Scroll Top

Domingo VII del tiempo ordinario (23 febrero 2025)

Homilía del P. Efrem de Montellà, monje de Montserrat (23 de febrero de 2025)

1 Samuel 26:2.7-9.12-13.22-23 / 1 Corintios 15:45-49 / Lucas 6:27-38

 

Si tuviésemos que resumir las lecturas de hoy en una sola palabra, escogeríamos la palabra “magnanimidad”. Etimológicamente, viene de dos términos latinos: magnus que significa “grande” o “muy grande” y animus que significa “ánimo”, “mente” o “espíritu”. Literalmente, pues, “magnanimidad” podría definirse como “grandeza de ánimo”, o bien más libremente podríamos decir que significa “tener una gran generosidad”, o “ser grande de mente y corazón” … En definitiva, podría ser un sinónimo de ser una persona bondadosa y comprensiva, o simplemente, “ser muy buena persona”.

En la primera lectura hemos visto la magnanimidad en la actuación de David, que perdonó la vida de Saúl, aunque éste le perseguía. El rey Saúl había ido al desierto con la intención de matar a David; y mientras hacía noche con su ejército, David logró infiltrarse en el campamento y llegar hasta el mismo cabezal de la cama donde Saúl estaba durmiendo. Tenía a su enemigo delante, sumido en un sueño profundo, y pudo matarlo fácilmente de un solo golpe con su propia lanza que estaba clavada en el suelo. Pero no lo hizo. Era demasiado magnánimo para perpetrar un crimen como aquél sin que su enemigo pudiera defenderse. Y decidió irse por otro camino, dejando que fuese el Señor quien llevara el destino. Eligió mantenerse fiel a sus ideales, y después el Señor se lo recompensó. El Salmo responsorial también nos hablaba de compasión y benignidad aplicando estos términos a Dios, que no nos castiga las culpas como mereceríamos, sino que es “lento para el castigo” y “rico en el amor”. Estas cualidades de Dios, que siempre se apiada de sus fieles sean quienes sean y hagan lo que hagan, eran un preludio del evangelio que nos hablaba de un Dios que «es bueno con los desagradecidos y con los malos». Y nos invitaba a una propuesta de máximos: amar a los enemigos; como David, que había perdonado la vida de Saúl, aunque éste le perseguía. El evangelio que hoy nos ha sido proclamado es una página de oro, es todo un decálogo de la paz y la no violencia. Es un programa de vida que tantas y tantas personas han admirado porque rompe horizontes. Se dice que el propio Gandhi expresó en cierta ocasión que no le importaría abrazar el cristianismo sólo por esta página y las bienaventuranzas que la preceden.

Y esta página hoy nos ha sido proclamada en el seno de la eucaristía, la mesa en la que nos sentamos cada domingo con el Señor resucitado que nos habla y nos anticipa las promesas de su Reino. En esta mesa nos sentamos amigos y enemigos, justos e injustos, ricos y pobres, de derechas y de izquierdas… Y hoy hemos escuchado esta página que es toda una definición de lo que debería ser un auténtico cristiano. Porque este texto no nos ha sido leído porque admiramos las cualidades de David ni de Jesús como grandes personajes del pasado, sino que nos ha sido proclamada para que la tomemos como ejemplo de lo que debemos ser con nuestras vidas.

Con esta página Dios nos ha dicho lo que espera de nosotros: que seamos del todo buenos, que amemos hasta el extremo, que oremos por los enemigos, que tengamos amplitud de miras, que seamos magnánimos. Aunque, por desgracia, no sea lo que vemos en nuestro mundo: ponemos las noticias y sólo nos hablan de guerras que no entendemos, y que se mantienen por intereses que no conocemos. Asistimos como espectadores impotentes a un espectáculo real que nos sobrepasa, viendo cómo se erigen líderes mundiales que de magnanimidad parecen tener muy poca… Pero por eso mismo la propuesta que Jesús nos sigue haciendo a nosotros tiene hoy en día más sentido que nunca: si todos y cada uno, desde nuestro lugar y con lo que dependamos de nosotros, volvamos bien por mal, hagamos a los otros aquello que quisiéramos que ellos nos hicieran, no condenemos y sepamos perdonar, empezará a

extenderse ese espíritu magnánimo del que nos hablaba el evangelio. Hasta que esté extendido por completo, y no quede sitio para el mal. La magnanimidad es un fruto que podemos obtener teniendo una vida interior rica, imitando el modelo de Jesús y haciéndole nuestro ideal, aunque de entrada nos pueda parecer inalcanzable. Escuchamos, pues, y hagamos nuestra la propuesta que el Señor nos hace de ensanchar el alma, de no dejarnos vencer por los obstáculos ni por las críticas, de perdonar, de no tener miedo. Pongamos, pues, como cristianos convencidos, nuestro granito de arena, e intentemos poner luz en el mundo. Ciertamente, si todo el mundo lo hiciera, el mundo sería otra cosa.

 

Última actualització: 24 febrero 2025