Homilía del P. Carles-Xavier Noriega, monje de Montserrat (16 de marzo de 2025)
Génesis 15:5-12.17-18 / Filipenses 3:17-4:1 / Lucas 9:28b-36
Cada segundo domingo de Cuaresma la liturgia propone el Evangelio de la Transfiguración de Jesús, que este año escuchamos en la versión de Lucas. Los tres sinópticos sitúan la perícopa de la Transfiguración en el centro del Evangelio, pero el carácter particular y único del evangelista Lucas es precisamente la relación de la Transfiguración de Jesús con la oración. Fijémonos cómo Lucas destaca en todos los pasajes cruciales de la vida de Jesús la oración: En el bautismo, como en la transfiguración o en la agonía de Getsemaní, Lucas dice que Jesús está orando. Es importante darse cuenta de cómo la oración nos introduce en grandes experiencias existenciales. Jesús ruega y se siente amado en el bautismo, ruega y se siente iluminado en la transfiguración, ruega y siente que no está solo cuando el ángel le consuela en Getsemaní.
Esto es algo que podemos comprobar personalmente. Las personas que rezan en serio también son físicamente diferentes: emanan una especie de luz misteriosa en su mirada, rostro, gestos, sonrisas e incluso en su sufrimiento. Intuimos una profundidad que está ausente en los demás. La oración es lo que realmente nos pone en comunicación con otro mundo que tiene su puerta justo en nuestro corazón.
Pero no debemos olvidar que esta inmersión de luz en el monte Tabor que hoy recordamos tiene el objetivo de preparar a Jesús y sus discípulos para la bajada de las tinieblas de la Cruz. Sí, el Evangelio de este domingo de Cuaresma nos ofrece un Baño de luz, y quizás podríamos tener la duda de que toda esa luz no tiene mucho que ver con el tiempo litúrgico en el que nos encontramos. En nuestra imaginación la Cuaresma es un tiempo de crepúsculo, un tiempo de oscuridad, un tiempo en el que debemos esforzarnos más en la exigencia de la penitencia, debemos acostumbrarnos a los temas de la pasión, de la cruz, debemos entender qué es el sufrimiento, y puede costar entender que la luz está justo en el corazón de la Cuaresma.
Pero éste no es un evangelio equivocado, porque los discípulos necesitan tomar ese baño de luz para enfrentarse, después, a un baño de oscuridad que es el de la crucifixión. Es como si Jesús quisiera decir a estos discípulos que sólo podrán hacer frente al escándalo de la cruz recordando esa luz del Tabor, la historia de la transfiguración, esa experiencia casi insoportable de verlo tal y como es: el verdadero Dios transfigurado en esa deslumbrante luz, casi insoportable, mientras dialoga con Moisés y Elías.
Pero llevando esto a nuestra vida nos preguntamos qué tiene que ver, en qué sentido la luz debe dialogar con la oscuridad. Quizás no nos demos cuenta, pero necesitamos continuamente el Tabor para encarar la cruz. Es decir, buscamos continuamente pequeños momentos de luz para después poder afrontar grandes situaciones de oscuridad, como cuando alguien tiene que enfrentarse a algo difícil, aunque sea sólo un examen, y antes de salir de casa alguien que lo ame le da un fuerte abrazo; está claro que este abrazo no te hace aprobar el examen, pero el recuerdo de ese abrazo te ayuda a afrontar la dificultad de ese examen más adelante.
Hay esa profunda conexión entre aquella luz de amor que uno siente dentro de uno mismo y la fuerza que se encuentra dentro de uno mismo ante las dificultades. Ésta es la unión que nos quiere transmitir el Evangelio de este domingo. Sólo recordando ese amor, de esa luz, sólo experimentándolo en nosotros mismos, quizás después podremos encontrar dentro de nosotros la fuerza para afrontar toda aquella oscuridad que no elegimos pero que sin embargo está presente en nuestra vida.
Hasta que aprendemos a conectar los momentos de luz y oscuridad que se nos presentan, estamos condenados a desperdiciar ambos. Lo bueno y lo malo siempre está conectado entre sí, y normalmente son las cosas buenas las que nos permiten no sucumbir a las cosas malas. La cuestión es si nos damos cuenta.
Qué bonito sería si toda nuestra fe fuera una mañana de Pascua, claro y sereno, brillante como la Transfiguración, que es precisamente la anticipación de la Pascua: en cambio, sabemos bien que el sepulcro, que el Resucitado dejó vacío, está siempre y en todo caso a un tiro de piedra del Calvario, de aquel Viernes Santo de nubes y oscuridad.
Hermanos y hermanas, tenemos al menos una certeza: que aunque la niebla nos envuelva, el sol siempre está encima de nosotros, y que la cruz plantada en el Calvario que nos espera es sólo una etapa, un momento del viaje. Si tenemos la perseverancia de subir a la cima, en la cruz, en medio de la oscuridad de las nubes, podremos escuchar una Voz que nos guiará, bajándonos al otro lado de la montaña, donde encontraremos un sepulcro finalmente dejado vacío.
Última actualització: 17 marzo 2025