Homilía del P. Josep-Enric Parellada, monje de Montserrat (10 de diciembre de 2023)
Isaías 40:1-5.9-11 / 2 Pedro 3:8-14 / Marcos 1:1-8
Estimados hermanos y hermanas,
Cada año, la palabra y el testimonio del profeta de Isaías y de Juan Bautista nos acompañan en nuestro camino del Adviento. Más allá de la distancia que los separa en el tiempo y más allá también de su estilo y de su manera de vivir, el mensaje de ambos es el anuncio de un nuevo tiempo según el corazón de Dios.
En esta homilía centraré mi reflexión en el canto de consuelo del profeta Isaías. Sin embargo, Juan Bautista queda siempre para nosotros como un testimonio apasionado del Reino de Dios, que en el desierto era una voz que clamaba: “En el desierto preparadle un camino al Señor; allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios”, y lo hacía siempre en tiempo presente, por tanto, ahora también su voz nos invita a abrir y allanar caminos en nuestro corazón y en nuestro tiempo.
Cuando para muchos de nuestros contemporáneos la vida se ha convertido en un peso insoportable y un permanente desierto y exilio, la palabra de Isaías, toma un relieve particular ya que su canto de consuelo es fruto de la experiencia y de las dificultades que el pueblo de Israel vivió después del regreso del exilio de Babilonia. Las cosas no habían ido como imaginaban antes de regresar, ya que una vez en casa se encontraron encarados, no sólo a reconstruir las ciudades y el propio Templo, sino que se vieron obligados, como un pequeño resto, a convivir con otros pueblos que habían asentado en lo que era su patria, su tierra.
Ayer, como hoy, pronto el desaliento y la desilusión se hicieron presentes en medio del pueblo debido a las dificultades y problemas cada vez más crecientes. Isaías ante esta situación, observa, reflexiona, escucha, ruega y se pregunta: ¿cuál es mi misión en ese momento? Él había acompañado y sostenido la fe del pueblo durante el exilio y ahora que estaban de nuevo en casa, el exilio y el desierto interiores eran mucho más pesados que cuando vivían lejos de su casa. El sueño de reencontrar y vivir en paz en su tierra se había derrumbado y hecho añicos, de tal modo que parecía que ya no había ninguna salida ni solución.
Partiendo de la realidad que tiene delante, su pregunta no busca soluciones fáciles y momentáneas, sino que va más allá: el profeta quiere saber, quiere entender, ¿qué significa confiar en Dios en aquellos momentos? ¿Qué supone poner la confianza en Yahvé, el Dios de los padres? “La respuesta”, si se me permite, a su pregunta es doble: la fe y la confianza siguen resonando en el corazón de los hombres, por destrozados que estén. Y todavía, la fe es auténtica fuente de confianza, de esperanza, y de estímulo para la acción.
Sabemos a ciencia cierta que Isaías no era un hombre alocado, que se dejaba llevar por falsos optimismos, ni tampoco un hombre que vivía de espaldas al sufrimiento y a las vicisitudes de sus contemporáneos. ¿De dónde le vienen, pues, esa fe y esa confianza que en lugar de alejarle de la realidad que le toca vivir le compromete cada vez más con los débiles y los pequeños?
Su optimismo, su fe, su compromiso, su propia vida se fundamentan en la fidelidad de Dios, que es siempre deseo y amor en acción a favor de la humanidad. Y esto, hermanos y hermanas fue muy importante para nuestro profeta y lo es también hoy, para nosotros. Nuestro tiempo es grávido de la presencia del Espíritu del Señor que todo lo renueva. Nuestros corazones son grávidos, en este Adviento y siempre, esperando, anhelando el día de la manifestación de Dios.
Por eso, el profeta, lejos de cruzarse de brazos, de lamentarse sin fin o fijarse únicamente en la mala suerte que él mismo le ha tocado vivir, se pone en acción. Mientras la situación invitaba a no hacer nada, a sobrevivir al precio que fuera, él mira a su pueblo, la ama, por eso habla amorosamente en Jerusalén, y se ocupa y se preocupa apasionadamente por su gente y por las circunstancias adversas que les toca vivir.
La confianza en Dios, que ha dado respuesta a las preguntas más profundas de su corazón, ahora le mueven a vivir en el presente el sueño que Dios tiene para la humanidad desde toda la eternidad. Él se pone en acción para que los pobres y débiles de su pueblo no se vean definitivamente encerrados en un destino de miseria, para que quienes tienen el corazón roto por la desilusión y el sufrimiento recobren la confianza. Él busca abrir surcos donde la tierra parece estar definitivamente condenada a ser un desierto.
Como decíamos al inicio de esta reflexión, para muchos de nuestros contemporáneos, y quizás también para nosotros mismos, la vida se ha convertido en un peso insoportable y los tiempos mejores se han convertido en una espera eterna que nunca llegará. “Consolad, consolad a mi pueblo, -dice vuestro Dios-; hablad al corazón de Jerusalén”. La voz de Dios, en las palabras del profeta, se convierte en un encargo, lleno de responsabilidad de presente y de futuro para los cristianos y para todos los hombres y mujeres de buena voluntad, sea cual sea la edad o situación. También para vosotros escolanos y escolanas de la Schola Cantorum de la Escolanía.
Son muchos, aunque no se noten, quienes, como Isaías, se esfuerzan por consolar, por pedir consuelo para quienes aman o para ellos mismos. “Para consolar necesitamos aprender a callar, a guardar silencio, pero a la vez a aprender a articular gestos de proximidad. El silencio no es indiferencia, es una forma de ser y de estar en el mundo. Consolar es, ante todo, escuchar, ofrecerse al otro para que sepa que estamos allí” (1). Es así como Dios consuela a su pueblo, consuela en este tiempo, nos consuela a cada uno de nosotros para que nosotros consolemos, no en el futuro sino ahora, en este presente sintiendo y haciéndonos cercanos como Dios, es así como celebraremos la Navidad que se acerca y que el Adviento nos ayuda a preparar.
Permítanme que acabe esta reflexión con una oración, escrita por una madre de familia suiza, pastora calvinista (2).
Señor,
tengo una sed tan desesperada
de consuelo!
No hay nadie
que me coja la mano,
no tengo ningún pecho
donde apoyar la cabeza,
ni dos brazos
donde poder apoyarme,
nadie con quien llorar,
nadie que me consuele.
Señor, he aprendido
que nuestro refugio eres tú,
pero sólo lo sabe mi razón.
No me basta para serenar el corazón.
Te lo pido:
hazme sentir que me eres cercano,
como puede serlo una persona amada.
Acógeme, Dios en tu corazón.
(1) Traducción al catalán de un fragmento del artículo de Francesc Torralba, El arte de consolar, publicado en la web del Gobierno de Canarias https://www3.gobiernodecanarias.org/medusa/ecoblog/jregamu/?p=753
(2) Sabine Naegli, madre de familia y pastora calvinista en Suiza.
Última actualització: 3 enero 2024