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Fiesta de los Beatos Mártires de Montserrat (13 de octubre de 2020)

Homilía del P. Josep M. Soler, Abad de Montserrat (13 de octubre 2020)

Isaías 25:6.7-9 / Hebreos 12:18-19.22-24 / Juan 15:18-21

 

Hoy, queridos hermanos y hermanas, celebramos con alegría la fiesta de nuestros mártires, los monjes más ilustres de nuestra comunidad en toda su historia casi milenaria. Son los que dieron la vida por Cristo entre el verano de 1936 y el invierno de 1937.

La liturgia de este día rezuma una alegría serena, porque estos hermanos nuestros, por el bautismo y por la profesión monástica, se fueron identificando con Jesucristo, el Señor, de quien eran siervos, para decirlo con palabras del evangelio que acabamos de escuchar. Y como, tal como hemos oído, el siervo no es más que el dueño, ellos también la imitaron con el don cruento de la vida y ahora participan de su gloria. La suya, como toda sangre martirial, da fecundidad a la madre Iglesia, la hace resplandecer con una luz más pura y la llena de alegría al ver la donación radical a Jesucristo de estos hijos. Porque morir por Cristo -como enseña Tertuliano- no significa limitarse a la aceptación del dolor con la constancia de los estoicos, sino que es el testimonio más auténtico de la fe, del coraje, del amor por Cristo (cf. Ad Martyras, cap.1).

Por ello, ya en la oración que iniciaba esta nuestra celebración eucarística, pedíamos que “los mártires de Montserrat” nos fueran motivo de alegría. Y no sólo porque vivieron hasta el fondo su vida de bautizados y de monjes, sino también por “la corona fraterna” que forman. Aunque no fueron todos sacrificados conjuntamente, los lazos fraternos que los unían eran muy profundos. Habían formado una “corona fraterna” en el monasterio, unidos, tal como pide San Benito, en el combate cristiano y monástico (cf. RB 1, 5) para progresar en las virtudes y en la hermandad. Y, en el momento, supremo -cuando no antepusieron ni la propia vida al amor de Cristo (cf. RB 4, 21) – supieron seguir manteniendo esta fraternidad. El martirio selló su hermandad. Ahora juntos forman una corona victoriosa. Una corona ofrecida a Jesucristo, el Rey de los mártires que, a su tiempo los corona a ellos con la aureola del martirio y de la gloria. Son una corona, también, para la Iglesia que se alegra -tal como he dicho- de su fidelidad a Cristo y los muestra como verdaderos discípulos del Evangelio. Son todavía una corona para nuestra comunidad. Honran a Montserrat con su victoria martirial, ellos que llevaron hasta las últimas consecuencias la enseñanza de san Benito cuando habla de participar “de los sufrimientos de Cristo, con la paciencia”, “hasta la muerte” en “la dulzura del amor “(cf. RB Prólogo, 49-50).

La liturgia de hoy, sin embargo, no sólo nos lleva a pedir que nuestros mártires nos sean motivo de alegría. También pedimos “que aumente el vigor de nuestra fe”. Nuestra fe debe ser fuerte para poder perseverar en la adhesión a Jesucristo en el contexto social actual. Y quizás no siempre lo es, porque forma parte del itinerario cristiano y de nuestro proceso de creyentes, puede que a veces se debilite nuestra creencia, que nos encontremos en medio de la niebla o de la oscuridad. Por eso recurrimos a la oración y pedimos que el Señor nos dé más fe (cf. Lc 15, 5), que nos la vigorice. El ejemplo y la intercesión de los mártires nos ayudan a creer más profundamente -que significa fiarnos más totalmente de Dios- y a profundizar los contenidos de la fe y de la esperanza cristiana para saber dar razón de ella a nosotros mismos y a todo el que nos la pida (cf. 1 P, 3, 15). Es más, en la oración sobre las ofrendas, pediremos que el sacramento eucarístico que celebramos nos inflame el corazón en el amor a Dios. Porque la solidez de la fe va estrechamente unida a la firmeza del amor. De este modo, como dice todavía la oración sobre las ofrendas, podremos perseverar cada día en la vida de seguimiento de Cristo y llegar a disfrutar, con los mártires y los santos, del premio dado a los que se han mantenido fieles hasta el final.

Esta perseverancia, la liturgia de hoy la pide en la oración después de la comunión. Pide que perseveremos unidos a Dios por el amor abnegado, de tal forma que cada día vivamos de él y nos dedicamos por completo, sin dejar fuera ningún componente de la vida, al servicio de Dios, que es siempre inseparablemente al servicio a los demás.

Hay, todavía, finalmente, otra petición en la oración colecta que he comentado. Pide que el Señor nos “dé consuelo” por la intercesión de los mártires de Montserrat. Siempre lo necesitamos este consuelo, este bálsamo en las penas, en los dolores, en las oscuridades, mientras caminamos hacia el término avanzando en medio de alegrías y de dificultades. En los interrogantes ante la fe, en la falta de horizonte, en la enfermedad, en los contratiempos que puede presentar la convivencia, etc., necesitamos el bálsamo que suaviza las heridas del corazón. Pero, hoy, pedimos particularmente por intercesión de los mártires de Montserrat obtener consuelo en el contexto de la epidemia que padecemos y que continúa creando situaciones difíciles a varios niveles. No un consuelo esterilizante. Sino el consuelo, el confort, que permite superar el miedo, que permite continuar trabajando a favor de los demás, de ser solidarios no sólo tomando las medidas para evitar la difusión del virus, sino también para atender según nuestras posibilidades a tantas personas necesitadas debido a la crisis económica creciente que provoca. Y pedimos, también, el consuelo que viene de la resurrección de Jesucristo y que nos asegura que la muerte, por cruda que sea, es siempre el umbral de una vida nueva.

Que esta fiesta nos sea, pues, una invitación a vivir más intensamente la comunión fraterna en las comunidades cristianas, en toda la Iglesia. Que nos sea una invitación a progresar en la profundización de la fe y del amor a Dios y a los demás. Que por la gracia de la Eucaristía crezca en nosotros la esperanza de la victoria final iniciada en la Pascua de Jesucristo.

Última actualització: 13 octubre 2020