Homilía del P. Josep M Soler, Abad de Montserrat (29 junio 2020)
Hechos de los Apóstoles 12:1-11 – 2 Timoteo 4:6-8.8-11 – Mateo 16:13-19
Estimados hermanos y hermanas: Hoy celebramos el martirio de los dos grandes apóstoles San Pedro y San Pablo. Es el día en el que sellaron con la sangre su adhesión a Jesucristo.
San Pedro había dicho a Jesús resucitado, cerca del lago de Galilea: Señor, tú sabes que te quiero (Jn 21, 15-17). Pero es en el momento del martirio que este amor es total y definitivo. San Pablo tenía una convicción profunda: Cristo, el Hijo de Dios, me amó y se entregó a sí mismo por mí, por eso vivo mi vida en la fe en el Hijo de Dios (Ga 2, 20), porque el amor del Cristo nos apremia (2C 5, 14). Pero, es, también, en el momento del martirio cuando corresponde plenamente al amor que Jesucristo le ha tenido y que expresa de una manera radical el amor que él ha tenido a Cristo.
El martirio de estos dos grandes apóstoles constituye el inicio de su participación plena en el misterio pascual de Jesucristo, constituido por su muerte y su resurrección.
La primera lectura, tomada de los Hechos, nos narró uno de los encarcelamientos que sufrió San Pedro. Este fue por orden del rey Herodes que lo quería condenar a muerte. Pero, tal como hemos oído, el Señor lo liberó. La narración tiene como trasfondo la pascua del pueblo de Israel, en la que fue liberado de Egipto, y la pascua de Jesucristo. Incluso cronológicamente nos decía que Pedro fue encarcelado en las fiestas de la Pascua judía, entorno, pues, de las mismas fechas de la muerte y la resurrección de Jesús. Pedro estaba atado fuertemente y bien custodiado por soldados en el lugar más seguro de la prisión, rodeado por la oscuridad de la noche, lo que nos recuerda a Jesús en la oscuridad del sepulcro bien cerrado y custodiado, también, por soldados. Pero una intervención divina llena de luz el espacio oscuro y libera a Pedro. El ángel le dijo levántate con una palabra que en griego equivale a “resucita”. Este hecho de alguna manera anticipa simbólicamente la participación de Pedro en la Pascua de Jesucristo. Ciertamente, es una salvación de la muerte sólo temporal, pero muestra la solicitud que Dios tiene por quienes se han hecho discípulos de Jesucristo y la gloria futura que les es promesa.
También más adelante San Pablo vivió un episodio similar, según el mismo libro de los Hechos. El encarcelamiento de Pedro que hemos leído, tuvo lugar en Jerusalén, Pablo junto con Silas, compañero suyo de evangelización, fue encarcelado una de las veces en la ciudad de Filipos, capital de la Macedonia romana. De manera similar ellos dos fueron encerrados en el lugar más seguro de la prisión, bien atados con cadenas y custodiados por guardas. También por la noche, mientras todo estaba oscuro, una intervención divina les desata las cadenas y los liberó, anticipando como en el caso de Pedro, su participación definitiva en la pascua de Jesucristo (cf. Hch 16, 25-34).
Los apóstoles, vigorizados con el don del Espíritu Santo, vivían estas situaciones por amor a Cristo, para difundir el Evangelio. Y las vivían con alegría. En el caso de Pedro, el Libro de los hechos de los apóstoles nos dice que él y los otros apóstoles se alegraban de ser ultrajados y de sufrir a causa del nombre de Jesús (cf. Hch 5, 41); les alegraba poder participar de los sufrimientos de Cristo para que así, cuando él revelara su gloria podrían alegrarse, también, llenos de alegría (cf. 1 P 4, 14). De igual manera Pablo, que se sentía espoleado por el amor de Cristo (2C 5, 14), se complacía en las persecuciones y en las angustias por Cristo (2C 12, 10), y podía escribir: yo llevo en mi cuerpo las marcas de Jesús (Gal 6, 17), en referencia a las cicatrices de las flagelación y de los bastonazos que había sufrido varias veces.
San Pedro y San Pablo vivieron de un modo eminente, como correspondía también al ministerio eminente que habían recibido en la Iglesia, lo que había anunciado Jesús: os detendrán y os perseguirán, os arrestarán en las cárceles, y os harán comparecer ante reyes y gobernadores por causa de mi nombre. Esto os servirá para dar testimonio (Lc 21, 12-13). Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan y digan contra vosotros toda clase de calumnias por causa mía. Alegraos y regocijaos porque vuestra recompensa será grande en el cielo (Mt 5, 11-12). Es que el discípulo de Jesús debe recorrer el mismo itinerario espiritual de su Maestro y debe vivir el misterio de muerte y de resurrección en su vida través de las vicisitudes de la existencia, de las incomprensiones y del sufrimiento que le puede venir de tantas maneras. Así el discípulo de Jesús podrá llegar a participar para siempre de su pascua. San Pedro y San Pablo son para nosotros unos testigos de cómo la fe y el seguimiento de Jesucristo comportan una dimensión de cruz, y de cómo el amor y la esperanza permiten que sea vivida en paz y con alegría. Esto nos anima a ir a fondo en nuestra vivencia del Evangelio y no desfallecer en el testimonio a pesar de las dificultades y las incomprensiones.
También en nuestras vidas vivimos una anticipación de la pascua cada vez que vencemos el mal con el bien, cada vez que ayudamos a los demás, cada vez que hagamos las paces, cada vez que, por gracia, superamos el pecado que nos asedia, cada vez que perseveremos en la fidelidad a pesar de las dificultades, cada vez que sufrimos por causa del Evangelio y no desfallecemos en el amor …
Por otra parte y de acuerdo con la palabra de Jesús, no podemos soñar con un mundo en el que los cristianos podremos vivir siempre con tranquilidad. Esto puede ser posible por un tiempo, en un lugar concreto, porque las dificultades no son siempre iguales en todas partes. También ahora hay lugares de la geografía donde los cristianos son perseguidos o se encuentran en graves dificultades, porque siempre habrá poderes políticos, económicos o mediáticos para los que el cristianismo será un estorbo y lo querrán eliminar o al menos debilitar y ridiculizar. Pero sabemos que en las dificultades el Espíritu Santo es la fuerza del cristiano (cf. Lc 12, 11-12). Y esto nos alienta a dar testimonio sin desfallecer.
Hemos sentido que, mientras Pedro estaba en la cárcel, la comunidad eclesial oraba por él. Hoy, en la solemnidad de los dos grandes mártires de Roma, la Iglesia católica extendida de Oriente a Occidente (cf. Pasión de los Sts. Fructuoso, Augurio y Eulogio) ruega por el sucesor de Pedro, el Papa Francisco. Desde hace tiempo, es atacado desde varios sectores incluso dentro de la Iglesia. Se puede sintonizar más o menos con su forma concreta de hacer y de decir; también San Pedro y San Pablo experimentaron tensiones entre ellos por su manera diferente de ver las cosas (cf. Ga 2, 11-16). Pero la Iglesia de Roma es la Iglesia que, como afirma, ya en el s. II, San Ignacio de Antioquía, “preside todas las demás en la caridad”; y como dice, también en el mismo s. II, San Ireneo, “es necesario que todas las Iglesias estén en armonía con esta Iglesia” (cf. Comisión internacional católico-ortodoxa, Documento de Rávena, 41). Por eso el obispo de Roma es vínculo de unidad, de comunión y de paz entre todas las Iglesias. Y la comunión con su persona y con su misión pastoral es un elemento integrante de la vida eclesial y, por tanto, de nuestra vivencia como miembros de la Iglesia (cf. CEC 881-882). Debemos rezar por Francisco, tal como lo pide constantemente él mismo, y debemos acogerlo con espíritu de fe.
Que por la gracia de esta eucaristía nos sea dado perseverar en la fe de los apóstoles hasta el día que podremos participar plenamente, también nosotros, de la pascua de Jesucristo.
Última actualització: 29 junio 2020