Homilía del P. Efrem de Montellà, monje de Montserrat (26 de octubre de 2025)
Sirácida 35:12-14.16-18 / 2 Timoteo 4:6-8.16-18 / Lucas 18:9-14
Esta mañana de domingo, la mayoría de vosotros habéis subido a Montserrat; otros habéis puesto en marcha la televisión para ver la misa; y algunos ya estábamos y simplemente hemos entrado en la iglesia cuando ha sido la hora de Conventual. Pero seamos de quienes seamos, cada uno con nuestra historia particular, nuestros méritos y nuestras carencias, con ganas o por costumbre, todos hemos venido aquí con la esperanza de encontrarnos con Dios dentro de este templo. Y ahora que ya estamos aquí, también cada uno podemos hacer el ejercicio de preguntarnos: ¿con qué actitud me he puesto delante de Dios? ¿Lo he hecho consciente de mis limitaciones y confiando en la misericordia de Dios? O, por el contrario, ¿he venido a Misa con la esperanza de ganarme el favor de Dios con mis méritos, y obtener de Él lo que me hace falta? En otras palabras: ¿hemos venido en esta Misa con la actitud del fariseo, o con la del publicano?
Ambas figuras del fariseo y del publicano que nos ha presentado el evangelio de hoy son muy humanas. El fariseo se cree justo, cumplidor de la Ley y superior a los demás; piensa que Dios debe premiarlo por lo que hace y por lo que es. El publicano, en cambio, sólo sabe reconocer su debilidad: «Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador», decía. Pero si Jesús nos ha puesto hoy estos dos ejemplos, ha sido sobre todo para mostrarnos cuál es la actitud que más le place a Dios: la humildad del corazón más que el orgullo; la sinceridad, más que la vanagloria; y la confianza en la misericordia de Dios, más que en las propias fuerzas. La justicia de Dios no es como la nuestra; no es retributiva, sino gratuita: lo que Dios nos da siempre es mayor que lo que podamos conseguir con nuestro esfuerzo. Por eso nos ha dicho que «todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido», porque Dios valora más la oración sincera hecha con el corazón humilde del que conoce sus límites y sabe que todo lo bueno de proviene de Él, que la que está hecha desde su corazón orgulloso. Y ésta es la clave de la parábola: todo aquel que confía en Dios y se reconoce dependiente de su amor, es justo a los ojos del Señor.
Ahora que estamos celebrando la Eucaristía, podemos decir que también nosotros hemos «subido al templo» para orar. Y aquí nos hemos encontrado a Cristo resucitado, que nos ha hablado hoy a través de la parábola del fariseo y del publicano. Y cuando hemos cantado «Señor, ten piedad», o cuando antes de recibir su cuerpo diremos «Señor, no soy digno de que entre en mi casa», estaremos orando como el publicano. Y será así cómo Dios nos acogerá como somos: no por lo que cada uno haya hecho o conseguido, sino por lo que Él puede llegar a hacer con nosotros. La liturgia nos recuerda que el centro no somos nosotros ni nuestras virtudes, sino Dios, que nos da su gracia. La Eucaristía es la escuela de la humildad: nos enseña a escuchar antes de hablar, recibir antes de ofrecer y confiar antes de juzgar. Es aquí, en el encuentro con Él, donde aprendemos a vivir nuestra fe con autenticidad.
Por último, la parábola del fariseo y el publicano nos invita también a examinar la actitud que tenemos en la vida cotidiana. Porque todos y cada uno de nosotros podemos ser fariseos o publicanos, dependiendo del momento. Como el fariseo, podemos sentirnos orgullosos de lo que hacemos, compararnos con los demás, pensar que Dios debe recompensarnos. Y en otras ocasiones, como el publicano, podemos reconocer nuestra debilidad y pedir ayuda. Jesús nunca nos condenará por ninguna de las dos cosas; pero sí que nos indica cuál es el camino que Él prefiere: la humildad, la sinceridad y la confianza en Dios. Y también puede que en la sociedad nos encontremos con “fariseos modernos”: aquellos que se muestran como “ejemplos” morales en las redes sociales o en la política, o son profesionales que sólo buscan reconocimiento, o practican la religión por ostentación y apariencia. O puede que conozcamos “la versión moderna de los publicanos”: personas que, conociendo sus límites, piden ayuda; los voluntarios silenciosos que hacen el bien sin buscar reconocimiento, y por lo general todos aquellos que saben aceptar su error y acoger la misericordia de los demás. La parábola nos enseña que el camino de la vida cristiana pasa por la autenticidad y la humildad, por ser iguales por dentro que por fuera, por acoger el bien como un don de Dios y no como un mérito. Hacer el bien sin alarde, ayudar sin esperar nada a cambio, reconocer nuestra fragilidad y dejarnos transformar por Dios, son las actitudes que Él valora. La oración del publicano: «Señor, sedme propicio, que soy un pecador», contiene una síntesis de todo el Evangelio: humildad, confianza y apertura a la gracia de Dios. Y en esa confianza encontramos la alegría de sabernos amados por Dios y de vivir en paz con nosotros mismos y con los demás.
Hoy, tanto si hemos subido a Montserrat como si ya estábamos, o si nos hemos conectado para encontrarnos con Dios, Jesús nos invita a ver si somos de quienes nos fiamos de ser justos y tenemos por nada a todos los demás, o bien si somos de los que confiamos en la misericordia de Dios y nos presentamos ante él con humildad. Cuando descubramos que Dios nos ama tal y como somos, desde esa confianza viviremos más libres, más alegres y más capaces de amar a los demás. Que el Señor nos lo conceda como fruto de esa Eucaristía.
Última actualització: 27 octubre 2025

