Homilía del P. Efrem de Montellà, monje de Montserrat (10 de agosto de 2025)
Sabiduría 18:6-9 / Hebreos 11:1-2.8-19 / Lucas 12:32-48
Si algún día visitáis el British Museum de Londres, encontraréis muchos tesoros. Pero hay uno que hoy puede ayudarnos a entrar en el evangelio: se trata de un conjunto de 160 monedas de oro del siglo II, que fueron escondidas en una jarra de cobre. Alguien, en tiempos de los romanos, las enterró bajo el pavimento de su casa. Y no sabemos nada más hasta que, 18 siglos después, en 1911, unas excavaciones las sacaron a la luz. Seguramente eran una gran fortuna —y todavía lo serían ahora—, pero nadie la gozó. Quien las escondió murió sin recuperarlas, y sus herederos tampoco pudieron hacerlo. Y el descubridor tampoco se benefició, porque la ley las declaró patrimonio histórico y tuvieron que ir a parar al museo. Esta anécdota es un buen ejemplo de cómo los tesoros de esta tierra pueden perderse, quedarse olvidados o acabar en manos de otros. Y puede ser un buen punto de partida para entender las palabras de Jesús: «donde está vuestro tesoro allí estará también vuestro corazón».
En el evangelio de hoy, Jesús nos ha hablado a través de tres parábolas: la del tesoro que hemos comentado, la del criado vigilante y la del administrador fiel. El mensaje está claro: hay que orientar bien el corazón hacia lo que realmente vale la pena, y una vez encontrado, cuidarlo y administrarlo con responsabilidad. La primera parábola nos pregunta: ¿cuál es tu tesoro? Pueden ser posesiones, logros o reconocimiento… pero Jesús nos invita a mirar más allá. La segunda y tercera parábola añaden un paso más: el tesoro no es para guardarlo, sino para hacerlo fructificar. Dios nos ha dado a cada uno de nosotros una serie de dones y talentos que debemos descubrir, y que no son para nosotros solos: son para ponerlos al servicio de los demás. El día que el Señor nos pida cuentas: ¿podremos mostrarle cómo los hemos hecho crecer? La cuestión es vital: ¿cuál es, para mí, ese tesoro? Y aún: ¿estoy dispuesto a vivir de una manera que lo guarde y le haga crecer?
San Lorenzo, cuya fiesta celebraríamos hoy día 10 de agosto si no fuera el domingo, tenía clarísimo cuál era su tesoro. Fue diácono en la Roma del siglo III, y era el encargado de gestionar los bienes de la Iglesia y distribuirlos a los pobres, huérfanos y viudas. Cuando el emperador Valeriano le exigió los «tesoros de la Iglesia», Lorenzo pidió tres días. En ese tiempo reunió a pobres, enfermos, ciegos y leprosos, y les presentó diciendo: «Estos son los tesoros de la Iglesia». Esta confesión de fe le costó la vida, pero resume perfectamente el evangelio: los bienes son para compartir; el verdadero tesoro es el que tiene valor frente a Dios. Y hoy, el domingo, podemos mirar también hacia otro tesoro: la Eucaristía. Aquí recibimos la Palabra que nos ilumina, aquí nos encontramos con Cristo resucitado, y participamos del banquete que anticipa el Reino de los Cielos. Cada domingo es una pequeña Pascua: un recordatorio de nuestro destino y una llamada a revisar dónde tenemos el corazón.
Por todo lo dicho, la Palabra que hemos escuchado hoy no es para oírla y olvidarla: es para que la vivamos cuando salgamos de aquí. Las parábolas nos invitan a velar, a no dejar que la vida se diluya en la rutina o en la distracción. Porque las lecturas nos recordaban como trasfondo que Jesús vendrá al final de los tiempos, pero también viene constantemente cada vez que escuchamos su voz en el Evangelio, cada vez que celebramos los sacramentos, siempre que algún pobre nos pide ayuda, o siempre que hagamos una obra de misericordia. Y como no sabemos ni el día ni la hora en que el Señor puede venir a encontrarnos, es bueno que aprovechemos la oportunidad que nos da este tiempo más tranquilo del verano y lo vivamos como un tiempo privilegiado para mirar adentro: ¿dónde tengo el corazón? ¿Qué tesoros estoy acumulando? ¿Son de los que pueden perderse o de los que duran para siempre? Pedimos, hermanos y hermanas como fruto de esta Eucaristía, que el Señor, cuando venga —sea cuando sea y sea— nos encuentre con el corazón centrado en Él, con los dones bien administrados, y con la libertad puesta al servicio de su Reino. Y que los tesoros que reunimos sean de aquellos que no terminan en un museo… sino en el cielo. Ojalá nuestro corazón esté siempre donde está nuestro verdadero tesoro: en Cristo Jesús, nuestro salvador.
Última actualització: 10 agosto 2025