Viernes Santo. Celebración de la Pasión del Señor (7 de abril de 2023)

Homilía del P. Manel Gasch i Hurios, Abad de Montserrat (7 de abril de 2023)

Isaías 52:13-53:12 / Hebreos 4:14-16; 5:7-9 / Juan 18:1-19:42

 

Silencio.

Desde el final de la celebración de ayer, el jueves Santo y el inicio de la adoración al santísimo, nos ha acompañado el silencio. Decíamos ayer que quedaban veinticuatro horas. Ahora no. Ahora ha terminado. Ésta es una de las impresiones emocionales fuertes del viernes Santo.

Hemos comenzado esta conmemoración en silencio.

Hemos acompañado la muerte de Jesucristo en la Cruz callando y arrodillándonos, los que habéis podido, o con otro signo corporal que quería hacer más fuerte y significativo este momento.

Ha dejado de tocar el órgano. Y aunque seguimos cantando porque la música no puede faltar nunca, queremos que el silencio acompañe también nuestra oración quizás más que en ninguna otra celebración del año.

Pienso que en días como hoy, cuando habla la Palabra, quizá deberíamos callar.

La humildad nos hace conscientes de que ninguna palabra puede igualar a las de Jesús en el relato de la Pasión, cuando habla casi sin decir nada, con palabras medidas. Qué silencios más llenos. ¿Cuántos ecos no tienen?

Más que hablar, trato de hacer como la pared de los ecos de nuestra montaña, que devuelve algunos de los sonidos que le llegan, un sonido que para nosotros son las lecturas y la liturgia de hoy. En el centro del silencio del viernes santo está la cruz de Jesucristo. Y si recuperamos la pregunta que os propuse y que nos ha acompañado desde el domingo de Ramos: ¿Quién es éste? Nada nos lo revelará tanto como la cruz, donde fue crucificado y ejecutado Jesús de Nazaret. Sin embargo, hasta en la cruz y en la muerte, la Pasión según San Juan, nos transmite la serenidad, el control que un rey o, mejor, alguien como Dios tiene sobre la realidad y la historia. Por eso, sin embargo, y porque somos hijos de la resurrección incluso el viernes santo, hoy, no callamos, y celebramos y adoramos una cruz que confesamos como portadora de vida.

Seguramente los más jóvenes y pequeños habéis hecho alguna vez una cruz. Es sencillo. Basta con atar dos travesaños, dos ramas, lo que se tenga, y cruzarlas, en ángulos más o menos rectos. El travesaño vertical está destinado a hundirse en el suelo y levantarse hacia arriba, hacia el cielo, hacia donde siempre, infantilmente hemos colocado a Dios, al menos en nuestra lengua, en la que utilizamos la misma palabra para el cielo físico y para el cielo teológico. El otro travesaño es el horizontal, el que se extiende hacia los demás, el que abarca la realidad.

En medio de los dos travesaños de la cruz, en el centro, está siempre Jesucristo crucificado. En su muerte en cruz, podemos ver la verticalidad de su cuerpo que prolonga el travesaño clavado en la tierra, en la tierra de su vida, de los caminos de Galilea, en esta vida que pasó queriendo explicar quién era realmente el Dios de Israel, hacia quien apunta ese mismo travesaño vertical y quien era él mismo, Jesús de Nazaret, su Hijo amado.

Y eso sólo lo explica el otro travesaño de la cruz, el horizontal. Lo que abraza al mundo, el de los encuentros con todos los marginados de la sociedad, desde los leprosos y las prostitutas, con los enfermos, con los excluidos por motivos religiosos, con las viudas pobres e incluso con los ricos como Leví que estaban al margen por ser estafadores y explotadores.

La cruz nos explica de verdad la realidad. Si ayer decíamos que la eucaristía era más que un recuerdo, porque Dios estaba realmente presente, hoy lo volvemos a decir.

La cruz también pone en tensión a Dios y al mundo, en esta relación de amor por parte del Padre y de odio inexplicable por nuestra parte, la humanidad, una tensión que la Cruz misma manifiesta mejor que ningún otro signo.

Odio de una parte del mundo, de una parte, de nosotros mismos, de cada uno de nosotros, que rechaza a Dios y al evangelio, que se mantiene cerrado. El odio que prefiere indultar a un culpable que perdonar a un inocente, odio que nos hace a veces tan manipulables como los que gritaban: “¡Crucifícalo, crucifícalo!”. El odio que no aceptó la bondad y la palabra de Jesús y pensó que haciéndole desaparecer le liquidaba para siempre. Pero la cruz también nos manifiesta amor, amor sobre todo de Jesucristo. Porque no huyó ni se desdijo de sus palabras, porque se mantuvo fiel. Porque no negoció con lo que no era negociable.

Los improperios que cantaremos adorando la Cruz son reflejo de esta bondad de Dios y de esta respuesta inexplicable. En cada estrofa existe esta dinámica: ¿Qué te he hecho? ¿En qué te he entristecido? Yo te amé y tú me has crucificado.

Naturalmente que esta tensión produce sufrimiento, un sufrimiento que puede llegar a triturar a quienes se ponen en medio, como leíamos en la primera lectura. La fidelidad tiene muchas veces esa dureza. Pero un sufrimiento que nos hace fuertes y nos hace mayores. Nos hace como personas y sufrimos porque amamos y de nuestro amor siempre hay alguien que se beneficia directa o indirectamente.

Entendiéndola de este modo, podemos acercarnos a la naturaleza salvadora de la Cruz y del sufrimiento de Jesucristo, que son en el fondo un misterio, por el que necesitamos tanta fe como la que reclamábamos ayer para la eucaristía.

¡Y hoy, si volvemos a pensar en los improperios, nos acercamos incluso al sufrimiento de Dios por nosotros, que parece que no entienda porqué hemos preparado una cruz a nuestro salvador!

El viernes santo es un día de recuerdo, de catolicidad, esto es de universalidad. Un día en el que los brazos de la cruz se extienden a todos y lo recordamos en la oración de los fieles, llamada precisamente universal. Lo que rememoramos nos hace tener presente Tierra Santa, las dificultades de los cristianos que viven en ella y que cada vez se reducen más. Por eso, la Iglesia nos llama hoy a acordarnos de aquellas tierras en una colecta, como ya hizo San Pablo, en los inicios de la evangelización.

Pensemos también en nosotros, en cómo la idea de los dos travesaños de la cruz nos coloca como Jesús delante de Dios y delante del mundo. Nos coloca en la tensión del servicio a los demás y de la fe, con sus dificultades y sufrimientos. Podría ser una buena idea cuando vayamos a adorar la Cruz. Pensar en un Dios que se ha hecho hombre y se ha hundido en la tierra como el travesaño vertical para abrazar a toda la humanidad, con el travesaño horizontal, y llevarla hacia el cielo.

 

Abadia de MontserratViernes Santo. Celebración de la Pasión del Señor (7 de abril de 2023)

Missa de la Cena del Señor (6 de abril de 2023)

Homilía del P. Manel Gasch i Hurios, Abad de Montserrat (6 de abril de 2023)

Éxodo 12:1-8.11-14 / 1 Corintios 11:23-26 / Juan 13:1-15

 

¿Qué ha cambiado, queridas hermanas y hermanos, desde el domingo? Observábamos la tensión que se producía entre la entrada de Jesús en Jerusalén como rey y la narración de su muerte, como delincuente. Estos días de Semana Santa han sido un seguimiento, una profundización más tranquila de la historia de los últimos días del Señor y de los discípulos, pero ahora, al iniciar el Tríduum pascual, tenemos la sensación de que el tiempo se acelera, que el tiempo se termina y que todo se resolverá en breve.

Todos hemos hecho la experiencia o alguna vez nos han preguntado lo que haríamos si nos quedara poco tiempo para vivir. Es decir, todos hemos sido a veces puestos ante aquella situación en la que el tiempo se acelera. Nuestra sociedad lo hace casi por defecto y nos hace vivir con el tiempo normalmente siempre acelerado, forzándonos así a tomar rápidamente decisiones que las fuerzas que más o menos lo manejan todo quieren que tomemos.

Pero la aceleración del tiempo en el fin de la vida de Jesús que hoy queremos tener presente, no es una pregunta retórica para estimular nuestra imaginación ni una estrategia comercial, sino algo muy real. Es el fin. Tiene veinticuatro horas. Entonces decide concentrar el sentido de todo en el gesto más significativo que encuentra o imagina.

Este gesto es la eucaristía. En la línea de la tensión hacia el final pone la semilla del futuro.

Si el domingo de Ramos nos encontrábamos ante la pregunta sobre ¿quién es Éste? Hoy me atrevería a decir que este jueves Santo es la participación en la intimidad de Jesús y de sus discípulos. En la víspera de su muerte, reúne al grupo más cercano. No hace una gran performance o un show, en el sentido de que nosotros estamos acostumbrados hoy por los medios. Aprovecha un elemento de la tradición, la cena pascual judía, que hemos escuchado explicar en la primera lectura y nos dice que él es quien se sacrificará en lugar del cordero o el cabrito, que la sangre derramada será su sangre. Todo esto lo hace en comunidad, con un grupo reducido, hace una opción por la comunidad. Prepara a los discípulos. Los hace testigos directos para que puedan desde ese mismo momento imitar y reunir a la comunidad para recordarlo. «Estando con ellos en la mesa» decía el evangelio y «Aquella noche de la cena, el último con los hermanos, sentado con ellos…», dirá el himno que cantaremos al final de la celebración, en la procesión al santísimo.

En esta preparación para el futuro vemos reflejada la llamada a los presbíteros a ser servidores de las comunidades, estimulando dentro de las posibilidades humanas de cada uno, el recuerdo de Jesucristo, por la predicación de la Palabra, por la celebración de los sacramentos, por el ejemplo. Por eso hoy celebramos que el Señor nos haya llamado a servir de esta forma a las comunidades. Nos obliga y nos impresiona tener que promover realmente el recuerdo del Jesucristo en el ahora y aquí de la historia. Él, Jesús de Nazaret y su evangelio, es el criterio de nuestro servicio y normalmente la intuición de los fieles es más que suficiente para ver si vamos por el buen camino. Necesitamos escucharla.

Pero no sólo celebramos un recuerdo de Jesús como personaje histórico o un gesto. Su identificación con el pan y el vino de la eucaristía conecta con la realidad de Dios, de ahí su fuerza. Él está siempre presente. Por la eucaristía nos ha dado el sacramento más fuerte, más central, la fuente y la cima de la vida de la Iglesia. La reserva del cuerpo y de la sangre de Cristo ilumina las Iglesias con esta realidad de Jesucristo resucitado que se nos ofrece a nuestro nivel más básico, el de la comida cotidiana y que desde ese primer jueves Santo se ha quedado para siempre en el centro de cada comunidad cristiana. Creerlo así nos pide fe.

La música de lo que cantamos es muy importante. Yo os animo a vosotros escolanes que estáis tan abocados a la música y que cantáis tanto esta semana a fijaros y tratar de comprender lo que cantáis. Por ejemplo, para entender esta fe podemos decir que hoy la hacemos muy explícita y los cantos nos ayudan. Si retomamos las palabras que Santo Tomás de Aquino escribió en el himno Canta lengua el santo misterio, que ya he citado encontraremos dos frases muy cortas que nos enseñan que la profundidad de los gestos de Jesús, la comprendemos con la fe: “aunque el sentido no alcanza, para afirmarlo al sincero corazón con la sola fe le basta”. ¡En ningún caso estamos diciendo que los sentidos no nos ayuden, sino que necesitamos ir un poco más allá! Lo cantaréis vosotros y lo cantaremos todos, adorando precisamente el pan, convertido en el cuerpo de Cristo que reservamos solemnemente para poder seguir adorándolo hoy, sintiéndonos cerca de esta intimidad tan propia del Jueves Santo.

El evangelio de hoy nos habla también de servicio. Recordamos el lavatorio de los pies.

Este amor y este servicio de Jesús nos salva porque vienen de él, pero también nos obliga. ¿A quién debemos lavar los pies nosotros, para quien repetimos los gestos y la oración de la eucaristía cada vez que la celebramos?

Lo hacemos a quienes sufren más. Aunque es difícil identificar colectivamente quiénes son estos más necesitados, cada jueves santo hacemos el signo de recordarlos y de confiar a Cáritas el fruto de la colecta a la que os invitamos a participar junto con nuestra comunidad. Caritas nos recuerda constantemente aquellos sectores en los que hace falta ayuda. La salud mental de los jóvenes y adolescentes, los problemas de vivienda, los sin techo.

En el ámbito de la exclusión social, todos estamos algo aterrorizados cuando escuchamos noticias de violaciones cometidas por menores de edad, que normalmente proceden de situaciones sociales difíciles. ¿Han pasado siempre y no lo sabíamos? ¿Son una novedad fruto de modelos perversos accesibles cada vez más pronto y más fácilmente? ¿Qué parte existe de responsabilidad personal y qué parte de no ser capaces de crear los entornos saludables? Ver cómo extender a todos los que necesitan el amor y el servicio de la Iglesia es también un reto de cada eucaristía.

Pero todavía podemos ensanchar la mirada y el sentido. Quisiéramos orar y amar a todo el mundo, porque servir y celebrar nos hace Iglesia, y la Iglesia está llamada en este mundo a ser signo de la unidad de toda la familia humana. Por eso cantaremos también durante el lavatorio de los pies “buscando unidad nos reúne el amor de Cristo”.

Yo diría que además la Iglesia está destinada hoy a ser signo de que existe esperanza en una vida diferente para todos. Una vida humana, una vida de plenitud, el modelo para una sociedad que no deje a nadie a un lado, desde el punto de vista material pero también desde el punto de vista espiritual. Nosotros sólo podríamos decir que tenemos la fuerza que tenemos, que ciertamente no sería suficiente para nada, pero tantos siglos de eucaristía nos refuerzan en la convicción de Dios que ayuda.

Jesucristo quiso que la cena fuera el inicio de su Pascua y quiso aparecerse como resucitado en más de una comida de los discípulos, desde entonces no hemos dejado de recordarle ni un solo día en la larga historia de la comunidad cristiana.

Da devoción cuando escuchas todavía hoy en Grecia, por doquier, la palabra gracias, euxaristoso, que se parece tanto a la Palabra eucaristía. Se te hace evidente que debemos dar gracias por el don de Jesucristo que nos reúne como hermanos y hermanas. Ojalá que él, el Señor, nos mantenga fieles al espíritu de servicio y de donación que emanan de este jueves Santo.

Abadia de MontserratMissa de la Cena del Señor (6 de abril de 2023)

Domingo de Ramos y de Pasión (2 de abril de 2023)

Homilía del P. Manel Gasch i Hurios, Abad de Montserrat (2 de abril de 2023)

Isaías 50:4-7 / Filipenses 2:6-11 / Mateu 26:14-27.66

 

¿Quién es éste? Una vez más, queridas hermanas y hermanos, hemos visto que la forma de hacer de Jesús de Nazaret, provocaba la pregunta “¿Quién es éste?” que cerraba la descripción de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, que hemos leído en el evangelio fuera en la plaza, antes de empezar la procesión.

Los evangelios nos han dejado el testimonio de la admiración, del interés, de la curiosidad de los primeros discípulos y de otros contemporáneos, que ante hechos extraordinarios se preguntaban cómo encajaba aquel “profeta, Jesús de Nazaret” en las categorías con las cuales ellos solían calificar a los hombres, los rabinos e incluso los propios profetas. La respuesta es muy fácil: sencillamente, no encajaba: Jesús no encajaba en ningún sitio. Había que buscar y preguntarse más, era necesario ir un poco más allá, forzar la tradición. La pregunta: “¿Quién es éste?” surge sobre todo cuando Jesucristo hace cosas que corresponden a Dios: perdona los pecados, se manifiesta con poder sobre el viento y el mal mar, o como hoy, toma el lugar de aquel salvador esperado y predicho por el profeta Zacarías: “Digan a la ciudad de Sión: Mira, tu rey hace humildemente su entrada, montado, en un pollino, hijo de un animal de carga”, un salvador al que el pueblo recibe con estos “Hosanna al Hijo de David. Bendito el que viene en nombre del Señor. Hosanna en lo alto del cielo»

Parecía que finalmente la categoría de ese Mesías salvador era la buena. Lo leíamos durante la Cuaresma en la boca de la mujer Samaritana: “¿No será el Mesías que esperábamos?” No nos hacemos ilusiones: Él mismo nos lo ha dicho en la lectura de la Pasión: “Esta noche todos tendrán de mí un desengaño”. Él es el Rey que entra en Jerusalén y es el delincuente que fallecido crucificado. Si el nombre de Mesías le iba bien, no es en el sentido en que lo esperaba el pueblo de Israel. Ni siquiera este nombre, tal y como era tradicionalmente entendido le corresponde, por eso San Pablo podrá decir después con acierto: «Nosotros predicamos un Mesías crucificado, que es un escándalo para los judíos».

No creo que encontráramos una mejor entrada en esta Semana Santa que hacernos la pregunta “¿Quién es éste?” como una invitación a profundizar en nuestro conocimiento de Jesucristo. A todos, los que estáis aquí, y seguramente participarán en todas las celebraciones, a todos los que nos sigan desde casa, a los que quizás sólo asistan o se conecten por la misa de hoy, domingo de Ramos, les invito a preguntaros desde vuestra vida, desde vuestra experiencia cristiana, en el estado en el que esté, incluso si está en los márgenes de la fe, a preguntaros: «¿Quién es éste?», y a intentar escuchar la palabra y la liturgia de esta Semana Santa y Pascua. El testimonio cristiano tiene su origen en la narración de lo que empezamos a conmemorar hoy, la pasión, la muerte y la resurrección de Jesucristo. Si éste es el núcleo de nuestra fe, deberá ser también aquel que mejor nos responda sobre la identidad de quien está en el centro.

Intentaré acercarme a Jesús y a los distintos escenarios de estos días, viendo lo que nos dice la tensión que se palpa en todo lo que va pasando. En catalán, uno de los significados de la palabra tensión es el de expectación.

Un primer testimonio muy básico de esta tensión lo encontramos en el uso de la palabra deprisa, a continuación, al instante. Algunas cosas ocurren enseguida, deprisa. Los discípulos van enseguida a buscar la burra y el pollino y también prometen que lo devolverán enseguida. El gallo también canta enseguida, al instante. A Jesús en la cruz le traen también enseguida el vinagre para beber. Todo esto que ocurre nos afecta ya, hoy, no podemos dejarlo para mañana, no podemos relativizarlo.

En el relato de la Pasión y en todo el Evangelio, una de las formas en las que Jesucristo se revela es precisamente mediante la tensión y la expectación que se crea en torno a él. Es una tensión que se produce entre los dos extremos que hoy nos han relatado: ser Rey, ser Mesías, tener un dominio de la situación similar al de Dios y al mismo tiempo manifestársenos como totalmente sometido a la realidad, a una realidad que puede ser tan adversa que le lleve a ser ejecutado.

Esta tensión se va manifestando: entre Él y el Padre de forma extrema en el huerto de Getsemaní, en el interrogatorio de Pilato, en lo alto de la Cruz. La humanidad es llevada al extremo. ¿Cómo podría ser de otra forma, si esta humanidad de Jesús de Nazaret contiene sin embargo la divinidad de Dios con toda su exigencia?

Pensando en los más jóvenes, me gustó un detalle que vi hace unos días en un icono que representaba la entrada de Jesús en Jerusalén: había un niño pequeño que le daba una hoja al burro que montaba Jesús. Pensé, es una forma de hacer participar a todo el mundo.

Todo esto que estoy diciendo lo podéis entender bien también vosotros escolanes si comparamos los dos cantos de hoy. El de la procesión, en el que todo era alegría “Hosanna, bendito el que viene” y lo que cantaremos en el canto de comunión: Mis manos y mis pies han agujereado, puedo contar todos mis huesos”. ¿No veis clara la diferencia? ¿Incluso musicalmente? ¡y no ha pasado ni una hora de celebración! La diferencia entre estos dos momentos y todo lo que significan es lo que mantiene viva toda la historia de los últimos días de Jesús de Nazaret. La historia de la Pasión es para todos.

La tensión se nos manifiesta más real cuando no sólo la vemos como algo propio y que define a Jesús, sino que también afecta a sus relaciones con los discípulos. Pensamos en la tensión entre la buena voluntad de permanecer fieles y orando junto al maestro y el sueño de los discípulos en el huerto de Getsemaní y cómo finalmente se impone el sueño. Pensamos en la tensión de las contradicciones de San Pedro durante las negaciones que también se imponen y pensamos en la tensión terrible en el corazón de Judas que le lleva al suicidio. Si algo tiene todo esto de consolador es que tanto los discípulos como Judas, que también fue un discípulo, no aparecen como héroes sino como humanos muy frágiles. Uno de ellos tan frágil que no pudo superar el peso de su propia realidad, porque es incapaz de perdonarse y de dejarse perdonar.

También nosotros como los discípulos vivimos la tensión de seguir a Jesucristo en nuestro día a día. Por un lado, nos llama Dios como si nos estirara, por el otro debemos aceptar nuestros límites, las dificultades. Tantas veces nos llegan testimonios y noticias de personas que como Judas caen en los pozos de la depresión, del malestar personal respecto a la propia identidad cada vez más influida por modelos totalmente ficticios impuestos por estereotipos que persiguen hacer a todos dependientes de las modas y del consumo que siempre tiene asociado. Las enfermedades mentales, los intentos de suicidios de menores, hasta cuatro diarios en Catalunya según algún estudio, no pueden dejarnos indiferentes. Colocados en la tensión de este mundo que produce tantas barbaridades, deberíamos situarnos en el lado de Dios y estirar con Él hacia esta cultura de la atracción de Dios por la vida, por la felicidad y por el amor a cada uno tal y como es. No es fácil, pero lo tenemos al lado y de ejemplo.

Porque: ¿Cómo persistió Jesucristo? Confiando en Dios. Con la fe de que, detrás de todo, Dios siempre tiene la última palabra. La actitud del profeta Isaías que hemos leído en la primera lectura avanzaba la actitud de Jesús, pero también nos ayuda a nosotros y en cuatro frases, nos hace evidente que, en la tensión de la vida, escuchar al Señor es siempre la mejor garantía:

«Dios Me abre el oído para que escuche como un discípulo»

«Dios me ha dado una lengua de maestro para sostener a los cansados»

«No he escondido la cara ante las ofensas»

«El Señor Dios me ayuda por eso no me doy por vencido.»

Ojalá pudiéramos reproducirlas en cada una de nuestras vidas.

En la celebración de este domingo de Ramos, domingo de Pasión, pese al contraste entre apoteosis y tragedia, celebramos la eucaristía, el recuerdo de la resurrección, el fin de la historia, la resolución de la tensión. Teniéndolo bien presente, no desperdiciemos la pedagogía con la que la liturgia en esta Semana Santa nos va acercando hacia el momento del que brota todo el sentido de nuestra fe y que nos revelará del todo Quién es ese que celebramos.

Abadia de MontserratDomingo de Ramos y de Pasión (2 de abril de 2023)

Domingo V de Cuaresma (26 de marzo de 2023)

Homilía del P. Josep M Soler, Abad emérito de Montserrat (26 de marzo de 2023)

Ezequiel 37:12-14 / Romanos 8:8-11 / Juan 11:1-45

 

Esta larga narración evangélica, típica de la cuaresma ya en la Iglesia de los Padres, puede dividirse fundamentalmente en tres partes: una introducción y dos cuadros.

En la introducción, queridos hermanos y hermanas, está la presentación de los tres hermanos de Betania, que eran amigos de Jesús, y la notificación de la muerte de Lázaro, uno de los tres. Jesús se encuentra fuera de la región de Judea y al recibir la noticia, espera dos días antes de ponerse en camino para ir a Betania. Los discípulos, que saben que esto puede poner en peligro la vida de Jesús, quieren disuadirle. Pero él afronta el peligro conscientemente y con toda libertad se pone en camino. Y les dice que el verdadero peligro no es ir a Judea sino andar sin la luz que él aporta; una luz que ilumina interiormente a las personas, para que puedan avanzar con seguridad por los caminos de la vida. Él debe cumplir su misión hasta que llegue la hora de las tinieblas, la hora de la pasión.

Tras la introducción encontrábamos el primer cuadro, centrado en el diálogo con Marta, una de las hermanas del difunto, que le sale a recibir un poco antes de llegar al pueblo de Betania. Este diálogo, a partir de unas palabras de Marta, se centra en la revelación de Jesús: Yo soy la resurrección y la vida. Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mi, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mi, no morirá para siempre. Es una revelación doble. Por un lado, sobre la identidad de Jesús; él se pone en el mismo plano de Dios, que en el éxodo se había revelado a Moisés como “Yo soy” (cf. Ex 3, 14). Y, por otra parte, es una revelación sobre quienes creen en él: la muerte no pondrá punto y final a su existencia. Él les llamará a una nueva vida en plenitud, conservando su identidad personal.

Ante la revelación que Jesús ha hecho de su divinidad, Marta responde con una profesión de fe: tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo. Es una profesión de fe que, de una u otra forma, todos los cristianos hemos hecho en el bautismo y que nosotros renovaremos solemnemente en la próxima noche de Pascua.

Y, finalmente, encontrábamos el segundo cuadro, que nos describía una impresionante escena. Jesús de pie ante la piedra que cerraba la entrada a la tumba excavada en la roca, conmovido profundamente. La muerte de su amigo Lázaro era muy real. Hacía cuatro días que estaba en el sepulcro y, según las creencias rabínicas, al cuarto día Dios ya había llamado hacia él el aliento de vida que había dado a la persona y el cuerpo empezaba a descomponerse para volver al polvo.

Ante la tumba, Jesús ruega dando gracias al Padre porque siempre le escucha a causa de la comunión íntima que existe entre el Padre y él, y dice a los presentes que es el enviado del Padre. Y después gritó con voz potente: «Lázaro, sal afuera».  Y el muerto salió. La enfermedad, la muerte y la resurrección de Lázaro son el punto de partida de un proceso que conducirá a la muerte y a la resurrección de Jesús, y a la manifestación de su gloria. Y, aunque la resurrección de Lázaro sea para volver a la vida temporal y, por tanto, para volver a morir, es un signo de que la muerte no es un término definitivo sino una etapa de la vida. Tras la resurrección de Jesús, es ofrecida a todos los creyentes la posibilidad de participar, después de la muerte, de su resurrección y de su gloria. Por eso, creer en Jesús no es sólo reconocer su potestad de dar la vida, sino también reconocer el nuevo significado de la muerte y de la vida humanas; reconocer la muerte –pese a su seriedad y la gravedad de la enfermedad que la puede preceder- como un paso a otra forma de vida más plena, como un “mayor nacimiento” (Maragall, Canto espiritual). Lo que conlleva procurar vivir de manera consecuente con el destino eterno que nos es ofrecido.

Este horizonte último de la existencia humana, que es la vida eterna, actualmente queda muy en segundo plano, incluso en personas que se llaman cristianas. La realidad de la supervivencia personal más allá de la muerte es algo que choca con el pensamiento de matriz científica que es lo que actualmente domina en nuestra sociedad. Pero se trata de una afirmación fundamental de la fe cristiana, por eso en el credo decimos: «espero la resurrección de los muertos y la vida perdurable».

Este “sal afuera” es la palabra inaudible que Jesucristo dice en la fuente bautismal a cada creyente cuando le hace pasar sacramentalmente de muerte a vida, de una vida de oscuridad interior (la propia de quien vive según las miras naturales, de las que hablaba san Pablo) a una nueva existencia (aquella que es según el Espíritu). Pero no siempre vivimos como es propio de esta nueva existencia de luz. Por eso, en la cuaresma, la Iglesia ruega por nuestra conversión en sintonía con las palabras de las hermanas de Lázaro: Señor, el que tú amas está enfermo, confiando en que él con el perdón nos renueva la vida.

“sal afuera”, será, todavía, la palabra que Jesucristo nos dirá al final de nuestra vida en la tierra, traspasado el umbral de la muerte. Porque la resurrección de Jesucristo es prenda y primicia de la nuestra.

Abadia de MontserratDomingo V de Cuaresma (26 de marzo de 2023)

Fiesta del Tránsito de Sant Benito (21 de marzo de 2023)

Homilía del P. Manel Gasch i Hurios, Abad de Montserrat (21 de marzo de 2023)

Génesis 12:1-4 / Filipenses 4:4-9 / Juan 17:20-26

 

Ya que a San Benito lo llamamos con razón, queridas hermanas y hermanos, que es padre de monjes, no debe sorprendernos que la primera lectura de hoy nos evoque Abraham, tenido por padre de la fe de los judíos y por tanto también de los cristianos. Los padres, en el sentido inclusivo de padre y madre, son quienes nos dan la vida, nos educan, nos dejan su ejemplo. Un padre en la fe como Abraham es quien nos da el ejemplo de una vida creyente, más con hechos que con teorías o discursos según el testimonio que nos ha llegado en el libro del Génesis. De él decimos Patriarca que quiere decir gran padre.

¿Y qué nos enseña Abraham en ese pequeño fragmento que hemos leído en la primera lectura? ¿Cómo ilumina la figura de Nuestro Padre San Benito y la vida de todos los que estamos aquí: monjes, escolanes, oblatos, presbíteros amigos y peregrinos presentes o virtuales?

Ante todo, nos enseña a escuchar a Dios: “En aquellos días, Dios le dijo” y queda claro que Abraham escuchó. El otro Patriarca que celebramos hoy, nuestro Padre San Benito también nos enseña a escuchar a Dios. Su vida, escrita por el Papa Gregorio I, nos lo presenta como un joven que se marchó de Roma para huir del ruido buscando un lugar donde pudiera escuchar tranquilamente la voz de Dios, viviendo únicamente bajo su mirada. A los benedictinos nos gusta peregrinar aún hoy a este lugar apartado, al Sacro Specco, o Santa Cova, en la villa de Subiaco, en el centro de Italia, para recordar ese inicio. No debe extrañarnos pues que al escribir muchos años más tarde la Regla para monjes que todavía hoy es el texto fundamental de todas las familias benedictinas, lo empezara con la palabra “escucha”. Escuchar ha sido siempre el centro de la vida monástica y en el monasterio aprendemos muchas maneras de escuchar a Dios, principalmente en la Palabra de la Escritura y en la vida de los hermanos, de los huéspedes, de los peregrinos, de vosotros escolanes: aunque os parezca extraño, también escuchamos a Dios cuando os escuchamos a vosotros. Ojalá supiéramos hacerlo bien y supiéramos transmitir al mundo este valor fundamental. Como todos sabéis, el Papa Francisco también ha querido que la Iglesia entrara en un proceso de escuchar a Dios que habla a través de todos y ha convocado un sínodo, digamos una reunión a la que todo el mundo está convocado. Como he dicho en un principio, estamos contentos de acoger hoy a una de las principales responsables de este sínodo.

Abraham no sólo escuchó, sino que comprendió lo que le decían. Normalmente si escuchamos entendemos, aunque alguna vez, nos dicen cosas tan complicadas que ni escuchando las entendemos, pero tengamos claro que entonces no es culpa nuestra. Abraham comprendió que Dios le pedía que se marchara, que dejara su país, su familia y que se pusiera en camino, hacia un lugar que Él, el Señor le diría. ¡NO sabía adónde iba! Hace gracia pensar que hoy en día si no nos han enviado la ubicación al móvil y no tenemos un navegador y no nos dicen exactamente dónde vamos, ¡ya nos parece que no podremos llegar! Algo diferente del caso de Abraham, que empezó una aventura que, al principio de todo, era sencillamente de confianza en Dios. Sólo sabía lo que dejaba atrás. Todo lo que quedaba delante era un interrogante, una pregunta. No fue la última vez de su vida que tuvo que confiar en Dios.

Aunque parece que San Benito quizá sabía algo mejor geográficamente adónde iba, su huida de Roma también era un viaje a una experiencia totalmente nueva y desconocida para él. Como a Abraham, Dios, a través también de otras personas le enseñó el camino.

Ni la vida de los monjes ni la de la mayoría de la gente se entiende como una aventura, aunque existen excepciones como la del P. Bonaventura Ubach y sus viajes, que son verdaderas aventuras de novela. Nosotros hoy, como decía, tenemos una especie de seguridad total que llegaremos al lugar al que vamos, siempre que no nos quedemos sin cobertura o batería en el móvil, pero la vida de la fe, la que queremos vivir con Dios sí es una aventura que sólo Él, el Señor nos va enseñando. Algunas veces pensamos saber tan bien y con tanta seguridad adónde vamos que esto mismo nos hace poco capaces para escuchar, para comprender, para ampliar la visión, para vivir la aventura de la vida. La vida monástica geográficamente es tan estable, tanto que ha hecho de esta estabilidad un voto que nos ata al lugar y al monasterio, tan estable que por ejemplo nosotros hace casi mil años que estamos aquí mismo, querría ser capaz de aportar esta apertura a Dios y a todas las novedades que Él quiera inspirar. Esta apertura sería lo contrario a lo que dice un sociólogo contemporáneo cuando afirma que el mayor daño del mundo es decir que no hay alternativas a todas las situaciones contrarias a las personas y a sus derechos. Éste no hay alternativas deberíamos tenerlo prohibido. ¡No hay nada más contrario al Evangelio!

A Abraham le movió una promesa de Dios. La de un país para vivir, la de ser padre de un gran pueblo y sobre todo la de ser bendición y motivo de bendición. Bendecir significa “decir bien”, o hacer mayor y poderoso. Que te Dios te bendiga es importante, significa que estás en el buen camino. Que nosotros podamos bendecir también es bonito, y en algunos países la gente pide muy a menudo que la bendigas, pero que tu nombre se utilice para bendecir es mucho más. Quiere decir casi que quedas ligado a lo bueno de la vida, junto a Dios. La promesa hecha a Abraham con estas palabras era realmente importante. ¿Y qué significa el nombre de San Benito? Benedictus con latín: bendito. Como dice la primera frase de su vida: “Fuit vir vitae venerabilis, gratia Benedictus et nomine”; «. Hubo un hombre de vida venerable, Benito de nombre y bendito de Dios». Con él la bendición de Dios se hizo también persona y don para la Iglesia y para el mundo. Dios le bendijo durante su vida y también ha quedado unido a las grandes obras de Dios. Él nos señala a todos nosotros el camino para sentir siempre que Dios está listo para hacer mayor y proteger todo lo que haremos en su nombre y para ser bendición para los demás. No es tan difícil. Sólo hay que amar todos los días. Y a esto llegamos todos.

Y finalmente Abraham también obedeció. Dice la lectura del Génesis: Se marchó tal y como el Señor le había dicho. Escuchar y entender quedarían incumplidos si al final no hiciéramos. El Señor nos pide que hagamos, que actuemos. Aunque a nosotros se nos ha dicho a veces que éramos monjes contemplativos, también San Benito nos pide que hagamos. Orar también es hacer y la Regla nos organiza el día para que nuestra oración sea ordenada; hoy incluso, mucha gente se fía de nuestro orden y en nuestro horario para unirse a nosotros por los medios de comunicación. Además, si miramos la historia y las obras de los monasterios benedictinos en el mundo, veremos que “hacer” siempre ha sido muy importante y esperamos continuar fieles con su ayuda.

También Dios os llama a todos vosotros a hacer lo que habéis escuchado y entendido, sea lo que sea. Seguro que, en su palabra, en los relatos que leemos, en vuestra lectura, incluso observando la realidad, encontraréis, escucharéis, comprenderéis y veréis que puede “salir” de vosotros mismos y hacer algo por los demás, por quienes tenéis tan cerca. Pensad que esto os está acercando a Abraham, os está acercando a San Benito, os está acercando a quien sucedió y superó a Abraham y precedió e inspiró a Benito, a Jesucristo, al Señor, que apoyando toda intuición espiritual y toda obra buena nos mantiene en la perseverancia de todo lo que empezamos. Celebremos con fe su memorial en la eucaristía.

Abadia de MontserratFiesta del Tránsito de Sant Benito (21 de marzo de 2023)

Domingo IV de Cuaresma (19 de marzo de 2023)

Homilía del P. Josep-Enric Parellada, monje de Montserrat (19 de marzo de 2023)

1 Samuel 16:1.6-7.10-13a / Efesios 5:8-14 / Juan 9:1-41

 

Estimados hermanos y hermanas,

En la Palabra de Dios de este domingo encontramos tres temas comunes a las tres lecturas y que son: la mirada atenta o el saber ver, la luz y el aprender a mirar.

El primero, sobre la mirada atenta o el saber ver, podemos traducirlo con la experiencia de no vivir distraídos a lo que ocurre en nuestro entorno y especialmente a las personas que hay alrededor. Si lo recordáis el texto evangélico empezaba diciéndonos que Jesús, pasando vio a un ciego de nacimiento, es decir, alguien que tenía que mendigar para poder subsistir. Se trataba de alguien que era invisible para muchos, como hoy lo son tantos y tantos en nuestra sociedad. Seguro que aquel hombre estaba habituado a que todo el mundo pasase de largo ante su persona y su situación. Jesús, no, se detiene, y sin ni siquiera gritarle, actúa poniéndole barro sobre los ojos y enviándolo a la piscina de Siloé a lavarse de donde volvió viendo. Merece la pena remarcar que el ciego se fía de la palabra de un desconocido, se fía cuando el milagro aún no se había realizado.

Es importante darnos cuenta de que Jesús le ve y lo acoge tal y como es y esto también vale para nosotros, en este tiempo. Jesús nos encuentra tal y como somos, por rotos que estemos, ya que, en el Evangelio, en un primer momento, la mirada de Jesús no se fija nunca sobre el pecado, sino siempre el sufrimiento y debilidad de la persona (Johannes Baptista Metz).

El segundo tema es el de la luz. Los hombres de todos los tiempos buscan luces que iluminen su camino y que se conviertan en ellos guías. Por eso la pregunta surge inevitable: ¿dónde encontrar la luz que ilumine verdaderamente, profundamente? Para encontrar la respuesta no necesitamos ir demasiado lejos. En el evangelio de este domingo encontramos la respuesta radical y absoluta de Jesucristo: Yo soy la luz. No una luz, sino la luz. Y más aún: Yo doy la luz.

Ser cristiano es creer en esa absoluta pretensión de Jesucristo. Ser cristiano no es saber todas las respuestas, tener la solución de todo, pero sí creer que de Jesucristo hemos recibido la luz para avanzar por un camino que no deja de ser difícil y oscuro, pero que sin duda con él y por él lleva a la vida.

La luz de Jesús no sólo ilumina nuestras vidas, sino que nos convierte en personas “luminosas”, es decir, en hombres y mujeres capaces de ir eliminando la tiniebla del mundo sembrando esperanza, cariño y ganas de vivir por todo por donde pasamos. Pero esta luz es muy frágil, en el tiempo presente, ya que no siempre podemos hablar de luz, sino que sólo podemos ofrecer gratuitamente la calidez y la lealtad de un amor que no nos pertenece, pero que nos habita. No siempre lo tenemos todo claro, pero podemos estar disponibles y cercanos, para andar con los demás apuntalándonos mutua y fraternalmente en la esperanza, que es también luz para el corazón humano.

Finalmente, el tercer tema, y permitidme que la dirija a nuestros escolanes, a los chicos y chicas que estáis aquí y evidentemente a todos vosotros, y que es el aprender a mirar o si queréis, dejarnos enseñar a mirar. Y lo ilustraré con una experiencia que viví hace años, siendo párroco del santuario y fue bendecir un matrimonio, o dicho como lo hacemos habitualmente casé a una pareja que ambos eran ciegos de nacimiento. Lo que para la gran mayoría es evidente a nivel de espacios, lugares, para ellos no lo era. Por eso, en el último encuentro de preparación de la celebración me pidieron algunas cosas que habitualmente no nos piden.

La primera era realizar el recorrido que hay desde la puerta hasta el presbiterio. La mayoría de nosotros al entrar en la basílica sea por la puerta central o por las laterales nos damos cuenta de la grandiosidad y de la belleza de la nave. Ellos al entrar, únicamente me dijeron: ¡qué grande es! Ese día aprendí que el espacio siempre tiene sonidos y que ellos sabían distinguir un espacio pequeño de un espacio grande a pesar de ser invidentes. De ahí las grandes dificultades que tienen los que son ciegos y al mismo tiempo sordo mudos. Hicimos todo el recorrido, él del brazo de su madre y ella del brazo de su padre que les habían acompañado para su preparación. Al llegar al pie del presbiterio, subimos los escalones que hay aquí delante y también tocaron los dos asientos que utilizamos para los novios y se sentaron para saber cómo eran. A continuación, me preguntaron, ¿y aquí delante qué hay? Les expliqué que estaba el altar, que era una gran piedra de la montaña con un antipendio de plata y esmaltes. Me pidieron poder tocarlo. Su comentario fue único y repetitivo: qué grande es y añadieron y la plata tiene figuras que habían descubierto gracias al tacto.

Al terminar este ensayo me dijeron que saldrían solos de la basílica, cogidos de la mano, y que, en todo caso, que alguien fuera delante de ellos, porque ya habían aprendido, remarco ya habían aprendido, el recorrido que les habíamos enseñado.

Antes de marcharme me dijeron que no me extrañara que el día de la boda cuando se encontraran al pie del altar y para saber cómo iban vestidos que se tocarían por encima de la ropa, como hacen los responsables de seguridad del control de entrada de los aeropuertos cuando salta la alarma.

El día de la boda, fue todo según lo previsto. Una vez al pie del presbiterio, donde les esperábamos con el monje que ayudaba a la celebración, tal y como me habían dicho se tocaron con gran delicadeza por encima del vestido respectivo. Él le dijo, es bonito y tiene bordados, y así era el traje que llevaba la novia. Cuando fue ella en lugar de hacer ningún comentario sobre la ropa le preguntó de qué color llevas el vestido, él le respondió: gris perla y ciertamente, era de ese color y puedo pensar que al ir a comprar se lo dijeron. Lo que más me sorprendió fue que ella al saber el color le dijo: sabes, siempre había pensado que me gustaría que el día de nuestra boda trajeras un vestido de ese color. Personalmente quedé sin palabras y me pareció que no era el momento de preguntar.

La celebración fue muy emotiva al final de la cual quisieron decir unas breves palabras. Fue un parlamento muy breve en el que fundamentalmente agradecieron a sus padres, hermanos, familia y a los amigos que les acompañaban entre los que había invidentes como ellos, que les hubiesen enseñado a mirar y conocer las cosas, ya que sin los demás la vida les hubiera sido mucho más difícil de lo que ya lo era a veces debido a su ceguera.

Al llegar al despacho para las firmas le pregunté a la novia, ¿por qué había pensado en el color gris perla? Sin dudarme dijo porque las perlas tienen un tacto suave y siempre cuando me han hablado del color gris perla pensaba que éste era un buen color para nuestro matrimonio para que la vida y las situaciones que vivimos nos fueran suaves.

No es un cuento, es una realidad que he resumido mucho, ya que la preparación y celebración de esta boda comportó varios encuentros. Esta experiencia vivida me lleva a pensar que no sólo vosotros, los escolanes, los más jóvenes, sino todos, necesitamos de los padres, de los educadores, de los maestros que nos ayuden a curar o corregir nuestras cegueras, que son muchas y que nos hacen vivir distraídos o deslumbrados por falsas luces.

Necesitamos encontrar el multiforme color del amor que nos ayuda a hacer más suaves nuestras vidas y las relaciones con los demás. Nos hace falta dejarnos guiar por Jesús, que se nos acerca tal y como nos encontramos, para saber mirar a los demás, al mundo, con los mismos ojos que Dios mira.

Abadia de MontserratDomingo IV de Cuaresma (19 de marzo de 2023)

Domingo III de Cuaresma (12 de marzo de 2023)

Homilía del P. Efrem de Montellà, monje de Montserrat (12 de marzo de 2023)

Éxodo 17:3-7 / Romanos 5:1-2 / Juan 4:5-42

 

«¡Si supieras qué quiere darte Dios!», le decía Jesús a la samaritana. Es una frase que nos podemos hacer nuestra: “¡Si supiéramos qué nos quiere dar Dios!” … ¿Qué haríamos? Y, ¿qué podemos hacer para saberlo? ¿Cómo saber qué es lo que Dios tiene reservado por nosotros? El evangelio de hoy nos mostraba el camino: podemos saberlo dialogando con Dios, como hoy hacía la samaritana con Jesús.

En el evangelio que nos acaba de ser proclamado, Jesús representaría a Dios. La samaritana podríamos ser cada uno de nosotros, o mejor dicho: sería una imagen de la Iglesia que está formada por muchas personas de muchos pueblos distintos que tienen sed, que buscan a Dios. La sed, por tanto, sería el deseo de Dios, la necesidad de tener fe. Y el pozo sería el lugar al que vamos cuando queremos apagar nuestro deseo, allí donde esperamos encontrar el agua que calme nuestro deseo. Y el agua finalmente sería lo que Dios tiene para darnos: su Espíritu Santo y su palabra que está viva, y que no deja de fluir para que bebamos tanto como queramos. Pero además de esta lectura, en el evangelio de hoy también encontramos una imagen concreta de Dios: es la imagen de un Dios que quiere encontrarse con nosotros, que se nos hace cercano. De un Dios que dialoga con la humanidad, sea con quien sea. De un Dios que pisa el terreno y no se desentiende de nuestras necesidades, aunque nos ha dado libertad y somos nosotros quienes decidimos si queremos acercarnos a él, o no.

Y este diálogo entre Dios y la humanidad que aconteció al borde del pozo al encontrarse Jesús con la samaritana, nosotros lo hacemos aquí, en cada celebración. Cuando venimos a Misa estamos en ese pozo donde nos encontramos con Jesús que nos habla: nos habla a través de su palabra proclamada en la asamblea, nos da su Espíritu a través de los sacramentos, y se nos hace presente en el camino. También se nos hace presente en la misma asamblea porque nos habla también a través de otras personas. Su palabra es esa agua viva que Jesús explicó a la samaritana, esa agua que nunca ha dejado de correr aquí en la celebración atravesando los siglos, y nos permite dialogar con Dios, porque siempre hay algo que se refiere a nosotros y nos interpela. Y a través de este diálogo podemos avanzar, caminar, crecer y transformarnos. «¡Si supieras qué quiere darte Dios!», decía Jesús a la samaritana. Lo que Dios nos quiere dar seguramente es demasiado grande incluso para imaginarlo. Pero nos preparamos a lo largo de toda la vida. Lo que Dios nos quiere dar en realidad es la plenitud que llegará un día cuando resucitemos, cuando entremos en su presencia y vivamos con él para siempre. Y mientras hacemos camino, cada año pasamos por la Cuaresma que nos da una oportunidad para revisar cómo vamos, oportunidad de reponer fuerzas y convertirnos de nuevo: de volvernos una vez más hacia aquél que quiere lo mejor para nosotros, que nos tiene preparada la mejor agua que nunca podamos beber.

Porque, al fin y al cabo, todos nosotros tenemos sed; toda la humanidad la tiene. Y como los hebreos de la primera lectura, en el desierto de este mundo todos podemos tener la tentación de dudar de la presencia de Dios: «El Señor, ¿está con nosotros o no está?», decían. Pero al igual que cuando Jesús pide agua a la samaritana ya había hecho nacer en ella el don de la fe, el simple hecho de sentir necesidad de Dios nos indica que Dios también la ha hecho nacer en nosotros. La fe es nuestra respuesta al amor que Dios nos ha dirigido ya. Porque nunca debemos olvidar que Dios también tiene sed: tiene sed de nuestra fe; tiene sed de nuestra respuesta. Y para apagar nuestra sed —y la de Él, al final, donde debemos ir a parar es poder hacer la misma afirmación que hicieron los samaritanos después de escuchar el testimonio de la mujer: «nosotros mismos lo hemos oído, y sabemos que éste es de verdad el Salvador del mundo». Si reconocemos a Jesús como aquél que ha venido para salvarnos, lo que Jesús nos dice cada domingo tendrá autoridad para nosotros y hará un efecto real en nuestras vidas. Si lo que creemos se transforma en nuestros actos seremos presencia de Dios en el mundo, sea cual sea el lugar que ocupemos. Y cuando hablemos, también dialogaremos con nuestros contemporáneos como Jesús lo hizo con la samaritana.

“Si supiéramos qué nos quiere dar Dios!” … ¿Qué haríamos?, empezábamos diciendo. Seguramente, nada especial: simplemente, servir a nuestro prójimo, ayudar a los que tenemos cerca, hablar con ellos buscando su bien… Haciéndolo, les haremos llegar el amor de Dios, nos convertiremos en una fuente de agua viva que brota siempre. Y podremos llegar a saber qué es lo que Dios nos quiere dar: de lo que nosotros damos, del amor con el que nosotros amamos, nos devolverá el cien por uno.

Abadia de MontserratDomingo III de Cuaresma (12 de marzo de 2023)

Domingo II de Cuaresma (5 de marzo de 2023)

Homilía del P. Carles-Xavier Noriega, monje de Montserrat (5 de marzo de 2023)

Génesis 12:1-4a / 2 Timoteo 1:8b-10 / Mateo 17:1-9

 

A veces asociamos la Cuaresma a un tiempo de tristeza o de mortificación. La liturgia de hoy, en cambio, nos muestra lo contrario, nos lleva a la montaña del Tabor, nos hace caer en la cuenta de que el verdadero sentido de la Cuaresma no se reduce a realizar una serie de pequeños esfuerzos ascéticos, sino que también nos da la posibilidad de saborear la belleza del encuentro con el Señor.

El evento de la Transfiguración es, pues, una cita obligada en este tiempo de Cuaresma para todos nosotros. Tras la experiencia del pasado domingo en el desierto de la tentación, estamos llamados a subir a la montaña con los tres discípulos elegidos por Jesús: Pedro, Santiago y Juan. Los mismos que más tarde elegirá para que le acompañen en el huerto de Getsemaní y permanezcan un poco más cerca de él, mientras que el resto permanecerán más alejados del lugar donde orará en su agonía. La escena de la transfiguración y la escena del sufrimiento de Jesús en Getsemaní contrastan entre sí: una, feliz esplendor y la otra, angustioso sufrimiento en la que Pedro, Santiago y Juan le hacen compañía, pero al mismo tiempo están relacionadas entre sí. Porque no hay gloria sin cruz.

La experiencia de los discípulos es muy significativa. Ellos, acostumbrados a las aguas del lago, están llamados a subir a la montaña alta, el lugar de la revelación, y Dios les hace protagonistas de algo fuera de su alcance. Son iluminados por una luz deslumbrante y ven a Moisés y Elías junto a Jesús, y quedan fascinados por esta visión. Y escucharán la Voz de Dios Padre diciendo: “Éste es mi hijo amado, en quien me he complacido. Escuchadlo”.

Por eso Cristo ordena a los tres discípulos que no hablen con nadie de esa misteriosa visión, antes de su muerte. Porque el misterio de la Transfiguración es para los discípulos una preparación para el misterio de la “Desfiguración”. Jesús que sube al Tabor subirá un día, no muy lejano, al Calvario. Al lado de Él ya no estarán Moisés ni Elías, sino dos ladrones. Ya no habrá Luz, sino tinieblas. Ya no estará la Voz del Padre, sino Su silencio. Y cuando llegue el momento de su éxodo en Jerusalén, de la cruz, los discípulos continuarán sin comprender. De los tres sólo quedará uno, Juan. Todos necesitarán una nueva Luz, una nueva aurora, el nuevo Día de la Resurrección. Y entonces lo comprenderán todo, aunque sea despacio.

¿Y nosotros? A veces vivimos momentos de Tabor… Cuando, por ejemplo, vivimos un tiempo de desierto, oración, retiro. Nos parece estar en la montaña, contemplar la Luz, escuchar la Voz. Y decimos -o pensamos- «es bueno estar aquí». Pero la mayoría de las veces estamos llamados a bajar de la montaña, a estar a ras del suelo, a chocarnos con las dificultades y la oscuridad de la vida cotidiana. Una oscuridad que se encuentra fuera y, a menudo, también en nuestro interior. Y es aquí donde estamos llamados a dar un salto de fe: a ver lo Transfigurado en lo Desfigurado, es decir, a transfigurar nuestra realidad, a observar bien, con los ojos de Dios, la Luz que siempre está ahí. Quizá oculta, atenuada, pero está ahí. Incluso en el dolor más absurdo e incomprensible.

Y esa Luz tiene un nombre: Su Palabra. Escuchémosla. Escuchar nos invita a dar luz, a iluminarnos. Escuchar nos invita a bajar de la montaña para servir al hermano en el llano. Pedro no debe quedarse allí, aunque fuera bueno estar. Debe bajar y ponerse a servir. Y nosotros con él. 

Aquí y ahora no vemos esta Luz, pero podemos vislumbrarla, verla dentro de nuestra realidad, a nuestro alrededor. Podemos vislumbrarla a los ojos de tantos enfermos, incluso gravemente enfermos, pero fuertes en la fe. Lo vemos en tantas personas comprometidas con el bien de los demás, sin querer obtener nada a cambio. Lo vemos en comunidades y familias en las que se respira la belleza de creer en Jesús.

Hermanos y hermanas. En medio de la sucesión de acontecimientos que parecen dar poca esperanza y mucha desesperación, Jesús mismo nos ofrece el camino: volver la mirada hacia Él. La transfiguración es un adelanto de la resurrección. En medio de las dificultades de la vida tenemos un hito. Subimos, pues, también nosotros al monte Tabor para escuchar la voz del Señor y contemplar a Cristo que se transfigura ante nosotros y nos invita a experimentar el cielo, porque esta experiencia hará menos fatigoso nuestro camino en la tierra, en medio de tantos problemas, y nos ayudará a avanzar hacia la meta final que es la Pascua de Cristo, que también será la nuestra.

Abadia de MontserratDomingo II de Cuaresma (5 de marzo de 2023)

Domingo I de Cuaresma (26 de febrero de 2023)

Homilía del P. Bernat Juliol, Prior de Montserrat (26 de febrero de 2023)

Génesis 2:7-9; 3:1-7a / Romanos 5:12-19 / Mateo 4:1-11

 

Queridos hermanos y hermanas en la fe:

Si nos dijeran que mañana debemos iniciar un largo viaje, al otro extremo del mundo, seguramente nos pasaríamos todo el fin de semana haciendo las maletas. Lo más probable es que intentáramos llenarlas al máximo: alguna muda más por si llueve, un calzado de repuesto por si hace falta, el jersey grueso por si hace frío, el bañador por si hay piscina y así un largo etcétera. Al final de todo, deberíamos pesar la maleta para evitar que a la hora de embarcar en el aeropuerto tuviéramos que pagar un recargo por sobrepeso. Nuestro empeño habría sido, seguramente, el de llenar la maleta con tantas cosas como pudiéramos.

Ahora imaginémonos que nos dicen que también mañana iniciamos un viaje, pero esta vez para realizar una travesía a pie por el desierto (que, por cierto, dicen que es una experiencia única). A la hora de realizar la maleta también nos preocuparíamos. Pero ahora no para poner el máximo de cosas posible, sino al revés: deberíamos intentar poner poquísimas cosas, sólo las imprescindibles. El objetivo es ahora que la mochila sea lo más ligera posible para hacer más fácil las caminatas. En la maleta, pues, sólo tendremos que poner lo más importante, sin lo cual no podemos sobrevivir.

Esto es lo que nos intenta decir Jesús hoy en el evangelio que nos ha sido proclamado hace un momento. El Señor se retiró al desierto donde ayunó durante cuarenta días, símbolo aquí de los cuarenta días de la Cuaresma que acabamos de iniciar. Allí el tentador intentó derribarle con sus trampas. Pero Jesús superó todas las pruebas, no tomando el camino fácil sino indicándonos qué es lo importante en la vida del cristiano, cuáles son los cimientos de la existencia de un seguidor de Jesucristo.

En cada una de las tres tentaciones, Jesús responde con un texto extraído del Antiguo Testamento. En la primera tentación dice: «El hombre no vive sólo de pan; vive de toda palabra que sale de la boca de Dios». En la segunda: «No tientes al Señor, tu Dios». Y finalmente, en la tercera: «Adora al Señor, tu Dios, da culto a él solo». Si nos fijamos, el común denominador de todas estas expresiones utilizadas por Jesús es que ponen a Dios en el centro de su vida.

Para intentar entenderlo, debemos intentar captar cuál es la estrategia del tentador. Podríamos ilustrarlo con una película. Es una película americana del año 1997 que aquí se tradujo por Pactar con el diablo. El argumento es una especie de historia de la salvación a la inversa. En ese caso es el diablo que se encarna en un rico y brillante abogado de Manhattan. Los abogados siempre han tenido una inmerecida mala fama. En un discurso memorable, el diablo, interpretado por Al Pacino, critica a Dios porque no interviene en el mundo, porque no salva a la humanidad de las desgracias y penurias por las que debe pasar. Porque es un Dios lejano que nos ha dejado solos.

En cambio, él dice: «Yo tengo los pies en el mundo desde que empezó. Siempre me he preocupado de lo que el hombre quería. Soy un devoto del hombre. Soy un humanista, quizá el último humanista. Ahora ha llegado mi momento». Se muestra aquí cuál es su estrategia. Es la misma que en el fragmento evangélico que hemos oído hoy. El diablo intenta sacar a Dios de la vida del hombre. Intenta que el centro ya no sea Dios sino el propio hombre. Es lo que ocurre también en la escena del libro del Génesis de la primera lectura. Es como si la serpiente dijera: «No haga caso de Dios y de lo que él le dice».

Con todo lo que hemos dicho, podemos ya entender qué es lo más importante de nuestra vida, lo que Jesús en el desierto nos indica con su resiliencia: que fundamentemos nuestra vida en Dios, que no caigamos en la tentación de apartarlo o eliminarlo. Ahora podríamos preguntarnos: ¿por qué? Porque sin Dios nosotros no seríamos nosotros mismos, porque sin Dios nunca podríamos llegar a la auténtica libertad, a la auténtica plenitud, a la auténtica humanidad. Y lo más importante de todo, porque sin Dios nunca podríamos llegar al auténtico amor.

Es que nuestro Dios es el Dios-Amor, como nos dice la primera carta de san Juan. Y es por eso que el mandamiento nuevo que Jesús deja antes de su pasión es: «amaos unos a otros tal y como yo os he amado». Hemos llegado, pues, al final de la calle: el mensaje que nos deja Jesús en el desierto es el de poner el amor en el centro de nuestra vida, de no olvidarnos nunca de Dios porque Dios es Amor.

Hermanos y hermanas, todos nosotros, un día, deberemos emprender el último viaje hacia el precioso jardín del Edén. A lo largo de nuestra vida, algunos han ido llenando las maletas sin cesar. Pero al final se darán cuenta de que no podrán llevarse nada de lo que han puesto. Otros, en cambio, se han pasado la vida vaciando las maletas para quedarse sólo con lo necesario e imprescindible. Y al final, han entendido que lo único que podremos llevarnos es el amor.

Abadia de MontserratDomingo I de Cuaresma (26 de febrero de 2023)

Miércoles de ceniza (22 de febrero de 2023)

Homilía del P. Manel Gasch i Hurios, Abad de Montserrat (22 de febrero de 2023)

Joel 2:12-18 / 2 Corintios 5:20-6:2 / Mateo 6:1-6.16-18

 

Queridos hermanos y hermanas, queridos escolanes, me gustaría explicaros la Cuaresma como si fuera una excursión, como una caminata que empezamos hoy. Será larga, cuarenta días hasta el domingo de Ramos. Es un camino en el que necesitamos las piernas y el cuerpo, pero sobre todo necesitamos la voluntad, la motivación y el sentido que debe hacernos avanzar.

Nuestro itinerario es algo especial. No se trata de recorrer kilómetros, sino de vivir y avanzar hacia una fecha determinada, de llegar a la Pascua, la fiesta de la Resurrección de Jesucristo. Para no perdernos, casi todos los días, empezando por hoy, la liturgia nos lo recordará en un momento u otro que precisamente avanzamos hacia la Pascua. La invitación del camino cuaresmal no es la de movernos mucho, a pesar de los más de 32.000 kms. que haréis los escolanes la próxima semana en el viaje a Adelaide en Australia, sino la de vivir más intensamente nuestro día a día, con un objetivo de mejora personal y colectiva. La Cuaresma es como un tráiler de la vida. Intentamos (en poco tiempo) que nuestra vida sea clara y tenga sentido, verla entera y darnos cuenta de dónde estamos. Darnos cuenta, sobre todo, que en lo que es más fundamental que nada, amar, estamos lejos de la propuesta que Dios nos ha hecho. Nosotros, todos los bautizados, y ya también los que se preparan, hemos aceptado este amor como la propuesta fundamental de nuestra vida. Una propuesta muy antigua que dice: Amar a Dios con todo el corazón, con todo el cuerpo, con todo el espíritu.

Hoy es el día en que empezamos esta excursión. Nadie está preparado al cien por cien para andarla. ¿Por qué? Porque si el objetivo de todos estos días es llegar a amar sin límites, sólo Jesucristo y Nuestra Señora son totalmente buenos, sin ninguna falta, sin ningún pecado. Una de las cosas más importantes que debemos hacer hoy es darnos cuenta de todo aquello que no nos deja andar, que no nos permite ser más cristianos y por tanto amar mejor.

Empezamos un camino porque se nos pide que nos convirtamos: esto es, que nos volvamos, que nos orientemos hacia un destino, que no puede ser otro que Jesucristo. En el gesto de girarse hacia él, existe también el gesto de apartarse, el de dejar de mirar hacia un lado y empezar a mirar hacia otro. Hoy que es el día en que empezamos, tenemos la ilusión y la fuerza. Hacemos unos estiramientos para tener la musculatura preparada, especialmente los que tenemos cierta edad. Estos estiramientos son el ayuno, los ejercicios espirituales de estos días para los monjes, hacer más oración, ayudar más a la gente…etc. También vosotros podéis pensar en algún estiramiento espiritual que os ayude en esta cuaresma. Pero hoy estamos motivados y creemos que podemos hacerlo bien. La sabiduría de la liturgia nos hace celebrar días fuertes, días en los que se concentra el sentido de la vida y en los que parece más eficaz la bendición de Dios.

La primera lectura a pesar de los siglos que tiene, nos ha hablado también de un momento en el que el Pueblo de Israel hacía lo mismo que hacemos hoy: escuchar cómo le convocaban a convertirse y a girarse hacia Dios. El profeta Joel, en nombre de Dios mismo, llamaba a todos: Viejos, niños de leche y esposos. También nosotros estamos llamados a realizar este camino cuaresmal de recuperar el amor. Las oraciones de hoy son todas colectivas. Cada uno debe examinarse a sí mismo, pero quizás todos juntos podemos también descubrir algunas cosas que podríamos cambiar y, sobre todo, juntos, nos hacemos más conscientes de que Dios es ese Dios bueno, benigno y entrañable, lento para el castigo y rico en el amor, que se desdice de hacer el mal. Alguna vez necesitamos una mirada ancha y larga para ver que Dios es así, y no fijarnos en una desgracia concreta, como por ejemplo este último terremoto terrible en Turquía y en Siria, que nos hace preguntar ¿por qué Dios parece a veces que no está? ¡Una mirada ancha y larga, que tome la historia y muchas más situaciones, nos ayuda a ver tantos signos de ese Dios bueno!

Recuperar el amor es una buena expresión, un buen propósito para el miércoles de Ceniza. Se nos pide un equilibrio entre una actitud espiritual: debemos rasgarnos el corazón y no los vestidos, debemos orar, y también una actitud concreta y real: un ayuno y una ayuda a quienes más lo necesitan. El mundo está lleno de situaciones de grandes necesidades. Los periódicos hablan de las más mediáticas, las guerras como la de Ucrania, que dura ya un año, y sobre la que sólo vemos la escalada militar, y muy pocos esfuerzos de diálogo y de paz, pero quizás las que me impresionan más son aquellas que me cuentan testigos directos y de las que nunca había oído hablar. Me ha pasado recientemente con una explicación sobre los slums de Kampala en Uganda, de una capital africana.

Como cristianos sería hoy el día de los buenos propósitos. Y lo representamos con este signo de la ceniza, que nos ponemos en la cabeza como signo de que somos conscientes de nuestra debilidad pero que confiamos en que Dios nos da la fuerza y la vida para convertirnos.

Pero el reto es que no sólo tendremos que hacerlo hoy. Debemos ser conscientes de que, durante todos estos días de camino, las mismas cosas que hoy nos parecemos más prescindibles y nos sentimos con ánimos de prescindir de ellas se volverán a presentar invitándonos a pararnos, a perder tiempo mientras caminamos. Dicen que hay mucha gente que hace buenos propósitos en fin de año y que normalmente el tercer lunes de enero, ya han desistido. Nosotros, confiando en Dios, esperamos no desistir de nuestros buenos propósitos de Cuaresma.

Algunos dirán que es ridículo y que no sirve para nada hacer ese camino de Cuaresma. Nosotros decimos que es importante. Los monjes decimos que es esencial, que es el ejemplo de cómo deberíamos vivir siempre. En el fondo, haciendo ese camino estamos dando un testimonio de fe y de esperanza. Lo estamos dando incluso cuando parece que fuera las cosas van mal y alguien podría dudar de que Dios nos esté acompañando. Quizás algunos serán como aquellos pueblos de la primera lectura que se burlaban del pueblo de Israel.

La fidelidad a Dios, que queremos ir reencontrando todos estos días y viviéndola intensamente, nos llevará a comprobar que esa promesa de la primera lectura: que él se enciende de celos por el buen nombre de su país, esto con lenguaje popular significa que Él no nos deja tirados, Dios no nos deja tirados…, Dios no permite que los demás digan: Dónde está su Dios, Dios se compadece de todos nosotros.

Iniciamos pues este camino hacia la Pascua, cada uno desde su lugar, consciente de que necesitamos cambiar algo si queremos acoger mejor el amor de Dios y también ser capaces de amar mejor, girándonos siempre hacia Jesucristo, que nos acompaña, antes, durante y al final de la ruta y teniendo el evangelio y la liturgia por mapa. Avancemos juntos, nosotros y quienes fielmente también harán esta cuaresma conectándose a menudo desde casa. Todos nos acompañamos mutuamente con la oración y la caridad fraterna. Y sabemos que el testimonio de fe de todos apoya la fe de cada uno y que nos hace creer que aun siendo polvo y tener que volver un día al polvo, en esta vida es posible convertirse y creer en el evangelio.

 

 

Abadia de MontserratMiércoles de ceniza (22 de febrero de 2023)

Viernes Santo. Celebración de la Pasión del Señor (15 de abril de 2022)

Homilía del P. Manel Gasch i Hurios, Abad de Montserrat (15 de abril de 2022)

Isaías 52:13-53:12 / Hebreos 4:14-16; 5:7-9 / Juan 18:1-19:42

 

Espero y deseo estimados hermanos y hermanas que todos encontremos en nuestra agenda y en nuestro corazón, un poco del silencio necesario para dejar que todas estas palabras que hemos escuchado resuenen, arraiguen y den fruto en nuestros corazones. Son palabras que nos reclaman ese espacio interior, tanta es su profundidad y su fuerza.

Las lecturas que hemos leído confirman una idea que he querido hacer presente en estos días: la de la verdadera identidad de Jesús. Nada, ni siquiera la muerte en cruz, reservada a los delincuentes, esconde quién es él. De modo especial, en la lectura de la Pasión según San Juan que leemos el Viernes Santo, se nos muestra más claramente que Jesús de Nazaret clavado en la cruz es más que un hombre crucificado, aunque nunca deja de ser también un hombre crucificado.

Por un lado, ningún sufrimiento, ningún insulto, nada le es ahorrado y muere. Pero, por otra parte, Jesucristo domina la situación: fijaos, sino, en la fuerza que, en el momento que le detienen, tienen sus palabras: yo soy, que hacen que todo el mundo caiga al suelo; incluso domina la situación desde la Cruz: con la capacidad de confiar, mutuamente cuando ya ha sido crucificado, a su madre y a san Juan; y finalmente la serenidad de su muerte, sin gritos, sin quejas, sólo con un “todo se ha cumplido”, que nos adelanta que no estamos delante del final.

Habían crucificado a Jesús de Nazaret, el Rey de los Judíos, que se había presentado como un rey y mesías diferente. Quizás por eso, si ayer os hablaba de un amor que nos une en el recuerdo, la vida y la esperanza; hoy contemplamos un amor que resiste, que lo resiste todo. El amor de Dios se hace resistencia en Jesús crucificado, demostrándonos la capacidad de ir hasta el final, hasta el sacrificio de la propia vida en la coherencia de una misión que en Él une el ejemplo como persona y su mensaje como Evangelio.

Por eso resiste el Evangelio durante los siglos porque viene de quien ha aguantado en el amor los escarnios, los ultrajes y todo el mal que le ha venido encima, cuando él sólo pretendía darnos los instrumentos, las ideas y las claves para poder vencer personalmente y todos juntos ese mal, tan palpable en nuestro mundo, que, debemos reconocerlo, a veces se nos presenta tan o más resistente que el amor de Dios. Y si es verdad que el mal a veces se nos presenta más resistente que el amor de Dios, no lo es.

Y la prueba más clara de esto es la capacidad de los discípulos de Jesús para llegar todavía hoy a hacer el camino de la cruz, demostrando que Él nos hace participar de su resistencia al mal cuando nosotros también fundamentamos nuestra vida en su evangelio.

Tuve ocasión de participar la semana pasada en una oración que recordaba a los mártires de nuestro tiempo: eran hombres y mujeres concretos, jóvenes, mayores, con nombre y apellidos, de todo el mundo, que habían muerto en situaciones diversas, muchos de ellos murieron en el año 2021 y hasta este mismo 2022. Algunos habían sencillamente seguido su vocación hasta el final, atendiendo a enfermos de Covid e infectándose, otros habían sufrido directamente el odio religioso hasta la muerte contra los cristianos por parte de algunos fanáticos que nunca pueden ser representativos de ninguna religión o idea. Compartían todos el hecho de ser cristianos. Puedo aseguraros que la reflexión que me hice fue la de la actualidad de la cruz de Jesús en el mundo y de la validez de su mensaje que todavía hoy merece tener tantos testigos, que genera una fuerza tan grande de adhesión al amor, tan grande, que lo hace precisamente resistente. Y me hizo pensar si todas las modas que el mundo nos presenta y propone tienen algún crucificado que las valide, tal como nosotros tenemos a Jesús de Nazaret.

Quizás esta reflexión llevará a alguien de vosotros a pensar que eso que nos explica el P. Abad es sólo para los héroes, por las situaciones extremas y que ya veremos qué hacemos si nos llegan. Pero no. Una mujer conocida y cercana me comentó hace años que no entendía la cruz de Jesús. Se trataba de alguien profundamente cristiano, que había vivido ayudando siempre, coherentemente con su fe, yendo bastante más allá de lo justito para quedar bien. Sufriendo a veces para vivir de ese modo. Y pensé: ¿tú no entiendes la cruz si la vives todos los días?

Busquemos vivir el Evangelio y la cruz ya la encontraremos. Y cuando la encontremos, que nos guíe el amor resistente de Jesucristo y su ejemplo, ya que así y no de otro modo más espectacular, más directa o más rápida quiso salvar Dios al mundo, sirviéndose de su humanidad encarnada y aceptando todos sus límites.

Abadia de MontserratViernes Santo. Celebración de la Pasión del Señor (15 de abril de 2022)

Missa de la Cena del Señor (14 de abril de 2022)

Homilía del P. Manel Gasch i Hurios, Abad de Montserrat (14 de abril de 2022)

Éxodo 12:1-8.11-14 / 1 Corintios 11:23-26 / Juan 13:1-15

 

Donde hay verdadero amor, allí está Dios.

Me gustaría, queridos hermanos y hermanas, invitaros a vivir este jueves Santo, este inicio del Tríduum Pascual, con el espíritu de esta frase, tan sencilla, tan antigua, tan profunda: donde hay verdadero amor, allí hay Dios, que cantaremos en un rato, en el momento del ofertorio.

La identificación de Dios con el amor no la formuló el supuesto autor de este himno, Paulino de Aquilea, a finales del siglo octavo, sino que, como todos sabemos, es propia del Nuevo Testamento, y transmitida literalmente en la Primera carta de San Juan que nos dice con toda simplicidad y claridad: El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor (1 Jn 4,8). La liturgia de este jueves santo nos ayuda a recordar que Dios es amor, a vivir el amor de Dios y a esperar en el amor de Dios.

Recordamos que Dios es amor porque nuestra historia está llena de signos de ese amor, y esta memoria se irá haciendo presente en todas las celebraciones de este triduo pascual. Recordemos sobre todo que Dios es amor porque hacemos memoria de Jesucristo en la institución de la eucaristía, en la llamada que Dios nos ha hecho a algunos de entre todos los hermanos a servirle como presbíteros y diáconos y en la vocación cristiana universal a la caridad fraterna. Os lo digo con toda la intención: en cada una de esas memorias, al que realmente recordamos es a Jesucristo. Pervertiríamos el sentido si pensáramos que hoy nos hacemos un homenaje por ser presbíteros o diáconos, o para celebrar muy bien la eucaristía o ni siquiera porque tenemos mucha caridad y ayudamos mucho a los demás. Jesús nos enseña que imitarle es servir, es amar, es ayudar en todo lo que haga falta. Si él, con plena conciencia de quien era: sabía que de Dios venía y a Dios volvía, quiso hacer de criado, lavando los pies; ¿qué no deberíamos estar dispuestos a hacer nosotros? Jesucristo nos dijo que en esto consistía el amor. Estaría bien que nunca lo olvidáramos. Que recordáramos que en cada eucaristía lo hacemos presente, que los presbíteros y diáconos somos sobre todo signos de ello. De aquel amar y servir en todo que guio la vida del peregrino más ilustre de nuestro santuario, San Ignacio de Loyola, de cuyo paso por Montserrat conmemoramos este año el quinto centenario.

Y el recuerdo nos ayuda a vivir el amor de Dios en el presente. Cada eucaristía que celebremos debería ser fuente de amor concreto y de caridad. Sabemos que no siempre llegamos, que no siempre estamos a la altura, que a menudo la celebración nos deja igual, fríos y que somos capaces de caer en ciertos egoísmos y pequeñeces humanas, incluso durante y después de ir a misa, pero no deberíamos resignarnos. Concretamente este Jueves Santo, al recordar el gesto humilde de Jesús lavando los pies, quisiera rezar al Señor que no nos quedáramos sólo en el gesto, sino que éste sea también una oración que nos muestre caminos de servir mejor. Caminos de ver más claramente dónde hacemos más falta: nosotros como monjes, vosotros, todos. En las estrofas del canto donde hay verdadero amor, decimos:

Formando unidad nos reúne el amor de Cristo.

El verdadero amor es concreto cuando nuestra celebración se abre a las necesidades de los más pobres. La liturgia cristiana siempre ha tenido presente esta solidaridad cuando recordaba la donación de Jesucristo en el pan y en el vino de la eucaristía. Las necesidades del mundo son inmensas. Las desigualdades entre mundos también. Quizás no podemos aportar mucho, pero necesitamos abrir nuestro amor a esta solidaridad. Hoy os proponemos hacer una colecta a favor de Cáritas. La pandemia, los efectos económicos ya presentes y los que algunas organizaciones anuncian que vendrán fruto de la guerra de Ucrania, dejan un rastro de necesidades incontables. Cáritas es el nombre latino de este amor que estoy comentando: Ubi caritas vera, Deus ibi est, caritas vera, verdadero amor. El brazo de la Iglesia que se preocupa de los demás lleva el nombre del amor. Si hacemos presente el amor, ayudamos también a este brazo que quiere llegar a quienes sufren más la falta de recursos económicos.

Y todo esto nos lo deberíamos aplicarnos más que nadie los diáconos y los presbíteros. Seamos conscientes de a quién pretendemos representar en la vocación y la gracia recibida de Dios. No es poco el rememorar este Jueves Santo en cada eucaristía. ¿Hasta dónde debería llevarnos en nuestra vida de donación y servicio? Que nos pueda servir de guía la frase que también es una estrofa del canto:

Tememos y amamos al Dios viviente y con corazón sincero, también nosotros amémonos.

Esperar en el amor de Dios es el tercer movimiento para amar. La memoria y la voluntad presente y actual de amar nos proyectan más allá. Lo tenía claro Jesús según el evangelio de San Juan que hemos leído: Jesús sabía que había llegado su hora, la de pasar de este mundo al Padre y por eso dejó un mandamiento nuevo que mira al futuro, que mira a la Iglesia, la comunidad de sus hijos e hijas que creemos en un Dios y un Señor que nos espera al final de la historia, de la personal y de la colectiva, y que nos pide que celebremos esta eucaristía hasta que él vuelva. Pero mientras esperamos que vuelva, tenemos el derecho y el deber de esperar un mundo mejor, un mundo en el que como también cantaremos todavía: 

Cesen las luchas malignas, cesen las discordias.

Pueda la Iglesia edificada en el amor verdadero, donde Dios está, convertirse en signo de esperanza de un cumplimiento definitivo, pero también de un Reino entre nosotros donde la guerra, la muerte absurda de los inocentes, los exilios, las condiciones de vida infrahumanas por tantos hombres y mujeres en Ucrania, pero también en tantos barrios y ciudades de nuestro país y de tantos otros lugares del mundo. Debemos apreciar la respuesta solidaria de tantas personas ante la última crisis como un signo de confianza y esperanza de que somos capaces de construir un mundo diferente. Ojalá que la Iglesia pudiera situarse junto a todos estos hombres y mujeres de buena voluntad. Así lo intuyó San Juan XXIII cuando dirigió su última encíclica Pacem in Terris, más allá de los límites de la comunidad católica y cristiana, cuya amplitud era una intuición profética y válida para un mundo en el que debemos amar más allá de identificaciones religiosas.

Recordar, vivir y esperar. Tres verbos y tres actitudes que unen pasado, presente y futuro para hacer presente que Donde hay verdadero amor, ahí está Dios. Que esta eucaristía nos abra a la alegría inmensa, a la alegría pura de quienes, junto con los santos, ven la faz gloriosa de Cristo.

 

Abadia de MontserratMissa de la Cena del Señor (14 de abril de 2022)

Domingo de Ramos y de Pasión (10 de abril de 2022)

Homilía del P. Manel Gasch i Hurios, Abad de Montserrat (10 de abril de 2022)

Isaías 50:4-7 / Filipenses 2:6-11 / Lucas 22:14-23.56

 

Bien podríamos decir, queridas hermanas y hermanos, de la misa de hoy que es la celebración de los contrastes. En una sola liturgia de la Palabra, en el devenir del evangelio leído antes de la procesión, de las dos lecturas y de la lectura de la Pasión, hemos pasado de proclamar a Jesús como Mesías a dejarlo solo en un sepulcro. En la narración de la vida de Jesús de Nazaret encontramos a menudo este contraste, necesario para explicar algo difícil: ¿quién es Él? Las lecturas de hoy nos lo quieren decir en tres momentos:

El primer momento nos remite a Navidad. ¿A Navidad? ¿Hoy? Sí. Fijémonos en un detalle que sólo leemos este año, que la liturgia nos propone en la versión de San Lucas. Entre los gritos que acompañaron la entrada a Jerusalén, hemos escuchado: “Paz en el cielo y Gloria en las alturas”. ¿No os suena a Navidad? Sí. Es una frase muy parecida a la que decían los ángeles en el anuncio a los pastores: “Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra”. Jesús es la presencia absoluta de Dios en una persona humana, su Encarnación y éste es el mensaje de Navidad. Nada de lo que ocurrirá a partir de ahora puede hacernos olvidar ante quienes estamos realmente.

El segundo momento tiene un contexto más histórico. Explica la continuidad que existe entre este Jesús, en el que Dios que se ha hecho hombre, y el Mesías, el ungido, Cristo, el esperado de Israel, que entra en la ciudad real de Jerusalén, cumpliendo las profecías del Antiguo Testamento, como hemos recordado en este momento entrañable de la bendición de los ramos y de la procesión. Si le confesamos como Hijo de Dios lo confesamos también como Mesías. Un título más fácil de aceptar por sus contemporáneos, que estaban plenamente familiarizados con la figura de este Ungido, Hijo de David, que debía venir a salvar al pueblo.

El tercer momento es el de la gran ruptura. Jesús se separa de la identificación de sus contemporáneos con todo lo que esperaban del Mesías. Lo rompe y es aquí donde está la gran novedad. En su Pasión nos dice quién es. Nos dice que por el mismo título por el que es aclamado cuando entra en Jerusalén: Rey de los judíos, es crucificado y dejado solo en un sepulcro: a la espera, que es donde nos deja la liturgia de la Palabra de hoy: esperando.

¿Cómo es posible que un Dios y un Mesías acaben tan mal?

Precisamente porque Dios se revela en Jesucristo, una parte importante de su mensaje, de su evangelio, es proclamar que su mesianismo debe entenderse de manera diferente. No renunciamos a nada de su mesianidad, de su carácter absoluto como Hijo de Dios bajado y hecho hombre, como la segunda lectura nos presentaba, pero necesitamos reconocer al mismo tiempo, que, en el relato de la pasión, este Jesús nos transforma la idea de ser rey, la idea de poder, la propia idea de Dios.

Es un Dios y un Mesías que se deja torturar, sin ejército, con tan débiles seguidores, tan poco líder, diríamos hoy. Él nos enseña que nuestro Dios más que en títulos se hace totalmente presente en un hombre que destaca por tres virtudes:

  • la humildad, visible en tantos momentos de su vida;
  • la coherencia y la resistencia en la proclamación de su mensaje ante todos los demás poderes de este mundo, hasta la muerte si es necesario;
  • la comunión llena de misericordia con toda la debilidad humana que encontramos en tantos y tantos otros ejemplos del evangelio, y que hemos escuchado en el relato de la pasión de una manera especial en el ladrón crucificado a su lado y perdonado, en las mujeres de Jerusalén que lloran, e insuperablemente en su perdón desde la cruz a quienes le estaban crucificando.

¿Y a nosotros? ¿Qué nos enseña este contraste que nos hace capaces, en tanto que humanidad, un día proclamar a Jesús como Mesías, y al cabo de cinco días, crucificarlo? No nos engañemos: lo que hemos leído no es sólo una historia de aquel tiempo que debemos mirar desde lejos. Así como nosotros podemos pensar que nunca lo haríamos, que no seríamos capaces, también podría ser que todos los que le aclamaban el domingo, no imaginaran que gritarían: crucificarlo, crucificarlo, el viernes.

Poco vale decir que se confundían. Que pusieron las expectativas en una persona equivocada. Quizás algunos sí, pero no todos. No excusemos tan fácilmente nuestra capacidad de cambiar, de dejarnos arrastrar. Los dramas y los conflictos de todo tipo presentes en el mundo son una prueba irrefutable.

También el evangelio de la entrada en Jerusalén nos ha hablado de sus «adictos», por tanto, una parte de la aclamación no era a un personaje desconocido, sino a un predicador y profeta que ya había predicado un mensaje renovador. La actitud de los fariseos nos lo confirma. Ellos eran los verdaderamente asustados en aquella aclamación que consagraba una manera de comprender a Dios diferente a la suya. La petición de los fariseos a Jesús es otro detalle propio del evangelio de Lucas: diles a tus seguidores que se callen. La respuesta de Jesús le coloca nuevamente en su lugar absoluto: “si estos callaran, gritarían las piedras”. Si algo no se cuestiona es quién es él. Esto no depende en absoluto de lo griten o dejen de gritar los demás.

Esta idea la comprenderéis bien con un ejemplo (Esto, los escolanes lo entenderán muy bien). Hoy muchas personas se consideran importantes si tienen muchos seguidores, que tu fama dependa de tus fans, de tus likes, de tus suscriptores es propio de youtubers, de influencias, de telepredicadores y de tantos personajes de feria que nos invaden constantemente. Pero Jesús a pesar de ser un “influencer”, seguro que lo más importante de la historia, no depende ni siquiera de la opinión de sus seguidores. Le gusta tener seguidores, claro que sí, pero es libre incluso respecto a ellos. Jesús de Nazaret fundamenta todo su mensaje en su persona y su persona se fundamenta en Dios mismo. De lo contrario, sería imposible la propuesta de vida, cada día más contracultural que nos hace. A diferencia de tantos personajes no esconde el dolor que sufrió hasta el punto que le cantamos, como haréis en el ofertorio con la capella, con las palabras del profeta Jeremías: Oh vos omnes qui transitis per viam…, oh todos vosotros que camináis por el camino, paraos y mirad si hay un dolor parecido al dolor que me aflige. ¿Qué Dios ha sido capaz de decir algo así?

El domingo de Ramos es por su contraste entre grandeza y humildad, entre la gloria y la cruz, un toque de atención, queridos hermanos y hermanas, a nuestras contradicciones y ambigüedades y un llamamiento a estas actitudes básicas de Jesús que el relato de la Pasión nos va revelando, y entre las que os recordaba, la humildad, la coherencia y la misericordia.

A pesar de haber dicho que la liturgia de la Palabra nos dejaba en la puerta de un sepulcro esperando. Nuestra celebración no termina aquí. Sigue recordando al Jesús vencedor, presente en el pan y en el vino, los dones de la Pascua. Entremos en este misterio, más que nunca en este inicio de la Semana Santa

Abadia de MontserratDomingo de Ramos y de Pasión (10 de abril de 2022)

Domingo V de Cuaresma (3 de abril de 2022)

Homilía del P. Carles-Xavier Noriega, monje de Montserrat (3 de abril de 2022)

Isaías 43:16-21 / Filipenses 3:8-14 / Juan 8:1-11

 

El Evangelio de hoy presenta uno de los episodios más sugestivos de la vida pública de Jesús. Se ve obligado a intervenir en la condena de una mujer hallada en flagrante delito de adulterio. Los escribas y los fariseos, sintiéndose autorizados por la ley de Moisés, no piden la intervención de Jesús en nombre de la justicia; no piden su intervención para que les aclare cómo aplicar la ley en esta situación. Tampoco se interesan por el destino de la mujer, y mucho menos por enmendar cualquier error o equivocación. La mujer, en sus corazones, ya está juzgada y condenada con la peor de las sentencias: la lapidación. Así pues, la historia de esta pecadora tendrá la conclusión que merece.

Sin embargo, los escribas y fariseos ven en esta situación una nueva oportunidad. Creen haber encontrado la posibilidad de poner a Jesús en una situación difícil al preguntarle, con las piedras ya en la mano, qué hacer. Y Jesús responde adecuadamente a esta provocación.

La reacción del Maestro, ante la provocación de sus rivales, es sorprendente: no interroga a la mujer y no se bate en duelo con los escribas y fariseos. Sabe muy bien que no es la mujer pecadora la que está en el centro de la acusación y que todos los ojos están puestos en Él. Ella es sólo un señuelo. Él es el verdadero acusado. Todos esperan sus palabras para saber si traicionará a Moisés o las esperanzas del pueblo. Pero Jesús calla, no tiene prisa, no parece preocupado ni por la guerrilla religiosa que le rodea, ni por la multitud de curiosos que se agolpan por no perderse el espectáculo.

Sí, Jesús calla, mantiene las distancias, no se enzarza en una escaramuza teológica para ganar a sus adversarios con citas bíblicas. El maestro evita el duelo, no desafía, no provoca. Todas las miradas están puestas en Él, pero Jesús se agacha, se sienta, guarda silencio y escribe en el suelo algo que nadie podía leer.

Pero los acusadores no desisten e insisten en su pregunta. Entonces se incorpora y pronuncia unas palabras, que, sin duda, se encuentran entre las más importantes de la tradición evangélica y que todo el mundo que las ha escuchado no puede olvidar: «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra». Y el efecto es devastador, uno tras otro, empezando por los más ancianos hasta los más jóvenes, todos los acusadores acaban desfilando. Y quedan solos, la mujer, que se encontraba en el centro, y Jesús. Y es ahora cuando Jesús se encuentra realmente con la mujer, a la que mira frente a frente al tiempo que le pregunta: “¿Nadie te ha condenado?”.

La mujer había escapado del veredicto de sus jueces. Ahora se encuentra ante Jesús con su pobre humanidad, con su culpa y vergüenza. Pero Jesús la saca de su aprieto e inseguridad, no planteando en modo alguno el problema de la culpabilidad ni pronunciando contra la mujer palabra de acusación, sino refiriéndose únicamente a la conducta de los acusadores. En la respuesta de la mujer se percibe en cierto modo su alivio y liberación: “Nadie, Señor”. Y sigue la respuesta de Jesús que resuelve en sentido positivo toda la situación problemática de la mujer: «Yo tampoco te condeno».

¿No es fascinante este Jesús que no condena, no juzga, no reprende? El suyo es un amor que va por delante: no espera que la mujer se humille a sus pies y le pida perdón. No, no hay necesidad. El perdón le ha precedido. Precisamente este último punto es la gran sorpresa y, al mismo tiempo, el gran escándalo de este pasaje del Evangelio: Jesús la perdona independientemente del arrepentimiento o la intención de convertirse. 

El perdón de Jesús es total y escandalosamente gratuito porque es la revelación en la historia del amor del Padre. Dios no ama porque el pecador se haya arrepentido, sino porque es su Padre. No es su conversión la que Lo hace misericordioso, sino que es su amor quien hace posible la conversión del pecador. El perdón de Dios no es la consecuencia del arrepentimiento, sino la posibilidad.

Y es que la actitud de Jesús es radicalmente exigente al anunciar su mensaje, pero increíblemente comprensivo al juzgar la actuación concreta de las personas. No importa cuál sea nuestro pecado, no importa lo lejos que hayamos caído, su mano siempre está extendida para cogernos y levantarnos.

Sólo quienes se descubren queridos con un amor totalmente gratuito se pueden arrepentir y cambiar de vida. El amor de Dios no se conquista, sino que se acoge. Y una vez recibido, tiene el poder de poner la vida boca abajo. Precisamente por eso Jesús le dice a la mujer: «Vete y desde ahora no peques más».

Hermanos y hermanas, Jesús no condena a nadie: no condena a la mujer, que ya ha reconocido su culpa, y la invita a cambiar de vida. Tampoco condena a los escribas y fariseos; la puerta de la salvación no está cerrada para ellos si saben reconocer la hipocresía de sus actos. No, Jesús no condena, pero sí espera una ruptura definitiva con el pecado.

Dios, que nos invita a la conversión, nos dé fuerzas para conseguirlo.

Abadia de MontserratDomingo V de Cuaresma (3 de abril de 2022)

Domingo IV de Cuaresma (27 de marzo de 2022)

Homilía del P. Efrem de Montellà, monje de Montserrat (27 de marzo de 2022)

Isaías 5:9a.10-12 / 2 Corintios 5:17-21 / Lucas 15:1-3.11-32

 

Las lecturas y música de hoy tienen como tema central el perdón. San Pablo le dedica toda una sección de su segunda carta a los Corintios. Les decía que su ministerio tenía por finalidad que los cristianos se reconciliaran con Dios, y explicaba también que la venida de Cristo había marcado un antes y un después: «Lo viejo ha pasado, [decía,] ha comenzado lo nuevo», en el que Dios «nos ha reconciliado consigo por medio de Cristo». Es decir: con la venida de Cristo Dios había perdonado al mundo sus pecados, y, por tanto, ahora tocaba a los Corintios el reconciliarse con Dios. Y no sólo los Corintios: cada cristiano, como templo de Dios que está en medio de la humanidad, debería tener el deseo de reconciliarse con Dios. El evangelio, por su parte, nos daba también una lección sobre el perdón con la parábola del hijo pródigo, un texto que nos emociona cada vez que lo leemos: un padre que tiene un hijo al que adelanta el dinero de la herencia, y éste, lo desperdicia. Pero a pesar de ese error tan grave, ante la petición de perdón del hijo, le perdona y lo acoge. Y le perdona doblemente: por lo que ha hecho, y por la impureza ritual en la que había caído. Es una imagen viva del perdón. Perdonar viene del prefijo latino per- y del verbo donare; es decir: dar completamente, olvidar una falta, liberar de una deuda. En otras palabras, cancelar la deuda. Y Jesús predicó con el ejemplo: recordemos que responde que las ofensas que nos hagan deben perdonarse «setenta veces siete» (Cf. Mt 18,22), y también nos cuentan cómo Jesús perdonó a sus verdugos. Perdonar, pues, es un elemento esencial del cristianismo, puesto que no se puede amar sin perdonar.

Y la liturgia nos habla de perdón justamente en este cuarto domingo de Cuaresma, que popularmente llamamos el domingo laetare. El nombre de laetare viene de la primera palabra del canto de entrada en latín: Alegraos, cantábamos. Decíamos al principio que la música de hoy también nos habla de perdón, y concretamente, de la alegría que el perdón nos reporta. Al principio de la Misa, con las palabras del profeta Isaías se nos invitaba a tener ese sentimiento de alegría con Jerusalén, de donde debía salir la salvación de los pueblos. También el canto de comunión, que cantaremos dentro de poco, subraya las palabras del evangelio que nos recuerdan la alegría que reporta el perdón: «Hijo, […] debemos alegrarnos […] porque este hermano tuyo, que ya dábamos por muerte, ha vuelto vivo; ya lo dábamos por perdido y lo hemos reencontrado». Y aún, el motete que cantará la Escolanía en el ofertorio, ha sido seleccionado en la misma línea: Vivo ego, dicit Dominus; nolo mortem peccatoris, sed ut magis convertatur et vivat: son las palabras que dice el Señor en el libro del profeta Ezequiel: «Yo, el Señor Dios, afirmo, tan cierto como vivo, que no deseo la muerte del malvado. Lo que yo quiero es que abandone su mal camino y que viva» (Cf. Ez 33, 11). Es decir: Dios está vivo y quiere que vivamos, y por eso nos perdona. Y también por ese motivo la música de la celebración de hoy pretende acercarnos a esta alegría.

Todos hemos -y nos han hecho- alguna vez algo que no ha estado bien. Y todos tenemos necesidad de recibir el perdón y perdonar. De hecho, y más allá del texto bíblico, todos hemos podido experimentar que el perdón acelera el olvido y ayuda a superar los episodios negativos, mientras que si no perdonamos corremos el riesgo de tener obsesiones y traumas, puesto que el elemento negativo que sea ​​puede convertirse fácilmente en el foco de nuestra atención, y el objetivo de nuestra vida puede convertirse en la búsqueda de una futura o hipotética reparación o incluso venganza. Y estos días que vemos cómo las tensiones llevadas al extremo terminan en conflictos y en último término en guerras, debemos hacernos más conscientes de la importancia del perdón que el Señor nos propone este domingo, porque no hay paz sin perdón. Quizás por eso, cuando el Señor nos enseñó a rezar, nos pidió que dijéramos “perdona nuestras culpas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores”, porque para amar debemos saber pedir perdón, y darlo también nosotros. Hemos empezado la Misa pedido perdón a Dios por las pequeñas faltas, y también tenemos el sacramento de la reconciliación por si hacemos faltas mayores. El objetivo final es devolver a Dios, a ese Dios que como introducía el evangelio no le importa sentarse a la mesa con pecadores, porque su objetivo no es castigarnos, sino recuperarnos. El indicador de llegar siempre será la alegría y la paz.

Abadia de MontserratDomingo IV de Cuaresma (27 de marzo de 2022)

Fiesta del Tránsito de Sant Benito (21 de marzo de 2022)

Homilía del P. Manel Gasch i Hurios, Abad de Montserrat (21 de marzo de 2022)

Génesis 12:1-4 / Filipenses 4:4-9 / Juan 17:20-26

 

¿Es bueno, queridos hermanos y hermanas, y monaguillos tener éxito en la vida? Negarlo sería realmente colocarse muy a contracorriente de un mundo que nos motiva constantemente a tenerlo. Un mundo que nos dice coloquialmente: ¡Has triunfado! Cuando algo nos ha salido especialmente bien. No sería normal que en vez de apoyar esta actitud pensáramos que es mejor fracasar. El problema es seguramente lo que creemos que es nuestro éxito, nuestro triunfo. ¿Es ganar uno de estos concursos tipo “operación triunfo” o “Gran hermano”? ¿Es conseguir jugar en uno de los mejores equipos deportivos o ser como una estrella de la música? Muchos en nuestro mundo considerarían que todo esto es lo máximo del éxito, y que más que eso es imposible. Entonces, por qué tantas personas que triunfan de esta forma muchas veces no son felices. ¿Por qué algunas aparecen públicamente algún tiempo después de haber logrado ese éxito y no tienen nada que ver con esos triunfadores tan admirados en su día?

He empezado esta homilía con estas palabras porque encontramos en la liturgia de hoy a tres personajes que también tuvieron éxito. ¡Un poco diferente de los ejemplos que he puesto! No sólo lo tuvieron, sino que de alguna manera todavía lo tienen hoy, ya que les recordamos, leemos y pensamos que lo que hicieron sigue siendo importante, a pesar de haber pasado un tiempo casi incontable.

¿Abraham tuvo éxito? Quién puede dudarlo, es el padre de tres religiones muy importantes del mundo: el judaísmo, el islam y el cristianismo. Pero Abraham vivió mucho tiempo de su vida muy lejos de sentirse una persona que triunfa. Le faltaba algo tan importante en su cultura como tener hijos y también carecía del objetivo que se había propuesto, obedeciendo la voz de Dios, cuando dejó su tierra: tener un lugar estable donde vivir. Sin embargo, tenía fe, creía en Dios y no abandonó sus objetivos. Fracasar viene de una palabra latina que significa romperse. Un fracasado es alguien quebrado, alguien que ya no puede conseguir sus objetivos porque se ha roto. Abraham nunca llegó a romperse, sino que acabó recibiendo la promesa que tendría incluso de lo que carecía: tierras e hijos e hijas. Gracias a su confianza, tuvo uno de los mayores logros que se pueden tener en la vida: que tu nombre esté asociado al bien, a la buena suerte, a que todos los demás también les vayan bien las cosas cuando te recuerden. Esto significa que tu nombre sirva para bendecir. Permitidme añadir todavía una cosa. En vida, Abraham gozó muy poco de su éxito: de esta gran descendencia prometida sólo pudo ver a dos hijos y es que a veces, como ha pasado por ejemplo a muchos artistas, la fama y el éxito te llegan después de muerte.

En la segunda lectura, encontramos el segundo triunfador de la liturgia de hoy: San Pablo. Alguien que pueda decir: Pon en práctica lo que de mí ha aprendido y recibido, visto y oído. Y el Dios de la paz estará con vosotros, es alguien que seguramente se siente muy seguro de la vida y de todo lo que quiere decir y comunicar y exhorta a sus seguidores a imitarle. Yo nunca me atrevería a decir algo parecido, decir que si alguien me imita obtendrá la paz de Dios, pero claro: yo no soy San Pablo. Él no llegó aquí por casualidad, sino después de haber vivido, de haber cambiado profundamente lo que creía, es decir, de haberse convertido a Jesucristo, de eso tan cuaresmal y de haber reflexionado y escrito tanto, que todavía hoy no deja de inspirarnos y de ser leído en millones y millones de celebraciones en todo el mundo, casi todos los domingos, sino todos los días. Y su éxito fue ver crecer a la Iglesia. Ver que muchos le escuchaban y se convertían como él a la fe en Jesús. Un éxito que no le ahorró morir mártir, que le asesinaran por su fe.

El tercer personaje de hoy no sale en las lecturas, pero es precisamente el santo que conmemoramos. Nuestro padre San Benito. También tuvo éxito, aunque los doce monasterios que fundó y la influencia de la Regla que él pudo constatar mientras vivía, nada tienen que ver con la importancia que ha tenido su magisterio para tantos miles de monjes durante los quince siglos posteriores. El éxito de San Benito también se fundamenta en haber seguido profundamente las intuiciones de su corazón. De haber hecho en la vida lo que sintió que Dios le pedía hacer. Y esto lo hizo un día tras otro. El éxito a veces, me parece a mí, no es un momento de gloria y admiración, sino poder mirar tu vida y sentirte tranquilo. Y, sobre todo, que lo que haces pueda inspirar a alguien.

Muchos se habrán fijado a menudo que al final de la carretera que llega a Montserrat hay una columna de piedra con la inscripción Pax vobis (la paz sea con vosotros). Algunos monjes tienen todavía la costumbre de poner al principio de las cartas que escriben la palabra Pau, o pax en latín. Es hermoso que se nos asocie con la paz. Hoy, fiesta del tránsito de San Benito, es un buen día para los monjes benedictinos y para todos los que siguen y se inspiran en la espiritualidad de la Regla, muy especialmente los oblatos, para seguir viviendo la vida como un camino propuesto a aquel que busca la paz, y la primera paz a buscar es la del propio corazón, la que a través de la humildad nos reconcilia con nosotros mismos y nos hace así más capaces de relacionarnos con los demás. No dudo que éste es un reto que compartimos todos los monjes y que quizás nos dé un cierto éxito, una plenitud en nuestra vida. Pero reclamarnos hombres de paz también debe hacernos hombres de oración por la paz. Llevamos casi un mes en guerra en Europa. La semana pasada pudimos acoger a cuatro mujeres y dos niñas y un niño ucranianos: estos se llamaban Slata, Maria y Max, que pasaron una noche en Montserrat camino de sus lugares de acogida. Eran de la misma edad que vosotros, escolanes. Os digo que costaba comprender cómo era posible que aquella gente hubieran tenido que huir de las bombas. Os lo digo de una manera tan concreta para pediros también a vosotros que nos unimos para orar por la paz, hoy en la fiesta de Sant Benet. Quizás cuando le cantáis a la Virgen María a la Salve, Illos tuos misericordes oculos ad nos converte, podéis pensar en toda la gente que no tiene paz.

Ojalá nuestro éxito en la vida pueda ser el de quienes promueven la paz y el entendimiento, porque esto es lo que Dios quiere para la humanidad y lo que Jesucristo nos pidió que hiciéramos y así podamos todos, viviendo así, inspirar también a otros una vida de bondad, de cariño y de sabiduría, una vida de comunión con Dios y con los demás como nos pedía el evangelio de hoy.

 

Abadia de MontserratFiesta del Tránsito de Sant Benito (21 de marzo de 2022)

Domingo III de Cuaresma (20 de marzo de 2022)

Homilía del P. Emili Solano, monje de Montserrat (20 de marzo de 2022)

Éxodo 3:1-8a / 1 Corintios 10:1-6.10-12 / Lucas 13:1-9

 

Estimados hermanos.

En el evangelio de hoy, le explican a Jesús la noticia trágica de unos galileos asesinados por orden de Pilato, gobernador romano de Judea. Eran los galileos gente que toleraban mal el yugo de los romanos. Pilato supo que unos galileos habían promovido un revuelo en el mismo templo mientras estaban allí ofreciendo sacrificios. Y dispone la brutal represión de la policía romana. Jesús está informado de la actualidad de su tiempo, pero sin dejarse arrastrar por ella. Ante este suceso, por lamentable que pudiera ser para la conciencia nacional de los judíos, Jesús considera que aquello no era lo “verdaderamente real”. Jesús se coloca en una perspectiva más elevada, diríamos, de eternidad. Es el equilibrio de estar en el mundo sin ser del mundo. Quizás así podamos entender la dureza de la frase que Jesús ha repetido dos veces: Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera. No se trata tanto de una amenaza como del interés de Jesús por la salud, para la salvación de nuestra alma. Nos está invitando a la conversión, a la penitencia.

La Cuaresma está, entre otras cosas, para animarnos a dar un paso atrás y contemplar lo que ocurre desde la perspectiva de la eternidad. Por tanto, lo que contemplamos en Cuaresma es la última realidad. No para desvincularnos de lo que ocurre a nuestro alrededor, en absoluto. Sino por encuadrarlo en esta realidad última. Fácilmente vivimos inmersos en una catarata de noticias como espectadores que contemplaran un cuadro impresionista tan de cerca que sólo vieran manchas sin sentido alguno. La Cuaresma nos llama a escapar por un tiempo de este revuelo cambiante y pasajero y contemplar las verdades últimas, las esenciales, las que no cambian, las que constituyen nuestro destino y la razón de todo lo demás. El Evangelio de hoy nos invita a recordar, en medio del trasiego de las crisis y las alarmas, de la presente y alarmante actualidad, que Cristo es el Señor de la Historia. Un señor de misericordia que tiene paciencia y deja al hombre, a todos nosotros, un tiempo para la conversión.

De ahí surge la conciencia de que nuestra vida personal, en algún aspecto, no puede considerarse justa, que debemos cambiar algo. En la Cuaresma, Dios nos invita a cada uno de nosotros a dar un cambio de rumbo a nuestra existencia, pensando y viviendo según el Evangelio, corrigiendo algunas cosas en nuestra forma de orar, de actuar, de trabajar y en las relaciones con los demás. Jesús nos sugiere estas cosas, no con una severidad sin motivo, sino precisamente porque está preocupado por nuestro bien, nuestra felicidad, nuestra salvación.

Por nuestra parte, debemos responder con un esfuerzo interior sincero, pidiéndole que nos haga entender en qué puntos en particular debemos convertirnos. No es un camino complicado, es dejarse querer por Dios y responder a ese amor con nuestra vida. Por eso la conversión no depende de nuestras cualidades, ni de nuestro voluntarismo, sino de darse cuenta del gran amor con el que se nos ama.

Recemos al Inmaculado Corazón de María santísima, que nos acompaña en el itinerario cuaresmal, para que ayude a cada cristiano a volver al Señor de todo corazón. Que sostenga nuestra decisión firme de renunciar al mal y de aceptar con fe la voluntad de Dios en nuestra vida.

 

Abadia de MontserratDomingo III de Cuaresma (20 de marzo de 2022)

Domingo II de Cuaresma (13 de marzo de 2022)

Homilía del P. Valentí Tenas, monje de Montserrat (13 de marzo de 2022)

Génesis 15:5-12.17-18 / Filipenses 3:17-4:1 / Lucas 9:28b-36

 

Estimados hermanos y hermanas:

Este segundo domingo de Cuaresma nos es un llamamiento a la conversión y a un seguimiento más intenso y más firme de seguir a Jesucristo, nuestro Salvador. Jesús, que tenía una gran predilección por las montañas, por contemplar el Sol que viene del cielo. Aquí, en Montserrat, cada día, las grandes salidas de Sol son siempre diversas y espléndidas, y las más discretas puestas de Sol entre las montañas siempre son de postal. Maravillas, que, día tras día, son irrepetibles, únicas y distintas. Como decía el Padre Basili Girbau, último monje ermitaño de Montserrat: «De película y gratis».

Entre las diversas montañas del Nuevo Testamento encontramos la de las Bienaventuranzas, la montaña de las Tentaciones o de la Cuarentena del pasado domingo en Jericó. La montaña de los Olivos, el gran macizo del Hermon en Cesarea de Filipo, la cordillera de Jerusalén y la montaña de hoy, el Tabor, que domina toda la llanura Jezrael. En su cima (590 metros) se encuentra la gran Basílica de la Transfiguración y los restos de un Monasterio Benedictino antiquísimo (s. VII).

En el Evangelio que hoy hemos escuchado al Señor que invita a subir y a rezar en la montaña a tres de sus discípulos de mayor confianza: San Pedro y los Hijos de Zebedeo, Santiago el Mayor y su hermano Juan, el discípulo amado. San Pablo los reconoce como columnas de la Iglesia (Gal 2:9) y son los mismos que velarán en el huerto de Getsemaní en la noche de su Pasión (Mt.26: 36ss.).

Jesús subió a la montaña para rezar y fue en oración que se volvió su vestido blanco como la nieve, y su rostro resplandeciente y luminoso como “Aquel Sol que viene del Cielo”. La Transfiguración nos invita a contemplar, en adelante, la Gloria y la Majestad de Jesús Resucitado Viviente y Glorioso para siempre. Él es nuestro Redentor y nuestra Salvación. Como nos dice San Pablo, en la segunda lectura de hoy: «Jesucristo, el Señor, transformará nuestro pobre cuerpo para configurarlo en su cuerpo glorioso» (Fl.3.17ss).

Nuestra vida terrenal es como una montaña muy alta, que hay que coronarla… Que no significa allanarla, que no quiere decir destruirla, porque nuestra vida humana tiene siempre mucho VALOR, desde el primer momento hasta el final. A medida que vivimos, en el día a día, nos transformamos físicamente con el paso de los años. Un paso del tiempo a lo largo del cual no hay que desfallecer en el camino de subida, de la vida creciente. Debemos tener los ojos renovados para contemplar como un niño, un niño, la salida del Sol que siempre es gratis, diferente y esplendorosa. Necesitamos ahora, más que nunca, en este tiempo de guerra y de pandemia, subir de nuevo a la montaña de la vida con más Amor y salir de la Ciudad, de la Tierra Baja, de nuestro personalismo, de nuestro Yo y del nuestro Tener… Preguntarnos ahora, sinceramente: en nuestro corazón, ¿hay lugar para hacer una pequeña Transfiguración, -Configuración con Jesús, ahora y aquí? Pero, con sinceridad, vivimos demasiado acelerados. Demasiado estresados. Las redes sociales piden movimiento, rapidez, fotos, tuits y mensajes. Si interactúas existes; sino, no eres nada. ¿Somos realmente felices con tanta tecnología? La conversión, seguir a Jesús, es como escalar una montaña alta, que supone mucho esfuerzo subirla, pero, sí, ahora más que nunca, vale la pena construir una casa en la cima, para estar cerca de Dios y rezar con Él, Moisés y Elías, que son testimonios vivos que conversan y hablan con Jesús, representan la Ley y los Profetas, son la Palabra de Dios hecha letra y norma de Vida.

La Teofanía, la Voz del Padre, de la nube, es como en el bautismo de Jesús en el río Jordán (Lc.3:21ss) o en la montaña Santa del Sinaí, es una Manifestación que ratifica la Palabra Dios: “Este es mi Hijo, mi elegido; escuchadlo”. San Benito dice a los monjes: “Escucha, hijo, las prescripciones del Maestro, inclina el oído de tu Corazón” (Prólogo a la suya de Regla).

Cada uno de nosotros debe valorar, dentro de su Corazón, si permanece demasiado en el valle, sin nunca subir a la montaña, y no ver nunca la salida del Sol que viene del Cielo, o bien, si permanece siempre arriba, en la cima, como quería San Pedro. Nosotros hoy nos encontramos en lo alto de la Montaña de Montserrat, celebrando la Eucaristía. Sobre la cima del Altar, Cristo estará presente en su Cuerpo y su Sangre, Transfigurado para todos nosotros cristianos. Digamos como San Pedro: “Maestro, que bien estamos aquí arriba”, bajo los pies de Santa María.

Abadia de MontserratDomingo II de Cuaresma (13 de marzo de 2022)

Domingo I de Cuaresma (6 de marzo de 2022)

Homilía del P. Bernat Juliol, Prior de Montserrat (6 de marzo de 2022)

Deuteronomio 26:4-10 / Romanos 10:8-13 / Lucas 4:1-13

 

Queridos hermanos y hermanas en la fe:

La semana pasada, con la celebración del Miércoles de Ceniza, iniciamos una nueva Cuaresma. Un período de cuarenta días en que Dios nos llama a la conversión y con el que nos preparamos para la celebración de la Pascua de la Resurrección de Cristo. La Cuaresma es imagen tanto de los cuarenta años de travesía del desierto por parte del pueblo judío, como de los cuarenta días en los que Jesús estuvo en el desierto y fue tentado por el diablo.

La primera lectura, correspondiente al libro del Deuteronomio, nos evoca la fuga de Egipto por parte de los israelitas. El pueblo de Israel vivía oprimido y esclavizado hasta que un hombre, Moisés, fue capaz de liberarlo, de cruzar el Mar Rojo y de conducirlo durante cuarenta años por el desierto camino de la Tierra prometida que mana leche y miel. Allí en el desierto, el pueblo tuvo que sufrir pruebas y tribulaciones, pero la ayuda de Dios nunca les faltó.

La lectura del evangelio según san Lucas que nos ha sido proclamada, nos evoca la segunda prefiguración de la Cuaresma: las tentaciones de Jesús en el desierto después de su bautismo. Allí, en el desierto, Jesús fue tentado por el diablo durante cuarenta días. Sin embargo, Jesús resultó triunfante de las maquinaciones del enemigo y, tras superar las dificultades, fue servido por los ángeles.

De acuerdo con lo dicho hasta ahora, podemos decir que la Cuaresma queda configurada por cuatro elementos: el desierto, la prueba, la conversión y el triunfo.

El desierto. Tanto los israelitas al salir de Egipto, como Jesús después del bautismo del Jordán, se van al desierto. El desierto puede evocarnos una cierta desesperación, pero la verdad es que se convierte en el lugar propicio para la reflexión. En el desierto no podemos llevarnos cosas superfluas, sólo lo estrictamente necesario. Si no lo hacemos así, el peso de la mochila nos va a impedir avanzar. Es por eso que la Cuaresma debe servirnos para revisar los fundamentos de nuestra vida, aquello sin lo cual nuestra existencia no tiene sentido.

La prueba. En el desierto se encuentran las pruebas. Los israelitas tuvieron que poner a prueba, una y otra vez, su confianza en el Señor. ¿Por qué –se preguntaban– el Señor les había conducido a los sufrimientos del desierto? ¿Era ésta la libertad prometida? Igualmente, Jesús, el Hijo de Dios, se vio tentado por el diablo. Nuestra vida, y nuestra vida como cristianos, no siempre es fácil. Las dificultades de todo tipo están a la orden del día. Desde hace dos semanas estamos presenciando en Ucrania una guerra fratricida y totalmente injusta, que también puede hacernos preguntar: ¿por qué Dios permite todo esto? En medio del desierto no oímos la voz Dios.

La conversión. Pero a pesar de todo, Dios está; Dios nunca nos abandona. Pero debemos convertirnos y perseverar. Quien persevere hasta el fin se salvará, nos dice el Señor. Aquí está uno de los puntos centrales de la Cuaresma: la conversión. Nunca oiremos la voz de Dios si no somos capaces de mirar hacia donde está él. Dios pasa por nuestras vidas, no podemos tener ninguna duda. El problema no es que ocurra o no pase, sino que el problema es si somos capaces de reconocerlo cuando ocurre. Debemos convertirnos para saber mirar al mundo no sólo con la mirada natural sino con los ojos de la fe.

El triunfo. La experiencia del desierto del pueblo judío termina con la llegada a la Tierra prometida, esa tierra que Dios había prometido a Abraham y que sería donde el pueblo se haría más numeroso que los granos de arena del mar o que las estrellas del cielo. Por otra parte, las tentaciones de Jesús en el desierto también terminan con el triunfo del Señor. Después de que Jesús no cayó en ninguna de las trampas, el diablo agotó las diversas tentaciones y se alejó del Señor.

El camino que Jesús nos propone es un camino que nos lleva hacia la cruz, sí, pero no se detiene aquí, sino que llega hasta la victoria final de la resurrección. El desierto, las pruebas y la conversión no son instrumentos espirituales que nos conducen a la cruz, sino que la traspasan. Nuestro camino como cristianos no nos lleva a la oscuridad sino a la luz. La última palabra nunca la tienen la oscuridad, la muerte o la cruz, sino que siempre la tienen y la tendrán la luz, la vida y la resurrección.

Hermanos y hermanas, el libro del Deuteronomio nos hablaba de una cesta con las primicias de los frutos de la tierra. La Eucaristía que estamos celebrando es esta cesta de los frutos de vida eterna que estamos buscando. Que el pan y el vino nos sean alimento en este camino cuaresmal.

 

Abadia de MontserratDomingo I de Cuaresma (6 de marzo de 2022)

Sábado después de ceniza (5 de marzo de 2022)

Homilía del Cardenal Cristóbal López, Arzobispo de Rabat (5 de marzo de 2022)

Isaïes 58:9b-14 / Lluc 5:27-32

 

En este tiempo de Cuaresma, la Palabra de Dios se dirige a nosotros como se dirigió a Leví, que después fue el apóstol Mateo. Jesús nos dice también a nosotros: «Sígueme». Y a nosotros nos toca hacer las tres cosas que hizo Mateo: dejarlo todo, levantarnos y seguirle. Este llamamiento y esta respuesta es para todos, aunque cada uno deba vivirlos de acuerdo con su situación personal. Muchos de los que estamos aquí lo hemos hecho en la vida religiosa, pero otros lo han hecho en el matrimonio y en la familia.

Todos somos invitados a dejarlo todo, como quien encuentra un tesoro en un campo y lo vende todo para quedarse con el campo. Todos estamos llamados a levantarnos: sí, a levantarnos de nuestra mediocridad, de nuestra postración y de nuestro desánimo, a levantarnos de nuestra comodidad y de nuestro egoísmo. Levantarse es resucitar, es vivir de nuevo, y vivir en plenitud. Todos estamos llamados a seguir a Jesús. Y seguirle implica imitarle, vivir como Él, identificarnos con él, amarle.

Hoy Jesús, a través del profeta Isaías, nos arroja un desafío muy concreto y nos dice:

“Cuando destierres de ti la opresión, el gesto amenazador y la maledicencia, cuando partas tu pan con el hambriento y satisfagas el hambre del indigente, se llenará de luz tu oscuridad, y tu atardecer será claro como el mediodía”. En este mundo donde desgraciadamente la violencia y la guerra, la opresión y las amenazas, el hambre y la pobreza están demasiado presentes, el Señor nos pide que reaccionemos, que hagamos algo: partir el pan con el hambriento, desterrar de nosotros el gesto amenazante y la maledicencia.

La Cuaresma es tiempo de conversión. La Palabra de Dios nos da hoy pautas concretas para convertirnos. ¿Cómo debemos hacerlo para que nuestra luz brille en las tinieblas y nuestra oscuridad se vuelva mediodía?

Podemos entenderlo con una pequeña historia. Un hombre sabio, que tenía muchos discípulos, quiso transmitirles una enseñanza poniéndoles la siguiente cuestión: ¿Cuándo se puede decir que la noche ya ha terminado y el día ya ha comenzado? ¿Cuál es la línea divisoria entre la noche y el día? Un primer discípulo aventuró una respuesta diciendo: Cuando de lejos veo un árbol, y puedo distinguir si se trata de un manzano o de una higuera, significa que ya es de día. El maestro no dio la respuesta por válida.

Otro joven se lanzó diciendo: Cuando de lejos veo a un animal de cuatro patas y puedo distinguir si se trata de un burro o de un caballo, entonces podemos considerar que ya es de día y que la noche ya ha terminado. Tampoco el profesor validó la respuesta. Dinos, pues, oh sabio, ¿cuál es la buena respuesta? Cuando de lejos ves venir hacia ti un ser humano y no descubres a un hermano y no lo recibes como tal, es de noche en tu corazón, aunque el reloj marque mediodía y el sol brille en todo su esplendor. Pero si reconoces en todo aquél que se te acerca a un hermano, entonces el día ya ha empezado en tu vida, aunque sea medianoche.

El camino para que el día de la felicidad reine en nosotros y en toda la humanidad, es el camino de la fraternidad universal. Todos hermanos, hijos de un mismo Padre que es Dios, hacemos del mundo una sola familia donde Jesús sea nuestro hermano mayor, nuestro Señor, nuestro Salvador.

Yo os deseo a todos un buen camino cuaresmal, pero os deseo aún más una Pascua de Resurrección que sea de verdad Pascua de paz, de fraternidad y de amor.

 

Abadia de MontserratSábado después de ceniza (5 de marzo de 2022)

Miércoles de ceniza (2 de marzo de 2022)

Homilía del P. Manel Gasch i Hurios, Abad de Montserrat (2 de marzo de 2022)

Joel 2:12-18 / 2 Corintios 5:20-6:2 / Mateo 6:1-6.16-18

 

Convertíos. Ésta es la palabra que escuchamos por encima de todas las demás en la liturgia de hoy. Convertíos con todo tu corazón, convertíos al Señor, convertíos y creed en el Evangelio, por citar sólo aquellas que literalmente contienen el verbo convertir porque la idea todavía aparece más veces.

Convertir en su significado más normal significa transformar una cosa en otra, darle la vuelta. Su significado más antiguo y básico sería cambiar. Este es el grito del miércoles de Ceniza, éste es el grito de toda la Cuaresma: ¡cambiad! Transformaos, giraos. Para que todos estos verbos tengan sentido necesitamos evidentemente saber de qué a qué debemos cambiar. Éste es en el fondo, el camino que debemos recorrer durante todas estas semanas, quizás durante toda nuestra vida de creyentes: tomar conciencia de dónde estamos y adónde vamos. No avanzaremos sólo en este itinerario. Sabemos que caminamos siempre bajo la mirada de Dios. En el evangelio, hemos escuchado cuatro veces el verbo ver, mirar, dos referidas a Dios y dos referidas a la gente. Permítanme que utilice la imagen de esta mirada para explicarme.

Para averiguar de dónde somos y adónde vamos necesitamos primero una mirada sobre nosotros mismos. La liturgia de hoy no es muy optimista. Pone de relieve más bien toda la oscuridad, todo el pecado, todo lo que no hacemos bien y nos invita a ser conscientes de ello, ya que éste es el primer paso para transformarlo. Esto lo digo pensando sobre todo en los escolanes: hace años, antes de que nacierais vosotros, un predicador hizo una homilía un miércoles de Ceniza y habló mucho de ordenadores, de sistemas operativos y de informática. Durante algunos años, a este predicador que no es ningún monje de nuestra comunidad pero que viene de vez en cuando, los escolanes le decían el antivirus, porque de su homilía del miércoles de Ceniza, que queda claro que escuchasteis muy atentamente, recordasteis esta idea. No escuché la homilía porque ese año yo estaba en Roma, y ​​no sé si repetiré lo que él dijo, pero en todo caso me ha parecido que podéis entender bien qué es la cuaresma con este ejemplo. Cuando nos miramos a nosotros mismos -es como si miráramos nuestro ordenador, nuestro ipad, el móvil y viéramos que no funciona perfectamente. ¿Quizás un virus, quizás alguna aplicación no actualizada? Primero debemos pasar uno de esos programas que te dicen que lo limpian y luego seguramente deberemos instalar un antivirus o descargarnos algunas actualizaciones. Esto es lo que quiere Dios. Que miremos qué no funciona, es decir dónde estamos, y a base de algunas prácticas, la oración, la ayuda a los demás y renunciar a algunas cosas que nos gustan, que tendrán que hacer de antivirus, intentamos ser mejores, intentamos ir hacia donde Dios quiere que vayamos. Es decir que nuestro ordenador funcione perfectamente, que nosotros como personas, también amemos y trabajemos por los demás al cien por cien. Ya os aviso que todo esto a veces es más lento que simplemente instalarse un programa o descargarse una aplicación. ¡Quienes no sois escolanes, estoy seguro de que también lo habéis entendido perfectamente!

La ceniza en la cabeza era un signo de estar de luto. De estar tristes. Nos la ponemos hoy en este sentido de mirarnos a nosotros mismos y reconocer que no podemos estar del todo satisfechos con nosotros mismos y que necesitamos transformarnos en el camino del Evangelio, que es el camino señalado por Jesús y por todas sus enseñanzas.

Esta mirada individual es la que domina más hoy, ya que cada uno es responsable de su vida y de sus acciones y la llamada que oímos hoy va muy dirigida a cada uno en concreto, de una manera muy personal. Pero también existe una mirada colectiva. Todos somos solidarios. La Guerra de Ucrania, por su proximidad, nos hace realmente reflexionar sobre la humanidad, sobre cómo es posible todo esto que hemos visto y escuchado estos días. Si miramos, ya no a nosotros mismos, sino con una mirada colectiva a Europa y al mundo, no nos gusta dónde estamos, no nos gusta nada. Naturalmente no nos gusta la invasión, y tampoco vemos tan clara tan limpia y tan libre de intereses las respuestas. ¿Nos queda claro que las personas y las vidas son lo más importante? Aquí es donde deberíamos ir y no es ciertamente dónde estamos. El Papa Francisco ha llamado a solidarizarnos todos por la paz, con las prácticas cuaresmales de siempre: la oración, el ayuno y la ayuda. Los sacerdotes de la primera lectura lloraban entre el vestíbulo y el altar, como cantaremos ahora en el motete del ofertorio: Inter vestibulum et altare plorabunt sacerdotes…, ¿por qué lloraban? Por el pueblo, por el mundo. Qué buen ejemplo para nosotros. La situación de Ucrania puede ser un toque de atención a tantas otras situaciones mundiales donde las personas no están en el centro. Llorar es el fruto de ver dónde estamos con preocupación, pero de ahí debe venir la fuerza de conformarnos, no el mundo tal y como está, sino querer cambiarlo, darle la vuelta incluso. Nuestra transformación colectiva debería ir en esa dirección, poner a los seres humanos y la preservación de la tierra en el centro.

¿Cómo debe ser esa mirada individual y colectiva? Deberíamos mirar cómo mira Dios. Dios no mira ni se queda dónde estamos, Dios mira adónde vamos. Mejor aún: Dios ve allá donde podemos llegar. Dios es benigno y entrañable, lento para el castigo, rico en el amor. Dios abre siempre la perspectiva de un futuro mejor. Y además esa mirada de Dios es auténtica como nos dice el Evangelio. Ve la realidad de nuestros corazones. No mira cómo mira la gente. Dios nos dice muy claramente que esta transformación a la que nos invita cada Cuaresma no es para exhibirla, es para que sea real, en el corazón y en la vida de cada uno y de todos. Pongámonos a ello con toda la sinceridad.

 

 

Abadia de MontserratMiércoles de ceniza (2 de marzo de 2022)

Domingo de Ramos y de Pasión (28 de marzo de 2021)

Homilía del P. Josep M Soler, Abad de Montserrat (28 de marzo de 2021)

Isaías 50:4-7 / Filipenses 2:6-11 / Marcos:1-15.47

 

¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua? preguntan los discípulos a Jesús. Y él, hermanos y hermanas, tal como hemos oído, les da las indicaciones pertinentes. Se trataba de celebrar la Pascua que actualizaba la liberación de la esclavitud de Egipto y la alianza que, en el Sinaí, Dios había hecho con Moisés a favor de todo el pueblo. Esta cena, además, renovaba la esperanza en la venida del Mesías. Una vez en la mesa, pero, y a medida que se iba desarrollando la comida, los discípulos descubren que la intención de Jesús era dar una dimensión nueva a aquella cena, darle un carácter profético y sacramental a través de la Eucaristía que los dejaba.

Aquel, nos decía el evangelista san Marcos, era el día en que se sacrificaba el cordero pascual. Esto nos ayuda a entender esta dimensión nueva; en aquella cena, Jesús celebraba la pascua de otro modo, no sólo comiendo el cordero y el pan sin levadura. Él también era el cordero pascual. Más aún, él era el cordero perfecto y auténtico. En su persona se hacía realidad lo que anunciaba la celebración de la pascua de Israel. La cena con los discípulos era la anticipación sacramental y profética de su pascua definitiva que pocas horas después viviría de una manera cruenta en la cruz. El evangelista nos ha ido presentado los diversos momentos de la inmolación de este cordero que era Jesús: la angustia ante el sufrimiento y la muerte, la pena de ser traicionado por uno de los suyos, las acusaciones injustas ante las que él callaba, sin dar respuesta, un dolor corporal terrible, la aflicción íntima por los insultos y el trato violento, la soledad del corazón al no tener el calor amistoso de los discípulos que han huido y una oscuridad espiritual indecible debido a no sentir la presencia amorosa del Padre. Todo termina con un gran grito, hermanado con todas las angustias y con todos los clamores de la humanidad, y con la muerte. En medio de la oscura interior y de la negra nube que cubrió el Calvario, sin embargo, Dios estaba a pesar de su aparente ausencia. Y, de manera paradójica, se daba a la humanidad para liberarla, para abrirle un camino de vida plena. Comenzaba un mundo nuevo. El templo de piedra de Jerusalén dejaba su función y era relevado por un Templo no hecho por manos de hombre; es decir por Jesús mismo que ofrece un acceso libre a Dios a judíos y paganos, a la humanidad entera, a través de su persona. Vemos un ejemplo de esto en el centurión pagano que, al presenciar la forma en que Jesús expiraba, lo reconoce como hijo de Dios. Ya en la cruz, pues, se empieza a hacer realidad lo que Jesús había dicho al gran sacerdote: veréis al Hijo del hombre sentado a la derecha del Todopoderoso.

¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua? Después de haber escuchado el relato de la pasión y de saber que Jesús la vivió por amor a la humanidad y a cada uno de sus miembros, deberíamos personalizar la pregunta de los discípulos y hacérnoslo nuestra: ¿cómo quieres que te preparemos la pascua de este año en nuestro interior? Porque la podemos vivir con una actitud hostil hacia Jesús y su Evangelio como los grandes sacerdotes, los escribas, los soldados o la gente que pasaba moviendo la cabeza con aires de mofa. La podemos vivir desde la indiferencia como Pilato y tantos otros. La podemos vivir dejándolo solo y traicionando su amistad después de haber puesto la esperanza en él y, tal vez, de haberla perdido, como Judas. La podemos vivir desde la debilidad y la negación como Pedro; sabiendo, sin embargo, que si hay compunción el perdón es posible. La podemos vivir con compasión ante aquel hombre desnudo, humillado y sufriente que es Jesús dejándonos cuestionar por su muerte, como el centurión. La podemos vivir, todavía, con piedad y dolor en el corazón, meditando todo lo que esta pasión significa, como María la madre de Jesús (cf. Lc 2, 19.33-35). Sí, preguntémonos cómo queremos vivir la semana santa y la pascua de este año.

La pasión de Jesús nos abre una puerta a la esperanza y nos libera de la levadura de la corrupción del pecado. Porque destruyendo el pecado hace posible una vida nueva de santidad según el Evangelio. La cruz de Jesús nos abre una puerta a la esperanza ante el dolor y la muerte, que con la pandemia se han vuelto más vivos y más angustiantes que nunca en estos últimos años. La muerte de Jesús, el Hijo de Dios, nos enseña que no debemos temer que todo acabe para siempre, que más allá del sufrimiento y de los límites de la miseria terrenal, la muerte ha empezado a ser definitivamente vencida gracias a Jesucristo, a su sangre derramada libremente que nos posibilita la vida para siempre. En él se ilumina el enigma del dolor y de la muerte. En él la realidad humana en su conjunto y el misterio de cada persona en particular encuentran una dimensión nueva. Cualquiera puede asociarse al misterio de Jesucristo por los caminos que el Espíritu Santo abre en el interior de cada ser humano, incluso en los que no son cristianos (cf. Gaudium et spes, 18 y 22). Porque por la sangre de su cruz Jesucristo ha puesto la paz en todo lo que hay, tanto en la tierra como en el cielo, y Dios ha reconciliado todas las cosas (Col 1, 20).

Hermanos y hermanas: Hemos escuchado con respeto y con consternación el relato de la pasión y la muerte de Jesús. Hemos acogido con fe y con agradecimiento el don que supone a favor nuestro y de toda la humanidad. Tal como decía el evangelista al inicio de la narración de la pasión, el don que libremente Jesús ha hecho de su vida en la cruz nos es comunicado por el sacramento de la eucaristía. Él lo actualiza, este don sacrificial, para perdonarnos y darnos vida, para vincular nuestros sufrimientos a su pasión y para anticiparnos a la comida eterna del Reino. La Eucaristía es prenda de la superación para siempre del dolor y de la muerte. ¡Esta es la fuente de nuestra esperanza!

Abadia de MontserratDomingo de Ramos y de Pasión (28 de marzo de 2021)

Domingo V de Cuaresma (21 de marzo de 2021)

Homilía del P. Emili Solano, monje de Montserrat (21 de marzo de 2021)

Jeremías 31:31-34 / Hebreos 5:7-9 / Juan 12:20-33

 

Hermanos,

Todos tenemos algún amigo o familiar que considera a Dios como algo superfluo o extraño y, si acaso existe, muchos creen que no les va a ayudar en su día a día, que todo depende de lo que ellos hagan. Y así vemos, por ejemplo, como se esfuerzan en conocerse, en adquirir técnicas de concentración mental que les ayuden a tener éxito en las tareas que emprenden. Son personas que no manifiestan deseo de tratar con Jesucristo.

Es diferente el camino de fe y de conversión, al que el Evangelio de hoy hace referencia cuando nos habla de unos griegos anónimos, conversos al judaísmo, que, sabiendo que Jesús se encontraba en Jerusalén, se acercaron a Felipe, uno de los doce apóstoles, y le dijeron: «queremos ver a Jesús». Felipe fue a decírselo a Andrés (uno de los primeros apóstoles, muy cercano al Señor) y ambos se lo dijeron a Jesús.

La inmediata respuesta de Jesús a aquellos que quieren verle orienta hacia el misterio de la Pascua, la manifestación gloriosa de su misión salvífica. «Ha llegado la hora de que el Hijo del hombre sea glorificado», dirá. Así pues, el atractivo de la persona de Jesús nos lleva a la hora de la glorificación del Hijo del hombre. Pero a través del paso doloroso de la pasión y de la muerte en la cruz. Sólo desde la fe sobrenatural podemos aceptar que así se realizará el plan divino de la salvación, que es para todos.

Dentro de tantas alertas sanitarias actuales, la palabra del Evangelio, el deseo de ver a Jesús, nos dice que no hay prioridad más grande que esta: abrir de nuevo al hombre de hoy el acceso a Dios. Es decir, acercarnos al Dios que habla y que nos comunica su amor para que tengamos vida abundante. Deberíamos pedir a menudo a Dios la gracia que despierte en nosotros la sed de ver y de conocer más a Cristo, que aumente en nuestra alma la divina luz de la fe que nos enseña el camino del cielo.

Nosotros, como aquellos griegos del Evangelio, también queremos ver a Jesús porque creemos que es Dios quien bajó del cielo para salvarnos de nuestros pecados, y que es Dios quien cada día nos facilita su gracia para darnos la fuerza de vivir según sus mandamientos.

Hoy podríamos detenernos y mirar atrás, hacia el fondo, para ser más conscientes de nuestro anhelo de Dios y descubrir si hemos tomado el rumbo correcto. Queremos ver a Jesús llevados de esta nostalgia que todos sentimos antes o después en el corazón, y que no es otra cosa que el anhelo de Dios. Una sed de Dios que nos hace soñar alguna vez con nuestra vida eterna, deseando la eternidad con Dios y los bienaventurados, por encima de todo bien material, incluida la salud corporal.

Dirá San Pablo que todas las cosas «se mantienen» en aquel que es «anterior a todo» (Col 1,17). Por lo tanto, quien construye la propia vida sobre el ver a Jesús en su Palabra y sus sacramentos se edifica verdaderamente de manera sólida y duradera. Como los griegos del Evangelio, hoy tenemos una gran necesidad de ser realistas. Es decir, necesitamos reconocer en Jesús el fundamento de todo.

Es un error prescindir de Jesus pensando que somos autosuficientes, que no necesitamos a Dios, que la felicidad depende de uno mismo y que consiste en una búsqueda creciente de autodeterminación, desarrollo técnico y satisfacción material. Pues el hombre no está hecho para sí mismo, ni para el mundo, está hecho para Dios, y sólo puede encontrar su felicidad en Dios.

Junto a la Virgen, dispongámonos a compartir el estado de ánimo de Jesús, preparados para revivir el misterio de su crucifixión, muerte y resurrección, no como espectadores extraños, sino como protagonistas junto con él, pensando y sintiendo como él, ya que realiza por cada uno de nosotros su misterio de cruz y de resurrección.

 

Abadia de MontserratDomingo V de Cuaresma (21 de marzo de 2021)

Solemnidad de San José (19 de marzo de 2021)

Homilía del P. Josep M Soler, Abad de Montserrat (19 de marzo de 2021)

2 Samuel 7:4-5.12-14.16 / Romanos 4:13.16-18.22 / Lucas 2:41-5

 

Tu padre y yo te buscábamos angustiados, decía María. En el fragmento evangélico que hemos leído, hermanos y hermanas, nos repetía cuatro veces que María y José eran los padres de Jesús. Íntimamente unido a su esposa, san José «amó a Jesús con corazón de padre», tal como afirma el Papa Francisco en la Carta Apostólica que ha escrito sobre el Santo carpintero de Nazaret (Carta «Patris corde»). Además, el Papa ha querido dedicarle todo este año para favorecer que crezca en el pueblo cristiano el amor a este gran santo, para impulsar que se invoque su intercesión y para favorecer la imitación de sus virtudes y de su fidelidad a la Palabra de Dios. En la Carta, el Papa destaca la misión paternal de San José, porque si bien, según los evangelios, tenía sólo la condición de padre legal, «amó a Jesús con corazón de padre». Y se puede decir que fue padre por el amor tierno, por la solicitud atenta, por la vinculación intensa en todo lo que hacía referencia a Jesús. El ansia con que María y José buscaban Jesús -tal como nos decía el Evangelio- era fruto de esta solicitud y comportaba a la vez inquietud y angustia ante la ausencia de Jesús, el hijo amado entrañablemente.

En esta Carta Apostólica dedicada a San José, el Papa Francisco destaca la discreción de este gran hombre de Dios. Según los relatos evangélicos, la suya, es una presencia que se mantiene en segundo término pero siempre muy activa y eficaz. Lo vemos, también, en el fragmento evangélico que hemos proclamado; José no habla, sólo María recrimina y expresa el dolor que han pasado los dos. José también ha sufrido, y ha apoyado a María compartiendo el ansia y la búsqueda angustiosa, pero lo vive desde el silencio contemplativo. Esta discreción, hecha de una presencia atenta pero humilde, lleva el Papa a valorar todas aquellas personas que en la vida diaria, y desde una aparente segunda línea, «tienen un protagonismo incomparable en la historia de la salvación». Al leer esto, nosotros podemos pensar en tantas personas que a causa de la pandemia han ayudado y ayudan a los demás de tantas maneras desde el anonimato, y a veces poniendo en peligro su vida. O, como se ha puesto de manifiesto durante el viaje reciente del Papa a Irak, podemos pensar en tantas personas que discretamente han arriesgado su vida para salvar a otros independientemente de cuáles fueran sus creencias, la han arriesgado para hacer obra de reconciliación, para ayudar materialmente. Y así podemos pensar, también, en muchas otras situaciones en las que tantas personas, sin hacer ruido y desde la discreción -como san José- trabajan por el bien de los demás, por la reconciliación y la paz. Y eso en varios niveles, desde el familiar al internacional.

San José, por fidelidad al plan de Dios, convirtió su proyecto humano de formar una familia con María en una ofrenda de sí mismo para ponerse al servicio de Jesús y de la misión que Dios le había confiado. Sacrifica su proyecto de vida inicial para seguir la vocación que le es confiada. Su corazón de padre va aprendiendo a amar y darse con una profundidad nueva. Así crece, como dice todavía el Papa, en la obediencia de la fe. A través del ansia de haber perdido a Jesús cuando era adolescente y a través de la angustia que -según el evangelio de San Mateo (Mt 1, 16-24) – experimentó en la infancia de Jesús, pasaba el proyecto salvador de Dios. De este modo, –según la Carta Apostólica mencionada- san José «nos enseña que tener fe en Dios incluye, además, creer que él puede actuar incluso a través de nuestros miedos, de nuestras fragilidades, de la nuestra debilidad. Y nos enseña, también, que en medio de las tormentas de la vida, no debemos tener miedo de ceder a Dios el timón de nuestra barca «, porque, aunque muchas veces quisiéramos tenerlo todo controlado, Dios tiene siempre una mirada más amplia que la nuestra y sabe qué nos conviene para nuestro bien. Por eso le hemos de tenerle confianza. Como lo hizo José, sin poner condiciones. Más, aún, no sólo tenemos que confiar en Dios sino que también tenemos que querer a los demás confiando en ellos, acogiéndolos en todas las circunstancias de la vida.

San José, que -como dice el Papa- los evangelios presentan como un hombre que no se resigna pasivamente, sino como un creyente valiente y fuerte, nos es un modelo, sin embargo, de cómo aceptar los acontecimientos de nuestra historia personal y colectiva, dejando de lado nuestros razonamientos prefabricados, para acogerlos con responsabilidad y con confianza en el plan de Dios sobre cada uno de nosotros y sobre el mundo; un plan que siempre es de amor aunque pueda conllevar sufrimientos y decepciones. Aquel José, hijo de David, no temas (Mt 1, 20), que le dirigió el enviado de Dios al anunciarle cuál era su misión, también vale para nosotros y nos da una fortaleza llena de esperanza para acoger todos los hechos de la vida con coraje y para trabajar a favor de los demás, particularmente en la situación dolorosa y preocupante que nos deja la pandemia a nivel de pérdidas de vidas, de dificultades familiares y sociales, de situaciones económicas y laborales, etc. El ansia a nivel existencial causada por la situación actual se puede transformar en una nueva oportunidad. Como la que vivieron José y María al perder a Jesús, se transformó en una especie de anticipación pascual, una vez que, al tercer día, lo vieron lleno de la vida y de la sabiduría que le venían de estar en la casa de su Padre celestial.

San José es una figura de creyente muy cercana a nuestra realidad humana. Nos enseña que creer no significa encontrar soluciones fáciles que consuelan y que la fe no es una evasión de la realidad ni una consolación fácil. La fe que Jesucristo nos llama a vivir supone -como dice todavía el Papa- «afrontar con los ojos abiertos» la realidad y asumir «la responsabilidad en primera persona», con «coraje creativo», «sacando a la luz recursos que ni siquiera pensábamos tener «y transformando, con la ayuda de la gracia, los problemas en oportunidades. Aunque parezca que nuestra vida o nuestra historia esté sujeta a fuerzas adversas, «el Evangelio nos dice que Dios siempre encuentra un camino para cumplir su plan de salvación. Y «si a veces parece que Dios no nos ayuda, no quiere decir que nos haya abandonado, sino que confía en nosotros, en lo que podemos planear, inventar, encontrar». Es la experiencia que vivió con coraje el carpintero de Nazaret, que «con corazón de Padre» estimó a Jesús y afrontó los retos que su misión le comportaba, confiando siempre en la Providencia divina.

De custodio del niño Jesús y de su Madre María, San José ha pasado a ser custodio, patrón, de la Iglesia, que es «la prolongación del Cuerpo de Cristo en la historia». Que él interceda por la Iglesia y por todos sus miembros en estos tiempos difíciles y de crisis de fe. Que nos enseñe a confiar en Dios y a trabajar en la construcción del Reino de Dios. Que nos enseñe a amar a Jesús y su Evangelio, a estimar a la Iglesia y los hermanos en humanidad, particularmente los que viven en la pobreza o son marginados de una manera u otra.

El sacramento de la eucaristía que estamos celebrando hace presente a Cristo entre nosotros y en el mundo. Acojámoslo con corazón ardiente, como José acogió a Jesús.

Abadia de MontserratSolemnidad de San José (19 de marzo de 2021)

Domingo IV de Cuaresma (14 de marzo de 2021)

Homilía del P. Bernat Juliol, monje de Montserrat (14 de marzo de 2021)

2 Crónicas 36:14-16.19-23 / Efesios 2:4-10 / Juan 3:14-21

 

Queridos hermanos y hermanas en Cristo:

Tradicionalmente, el cuarto domingo de Cuaresma tiene un carácter especial. Se llama también Domingo Laetare: primera palabra del canto de entrada en latín, que en catalán hemos traducido por ¡Alegraos! Es la alegría de saber que la Pascua ya está cerca, que nuestro camino cuaresmal está llegando a su fin. Toda la liturgia está impregnada de esta alegría esperanzada: el color rosado de los ornamentos, las flores en el altar, la música. Como pedíamos a Dios en la oración colecta: «haz que el pueblo cristiano se apresure, con fe gozosa y entrega diligente, a celebrar las próximas fiestas pascuales».

Evidentemente, las lecturas bíblicas que hoy nos han sido proclamadas tienen también ecos pascuales. El segundo libro de las Crónicas nos traslada ante un hecho histórico que conmocionó al pueblo de Israel. El año 587 aC Jerusalén fue ocupada por los babilonios: el Templo, símbolo de la presencia de Dios, fue destruido; y las élites del pueblo fueron conducidas a la deportación a Babilonia. Estos hechos, hicieron que los israelitas se replantearan su relación con Dios. Se preguntaban: ¿No somos nosotros el pueblo elegido? ¿No nos prometió Dios en la Alianza que nunca nos abandonaría? ¿Dónde está, pues, nuestro Dios?

Pero es en esta oscuridad de la deportación donde surge la esperanza. Unos años más tarde, el imperio persa invade Babilonia y libera al pueblo judío que estaba cautivo. Al frente de los persas estaba su rey Ciro. Según nos dice el fragmento que hemos leído del segundo libro de las Crónicas, Israel vio en Ciro a un enviado de Dios, una intervención divina para devolverlos a su país. En este mismo sentido, Ciro ordena reconstruir el Templo de Jerusalén. Así, Dios vuelve a estar presente en medio de su pueblo.

No es difícil ver en Ciro, una prefiguración de Cristo: aquel era un enviado de Dios que sacó el pueblo de la deportación, este es el mismo Hijo de Dios enviado por el Padre para llevarnos la auténtica salvación. Ciro hizo reconstruir el Templo de Jerusalén, símbolo de la presencia divina; Cristo es el verdadero templo donde Dios mismo habita y se ha manifestado realmente a la humanidad. Así pues, alegrémonos, porque Dios está presente en nuestra vida. Incluso en los momentos más difíciles y oscuros, no tengamos miedo, Cristo viene a nosotros con las armas de la esperanza y el consuelo.

El fragmento del evangelio de san Juan que hoy nos ha sido proclamado, utiliza también una imagen para mostrarnos quién es realmente Cristo. Juan cita un episodio que nos cuenta el libro de los Números: después de la salida de Egipto, el pueblo de Israel se cansó de Dios y de las incomodidades del desierto. El Señor los castigó enviándoles serpientes venenosas que les picaban y los mataban. Sin embargo, el pueblo se arrepintió y, para salvarlos del veneno, Dios hizo construir a Moisés una serpiente de bronce. Ordenó que la pusiera en lo alto de un estandarte. Y todo el que la miraba, si había sido picado, salvaba la vida.

Juan compara esta serpiente de bronce con Cristo. Al igual que la serpiente fue levantada y salvó a quienes estaban muriendo, Cristo también será elevado en la cruz para llevar la vida a toda la humanidad. El cuerpo muerto de la serpiente salvó unas cuantas personas en el desierto, el cuerpo muerto de Cristo traerá la salvación a todo el mundo. Pero el simbolismo de Juan todavía va un poco más allá. La palabra que utiliza para decir «elevarr» es la misma palabra que en otros lugares del mismo evangelio se usa para hablar de la resurrección. El Cristo que nos trae la salvación, es pues, el Cristo Resucitado.

El Cristo Pascual, el Cristo Resucitado, es esta nuestra auténtica alegría. Es este el final de la Cuaresma que empezamos ya a vislumbrar. Es de este Cristo que podemos decir con la carta a los Efesios: «Dios, que es rico en el amor, nos ha amado tanto que nos ha dado la vida junto con Cristo». Puede que aún vivimos «cerca de los ríos de Babilonia, llorando de nostalgia de Sión». Pero alegrémonos porque Dios «junto con Jesucristo nos ha resucitado y nos ha entronizado en las regiones celestiales».

 

Abadia de MontserratDomingo IV de Cuaresma (14 de marzo de 2021)