «Si hemos puesto nuestra esperanza en Cristo solo en esta vida, somos los más desgraciados de toda la humanidad. Pero Cristo ha resucitado de entre los muertos y es primicia de los que han muerto». Al respecto, San Pablo nos dice que si Cristo no hubiese resucitado nuestra fe no tendría sentido y nosotros seguiríamos sumergidos en una muerte sin salida.

Nos encontramos hoy, pues, con el deseo de acoger y compartir la buena nueva que Jesús dirige: que su vida, muerte y resurrección nos abre las puertas para vivir con la mayor esperanza que podíamos soñar. No sólo para vencer a la muerte que debemos sufrir y no tiene remedio, sino porque podemos esperar la resurrección en el cielo, una realidad que Dios ofrece a cada persona. Gracias a las buenas obras podemos admirar más la muerte de Jesucristo con la esperanza de participar en la resurrección que Él nos ha abierto.

Si recordamos la última cena de Jesús, podemos constatar que Jesús lavó los pies a sus discípulos para dejar bien claro hasta qué punto los amaba y nos ama hoy a nosotros. Fue cuando Jesús, con humildad, hizo este gesto para dar a entender cómo serán acogidos y ayudados todos los que creen en Él, tal y como nos lo dice: «Os he dado un ejemplo porque, tal y como os lo he hecho yo, lo hagáis también vosotros. Ahora que habéis entendido esto, felices vosotros si lo ponéis en práctica».

Con las palabras de Jesús podemos constatar cuánta gente hay en el mundo que obra el bien y que merece ser amado por el bien que hacen. Así podemos comprender cómo Dios ampara a todas las personas que obran el bien, tal y como nos ha enseñado Jesús. Como cristianos, nosotros tenemos la suerte de acoger con agradecimiento las palabras de Jesús. Ojalá las entendamos bien y las pongamos en práctica con sinceridad. Qué el evangelio de hoy sea, pues, para cada persona un ánimo para vivir el día a día con solidaridad y respeto, al tiempo que vamos creciendo en la fe, en la esperanza y en la caridad. ¡Qué así sea!

 

 

Abadia de MontserratDomingo VI del tiempo ordinario (13 de febrero de 2022)

Domingo VI del tiempo ordinario (14 de febrero de 2021)

Homilía del P. Valentí Tenas, monje de Montserrat (14 de febrero de 2021)

Levítico 13:1-2.45-46 / 1 Corintios 10:31-11:1 / Marcos 1:40-45

 

Queridos hermanos y hermanas:

En el Evangelio de hoy encontramos a Jesús en su tierra de Galilea, predicando en las sinagogas, curando enfermos y haciendo el bien. Estas verdes regiones del norte del país, territorios muy fértiles, eran y son la región más productiva de toda la zona. Su forma de vida, social y religiosa, era muy pacífica, tranquila y tolerante; menos rigurosa, a diferencia de sus hermanos del sur, Judea y Jerusalén. Todo ello comportaba una idiosincrasia en su forma de vida y de trabajo; incluso, con una pronunciación, un acento dialectal, diferente del resto de Israel (Mateo 26, 73).

En este ambiente, nos encontramos hoy que un leproso sin nombre, de Galilea, un ser impuro, con vestidos rasgados, despeinado y tapado hasta la boca, se acerca a Jesús. No le acompaña nadie, vive en la total soledad. Lleva en su piel la marca clara de su exclusión. Es una persona rechazada totalmente por la Ley, marginada, que se aferra a la única posibilidad que le queda. El leproso sin nombre, transgrediendo la Ley, rompiendo todas las normas, se acerca a Jesús, se siente sucio, no le habla de su enfermedad y, en un hecho inaudito, no por sumisión sino por total confianza, se arrodilla y proclama su súplica, con toda humildad: «Si quieres, puedes limpiarme». Jesús se conmueve al ver a sus pies aquel ser humano desfigurado por la enfermedad. Aquel hombre representa la soledad humana y la desesperación de tantos estigmatizados de hoy en día por la pandemia que vivimos y sufrimos. Jesús se compadece, no lo excluye, sino que lo integra; no lo condena, sino que se solidariza con él. La estima y el amor de Dios por todas las personas no conoce ninguna marginación. Todos somos Presencia y Santuario del Cuerpo de Cristo. Templos del Espíritu Santo, que habita en nosotros, como dice el apóstol San Pablo. (1C 3,16 y 6,19). Hoy, más que nunca, hay un despertar de la conciencia de nuestra dignidad humana, desde el primer momento de vida, hasta el último suspiro.

Jesucristo es Señor de vida y ama profundamente. Él es muy sensible al sufrimiento, pero… también era provocador rompiendo las normas, con su costumbre insólita de comer y hablar con «publicanos, pecadores, prostitutas, publicanos, escribas, gente indeseable y, sobre todo, romper el reposo sagrado del sábado”.

Jesús, transgrediendo la Ley y rompiendo todas las normas, extendió su mano buscando el contacto de la piel lacerada del leproso sin nombre, lo «tocó» y le dijo: «Sí lo quiero: queda limpio». Al instante, la lepra desapareció y quedó limpio. Jesús es vida, y en Él revive el leproso. Jesús da la mano a San Pedro en la Barca, Mt.14,31. Da la mano a la hija de Jairo, Mc.5,41. Da la mano a la suegra de Pedro, Mc. 1,31. Jesús tocó al hijo único de la viuda de Naín, que estaba muerto y lo devolvió a la vida. Lc 7,14. ¡Jesús es la Resurrección! La curación de los leprosos es uno de los signos con que Jesús remite a los dos discípulos de san Juan Bautista cuando le interrogan si es Él el Mesías (Lc 7, 18-28).

Según la antigua tradición, sobre la pureza ritual, del libro del Levítico, el contacto físico, con leprosos, enfermos, muertos, convertía automáticamente el otro en una persona impura, que no podía participar del culto y que había que separar del resto del pueblo escogido. Jesús es la pureza total que de ninguna manera el mal puede vencer. Él es la nueva Ley que nos manda amarnos los unos a los otros siguiendo su ejemplo de vida. La principal preocupación no debe ser la normativa ritual, sino la limpieza interior del corazón, hacer el bien. El corazón de Jesús es el Bien Supremo y el Amor Infinito.

Pero, el joven leproso sin nombre, Galileo, marginado y transgresor, es desobediente e indolente a la prescripción del Señor de presentarse al Temple y de mantener un silencio discreto de los hechos. Él es ahora un nuevo misionero de la Buena Nueva de Jesús de Nazaret. Camina y predica por toda la Galilea. Su alegría, su purificación no puede ser guardada, no puede ser recluida en la intimidad de una sola persona, hay que divulgarla por todas partes y a todos.

Hermanos y hermanas, desde nuestro eurocentrismo, discriminamos de forma consciente o inconsciente: Siempre que excluimos de la convivencia social, negando nuestra acogida; siempre que no compartimos con los países del Tercer Mundo la vacuna, la vacuna del Covid 19, nos estamos alejando gravemente del Mensaje de Jesús de Nazaret.

Hoy, domingo, estamos todos invitados a votar a los representantes de nuestro Parlamento. Es un deber cívico, que el Concilio Vaticano II exhortó vivamente a todos los cristianos de cara a la participación activa en la sociedad. Es un día difícil, todos lo sabemos, pero con las medidas adecuadas, y con mucha paciencia, tenemos nuevamente una oportunidad para expresar nuestro voto democrático

 

 

 

Abadia de MontserratDomingo VI del tiempo ordinario (14 de febrero de 2021)