La Santísima Trinidad (4 de junio de 2023)

Homilía del P. Carles-Xavier Noriega, monje de Montserrat (4 de junio de 2023)

Éxodo 34:4b-6.8-9 / 2 Corintios 13:11-13 / Juan 3:16-18

 

Una tradición medieval explica la siguiente anécdota: Un día San Agustín paseaba por la orilla del mar, profundizando muchas de las doctrinas sobre la realidad de Dios, una de ellas la doctrina de la Trinidad. De repente, levanta la vista y ve a un niño, que está jugando en la arena, a orillas del mar. Lo observa más de cerca y ve que el niño corre hacia el mar, llena el cubo de agua del mar, y vuelve donde estaba antes y vacía el agua en un agujero.

Así el niño lo hace una y otra vez. Hasta que ya San Agustín, sumido en gran curiosidad se acerca y le pregunta: «Oye, niño, ¿qué haces?» Y éste le responde: “Estoy sacando toda el agua del mar y la pondré en ese agujero”. Y San Agustín dice: «Pero esto es imposible». Y el niño responde: «Si esto es imposible, más imposible todavía es que tú entiendas el misterio de Dios…»

En la misma línea, como bien saben los estudiantes de teología, el propio san Agustín dice en uno de sus comentarios: «Si lo entiendes, no es Dios». Ante estos precedentes, hacer una homilía el día que celebremos la Santísima Trinidad es todo un reto. La Trinidad es un gran misterio y cada palabra no hace más que cerrar lo abierto, poner un límite, aunque sea involuntario y sólo lingüístico, a lo que es en sí mismo el infinito por excelencia.

Por eso, la mejor manera de considerar este gran misterio es el silencio. Pero esto no es posible en una homilía, aunque ya sabemos que es mejor hablar con Dios, que hablar de Dios. Por tanto, os propongo celebrar la Trinidad tomándonos tiempo para contemplar su presencia entre nosotros, sus maravillas, su obra. ¿Y cómo podemos contemplar las obras que Dios -Padre, Hijo y Espíritu Santo- realiza? Empecemos por las lecturas que acabamos de escuchar.

En la primera, en el libro del Éxodo, el Señor se presenta a Moisés, y lo hace llamándose por su nombre: «Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad». Éste es su nombre. En la segunda lectura, San Pablo, escribiendo a los Corintios, no tiene dudas y habla de un Dios de amor y de paz, de un Dios que, en la gracia ofrecida por el Hijo, en el amor compartido del Padre y en la comunión otorgada por el Espíritu se convierte en bendición. Finalmente, el Evangelio pone un punto definitivo, por si quedaba alguna duda: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito”.

Dios envió a su Hijo para que la humanidad dejara de creer en un Dios inalcanzable y terrible y empezara a creer en ese Dios que, desde el primer momento, cuando nada era, nada existía, quiso que la vida fuera y estuviera en eterno acontecer, nunca igual, nunca repetitiva, nunca estancada. Dios envió a su Hijo para que recordáramos que su nombre y su rostro son misericordia, amor, ternura, fidelidad.

Porque el Dios de la Biblia es un Dios cercano, no sólo filosófico y “todo Otro”. Es un Dios que es Padre, que ha querido acercarse a nosotros y ha entrado en nuestra historia, que nos conoce y que nos ama. Un Dios que es Hijo, que se ha hecho nuestro hermano, ha querido recorrer nuestro camino y se ha entregado por nuestra salvación. Un Dios que es Espíritu y quiere llenarnos en todo momento de su fuerza y su vida.

A la luz de la Palabra que la liturgia nos ha ofrecido hoy, ¿cómo contemplar, pues, su presencia entre nosotros, sus maravillas, su obra? Dios tiene que ver con el amor, con la belleza, con la fidelidad, con la vida en todas sus transformaciones, con lo inacabado, lo indeterminado, lo dinámico.

Así que hoy tomémonos un tiempo para contemplar lo que tiene que ver en nuestras vidas con todo esto. Porque donde hay amor, belleza, vida, fidelidad, autenticidad, ahí está Dios. Y no un Dios monolítico, sino un Dios plural; no un Dios lejano, sino un Dios cercano; no un Dios inamovible, sino un Dios en movimiento eterno, porque esto es el amor.

Hermanos y hermanas, hoy no es un día para intentar explicar el misterio de la Trinidad, sino de recordar cómo Dios ha actuado y sigue actuando en nuestro bien, y cómo toda nuestra vida está marcada y orientada por su amor. Hemos sido bautizados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y así tenemos la posibilidad concreta de realizar entre nosotros la santa y bella comunión que hace de nuestra vida una fiesta.

San Pablo nos exhorta a vivir y manifestar esta alegría: “Hermanos, alegraos, trabajad por vuestra perfección, animaos; tened un mismo sentir y vivid en paz. Y el Dios del amor y de la paz estará con vosotros”. Éste debe ser nuestro testimonio del Dios Trinidad, que nos ama y nos llena de su propio amor, para que lo vivamos en este mundo tan necesitado de Dios.

Abadia de MontserratLa Santísima Trinidad (4 de junio de 2023)

Domingo II de Cuaresma (5 de marzo de 2023)

Homilía del P. Carles-Xavier Noriega, monje de Montserrat (5 de marzo de 2023)

Génesis 12:1-4a / 2 Timoteo 1:8b-10 / Mateo 17:1-9

 

A veces asociamos la Cuaresma a un tiempo de tristeza o de mortificación. La liturgia de hoy, en cambio, nos muestra lo contrario, nos lleva a la montaña del Tabor, nos hace caer en la cuenta de que el verdadero sentido de la Cuaresma no se reduce a realizar una serie de pequeños esfuerzos ascéticos, sino que también nos da la posibilidad de saborear la belleza del encuentro con el Señor.

El evento de la Transfiguración es, pues, una cita obligada en este tiempo de Cuaresma para todos nosotros. Tras la experiencia del pasado domingo en el desierto de la tentación, estamos llamados a subir a la montaña con los tres discípulos elegidos por Jesús: Pedro, Santiago y Juan. Los mismos que más tarde elegirá para que le acompañen en el huerto de Getsemaní y permanezcan un poco más cerca de él, mientras que el resto permanecerán más alejados del lugar donde orará en su agonía. La escena de la transfiguración y la escena del sufrimiento de Jesús en Getsemaní contrastan entre sí: una, feliz esplendor y la otra, angustioso sufrimiento en la que Pedro, Santiago y Juan le hacen compañía, pero al mismo tiempo están relacionadas entre sí. Porque no hay gloria sin cruz.

La experiencia de los discípulos es muy significativa. Ellos, acostumbrados a las aguas del lago, están llamados a subir a la montaña alta, el lugar de la revelación, y Dios les hace protagonistas de algo fuera de su alcance. Son iluminados por una luz deslumbrante y ven a Moisés y Elías junto a Jesús, y quedan fascinados por esta visión. Y escucharán la Voz de Dios Padre diciendo: “Éste es mi hijo amado, en quien me he complacido. Escuchadlo”.

Por eso Cristo ordena a los tres discípulos que no hablen con nadie de esa misteriosa visión, antes de su muerte. Porque el misterio de la Transfiguración es para los discípulos una preparación para el misterio de la “Desfiguración”. Jesús que sube al Tabor subirá un día, no muy lejano, al Calvario. Al lado de Él ya no estarán Moisés ni Elías, sino dos ladrones. Ya no habrá Luz, sino tinieblas. Ya no estará la Voz del Padre, sino Su silencio. Y cuando llegue el momento de su éxodo en Jerusalén, de la cruz, los discípulos continuarán sin comprender. De los tres sólo quedará uno, Juan. Todos necesitarán una nueva Luz, una nueva aurora, el nuevo Día de la Resurrección. Y entonces lo comprenderán todo, aunque sea despacio.

¿Y nosotros? A veces vivimos momentos de Tabor… Cuando, por ejemplo, vivimos un tiempo de desierto, oración, retiro. Nos parece estar en la montaña, contemplar la Luz, escuchar la Voz. Y decimos -o pensamos- «es bueno estar aquí». Pero la mayoría de las veces estamos llamados a bajar de la montaña, a estar a ras del suelo, a chocarnos con las dificultades y la oscuridad de la vida cotidiana. Una oscuridad que se encuentra fuera y, a menudo, también en nuestro interior. Y es aquí donde estamos llamados a dar un salto de fe: a ver lo Transfigurado en lo Desfigurado, es decir, a transfigurar nuestra realidad, a observar bien, con los ojos de Dios, la Luz que siempre está ahí. Quizá oculta, atenuada, pero está ahí. Incluso en el dolor más absurdo e incomprensible.

Y esa Luz tiene un nombre: Su Palabra. Escuchémosla. Escuchar nos invita a dar luz, a iluminarnos. Escuchar nos invita a bajar de la montaña para servir al hermano en el llano. Pedro no debe quedarse allí, aunque fuera bueno estar. Debe bajar y ponerse a servir. Y nosotros con él. 

Aquí y ahora no vemos esta Luz, pero podemos vislumbrarla, verla dentro de nuestra realidad, a nuestro alrededor. Podemos vislumbrarla a los ojos de tantos enfermos, incluso gravemente enfermos, pero fuertes en la fe. Lo vemos en tantas personas comprometidas con el bien de los demás, sin querer obtener nada a cambio. Lo vemos en comunidades y familias en las que se respira la belleza de creer en Jesús.

Hermanos y hermanas. En medio de la sucesión de acontecimientos que parecen dar poca esperanza y mucha desesperación, Jesús mismo nos ofrece el camino: volver la mirada hacia Él. La transfiguración es un adelanto de la resurrección. En medio de las dificultades de la vida tenemos un hito. Subimos, pues, también nosotros al monte Tabor para escuchar la voz del Señor y contemplar a Cristo que se transfigura ante nosotros y nos invita a experimentar el cielo, porque esta experiencia hará menos fatigoso nuestro camino en la tierra, en medio de tantos problemas, y nos ayudará a avanzar hacia la meta final que es la Pascua de Cristo, que también será la nuestra.

Abadia de MontserratDomingo II de Cuaresma (5 de marzo de 2023)

Solemnidad de Cristo Rey (20 de noviembre de 2022)

Homilía del P. Carles-Xavier Noriega, monje de Montserrat (20 de noviembre de 2022)

2 Samuel 5:1-3 / Colosenses 1:12-20 / Lucas 23:35-43

 

El último domingo del año litúrgico está dedicado a la contemplación del misterio de Cristo, Rey del Universo. Esta solemnidad es el compendio de todo el camino espiritual realizado a lo largo del año litúrgico a través de los diferentes momentos, tiempos, celebraciones, fiestas y aniversarios. Todo ello converge hacia un punto luminoso y claro para todos los que nos reconocemos como cristianos. Este punto es la gloria y la luz de la Cruz de Jesús.

Celebrar a Cristo Rey contemplándole en el momento en que es clavado en una cruz, insultado, moribundo, privado de su dignidad suscita sorpresa y perplejidad, no sólo a los antiguos sino también a nosotros hoy. ¡Qué rey tan absurdo! ¿Será éste el reino del cielo y éste el estilo del Reino de Dios?

Una realeza, pues, verdaderamente distinta a la que nos propone el mundo, hecha de interés y protagonismo. Una realeza que, en cambio, se convierte en servicio, porque como dice el mismo Jesús: estoy en medio de vosotros como el que sirve. En el fondo esperamos otro tipo de rey. Un rey que sea una proyección de nuestro afán de poder y grandeza. Si Dios fuera así, estaría permitido intentarlo. Pero Dios es exactamente lo contrario.

En la cruz, vemos quién es realmente Dios, y debemos elegir: seguir proyectando nuestros propios esquemas y expectativas en Dios, esperando que sea y haga lo que nosotros queremos que haga (como ha hecho casi todo el mundo, incluido el mal ladrón); o dejar purificar nuestras ideas y el corazón por su crucifixión, haciendo un acto de reconocimiento y confianza como el buen ladrón: encomendándonos a Él, abriéndonos a su gracia.

El mal ladrón que recuerda a Jesús que si fuera rey debería salvarse a sí mismo –y salvarlos a ellos– no es tan distinto de nosotros cuando nos vemos abrumados por las dificultades de la vida, incluso las más duras, y rogamos a Dios que nos cure, que nos ayude a aprobar un examen, que evite que perdamos el trabajo. Sí, nosotros también, en el fondo, pensamos como este criminal y entendemos que quizás no sea tan malo como muchas veces lo consideramos. En cambio, la realeza de Jesús es proclamada por el otro ladrón que reconoce su inocencia: es esa misma inocencia la que le declara rey y manifiesta la realeza de Cristo.

El buen ladrón no pide que Jesús le libere, que le vengue o que resuelva “mágicamente” sus problemas. No. Sabe que merece esa condena. Acepta este sufrimiento, confiándose serenamente a Jesús. El ladrón ve en este hombre manso, injustamente sacrificado, que sigue rezando al Padre e intercediendo por sus verdugos, el verdadero Rey.

¿Qué transforma la cruz del ladrón en salvación? Abrirse a Cristo. La cruz se convierte en un camino hacia el cielo cuando la llevamos con Él, entregándonos a Él y a los demás. Jesús no quita la cruz, sino que la transforma en un instrumento de amor; no da soluciones fáciles al sufrimiento, sino que se hace presente en el sufrimiento convirtiéndolo en camino hacia el Reino. Sólo este Rey sabe transformar nuestra vida, sólo este Rey abre de par en par la puerta al Padre, sólo este Rey es capaz de transformar nuestra vida en un regalo de amor.

Sí, confesemos que Jesús es el Rey. «Rey» con mayúsculas. Nadie puede estar a la altura de su realeza. El Reino de Jesús no es de ese mundo. Es un Reino en el que se entra por la conversión y el reconocimiento. Un Reino de verdad y vida, un Reino de santidad y gracia, un Reino de justicia, amor y paz. Un Reino que sale de la sangre y el agua que brotaron del costado de Jesucristo.

Hermanas y hermanos, hoy celebramos Cristo Rey y podemos decir que Jesús sí fue rey: tiene un Reino. Pero su Reino está totalmente en desacuerdo con cualquier muestra de poder en ese mundo. El poder de la realeza de Jesús es el poder de amar y, por tanto, de salvar, porque el amor salva al amado si se deja amar. Amar es dar, y el dolor y la muerte cercana no impiden que Jesús ejerza su realeza dando el paraíso al hombre que está a su lado y también a todos nosotros si nos abrimos a Él.

Sus discípulos tenemos la gran oportunidad de recibir el mismo poder de amar como Dios ama. Experimentemos ya el Reino con santidad, y demos testimonio de Él con la caridad que autentifica la fe y la esperanza.

 

Abadia de MontserratSolemnidad de Cristo Rey (20 de noviembre de 2022)

Domingo XXIV del tiempo ordinario (11 de septiembre de 2022)

Homilía del P. Carles-Xavier Noriega, monje de Montserrat (11 de septiembre de 2022)

Éxodo 32:7-11.13-14 / 1 Timoteo 1:12-17 / Lucas 15:1-32

 

Acabamos de escuchar lo que se conoce como las tres parábolas de la misericordia. Tres parábolas que van juntas, que no deben separarse. Dos son cortas: la oveja perdida y hallada, y la de la moneda de plata perdida y hallada; una tercera, más larga y muy conocida, la del hijo perdido y hallado. Aquí tenemos todo el capítulo 15 del Evangelio de Lucas, compuesto únicamente por estas tres parábolas, y cada una podría resumirse en dos palabras: misericordia y alegría.

En la primera, un hombre tiene cien ovejas, pero pierde una. Deja las otras 99 y va a buscar a la oveja perdida. Cuando la encuentra, corre a anunciarlo y hay una fiesta. Entonces Jesús dice esta frase sorprendente: Habrá más alegría en el cielo por un pecador que se convierta que por 99 justos que no necesiten convertirse.

Lo mismo ocurre con la parábola de la moneda de plata. Una mujer tiene sólo diez monedas de plata y pierde una. Rápidamente enciende una luz, barre la casa y, cuando encuentra la moneda, su alegría estalla. Jesús termina esta parábola como la anterior: Hay una alegría igual ante los ángeles de Dios por un pecador que se convierte.

Lo mismo ocurre con la parábola del hijo perdido y encontrado, que todos conocemos como la parábola del hijo pródigo, pero que debería llamarse más bien la parábola del padre misericordioso. El padre espera a este hijo que le ha abandonado y se ha ido con su herencia a llevar una vida muy decepcionante. Cuando le ve venir por el camino, a su padre le invade la compasión y corre a encontrarlo. E inmediatamente hay una fiesta.

Tres parábolas sobre la misericordia de Dios hacia los pecadores. Las tres terminan con las mismas palabras, un poco como un estribillo: Alegraos conmigo, porque he encontrado lo que había perdido. Y en la tercera, este estribillo se refuerza con las palabras dichas dos veces: “Este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida. … Este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida”. Y fijémonos en que, para Dios, Padre de Misericordia, todo pecador que vuelve a casa es su hijo, pero también es nuestro hermano.

Tres parábolas a través de las cuales Jesús nos presenta el verdadero rostro de Dios. El pastor que encuentra a su oveja, la mujer que recupera la moneda y el padre que ve volver al hijo, no sólo muestran su alegría, sino que nos invitan a compartirla. Esta llamada a la alegría también puede verse como una llamada dirigida a nosotros, una llamada a la conversión, una llamada a pasar de una preocupación excesivamente centrada en uno mismo, de una búsqueda excesivamente centrada en la felicidad propia, a un auténtico deseo de compartirla con los demás. La reacción del hijo mayor nos muestra que esto no es tan fácil. Sin embargo, cabe señalar que, aunque se niega a alegrarse de la felicidad de su padre, a compartir su alegría, no es rechazado. Su padre sale de la fiesta para hablar con él, al igual que Cristo salió de su condición divina para compartir nuestra angustia, como escribe San Pablo en su carta a Filipenses.

Así es Dios, como padre que no se reconoce. Con demasiada frecuencia se ve a Dios como un adversario, un competidor. Algunos se dicen: si Dios está ahí no puedo sacar de mí lo que soy, no puedo desarrollar todo mi potencial. Así que pido mi herencia y pongo una distancia infinita entre él y yo… para darme cuenta después de que nadie está interesado en mí. Pero Jesús da la vuelta a nuestras creencias. Dios es un padre, sí, que te deja libre, que no te obliga a quedarte, que te espera y te acoge sin pedirte razón de tus tonterías, que te devuelve la dignidad, que sale a convencerte si te ofende su benevolencia desbordante, que todavía afirma con rotundidad: debemos celebrar a cada hijo dado por perdido y recuperado por la infinita ternura de Dios.

Hermanos y Hermanas, las tres parábolas de hoy expresan este corazón de Dios que quiere encontrar a quienes se han alejado y hace todo lo posible para encontrarlos. A través de estos relatos, Jesús nos habla de un Dios que está dispuesto a revolver su casa para encontrar algo importante, un Dios que está dispuesto a recorrer kilómetros para encontrar a la oveja perdida, un Dios Padre que corre a encontrar a su hijo e invita a su primogénito a unirse a la fiesta, ya que el perdido ha sido hallado.

Estas parábolas son una llamada a la conversión, una llamada a volvernos más hacia Dios nuestro Padre, ese Dios cuyo nombre es misericordia, ese Dios que nos espera y nos acoge a todos con tanta alegría.

 

Abadia de MontserratDomingo XXIV del tiempo ordinario (11 de septiembre de 2022)

Domingo V de Cuaresma (3 de abril de 2022)

Homilía del P. Carles-Xavier Noriega, monje de Montserrat (3 de abril de 2022)

Isaías 43:16-21 / Filipenses 3:8-14 / Juan 8:1-11

 

El Evangelio de hoy presenta uno de los episodios más sugestivos de la vida pública de Jesús. Se ve obligado a intervenir en la condena de una mujer hallada en flagrante delito de adulterio. Los escribas y los fariseos, sintiéndose autorizados por la ley de Moisés, no piden la intervención de Jesús en nombre de la justicia; no piden su intervención para que les aclare cómo aplicar la ley en esta situación. Tampoco se interesan por el destino de la mujer, y mucho menos por enmendar cualquier error o equivocación. La mujer, en sus corazones, ya está juzgada y condenada con la peor de las sentencias: la lapidación. Así pues, la historia de esta pecadora tendrá la conclusión que merece.

Sin embargo, los escribas y fariseos ven en esta situación una nueva oportunidad. Creen haber encontrado la posibilidad de poner a Jesús en una situación difícil al preguntarle, con las piedras ya en la mano, qué hacer. Y Jesús responde adecuadamente a esta provocación.

La reacción del Maestro, ante la provocación de sus rivales, es sorprendente: no interroga a la mujer y no se bate en duelo con los escribas y fariseos. Sabe muy bien que no es la mujer pecadora la que está en el centro de la acusación y que todos los ojos están puestos en Él. Ella es sólo un señuelo. Él es el verdadero acusado. Todos esperan sus palabras para saber si traicionará a Moisés o las esperanzas del pueblo. Pero Jesús calla, no tiene prisa, no parece preocupado ni por la guerrilla religiosa que le rodea, ni por la multitud de curiosos que se agolpan por no perderse el espectáculo.

Sí, Jesús calla, mantiene las distancias, no se enzarza en una escaramuza teológica para ganar a sus adversarios con citas bíblicas. El maestro evita el duelo, no desafía, no provoca. Todas las miradas están puestas en Él, pero Jesús se agacha, se sienta, guarda silencio y escribe en el suelo algo que nadie podía leer.

Pero los acusadores no desisten e insisten en su pregunta. Entonces se incorpora y pronuncia unas palabras, que, sin duda, se encuentran entre las más importantes de la tradición evangélica y que todo el mundo que las ha escuchado no puede olvidar: «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra». Y el efecto es devastador, uno tras otro, empezando por los más ancianos hasta los más jóvenes, todos los acusadores acaban desfilando. Y quedan solos, la mujer, que se encontraba en el centro, y Jesús. Y es ahora cuando Jesús se encuentra realmente con la mujer, a la que mira frente a frente al tiempo que le pregunta: “¿Nadie te ha condenado?”.

La mujer había escapado del veredicto de sus jueces. Ahora se encuentra ante Jesús con su pobre humanidad, con su culpa y vergüenza. Pero Jesús la saca de su aprieto e inseguridad, no planteando en modo alguno el problema de la culpabilidad ni pronunciando contra la mujer palabra de acusación, sino refiriéndose únicamente a la conducta de los acusadores. En la respuesta de la mujer se percibe en cierto modo su alivio y liberación: “Nadie, Señor”. Y sigue la respuesta de Jesús que resuelve en sentido positivo toda la situación problemática de la mujer: «Yo tampoco te condeno».

¿No es fascinante este Jesús que no condena, no juzga, no reprende? El suyo es un amor que va por delante: no espera que la mujer se humille a sus pies y le pida perdón. No, no hay necesidad. El perdón le ha precedido. Precisamente este último punto es la gran sorpresa y, al mismo tiempo, el gran escándalo de este pasaje del Evangelio: Jesús la perdona independientemente del arrepentimiento o la intención de convertirse. 

El perdón de Jesús es total y escandalosamente gratuito porque es la revelación en la historia del amor del Padre. Dios no ama porque el pecador se haya arrepentido, sino porque es su Padre. No es su conversión la que Lo hace misericordioso, sino que es su amor quien hace posible la conversión del pecador. El perdón de Dios no es la consecuencia del arrepentimiento, sino la posibilidad.

Y es que la actitud de Jesús es radicalmente exigente al anunciar su mensaje, pero increíblemente comprensivo al juzgar la actuación concreta de las personas. No importa cuál sea nuestro pecado, no importa lo lejos que hayamos caído, su mano siempre está extendida para cogernos y levantarnos.

Sólo quienes se descubren queridos con un amor totalmente gratuito se pueden arrepentir y cambiar de vida. El amor de Dios no se conquista, sino que se acoge. Y una vez recibido, tiene el poder de poner la vida boca abajo. Precisamente por eso Jesús le dice a la mujer: «Vete y desde ahora no peques más».

Hermanos y hermanas, Jesús no condena a nadie: no condena a la mujer, que ya ha reconocido su culpa, y la invita a cambiar de vida. Tampoco condena a los escribas y fariseos; la puerta de la salvación no está cerrada para ellos si saben reconocer la hipocresía de sus actos. No, Jesús no condena, pero sí espera una ruptura definitiva con el pecado.

Dios, que nos invita a la conversión, nos dé fuerzas para conseguirlo.

Abadia de MontserratDomingo V de Cuaresma (3 de abril de 2022)

Domingo XXII del tiempo ordinario (29 de agosto de 2021)

Homilía del P. Carles-Xavier Noriega, monje de Montserrat (29 de agosto de 2021)

Deuteronomio 4:1-2.6-8 / Santiago 1:17-18.21b-22.27 / Marcos 7:1-8a.14-15.21-23

 

Habitualmente, en el Evangelio, los fariseos y los maestros de la ley, quienes se consideran representantes y guardianes de la verdadera fe, aparecen para controlar las palabras y las acciones del Maestro de Galilea. En esta ocasión, los fariseos critican a Jesús y a sus discípulos por no lavarse las manos antes de comer, transgrediendo una tradición, y haciéndose impuros a sus ojos. La respuesta de Jesús es atronadora: «Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, como está escrito: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí”.

En el mundo griego, el hipócrita es el actor, el que hace un papel, el que lleva una máscara. ¿Y por qué algunos fariseos y maestros son acusados ​​de actores por Jesús? Porque con sus labios dicen una cosa, pero en sus corazones viven otra; se aferran a una pequeña regla por fuera, pero no hay amor en sus corazones. Parecen piadosos y devotos, pero por dentro son malvados, sin misericordia.

Las palabras más duras de Jesús en el Evangelio son precisamente contra los que se muestran como creyentes pero luego en realidad no lo son; quienes utilizan la religión y el nombre de Dios para el propio beneficio, para atraer apoyos sociales, para mostrarse como creyentes y dignos de confianza, pero que con sus opciones de vida son escándalo para los que sinceramente quieren seguir a Dios.

¿De qué sirve observar todas las tradiciones y normas, incluso las más pequeñas e insignificantes, si esto sólo sirve para mostrar a otros un sentido de superioridad religiosa y quizás convertirlo en motivo de orgullo, juicio, condena, sin, por otra parte, estimar profundamente lo que se profesa con los labios?

¿De qué sirve decirse cristiano porque se va a misa todos los domingos, se sigue el Catecismo al pie de la letra, se observan todas las disposiciones litúrgicas, se conocen todos los rituales sacramentales a la perfección, si esto sólo sirve para juzgar, para criticar, para sentirse mejor que los demás?

Esta es precisamente la hipocresía de la fe, cuando la vida religiosa se reduce al cumplimiento de unas reglas que no tocan el corazón ni la vida real, y la vida religiosa se convierte en una serie limitada en el tiempo de unos pocos gestos religiosos, pero no se convierte en una sentida opción de vida.

Pero también está el lado contrario, los que reducen la fe a dos o tres preceptos para tranquilizar la conciencia y sentir que ya han cumplido: ir a misa una vez al año, una limosna ocasional, una señal de la cruz a toda prisa, encender una vela de vez en cuando… y listo. Son aquellos que dicen: yo y Dios ya nos entendemos, no necesito que nadie me diga qué tengo que hacer; todo esto son cosas de mayores, ahora no tengo tiempo; quizás más adelante… En el fondo, no hay una inquietud religiosa. Para estos, Dios no interesa.

Ambas posiciones son el resultado de la indiferencia. Los primeros se han acostumbrado a vivir la religión como una práctica externa o una tradición rutinaria, que no toca el corazón. Los segundos no es que hayan tomado la decisión de apartarse de Dios, pero de hecho su vida se ha ido alejando.

Es evidente que estas actitudes se deben a la falta de cuidado de la vida interior: sólo si empiezo a bajar día a día a mi corazón podré reconocer mis tendencias oscuras, los sentimientos y pensamientos negativos a los que doy cabida o que me condicionan en las mis acciones, descubriendo que tengo necesidad de Dios y de su perdón.

Porque, ¿qué es lo que realmente hace a la persona impura, es decir, no disponible para Dios? Las cosas que salen de su corazón. Por eso, Jesús no se opone a la Ley, sino que la profundiza, va a la raíz del mal: el corazón. Jesús vino a cambiar nuestros corazones por medio del don del Espíritu Santo en nosotros, que nos transforma, nos cambia, en la medida que roguemos y luchemos contra las inclinaciones erróneas. Nuestra vida no cambia poniendo normas, renovando la casa, cambiando de look… sólo cambia si cambia nuestro corazón, y ¡sólo Dios puede cambiar nuestro corazón! Y entonces seremos libres para amar y para afrontar cualquier situación, incluso la más dolorosa.

Jesús realmente vino a la tierra como un hombre, y no representó un papel. Nuestra fe nos enseña que Él, como verdadero hombre y verdadero Dios, quiso enseñar a la humanidad que Dios no es una serie de acciones exteriores momentáneas, sino una elección profunda que cambia la vida real de uno y el mundo real.

Hermanos y hermanas,

Jesús quiere realmente que seamos libres, plenamente responsables ante Dios y ante nuestros hermanos, con plena conciencia de nuestras acciones y opciones. Jesús vino a darnos el Espíritu Santo, para superar nuestra incapacidad de amar, para superar estas contradicciones que tenemos en el corazón.

Todos necesitamos dejarnos curar, transformar por Dios, para estar verdaderamente disponibles para Él. A esto quiere llevarnos Jesús. Esto es lo que vino a hacer, como nos prometió: Os daré un corazón nuevo, pondré un Espíritu nuevo dentro de vosotros.

 

Abadia de MontserratDomingo XXII del tiempo ordinario (29 de agosto de 2021)

Domingo XIX del tiempo ordinario (8 de agosto de 2021)

Homilía del P. Carles-Xavier Noriega, monje de Montserrat (8 de agosto de 2021)

I Reyes 19:4-8 / Efesios 4:30-5:24 / Juan 6:41-51

 

Estimados hermanos y hermanas,

Acabamos de escuchar un fragmento del capítulo sexto del Evangelio de San Juan, al que los entendidos llaman el discurso del pan de vida. Este discurso comienza con el milagro de la multiplicación de los panes y los peces, dando de comer a una multitud, al igual que Dios hizo en el desierto con su pueblo, y después de cruzar el mar. En él se nos presenta a Jesús como el verdadero pan del cielo, un término que el Antiguo Testamento utiliza para el maná, y del que la humanidad, no sólo el pueblo de Israel, debe alimentarse por la fe. Él es el medio por el que llega la vida de Dios al mundo. En el fragmento que hemos oído hoy el Señor revela el sentido de la vida cristiana y cómo este es el fruto, no tanto del esfuerzo de cada uno de nosotros, como de dejarse atraer por Él.

Los judíos habían puesto en duda el papel de Jesús como enviado de Dios, señalando su humanidad: «¿No es éste Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?». ¿Quién les podría reprochar su incredulidad? Pero Jesús les responde a partir de las Escrituras e indicando la necesidad de la intervención del Padre en el origen de la fe. Reconocer a Jesús es entrar en el misterio divino, lo que no puede realizarse sin la iniciativa de Dios.

Dice el Evangelio: «Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende viene a mí.» Ir a Jesús es lo mismo que creer en Jesús. Con estos términos se describe la fe como una relación, como acercarse a una persona. A Jesús lo encontramos en la lectura del Evangelio, en la Eucaristía, en los hermanos, pero el creer es más que verlo: hay que acercarse a Él, hay que dar el paso de la fe, hacerse amigo, porque «ir a él» es aceptar la invitación de Dios.

Puede parecer más natural o más fácil buscar en otro lugar el sentido de nuestra vida, en certezas aparentemente más sólidas, más inmediatas o que creemos que dependen únicamente de nosotros mismos. Pero, en realidad es una ilusión, todos conocemos las limitaciones y la fragilidad de las cosas humanas. Es mucho mejor confiar en Dios, que ha escogido la finitud para manifestar el infinito, que ha escogido las palabras de un hombre para manifestar su Palabra.

No hay necesidad de esfuerzos sobre humanos para comprender las cosas del cielo. Quien desee conocer a Dios debe conocer a su Hijo. Quien quiera comprender el misterio de Dios, basta que lea el Evangelio. Quien se deja atraer por el Evangelio se deja atraer por Dios y recibe un alimento que no muere; un amor que no traiciona, sino que dura eternamente y es capaz de transmitirnos la vida que dura para siempre.

Alimentarse de Cristo significa saber acogerlo en la propia vida y dejar que su Palabra se convierta en la energía que alimenta nuestras acciones, los pensamientos y las palabras y dirige toda la voluntad hacia la voluntad de Aquel que quiere que seamos como Él en todas las cosas, que seamos verdaderamente santos.

En Jesús la vida encuentra la satisfacción de sus necesidades, porque Él es la respuesta a lo que se encuentra en el fondo de toda búsqueda. Jesús es el verdadero pan de vida, y no el maná del desierto. La diferencia entre ambos se encuentra en sus consecuencias, la muerte o la vida.

Hermanos y hermanas, el pan ofrecido en el desierto a Elías, agotado por la fatiga y deprimido por el deseo de muerte, se convierte para nosotros en un símbolo del «pan de vida» que es Jesús. El agua ofrecida junto con el pan se convierte para nosotros en un símbolo del don de la vida eterna, del don del Espíritu Santo. Como Elías, caminemos hacia la montaña de Dios, el Horeb de la presencia del Padre que nos espera a todos para la comunión eterna con Él.

Abadia de MontserratDomingo XIX del tiempo ordinario (8 de agosto de 2021)

Domingo III de Pascua (18 de abril de 2021)

Homilía del P. Carles-Xavier Noriega, monje de Montserrat (18 de abril de 2021)

Hechos de los Apóstoles 3:13-15.17-19 / 1 Juan 2:1-5a / Lucas 24:35-48

 

Luc Ferry es un filósofo francés, antiguo ministro de educación, del que soy gran admirador y leo con fruición sus obras. Me gusta mucho su pensamiento, claro, profundo, crítico, bien argumentado…. pero con el que no siempre estoy de acuerdo. Y no lo puedo estar porque se declara abiertamente ateo. Sin embargo, el suyo es un ateísmo respetuoso, con lo que se puede dialogar y con el que se puede coincidir en muchas cosas. No puede ser de otro modo de un no creyente que dice que el libro que se llevaría a una isla desierta es el Evangelio de San Juan. Su apertura le lleva a reconocer, sin dejar de ser crítico, los aspectos positivos que el cristianismo ha aportado a la civilización. Por este motivo se le ha preguntado, en conferencias y diálogos que ha mantenido en varias ocasiones con gente de Iglesia, qué razones había para no ser creyente. Y la respuesta que da es, entre otras, que el mensaje que transmite el cristianismo es demasiado bonito para ser cierto. Algo parecido les debía pasar a los apóstoles cuando Jesús se apareció en medio de ellos.

En el relato del evangelista Lucas nos dice que «de tanta alegría no acababan de creer». Como si dijera, ¡demasiado bueno para ser verdad! Y quizás sea esta la razón por la que, aún hoy, a muchos cristianos nos cuesta manifestar la íntima alegría que debería invadirnos, al saber que hemos puesto nuestra vida en manos de Aquel que fue crucificado y sepultado, pero que luego resucitó, Aquel que, a quienes se confían a Él, les ofrece compartir la vida más allá de la muerte. Incluso a los que creen, les resulta difícil captar esta perspectiva como antídoto para las ansiedades y los miedos y las dificultades que tanto o tan poco aquejan la vida cotidiana de todos. Cristo ha resucitado, ¿resucitaré con él? Demasiado bueno para ser verdad, tal vez piensen muchos. Pero el sentido profundo de la fe radica precisamente aquí: creer en la experiencia de los apóstoles, que después de la cruz lo vieron, lo tocaron, lo escucharon, adquiriendo una certeza de la resurrección que fueron a difundir por todo el mundo. Y lo sostuvieron incluso a costa de perder la vida: la terrenal, con la certeza de conseguir la otra, la que no tiene fin.

El relato de Lucas es una verdadera invitación a repensar nuestra manera de buscar al Señor. No hay que buscarlo en las grandes teofanías o en realidades abstractas; hay que buscarlo en la vida cotidiana, al partir el pan, al compartir la mesa, al experimentar sus heridas que siguen sangrando en la humanidad herida por el pecado y la fragilidad. En cada persona herida por el pecado y la fragilidad revive todo el Misterio Pascual. En las heridas de la humanidad sufriente están presentes la pasión, la muerte y la resurrección del Señor. Con sus heridas dolorosas y gloriosas se hace reconocible y presente en medio de la comunidad de los creyentes.

Lo que Lucas nos presenta hoy no es un Cristo ascético o dogmático, sino un Jesús con un rostro profundamente humano que revela su divinidad compartiendo todo el misterio de la fragilidad humana, con la excepción de pecado, que supera y anula, ofreciendo su vida en el árbol de la Cruz. Como los discípulos, también nosotros tenemos que ser testigos del Misterio Pascual y tenemos que invitar a todos a mirar y tocar a Cristo, presente en sus vidas, en sus historias, a menudo llenas de contradicciones y de sufrimiento, recordando, sin embargo, que la última palabra sobre todo acontecimiento humano está en las manos heridas y gloriosas de Jesús, que con su Resurrección venció la muerte y nos devolvió la esperanza de una vida nueva.

Hermanos y hermanas, hoy, a imagen de los discípulos, tal y como lo explica el relato evangélico, somos invitados a ser y reaccionar de otra manera, nosotros, que tantas veces hemos tenido la oportunidad de reconocer al Señor en la Eucaristía. Que la experiencia del encuentro con el Resucitado cambie algo en nuestras vidas, como lo hizo con los discípulos de Emaús al partir el pan, como lo hizo en el resto de apóstoles y seguidores, y nos mueva a dar testimonio de nuestra fe en nuestro vivir cotidiano.

 

 

 

Abadia de MontserratDomingo III de Pascua (18 de abril de 2021)

Domingo II de Navidad (3 de enero de 2021)

Homilía del P. Carles-Xavier Noriega, monjo de Montserrat (3 enero 2021)

Siràcida 24:1-4.12-16 / Efesis 1:3-6 / Joan 1:1-18

 

Estimados hermanos y hermanas,

Celebramos el segundo domingo de Navidad y se nos ofrece, en las lecturas de hoy, una página del Evangelio que ya hemos escuchado en días precedentes. Concretamente en la misa del día de Navidad y el pasado jueves, 31 de diciembre. Así pues, si la Iglesia nos presenta el mismo pasaje tres veces en un corto espacio de tiempo, quiere decir que esto es realmente importante.

Y en verdad lo es. Este inicio conforma el prólogo del Evangelio de San Juan, del que quiere ser una especie de introducción y resumen. En estos 18 versículos, el evangelista es capaz de introducir todos los conceptos que luego desarrollará en el curso de su narración: Palabra, Vida, Luz, Gracia, Filiación… Es fundamentalmente un himno, denso en teología, que canta la gloria de la creación y redención.

Un pasaje largo y también un poco complejo. Mucho se ha escrito sobre este prólogo y mucho se podría decir. Yo sólo comentaré un par de frases. La primera, en mi opinión, es realmente hermosa y esperanzadora, especialmente en los tiempos que estamos viviendo: «La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió».

Esta es verdaderamente una Buena Noticia. La oscuridad, toda la oscuridad, no supera la Luz de Dios. Lo que Juan quiere decirnos es que la Luz que Dios envía es una luz segura, una luz en la que podemos confiar, porque es más fuerte que las tinieblas, capaz de brillar incluso en la oscuridad, y superarla. Esta Luz, como bien sabemos, es Jesús. En este mismo Evangelio dirá: «Yo soy la luz del mundo, el que me siga tendrá la luz de la vida».

¿Qué significa tener la luz de la vida? Quiere decir que nuestra vida brilla. Pero no porque nosotros producimos esta luz, por méritos propios, sino que la reflejamos como la luna refleja la luz del sol por la noche o los vitrales tiñen de colores el ambiente dejando pasar los rayos de luz. Esta es la verdad, si estamos unidos a Dios, a su hijo Jesús, si escuchamos su palabra y la ponemos en práctica, seremos resplandecientes, porque estaremos continuamente iluminados por una luz que nadie nos podrá quitar, ninguna maldad ni arrogancia. Si entendemos que esto es importante debemos permanecer anclados en la luz, porque sólo así podremos brillar.

Y escuchamos también otra expresión importante de este pasaje: «Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron. Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre». Así es, unos reciben a esta persona que es la palabra de Dios, y otros, no. Pero todos necesitamos la luz de esta palabra. Todos necesitamos, para descubrir el sentido de nuestra vida, esta sabiduría que nos ayuda a ver las cosas desde los ojos de Dios, que es la «Luz de quienes en él creen» (Colecta). Si no recibimos a este Cristo como la Palabra definitiva de Dios no nos extrañemos del desconcierto y la confusión que reina en este mundo.

Los cristianos no creemos en un Dios aislado e inaccesible, encerrado en su Misterio impenetrable. Nos podemos encontrar con él en un ser humano como nosotros. Para relacionarnos con él, no tenemos que salir de nuestro mundo. No debemos buscarlo fuera de nuestra vida. Lo encontramos hecho carne en Jesús. Esto nos hace vivir la relación con él con una profundidad única e inconfundible. Jesús es para nosotros el rostro humano de Dios. En sus gestos de bondad nos va revelando de manera humana cómo es y cómo nos quiere Dios. En sus palabras vamos escuchando su voz, sus llamadas y sus promesas. En su proyecto descubrimos el proyecto del Padre.

Todo esto lo hemos de entender de manera viva y concreta. La sensibilidad de Jesús para acercarse a los enfermos, curar sus males y aliviar su sufrimiento, nos descubre cómo nos mira Dios cuando nos ve sufrir, y como nos quiere ver actuar con los que sufren. La acogida amistosa de Jesús a pecadores y marginados nos manifiesta como nos comprende y perdona, y como nos quiere ver perdonar a los que nos ofenden.

Por eso dice Juan que Jesús está «lleno de gracia y de verdad». En él nos encontramos con el amor gratuito y desbordante de Dios. En él acogemos su amor verdadero, firme y fiel. En estos tiempos en que no pocos creyentes viven su fe de manera perpleja, sin saber qué creer ni en quien confiar, no hay nada más importante que poner en el centro de nuestra vida a Jesús como rostro humano de Dios.

Hermanos y hermanas, esta es la grandeza de la Navidad: Dios se hace hombre, se hace pequeño para hacernos como Él, para hacernos partícipes de Él, uno con Él. No hay necesidad de añadir nada más. Esta es la grandeza a la que estamos llamados y de la que somos partícipes. De nosotros depende.

 

Abadia de MontserratDomingo II de Navidad (3 de enero de 2021)

Domingo de la XXIV semana de durante el año (13 de septiembre de 2020)

Homilía del P. Carles-Xavier Noriega, monje de Montserrat (13 de septiembre de 2020)

Sirácida 27:30-28 / Romanos 14:7-9 / Mateo 18:21-35

 

Estimados hermanos y hermanas,

Acabamos de oír parte del capítulo 18 del Evangelio según Mateo, un capítulo donde el evangelista nos ofrece el «Discurso de la comunidad» que es un discurso que recoge diversas dichos de Jesús sobre las relaciones fraternas entre los miembros de la Iglesia. La semana pasada vimos el tema de la corrección fraterna, hoy es el del perdón.

En este fragmento, Pedro hace a Jesús una pregunta, una pregunta que no ha perdido nada de su relevancia y que nos podemos hacer nosotros: ¿Cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano las ofensas que me haga? Nos podemos reconocer perfectamente en esta impotencia para estimar el otro más allá de las heridas recibidas de él. Pero Jesús responde con lo imposible: «No os digo hasta siete veces, sino setenta y siete veces». Algunos textos del Antiguo Testamento pedían que se concediera el perdón al menos tres veces. Pedro ya parecía ser audaz y generoso al imaginar un perdón dado hasta siete veces. Jesús, en cambio, va más allá rompiendo todas las medidas del perdón. Deshace el terrible canto de violencia pronunciado por Lámec el Génesis cuando éste dice «Siete veces Caín será vengado, pero Lamec lo será setenta y siete» (Gn 4,24), y exige a sus discípulos perdón ilimitado, expresado a través de la cifra desorbitada de «setenta veces siete».

Si Jesús se hubiera detenido aquí, sería comprensible desanimarnos. Pero Jesús continúa con la conocida parábola del deudor perdonado. Un ministro tenía una enorme deuda con su rey, indicada en los 10.000 talentos, una cantidad exorbitante. Aquel pide perdón al rey, suplicándole que le dé tiempo. El rey, conmovido por la condición del subordinado, no sólo aplazó la deuda, sino que lo perdonó completamente. Pero en cuanto salía el ministro de la presencia del rey, se encuentra con un compañero que tiene una pequeña deuda con él y, a pesar del perdón que acaba de recibir, aplica un rigor inexorable que no conoce plazos ni tolerancias.

El significado es claro, cada uno de nosotros es inmensamente deudor de Dios: de la vida, de la salvación, de todo el mal que hemos escogido y cometido, hiriendo a los demás, a nosotros mismos, a la creación. Sin embargo, Dios siempre está dispuesto a perdonar, a rehabilitarnos, a levantarnos de la caída. Su misericordia no tiene límites, siempre se ofrece plenamente y a todo el mundo. Aquí tenemos la raíz profunda y la fuente de este perdón que Jesús pide que vivan sus discípulos. Si olvidamos la misericordia obtenida o si no sabemos verla, nos reduciremos a ser rigoristas intransigentes como el ministro de la parábola. Si no sé hasta qué punto Dios es bueno para mí, cómo su bondad supera cualquier simple justicia, cuánta paciencia me ha concedido a lo largo de mi vida, siempre arriesgaré a medir las faltas de los demás en la escala de mi rigorismo, de mi estrechez de corazón.

La misericordia por el ministro es el sentimiento y la acción de Dios por nosotros. Dios nos mira con esta misericordia. Sabe de qué estamos hechos, sabe que somos débiles. Un niño no puede crecer si cuando cae no es acogido una y mil veces, consolado, y alentado a volverlo a intentar; ni puede madurar de una manera sana si siempre se le acusa, se le critica. La vida siempre empieza de nuevo, descubriendo que se nos ha concedido una nueva posibilidad: esta es la lógica de Dios.

Quien no entre en esta lógica, quien no se adentre en esta generosidad vivirá intentando demostrar que es bueno y capaz pero no perdonado, intentando demostrar que merece vivir. Y, en consecuencia, controlando y juzgando el «rendimiento de los otros», con una mirada a menudo hipercrítica y minuciosa. Pero no se vive por el mérito, sino por la gracia. Todo es gracia. Todo es generosidad divina. ¡Cuanto más se abre el corazón a esta bondad, más bueno se vuelve! Por lo tanto, Jesús nos pide que estemos siempre dispuestos a conceder generosamente el perdón, soltando todo tipo de resentimiento, de rencor, sin recurrir a principios vanos y raquíticos como el del «perdono, pero no lo olvido».

El perdón es escandaloso porque pide la conversión, no de quienes han cometido el mal, sino los que la han sufrido. Cuando, ante una ofensa, creo que estoy satisfaciendo mi deuda con un reproche, todo lo que hago es elevar el nivel de dolor y violencia. Creo que estoy curando una herida en curar mi propia herida, como si el mal pudiera ser reparado, curado por otro mal. Pero entonces ya no será una, sino dos las heridas que sangran.

El evangelio nos recuerda que somos más grandes que la realidad que nos hirió, que podemos tener el corazón de los reyes, que podemos ser tan grandes como «el perdón que rompe los círculos viciosos, rompe la compulsión de repetir el mal sufrido en otros, rompe la cadena de culpa y venganza, rompe las simetrías del odio «, como decía una pensadora judía (Hannah Arendt).

Hermanos y hermanas, El tiempo del perdón es el coraje de la anticipación: hacerlo sin esperar a que todo pase y vuelva a su lugar sin más; es el coraje de los comienzos y de las partidas, porque el perdón no libera el pasado, sino que libera el futuro.

Que el Señor nos ayude a vivir con esta mirada misericordiosa y con este corazón libre, mirada y corazón de quien se sabe perdonado y aprende, en Cristo, a perdonar.

 

Abadia de MontserratDomingo de la XXIV semana de durante el año (13 de septiembre de 2020)