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Domingo XXXI del tiempo ordinario (3 noviembre 2024)

Homilía del P. Josep M Soler, Abad emérito de Montserrat (3 de noviembre de 2024)

Deuteronomio 6:2-6 / Hebreos 7:23-28 / marcos 12:28b-34

Jesús nos acaba de decir, queridos hermanos y hermanas, que lo esencial de la vida cristina es amar, darnos por amor con todo nuestro ser a Dios, que nos ha amado primero con un amor inmenso (cf. 1Jn 4, 19). Pero, inseparablemente, amar, darnos por amor con todo nuestro ser a los demás, que son también amados por Dios (cf. Jn 13, 1).

Éste es el núcleo del evangelio que se nos ha proclamado. Es el núcleo del diálogo de Jesús con el maestro de la ley, que hemos escuchado.

La pregunta que éste hace a Jesús sobre cuál es el primero de todos los mandamientos de la Ley, tiene todo el sentido si pensamos que los preceptos a observar en el judaísmo eran 613. El maestro de la Ley se daba cuenta de que no todos tenían la misma importancia. De ahí el sentido de la pregunta cuál es el primero de todos los mandamientos; una pregunta hecha con buena intención y no con maldad, como un caso parecido que encontramos en el evangelio según san Mateo (cf. Mt 22, 35).

El maestro de la Ley pregunta por un mandamiento, el más importante de todos. Pero Jesús le dice dos. Los dos mayores de todos. Y ambos están centrados en el amor. Hay que amar a Dios. Y no de una forma cualquiera, sino con toda la intensidad del propio yo: con todo el corazón, con toda el alma, con todo el pensamiento, con todas las fuerzas. Pero, a continuación, Jesús dice que, compartiendo la importancia de este primer mandamiento, está el segundo: ama a los demás como a ti mismo. Ambos están estrechamente vinculados, por eso la primera carta de san Juan puede afirmar: si alguien dijera que ama a Dios, pero no amaba a su hermano, mentiría, porque quien no ama a su hermano, que ve, no puede amar a Dios, que no ve (1Jn 4, 20).

El maestro de la Ley, al oír la respuesta de Jesús, alaba sus palabras tan llenas de sabiduría espiritual. Y Jesús a su vez, alaba a ese maestro y le dice: no estás lejos del Reino de Dios. ¿No está lejos? ¿Qué le falta, pues, para llegar al Reino de Dios? Era un buen creyente de la fe de la primera alianza. Pero le faltaba la fe en Jesús. Lo tenía por un maestro espiritual y por eso le hizo la pregunta. Pero debía llegar a reconocer en él al Mesías, el Hijo de Dios hecho hombre. Sin embargo, si perseveraba poniendo en práctica el doble mandamiento del amor podría llegar.

Lo esencial de la vida cristiana es amar. Y el evangelio de hoy nos es una llamada para ver cómo amamos. Cómo amamos a Dios y cómo amamos a los demás, con qué intensidad. Y es, también, este evangelio, una llamada a procurar amarlos con mayor plenitud. No se trata de dos amores, sino de un solo amor con dos objetivos: Dios y los demás, todos los demás sin distinguir, tanto los que tenemos cerca como los que nos quedan más lejos. Amar a Dios comporta darle gracias por los dones gratuitos que nos ha hecho sin ningún mérito nuestro: nos ha llamado a la vida, nos ha incorporado a Jesucristo que ha dado la vida por nosotros (cf. 1Jn 3, 16), nos destina a participar de la alegría eterna en su casa del cielo. Amar a Dios comporta, también, acoger su Palabra y procurar ponerla en práctica. Y amar a los demás comporta tener sentimientos de fraternidad y de solidaridad sin excluir a nadie, tener una actitud de respeto, de acogida, de servicio, de verdad, de ayuda material y espiritual, de curar heridas, de ofrecer razones para la esperanza. Y comporta, todavía, no serles causa de sufrimiento, injusticia, marginación. Conlleva orar por ellos, hasta por quienes nos pueden considerar enemigos.

Amar no sólo es fuente de paz y de gozo para uno mismo, sino que también crea unos vínculos que hacen agradable la convivencia y van transformando la sociedad. Pero, además, amar nos hace semejantes a Dios, que, en su Trinidad, es amor (cf. 1Jn 4, 16) y ama entrañablemente a la humanidad (cf. Jo 3, 16). Amar nos hace semejantes a Jesucristo que ama con un amor extremo, más allá de todo lo que podemos imaginar (cf. Jn 13, 1). Para saber, pues, si avanzamos hacia el Reino de Dios, miremos cómo amamos a Dios y a los demás, miremos si y cómo nos damos a Dios y estamos atentos a las necesidades de los demás.

Amar a Dios con toda la intensidad y amar a los demás es mejor que todos los sacrificios y que todas las ofrendas quemadas en el altar, decía el maestro de la Ley en su respuesta a Jesús. Lo decía pensando en el culto que se ofrecía en el templo de Jerusalén. Sin embargo, también el culto eucarístico que ahora ofrecemos en esta celebración, para ser ofrecido en espíritu y en verdad (cf. Jn 4, 23), debe estar fundamentado en el amor a Dios y a los demás. Y amar muchas veces comportará primero buscar la reconciliación. Por eso, ahora que nos disponemos a celebrar la eucaristía, que es un misterio de amor divino y humano, nos hará bien recordar aquella palabra del Señor: aunque te encuentres ya en el altar, a punto de presentar la ofrenda, si allí te acuerdas de que un hermano tiene algo contra ti, deja allí mismo tu ofrenda y ve primero a hacer las paces con él (Mt 5, 23-24).

 

Última actualització: 4 noviembre 2024