Homilía del P. Josep M Soler, Abad de Montserrat (3 de abril de 2021)
Hermanos y hermanas estimados que compartís la alegría de esta noche santa:
Acabamos de escuchar en el evangelio el anuncio que ha cambiado la historia humana y ha abierto para todos un horizonte fundamental de esperanza: Jesús de Nazaret, el crucificado, ha resucitado. Es la buena nueva que llena de alegría esta noche y toda la vida de los cristianos. Incluso en este tiempo de pandemia, porque nos dice que la vida tiene sentido, que el dolor y la muerte no tienen el dominio último de la existencia humana porque Jesucristo resucitado nos abre de par en par las puertas de la vida inmortal.
Tal como hemos oído, las primeras de recibir el anuncio de la resurrección son las tres mujeres que el domingo de madrugada fueron al sepulcro llevando especies aromáticas para acabar de ungir el cuerpo de Jesús. Están preocupadas por cómo harán para hacer rodar la gran piedra redonda que cerraba el sepulcro. Pero al llegar, constatan con estupor que la piedra ha sido removida y que el cuerpo de Jesús no está en el sepulcro. Hay un joven -según el evangelista Marcos- que les dice que no tengan miedo, que Jesús de Nazaret no está allí, que ha resucitado. Además, les encarga que vayan a anunciarlo a Pedro y a los demás discípulos y les digan que vayan a Galilea y allí verán a Jesús. La reacción de las mujeres, sin embargo, no es de alegría. Sobrecogidas y llenas de miedo, huyen del sepulcro sin comunicar el mensaje ni decir nada a nadie. A nosotros nos sorprende esta reacción y nos parece que habrían tenido que salir corriendo a anunciar la Buena Nueva. En cambio, no lo hacen. Quizás las frena el estupor sagrado de estar tan cerca de un hecho que manifiesta el misterio de Dios y su intervención en la resurrección de Jesús. Pero, además, les cuesta entender y aceptar la novedad del anuncio que les han hecho. Les cuesta comprender el misterio de la vida que brota de la muerte. Tienen miedo ante lo que les es radicalmente desconocido. Y, en cambio, el mensaje que han recibido será el núcleo central de la fe cristiana.
Por suerte su fuga y su silencio fueron pasajeros y el anuncio se fue extendiendo. Y lo fue repitiendo la Iglesia antigua: Jesús de Nazaret, el crucificado, ha resucitado, subrayando siempre la identidad del que fue clavado en la cruz y del resucitado. Aún hoy el pueblo cristiano anuncia en todo el mundo que Jesús de Nazaret vive y es vencedor del mal, del pecado y de la muerte. Su resurrección nos ofrece una visión nueva del ser humano, del sufrimiento, de la muerte, de la historia, del mundo.
El evangelio de esta noche santa nos invita a no quedarnos mirando el sepulcro vacío, donde Jesús no está. Al contrario, nos invita a ir a Galilea que es donde se encuentra el Resucitado. No a la Galilea geográfica de paisajes entrañables a la que fueron convocados apóstoles, según hemos oído, sino a la Galilea espiritual. Porque la Galilea geográfica, donde Jesús anunció por primera vez el Reino de Dios, es un símbolo de la Galilea espiritual. El evangelio de esta noche nos invita a ir al lugar donde resuena constantemente el anuncio del Evangelio, donde podemos vivir la intimidad con Jesús escuchando su voz y dialogando con él en la oración. A la Galilea espiritual se nos invita a hacer obras de justicia y de misericordia, se nos invita a abnegarnos siguiendo el modelo de Jesús hasta tomar la propia cruz para seguirle construyendo cada día el Reino hasta el momento que seremos llamados a participar de su gloria pascual. Él, resucitado, el Viviente, nos precede abriéndonos el camino y nos hace participar de su misión.
La solemnidad de Pascua, pues, no nos trae sólo la alegría de la resurrección de Jesús, el Señor. Nos hace compartir, también, la vida nueva que él nos comunica desde que por el bautismo fuimos incorporados sacramentalmente a su Pascua y, como dice el Apóstol, empezamos a resucitar con Cristo (Col 3, 1). Por eso a lo largo de la vigilia hemos ido encontrando muchas referencias al agua como alegoría del bautismo. Se nos ha hablado del agua que da vida, del agua que ahoga el mal y se convierte en paso hacia una realidad nueva y salvadora, del agua que sacia la sed del corazón y que por eso debemos ansiar como el ciervo anhela el agua del torrente; se nos ha hablado, también, del agua que brota de las fuentes del Salvador con una expresión que nos remite al costado abierto de Jesús en la cruz de donde brotó sangre y agua; se nos ha hablado, además, del agua pura que Dios vierte sobre su pueblo para purificarlo de toda mácula y sacarle el corazón de piedra para darles uno de carne. Y finalmente, se nos ha hablado del agua bautismal que nos ha sumergido en la muerte de Cristo -como decía San Pablo- para que nosotros vivamos una vida nueva viviendo ya en él hasta el momento de nuestra participación eterna en la resurrección de Jesucristo. Pascua, por tanto, es también la fiesta gozosa de nuestra incorporación a la vida nueva que Cristo resucitado nos comunica. Es la fiesta del inicio del intercambio de vida entre él y cada uno de nosotros. Y por eso es la fiesta de nuestra filiación divina. En el arco que se abre ante el trono de la Virgen en el ábside de esta basílica, a mi lado derecho, hay un mosaico representando precisamente el momento de la vigilia de esta noche santa en el que – cuando hay bautismos- se introduce el cirio pascual en la fuente bautismal. Al lado hay una frase en latín, alusiva al bautismo, tomada del papa san León Magno que compara la fecundidad del agua a la fecundidad de María; dice: “dedit aquae quod dedit Matri” (Sermón, 25, 5). Es decir, “el principio de fecundidad que Dios puso en el seno de la Virgen, lo ha comunicado a la fuente bautismal”. Dios ha dado al agua bautismal lo que dio a la Madre. “El poder del Altísimo, la obra del Espíritu Santo, hizo que María engendrara el Salvador”, el Hijo de Dios hecho hombre, y al agua bautismal, también mediante el Espíritu Santo, le ha dado la capacidad de engendrar hijos e hijas de Dios (cf. ibid.). Por eso la Pascua de Jesucristo nos abre un acceso al Padre hecho de amor y de confianza filiales y nos da la prenda de vivir para siempre en el Reino de Cristo. Ahora, cuando bendeciremos el agua para recordar nuestro bautismo y cuando renovaremos nuestras promesas bautismales, renovamos también nuestra adhesión a Cristo para vivir en la novedad de vida pascual y nuestra voluntad de ser dóciles a la acción del Espíritu Santo. Y hacemos el propósito de ir cada día espiritualmente a Galilea es decir, a encontrarnos con Cristo resucitado, para vivir con él una vida de comunión en la filiación divina y en el servicio a los demás.
Esta misma celebración forma parte de nuestra Galilea espiritual. En la Eucaristía encontraremos a Jesucristo resucitado y nos nutrirá con el sacramento pascual de su Cuerpo y de su Sangre. Que Santa María, la Virgen gozosa de la mañana de Pascua, nos ayude, con sus oraciones, a vivir como hijos e hijas de Dios, como hombres y mujeres nuevos que, porque habiendo hecho experiencia, podamos decir a nuestros contemporáneos: No temáis; Cristo, el Viviente, camina con la humanidad. Y, aunque sea por caminos tortuosos, encamina la historia hacia su plenitud de paz, de vida y de alegría.
Última actualització: 7 abril 2021