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Solemnidad de la Virgen de Montserrat (27 de abril de 2022)

Homilía del P. Manel Nin, Exarca apostólico para los católicos de rito bizantino de Grecia (27 de abril de 2022)

Hechos 1:12-14 / Efesios 1:3-6.11-12 / Lucas 1:39-47

 

¡Cristo ha resucitado! ¡Realmente ha resucitado!

Estimado P. Abad Manel, querida comunidad de monjes y escolanes, queridos hermanos en Cristo.

Alrededor de la Pascua, que para vosotros en Occidente fue hace diez días y para nosotros en Oriente hace sólo tres días, el Señor nos hace el don de celebrar hoy la solemnidad de la Virgen. Doy gracias al Señor que, a través de la fraterna invitación del P. Abad, me da el don de poder celebrar esta fiesta con todos vosotros, hermanos monjes, presbíteros concelebrantes, oblatos, escolanes y peregrinos.

Celebramos, además, este año, los 75 años de la Entronización de la Santa Imagen en el nuevo trono que la fe y el amor del pueblo quiso renovar y ofrecer a la Virgen, aquel 27 de abril de 1947, como un testimonio de devoción filial en un período no fácil de nuestra historia.

Celebrar la Pascua / celebrar la solemnidad de la Virgen. María al pie de la cruz, María al abrigo de la Pascua. María -y con ella la Iglesia- sufriente con Cristo. María -y con ella la Iglesia- testigo de la resurrección. San Efrem, un Padre de la Iglesia siríaca del siglo IV, hace una lectura y una interpretación de la Escritura -alguien quizás dirá un poco atrevida-, diciendo que María, en Navidad es la primera en ver a Cristo recién nacido, y ahora en Pascua es el primer testigo de la resurrección. María / la Iglesia testigo y anuncio de la encarnación, María / la Iglesia testigo y anuncio de la resurrección. De este misterio nos han hablado las lecturas que acabamos de escuchar.

Y las tres nos han hablado del misterio, de la presencia de María, la Virgen María, en la vida de la Iglesia. La lectura de los Hechos de los apóstoles nos ha pintado como si fuera un icono, la imagen de la Iglesia naciente: una Iglesia testigo de la resurrección, con los apóstoles -y fijaos que la lectura los ha llamado todos, no nos ha dado una referencia anónima e impersonal, sino que de algún modo la Palabra de Dios ha querido mostrarnos el rostro de cada uno de ellos: Pedro, Juan, Santiago, Andrés…-, y el texto ha continuado: con algunas mujeres, con María la Madre de Jesús y los hermanos de él. Con un común denominador: después de la Resurrección y de la Ascensión del Señor todos ellos eran constantes y unánimes en la oración. Aquellos hombres que pocos días antes le negaron, huyeron atemorizados, ahora son presentados unánimes y constantes en la oración, con María, la Madre de Jesús. Éste es el icono de la Iglesia, el icono de cada uno de nosotros que tantas veces quizás hemos hecho la experiencia de la negación, de la traición incluso, o del simple -y no por ello más justificable- huir atemorizados, pero que con confianza volvemos a subir a la cámara alta -como decía la lectura que hemos escuchado-, para reencontrar juntos, nunca solos ni aislados, la concordia y la unanimidad en la oración con Pedro, con Santiago, con Juan… con María la Madre de Jesús…. La Iglesia de Jesucristo no es nunca una realidad anónima, sin rostro. Todos tenemos un sitio y un nombre. Nombre que hemos recibido en el bautismo, lugar aquél al que el Señor nos ha llamado.

¿Y podemos preguntarnos cuál es esta oración unánime y constante de ellos y nuestra? ¿Quién y qué la fundamenta? Nos da una respuesta y se convierte en un ejemplo y un modelo la segunda lectura que hemos escuchado. Y hago sólo una breve paráfrasis: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo..., …nosotros que desde el principio tenemos puesta en Cristo nuestra esperanza”. Es Cristo y únicamente él es el origen y el fundamento de nuestra fe y de nuestra esperanza, y por tanto también de nuestra oración. En Él, Dios nos ha bendecido y sigue bendiciéndonos, a nosotros hombres y mujeres débiles y pecadores, que quizá tantas y tantas veces sigamos y sigamos huyendo atemorizados, como los apóstoles en la pasión de Cristo. A pesar de eso, aseguramos “que desde el principio tenemos puesta en Cristo nuestra esperanza“.

El Evangelio nos ha narrado el episodio de la Visitación de María a Isabel. El evangelio de la Visitación, junto con el precedente de la Anunciación del mismo evangelista san Lucas, siempre me ha dado la impresión de una narración rápida, como si el evangelista tuviera prisa por hacernos llegar a algo importante. Son dos fragmentos del evangelio sin frases quizá demasiado largas que puedan ralentizar su narración: en uno y otro de los episodios -Anunciación y Visitación-, san Lucas nos quiere llevar de una manera rápida y directa al centro del anuncio evangélico, en el centro de nuestra fe: la encarnación del Verbo de Dios. Fijaos en el texto de hoy: “…María se fue deprisa a la Montaña…, entró en casa …y saludó a Isabel… En cuanto Isabel oyó el saludo. … el niño saltó en sus entrañas, y Isabel quedó llena del Espíritu Santo…”. Volveremos todavía a la Visitación.

Las tres lecturas de hoy, queridos hermanos, nos han hablado de la vida de la Iglesia -naciente y actual-, de la oración de la Iglesia -naciente y actual-, y de la fe de la Iglesia -naciente y actual. Tres lecturas que nos hablan hoy a nosotros de una manera especial que las escuchamos, las acogemos, las hacemos nuestras en esta celebración de la fiesta de la Virgen en Montserrat. En este lugar santo, en este santuario, en este monasterio que de tantas maneras desde dentro de los que vivís, o desde lugares cercanos o incluso lejanos, todos nos sentimos como en casa de la Madre y en nuestra casa, siempre en la concordia y la unanimidad en la oración, porque “…desde el principio tenemos puesta en Cristo nuestra esperanza”.

Este año esta celebración toma un relieve especial porque celebramos el setenta y cinco aniversario de la Entronización de la Santa Imagen de la Virgen. Algunos de los presentes quizás se acuerden personalmente de aquel 27 de abril de 1947. Algunos de los monjes venerables en edad de nuestro monasterio estabais presentes como escolanes. Quizás algunos de los fieles también estuvieran presentes. Y eso, para quienes de años no hemos acumulado todavía tantos, nos hace sentir miembros vivos de la Iglesia y de la gran tradición de Montserrat que reúne a monjes, escolanes, oblatos, peregrinos… Os digo esto, porque celebrar el setenta y cinco aniversario de la entronización de la Santa Imagen de la Virgen no debe ser el celebrar un hecho lejano de hace muchos años. Por el contrario, quiere decir para todos y cada uno de nosotros un hacer memoria viva, un celebrar, un vivir hoy la presencia, la intercesión, la mirada amorosa de la Madre que, desde ese lugar alto, desde esta cámara alta y hermosa y preciosa, sigue mirando nuestro mundo, nuestra tierra, nuestras familias, a cada uno de nosotros.

Hace 75 años los monjes, los obispos, el pueblo fiel, ofrecieron este trono, bello, hecho con la plata de tantas ofrendas ricas o sencillas que fueran, y también con la plata de tantas lágrimas y de tantas esperanzas en un momento, aquel de hace 75 años, que como el nuestro, estaba marcado por el sufrimiento, por la incertidumbre, por el miedo, por el desánimo. Pero también sostenidos -entonces y ahora- por una gran esperanza. Porque “…desde el principio tenemos puesta en Cristo nuestra esperanza”.

Cuando subimos al camarín de Montserrat, nos encontramos con la imagen de la Virgen puesta en un trono bello, de plata, luminoso. Quisiera proponeros, ahora brevemente, que miréis, que miremos, el trono. En el centro está la Imagen de la Virgen, una imagen, un icono de una belleza asombrosa, serena, con una mirada que cuando vienes de lejos y de tiempo de estar fuera de casa te toca profundamente esa mirada; una imagen, un icono que te hace volver al versículo de los Hechos de los apóstoles: “…constantes y unánimes en la oración, con María…”. Por eso, rezar a los pies de la Virgen en nuestro trono de Montserrat y desde Montserrat, es siempre rezar como Iglesia y por la Iglesia, en la que están Pedro, Juan, Santiago… con la Madre de Jesús, y cada uno de nosotros… Una Iglesia -y no nos tiene que dar miedo a decirlo- también ella con una mirada de una belleza estremecedora, serena, que nos reúne siempre como madre, a pesar de nuestras negaciones, nuestras huidas asustados. “…Constantes y unánimes en la oración, con María…”, porque “…desde el principio tenemos puesta en Cristo nuestra esperanza“.

Si seguimos mirando el trono, en el icono de nuestra izquierda vemos representado el Nacimiento de la Virgen que como fiesta litúrgica celebramos el 8 de septiembre, y que es la fiesta titular de nuestra basílica. Vemos a María, recién nacida y también a santa Ana tumbada en la cama del parto. El panel tiene un texto en latín que traducido dice: “Los monjes cumpliendo con los votos piadosos del pueblo, te ponen solemnemente en este trono de belleza, por las manos del abad Aurelio y del abad Antonio. Acéptalo con complacencia oh Virgen, e intercede por nosotros”. Dos cosas querría subrayar: los monjes se hacen suyos los deseos, los votos, los anhelos, los sufrimientos y las esperanzas del pueblo -que en aquel 1947 acababa de salir, pueblo y monjes, de un descalabro bélico que hirió profundamente el corazón de todos-; y -los monjes- ponen la Santa Imagen, podríamos decir dan a la Virgen, ese trono de belleza como dice el texto, forjado con los deseos, los votos, los anhelos, los sufrimientos y las esperanzas del pueblo. Segunda cosa de este texto: “…te ponen solemnemente en este trono de belleza, por las manos del abad Aurelio y del abad Antonio…”. No es un texto anónimo e impreciso, sino que como los Hechos de los apóstoles que hemos escuchado, también aquí vemos nombres concretos, de los dos abades Antonio y Aurelio que en aquellos años había guiado el uno y guiaba el otro a nuestra comunidad. Con esto quiero subrayar que la nuestra no es una celebración anónima o desarraigada, sino que debe ser y lo es bien fundamentada en nuestra historia, la de este nuestro monasterio -¡casi casi milenario!-, la de tantos y tantos monjes -y ahí recuerdo sólo un nombre: el P. Adalbert M. Franquesa que de la Entronización fue el alma y el p. Josep Massot que ha sido el historiador y ahora ya la voz, la historia, a la luz de la eternidad-, la historia de nuestro pueblo, la de tantos y tantos peregrinos y turistas, hombres y mujeres de buena voluntad, piedras vivas de la historia de este sitio santo.

Os hablaba de una Iglesia concreta con nombres y rostros muy reales. También me atrevo a decir lo mismo de nuestra comunidad de monjes, arraigados en una historia, con unos nombres y unos rostros bien concretos a los que no queremos ni renunciar ni olvidar, que “cumpliendo los votos piadosos del pueblo, han puesto y ponen cada día la Madre de Dios en ese trono de belleza”.

El segundo panel, el de nuestra derecha, contiene la escena de la Visitación, la escena evangélica que hemos escuchado hoy en nuestra celebración. Vemos a Isabel inclinada ante la Virgen, ambas en un abrazo casi sosteniendo una en los brazos de la otra. Encontramos también otro texto en latín que traducido dice: “Bendito el pueblo que te reconoce por patrona, vestido ya de púrpura de tanta sangre de los mártires, devotísimo, entrega sus dones, con la bendición de sus obispos, para que tengas un trono digno y bello”. El evangelio de la Visitación sigue haciéndose presente en la vida de cada peregrino que sube a Montserrat, y la prisa, el correr de María, de la que os hablaba hace poco, sigue en el encuentro de cada uno de nosotros con la Madre de Dios que nos presenta, nos da a su Hijo, a nosotros que “…desde el principio tenemos puesta en Cristo nuestra esperanza”. El trono es bello, porque refleja la belleza de un pueblo, de una Iglesia vestida y embellecida, hace setenta y cinco años y ahora con la esperanza, el sufrimiento y la oración de un pueblo, con la bendición de los obispos, de los pastores de esa Iglesia, y con la sangre de los mártires. Esto me hace pensar en los primeros siglos de la Iglesia: nunca los obispos sin los mártires, nunca los mártires sin los obispos.

Cuando subís al camarín a venerar a Santa María descubrís un trono hermoso, un lugar luminoso -la plata resplandece, las oraciones y las lágrimas presentes en este lugar resplandecen también. Encontraréis un lugar de serenidad, de oración. Un trono hermoso, hecho, forjado por la generosidad y el amor de tantos y tantos hombres y mujeres ricos o pobres, firmes en la fe o quizás también huyendo atemorizados en los momentos de dificultad. Hombres y mujeres que hace setenta y cinco años, hace cincuenta años, hoy siguen -seguimos- subiendo a Montserrat para presentar -por la voz y la oración de los monjes y de los escolanes- los deseos, los votos, los anhelos, los sufrimientos y las esperanzas de que como Iglesia, como humanidad tantas veces probada y herida, llenan nuestro corazón.

Hace 75 años los monjes, los obispos, el pueblo fiel, ofrecieron este trono, bello, hecho con la plata de tantas ofrendas ricas o sencillas, con la plata también de tantas lágrimas y tantas esperanzas… Porque, hermanos y hermanas, -y permitidme también un poco de osadía exegética como hizo san Efrem!-, el trono de la Virgen somos también cada uno de nosotros, lo es nuestro corazón hecho cristiano por el bautismo, y lo es, lo ha ser nuestro vivir hecho cristiano por el evangelio. Por eso somos/devenimos trono de la Virgen cuando dejamos que María, con su Hijo en su regazo, nazca en el corazón de cada uno de nosotros, a través de la Iglesia que como madre nos da cada día el Pan de la Palabra de Dios, los Santos dones del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, nos da los sacramentos y nos da a los hermanos. Somos trono de la Virgen cuando dejamos que María nos visite, corra y nos empuje para llevarnos a Cristo. Somos trono de la Virgen todos nosotros, obispos, monjes y escolanes, peregrinos, hombres y mujeres de buena voluntad cuando en Montserrat y desde Montserrat intercedemos, hacemos oración y ofrenda, hacemos trono de la Virgen la plata de las lágrimas, de los sufrimientos y de las esperanzas de nuestro pueblo, de nuestra Iglesia, de nuestra humanidad probada. Un trono, el de nuestro corazón cristiano que lleva forjado como escrito aquél: “…desde el principio tenemos puesta en Cristo nuestra esperanza”. En Él la gloria, con el Padre y el Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amen.

 

Última actualització: 3 mayo 2022