Domingo de Pascua (4 de abril de 2021)

Homilía del P. Josep M Soler, Abad de Montserrat (4 de abril de 2021)

Hechos de los Apóstoles 10:34a.37-43 / 1 Corintis 5:6b-8 / Juan 20:1-9

 

El día de Pascua es un día de carreras, según dicen los evangelios. Por la mañana, corre María Magdalena, al ver que la piedra que cerraba la entrada del sepulcro donde habían puesto a Jesús estaba quitada, y se fue donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba para decirles, aunque ella no había mirado dentro, que se habían llevado el Señor. Corren Pedro y este otro discípulo hacia el sepulcro para ver qué había pasado. Los dos corrían juntos. Pero el otro discípulo, que era más joven, se adelantó, llegó al sepulcro, miró dentro, pero no entró. Por respeto a Pedro le esperó y entraron los dos. Y podemos imaginar, hermanos y hermanas, que después también debían correr para ir a decírselo a los demás discípulos lo que habían visto y cómo habían entendido que, según las Escrituras, Jesús debía resucitar de entre los muertos. Por la noche, aunque, corren también los dos discípulos que habían ido a Emaús y por el camino se habían encontrado con Jesús resucitado que primero les había explicado cómo la Escritura anunciaba que el Mesías debía sufrir antes de entrar en su gloria y después les había partido el pan de modo parecido a como había hecho en la cena antes de la pasión (cf. Lc 24, 23-35).

Corren porque los mueve el amor a Jesús, la sorpresa de la tumba vacía con los lienzos de amortajar aplanada y el sudario dejados allí. Corren porque los mueve la alegría de saber que Jesús está vivo; que, tal como decían las Escrituras, se habían cumplido las palabras proféticas del salmo: no me entregarás a la muerte ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción (Sal 15, 9). O aquellas otras que hemos cantado: La diestra del Señor es poderosa, la diestra del Señor es excelsa. No he de morir, viviré para contar las hazañas del Señor. (Sal 117, 16-17).

Fijémonos, sin embargo, un poco más en lo que el evangelio nos decía de los dos discípulos que fueron al sepulcro. Pedro entra el primero porque, como he dicho, el otro discípulo lo deja pasar por respeto a su lugar entre los apóstoles. Ve, pero parece que esto no le lleva enseguida a la fe. Podía deducir, que si se hubieran llevado el cuerpo de Jesús no se habrían entretenido en sacarle los lienzos de amortajar y dejarlos bien tendidos. Fue el primero en llegar al sepulcro. Pero, con todo, por lo que dice el evangelista, no parece que de los dos discípulos, fuera el primero en llegar a la fe pascual. Entra, a continuación, el otro discípulo. Con los ojos ve lo mismo que Pedro. Pero se deja conducir por la luz de la fe en las Escrituras y por el amor que tiene a Jesús, y eso le hace descubrir la realidad de lo que ve con una dimensión profunda que va más allá de lo que captan los sentidos. Y cree que Jesús ha resucitado. Pedro llega también a continuación a la fe al comprender que las Escrituras ya decían que Jesús había de resucitar de entre los muertos. Hemos oído su testimonio en la primera lectura.

Jesús resucitado transforma a los discípulos. De tímidos y miedosos que eran antes del día de Pascua, los hace valientes y valerosos para anunciar que él vive para siempre. Ya no tienen miedo de las consecuencias en forma de crítica, de prisión, de castigos corporales, de muerte, que esto les pueda llevar. Se entregan totalmente a su misión de ser testigos de Jesucristo, el Viviente, y de su Evangelio, para liberar a las personas, para hacerles comprender el amor con que Dios las ama, para anunciar el camino del bien y de la fraternidad y la vida que supera la muerte. La alegría de los discípulos al ver los rostro deseado del Señor después de la tristeza por la muerte cruel, debe ser también la nuestra (cf. Himno «Tristes erant Apostoli»), que guiados por su testimonio descubramos la presencia del Resucitado en nuestras vidas que nos impulsa a hacer el bien a los demás con amor y a ser testigos de alegría y de esperanza.

La fe en Cristo resucitado nos transforma, a los cristianos, en criaturas nuevas. Nos enseña a ver la realidad con ojos nuevos, desde la fe y del amor, guiados por las Escrituras. Porque desde la victoria de Jesucristo sobre la muerte, la dureza de la vida, los sufrimientos que conlleva, las enfermedades, la desesperanza, la muerte se pueden transformar en semillas de vida nueva. Sabemos, como venía a decir recientemente el Papa, que no se perderá ni una de las lágrimas derramadas en tantos Calvarios como hay en el mundo actual (cf. Audiencia general, 03/31/2021). Porque el Resucitado las recoge en su amor y las transformará en vida y en alegría.

Mientras celebrábamos la pasión y la sepultura del Señor, este altar estaba desnudo. Representaba Jesucristo en su despojamiento total, en el don de su vida sin reservarse nada de nada. Pero hoy, en la Pascua, el altar es revestido festivamente como símbolo de Cristo resucitado que continúa dándose en el sacramento eucarístico. Tras la invocación del Espíritu Santo y de haber pronunciado las palabras de la institución de la Eucaristía, bajo las especies de pan y del vino estará el Cristo resucitado para dársenos a nosotros.

Hoy lo recibirán por primera vez los escolanes Blai Ferré, David Villaverde, Bernat Camats, Joan Gimeno, Valentí Jorquera y Arnau Miranda. Y también Bet Florensa, hermana de un escolán, Ton. Jesús los acoge con alegría y se les da como alimento para su fe y como amigo. Todos los que formamos esta asamblea, que representamos la Iglesia, compartimos la alegría de estos que hoy por primera vez participarán de la mesa pascual del Señor. Y rogamos por ellos, para que por el don del sacramento eucarístico crezcan cada día en la fe y en el amor a Dios y a los demás.

Cristo nuestra Pascua que ha sido inmolado, como decía san Pablo en la segunda lectura, nos invita a tomar el pan nuevo de la Pascua, el pan de la eucaristía, que es el pan de la sinceridad y de la verdad. A Jesucristo, que nos lo da, la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén (cf. Ap 1, 6).

 

Abadia de MontserratDomingo de Pascua (4 de abril de 2021)

Vigilia Pascual (3 de abril de 2021)

Homilía del P. Josep M Soler, Abad de Montserrat (3 de abril de 2021)

 

Hermanos y hermanas estimados que compartís la alegría de esta noche santa:

Acabamos de escuchar en el evangelio el anuncio que ha cambiado la historia humana y ha abierto para todos un horizonte fundamental de esperanza: Jesús de Nazaret, el crucificado, ha resucitado. Es la buena nueva que llena de alegría esta noche y toda la vida de los cristianos. Incluso en este tiempo de pandemia, porque nos dice que la vida tiene sentido, que el dolor y la muerte no tienen el dominio último de la existencia humana porque Jesucristo resucitado nos abre de par en par las puertas de la vida inmortal.

Tal como hemos oído, las primeras de recibir el anuncio de la resurrección son las tres mujeres que el domingo de madrugada fueron al sepulcro llevando especies aromáticas para acabar de ungir el cuerpo de Jesús. Están preocupadas por cómo harán para hacer rodar la gran piedra redonda que cerraba el sepulcro. Pero al llegar, constatan con estupor que la piedra ha sido removida y que el cuerpo de Jesús no está en el sepulcro. Hay un joven -según el evangelista Marcos- que les dice que no tengan miedo, que Jesús de Nazaret no está allí, que ha resucitado. Además, les encarga que vayan a anunciarlo a Pedro y a los demás discípulos y les digan que vayan a Galilea y allí verán a Jesús. La reacción de las mujeres, sin embargo, no es de alegría. Sobrecogidas y llenas de miedo, huyen del sepulcro sin comunicar el mensaje ni decir nada a nadie. A nosotros nos sorprende esta reacción y nos parece que habrían tenido que salir corriendo a anunciar la Buena Nueva. En cambio, no lo hacen. Quizás las frena el estupor sagrado de estar tan cerca de un hecho que manifiesta el misterio de Dios y su intervención en la resurrección de Jesús. Pero, además, les cuesta entender y aceptar la novedad del anuncio que les han hecho. Les cuesta comprender el misterio de la vida que brota de la muerte. Tienen miedo ante lo que les es radicalmente desconocido. Y, en cambio, el mensaje que han recibido será el núcleo central de la fe cristiana.

Por suerte su fuga y su silencio fueron pasajeros y el anuncio se fue extendiendo. Y lo fue repitiendo la Iglesia antigua: Jesús de Nazaret, el crucificado, ha resucitado, subrayando siempre la identidad del que fue clavado en la cruz y del resucitado. Aún hoy el pueblo cristiano anuncia en todo el mundo que Jesús de Nazaret vive y es vencedor del mal, del pecado y de la muerte. Su resurrección nos ofrece una visión nueva del ser humano, del sufrimiento, de la muerte, de la historia, del mundo.

El evangelio de esta noche santa nos invita a no quedarnos mirando el sepulcro vacío, donde Jesús no está. Al contrario, nos invita a ir a Galilea que es donde se encuentra el Resucitado. No a la Galilea geográfica de paisajes entrañables a la que fueron convocados apóstoles, según hemos oído, sino a la Galilea espiritual. Porque la Galilea geográfica, donde Jesús anunció por primera vez el Reino de Dios, es un símbolo de la Galilea espiritual. El evangelio de esta noche nos invita a ir al lugar donde resuena constantemente el anuncio del Evangelio, donde podemos vivir la intimidad con Jesús escuchando su voz y dialogando con él en la oración. A la Galilea espiritual se nos invita a hacer obras de justicia y de misericordia, se nos invita a abnegarnos siguiendo el modelo de Jesús hasta tomar la propia cruz para seguirle construyendo cada día el Reino hasta el momento que seremos llamados a participar de su gloria pascual. Él, resucitado, el Viviente, nos precede abriéndonos el camino y nos hace participar de su misión.

La solemnidad de Pascua, pues, no nos trae sólo la alegría de la resurrección de Jesús, el Señor. Nos hace compartir, también, la vida nueva que él nos comunica desde que por el bautismo fuimos incorporados sacramentalmente a su Pascua y, como dice el Apóstol, empezamos a resucitar con Cristo (Col 3, 1). Por eso a lo largo de la vigilia hemos ido encontrando muchas referencias al agua como alegoría del bautismo. Se nos ha hablado del agua que da vida, del agua que ahoga el mal y se convierte en paso hacia una realidad nueva y salvadora, del agua que sacia la sed del corazón y que por eso debemos ansiar como el ciervo anhela el agua del torrente; se nos ha hablado, también, del agua que brota de las fuentes del Salvador con una expresión que nos remite al costado abierto de Jesús en la cruz de donde brotó sangre y agua; se nos ha hablado, además, del agua pura que Dios vierte sobre su pueblo para purificarlo de toda mácula y sacarle el corazón de piedra para darles uno de carne. Y finalmente, se nos ha hablado del agua bautismal que nos ha sumergido en la muerte de Cristo -como decía San Pablo- para que nosotros vivamos una vida nueva viviendo ya en él hasta el momento de nuestra participación eterna en la resurrección de Jesucristo. Pascua, por tanto, es también la fiesta gozosa de nuestra incorporación a la vida nueva que Cristo resucitado nos comunica. Es la fiesta del inicio del intercambio de vida entre él y cada uno de nosotros. Y por eso es la fiesta de nuestra filiación divina. En el arco que se abre ante el trono de la Virgen en el ábside de esta basílica, a mi lado derecho, hay un mosaico representando precisamente el momento de la vigilia de esta noche santa en el que – cuando hay bautismos- se introduce el cirio pascual en la fuente bautismal. Al lado hay una frase en latín, alusiva al bautismo, tomada del papa san León Magno que compara la fecundidad del agua a la fecundidad de María; dice: «dedit aquae quod dedit Matri» (Sermón, 25, 5). Es decir, «el principio de fecundidad que Dios puso en el seno de la Virgen, lo ha comunicado a la fuente bautismal». Dios ha dado al agua bautismal lo que dio a la Madre. «El poder del Altísimo, la obra del Espíritu Santo, hizo que María engendrara el Salvador», el Hijo de Dios hecho hombre, y al agua bautismal, también mediante el Espíritu Santo, le ha dado la capacidad de engendrar hijos e hijas de Dios (cf. ibid.). Por eso la Pascua de Jesucristo nos abre un acceso al Padre hecho de amor y de confianza filiales y nos da la prenda de vivir para siempre en el Reino de Cristo. Ahora, cuando bendeciremos el agua para recordar nuestro bautismo y cuando renovaremos nuestras promesas bautismales, renovamos también nuestra adhesión a Cristo para vivir en la novedad de vida pascual y nuestra voluntad de ser dóciles a la acción del Espíritu Santo. Y hacemos el propósito de ir cada día espiritualmente a Galilea es decir, a encontrarnos con Cristo resucitado, para vivir con él una vida de comunión en la filiación divina y en el servicio a los demás.

Esta misma celebración forma parte de nuestra Galilea espiritual. En la Eucaristía encontraremos a Jesucristo resucitado y nos nutrirá con el sacramento pascual de su Cuerpo y de su Sangre. Que Santa María, la Virgen gozosa de la mañana de Pascua, nos ayude, con sus oraciones, a vivir como hijos e hijas de Dios, como hombres y mujeres nuevos que, porque habiendo hecho experiencia, podamos decir a nuestros contemporáneos: No temáis; Cristo, el Viviente, camina con la humanidad. Y, aunque sea por caminos tortuosos, encamina la historia hacia su plenitud de paz, de vida y de alegría.

Abadia de MontserratVigilia Pascual (3 de abril de 2021)

Viernes Santo. Celebración de la Pasión del Señor (2 de abril de 2021)

Homilía del P. Josep M Soler, Abad de Montserrat (2 de abril de 2021)

Isaías 52:13-53:12 / Hebreos 4:14-16; 5:7-9 / Juan 18:1-19:42

 

Mi misión es la de ser un testigo de la verdad, decía Jesús a Poncio Pilato. Y este le preguntaba: y la verdad ¿qué es?

Sí, hermanos y hermanas: y la verdad ¿qué es? Nos podemos preguntar como se lo pregunta tanta gente en nuestro contexto cultural tan dado al subjetivismo y tan atacado por las noticias falsas. Y la verdad ¿qué es? Jesús en el contexto del interrogatorio de Pilato no responde a la pregunta. Pero a partir del contexto de todas las palabras de Jesús, podemos responderla. Aquí la verdad no hace referencia tanto a la correspondencia objetiva de lo que se dice con la realidad de los hechos, como una palabra de la que te puedes fiar, una palabra fiel, que no falla ni decepciona. Jesús ha venido a ser un testigo de la verdad. Y podemos distinguir tres ámbitos de la verdad que testimonia. El primero es el de la verdad que es Dios, y de la verdad que es Jesús mismo desde el momento en que ha venido al mundo porque el Padre le ha enviado y que quien lo ve, él, ve al Padre (cf. Jn 12, 44-45). En un mundo lleno de incertidumbres, frágil y pasajero, tal como nos muestra cada día la pandemia de Covid, donde nada nos puede dar una seguridad plena y total, Jesús da testimonio de la verdad que es su palabra, de la verdad que es su amor que salva. Todo lo que ha predicado, todo lo que ahora está viviendo, desde su detención en el huerto de los olivos, en el juicio ante el Gran Sacerdote o ante Pilato, en la tortura y en la ejecución que vendrán, todo es para testimoniar la verdad del Padre y de su amor sin límites (cf. Jn 13, 1).

Jesús es testigo de la verdad de Dios. De un Dios lleno de ternura y por ello rico en misericordia. Pero, en un segundo ámbito, es, también, testigo de la verdad del hombre, de todo ser humano. De lo que cada hombre y cada mujer son a los ojos de Dios: creados por amor y revestidos de una dignidad inalienable. Dios no quiere la marginación de nadie, ni la explotación, ni la violencia, ni el asesinato, ni la muerte eterna. Por eso cuando Pilato presenta, a la gente que pedía la condena, a Jesús flagelado, coronado de espinas y con un ridículo manto de púrpura, les dice: he aquí al hombre. El hombre sufriente, el hombre marginado, el hombre humillado, el hombre abocado a la muerte. Jesús en su pasión y en su cruz toma sobre sí mismo todo el sufrimiento de la enfermedad, de la pobreza y de la marginación, de la violencia de tantas clases, los que tienen que emigrar o de huir, los excluidos y despreciados socialmente, de los que son víctimas de sus debilidades y de su pecado. También de cada uno de nosotros. Jesús es el hombre que toma sobre sí mismo todo el sufrimiento del mundo para vencerlo, para liberarnos. Es el hombre que enseña a amar sin condiciones, a perdonar generosamente, a dar la vida gastándose por Dios y por los demás.

En un tercer ámbito, Jesús es el testigo de la verdad de la historia. Él es el Señor, tiene la soberanía de la historia. Él es su centro, desde el momento que todo ha venido a la existencia por él y todo se encamina hacia él (Col 1, 15-16. 18). Y él, que ahora contemplamos tan débil y condenado a muerte, será el juez al final de la historia para vindicar los derechos conculcados a tantos hombres y mujeres del mundo, para pedir cuentas a los que hacen el mal, para examinar cómo habremos estimado ( Mt 25, 31-46) y para reunir a los hijos de Dios dispersos (Jn 3, 17-21; 12, 52). Aquellos que, por ser de la verdad, habrán escuchado su voz y habrán vivido amando y sirviendo como él.

Por eso sorprende tanto el grito de: fuera, fuera, crucifícale. No quieren escuchar el testimonio de la verdad. Les estorba, pone en cuestión sus convicciones demasiado humanas. Fuera, fuera no es sólo el grito de la gente ante Pilato cuando sospechaba que quería soltar a Jesús. También hoy, en nuestras sociedades, hay quien no quiere la presencia de Jesús. Unos lo ignoran porque no les interesa su persona y ni su palabra. Otros toman una actitud más o menos hostil porque la persona y la palabra de verdad de Jesús cuestionan su comportamiento. La vida y la enseñanza del Señor siguen siendo incómodas, provocativos, también hoy. El estilo de vida, los criterios, las urgencias, los afanes de poder y los intereses políticos o económicos de muchos en nuestra sociedad, topan con la verdad de Jesús. También los hay que se sienten incómodos con su pasión y su muerte, porque les recuerda que debe ser primero el amor plenamente gratuito y dado a los otros hasta el límite, les recuerda el valor de la humildad frente al poder, les recuerda la injusticia que es la condena de un inocente y la gravedad de matar por intereses inconfesables. La muerte de Jesús se hace incómodo, también, a algunos porque, atareados como están con sus cosas, sus negocios, sus vacaciones, sus evasiones, les recuerda que la muerte es insoslayable y todos tendremos que afrontar en un momento u otro. En cambio, los cristianos debemos continuar testimoniando que el Crucificado es el único que salva el mundo, que su muerte en la cruz ha vencido la Muerte y es fuente de vida y revelación de Dios, que en él está la respuesta a todas nuestras preguntas y a todos nuestros anhelos, que su soledad ha vencido todas las soledades. Él, elevado la cruz, transforma la muerte humillante e ignominiosa a que lo condenaron en una revelación del amor que quiere atraer a todos hacia él para llevar a todos hacia la plenitud (cf. M. Delpini, Homilía de vísperas de la Exaltación de la Santa Cruz, 2019).

La cruz de Jesús hermana a quienes compartimos la fe cristiana. Por ello, el Papa Francisco pide, también este año, que, mientras hacemos memoria del gesto supremo de amor de Jesús en la cruz, nos acordamos de los cristianos que viven en Tierra Santa y en Oriente medio, los que han vivido, y viven, doblemente los efectos de la pandemia, porque la han sufrido ellos también y porque ha provocado la ausencia de peregrinos y, por tanto, la caída de puestos de trabajo y la falta de recursos en muchas familias, además de las situaciones precarias que algunos cristianos tienen debidas a la violencia o las sanciones económicas que afectan s algunas de aquellas tierras. Somos invitados, pues, hoy a hacer nuestra aportación a favor de estos hermanos nuestros en la fe.

En este Viernes Santo, agradecemos la coherencia y la verdad de la cruz de Jesús que lleva la salvación a quien lo acoge y que cura todas las heridas de los que se le acercan con fe. Si le abrimos el corazón y la inteligencia conoceremos la verdad y la verdad nos hará personas libres (Jn 8, 32). Conoceremos la verdad que es la realidad de Dios revelada por Jesucristo que comunica la plenitud de la vida verdadera. Y seremos libres, no tanto con una autonomía interior o con la libertad de movimientos, sino libres ante la mentira y la muerte y con capacidad para vivir, gracias a la acción del Espíritu Santo, en la comunión del Padre y del Hijo en un proceso creciente que culminará en la vida eterna que nos abre la cruz de Jesucristo.

 

Abadia de MontserratViernes Santo. Celebración de la Pasión del Señor (2 de abril de 2021)

Jueves Santo. Misa de la Cena del Señor (1 de abril de 2021)

Homilía del P. Josep M Soler, Abad de Montserrat (1 de abril de 2021)

Éxodo 12:1-8.11-14 / 1 Corintios 11:23-26 / Juan 13:1-15

 

Alzaré la copa de la salvación, cantaba el salmista. Levantará la copa, hermanos y hermanas, para agradecer a Dios todo lo bien que le ha hecho, para agradecer la salvación que le ha otorgado. Lo hará ante los presentes como signo público de agradecimiento, como un brindis ofrecido a Dios.

En esta noche de la última cena de Jesús, el punto de referencia, sin embargo, no es principalmente el cáliz del que habla el salmista. Nos lo daban a entender las palabras de San Pablo que la liturgia nos ponía en los labios como respuesta al salmo: el cáliz de la bendición es comunión con la Sangre de Cristo. El punto principal de referencia, pues, es el cáliz que tomó Jesús al final de la última cena con los discípulos. Y que, como él dijo, es el cáliz de la nueva alianza sellada en su Sangre. Este cáliz de Jesús encuentra su continuidad sacramental en cada celebración de la eucaristía. Hasta el punto de que la oración eucarística que centrará nuestra celebración, el Canon romano, los identifica; habla como si el cáliz que tomó a Jesús y que utilizaremos nosotros fuera el mismo. En efecto, en el momento de la consagración diremos: «del mismo modo tomó este cáliz en sus santas y venerables manos». Y es que la identificación no viene de la materialidad del cáliz, sino del hecho de contener la Sangre de Cristo. La que Jesús ofreció a los discípulos en la última cena porque bebieran como sacramento y la que al día siguiente derramó en la cruz cuando se ofreció como víctima por la salvación de todos. Por ello es -tal como cantábamos- cáliz de bendición y los cristianos lo levantamos para celebrar la salvación que Jesucristo nos ha obtenido entregándose a la muerte.

Algo parecido podríamos decir del pan que Jesús, después de dar gracias, lo partió, lo pasó a sus discípulos y les dijo: esto es mi Cuerpo, que será entregado por vosotros. Haced esto en memoria mía. También esta noche, para celebrar la salvación, después de la consagración alzaremos el pan que es comunión con el Cuerpo de Cristo. lo alzaremos para ofrecerlo al Padre como víctima de acción de gracias, tal como anunciaba proféticamente el salmista.

Se trata de un ofrecimiento doble. Por un lado, en cada celebración de la Eucaristía, nosotros ofrecemos al Padre la víctima de acción de gracias que es el sacrificio de Jesucristo. Pero, el ofrecimiento más grande es lo que nos hace el Padre bajo la acción del Espíritu Santo, al concedernos participar «del pan de la vida eterna y del cáliz de la salvación» porque quiere llenarnos de su «gracia y de todas las bendiciones del cielo» (cf. Canon romano). Hoy que conmemoramos la institución de la eucaristía en la última cena del Señor, lo agradecemos, maravillados por un don tan grande ofrecido cada día a nuestra participación. Nosotros ofrecemos al Padre lo que el Hijo nos ha dado; se lo ofrecemos como expresión de nuestro deseo de amarlo aunque sea de una manera torpe. Pero él, el Padre, nos ama en plenitud, y como le duele la muerte de sus fieles, nos ofrece por medio de Jesucristo el alimento de la inmortalidad, que, además nos fortalece en el camino de amor y de servicio de cada día.

¿Cómo podemos pagar al Señor todo el bien que nos ha hecho? nos podemos preguntar esta noche con el salmista. Y él mismo, en el salmo que hemos cantado, nos da unas pistas de cómo hacerlo. Podemos corresponder al Señor, alabándolo y dándole gracias sinceramente porque desde el día en que nacimos a la vida de fe nos ha hecho hijos en Jesucristo. Podemos corresponderle, además, invocando su nombre y cumpliendo nuestras promesas bautismales; testimoniando ante los demás su amor generoso por medio de una vida no centrada en nosotros mismos sino entregada a los otros como la de Jesús, tal como hemos visto en el evangelio. Y, además, podemos pagar al Señor todo el bien que nos ha hecho viviendo la celebración eucarística -que es nuestro alzar el cáliz para celebrar la salvación- de una manera consciente y activa y acogiendo con agradecimiento lo que el Padre nos ofrece y que Jesús, el Señor, nos dejó la noche en que fue entregado: su Cuerpo y su Sangre.

Debemos ser conscientes de que comer el pan eucarístico y beber el cáliz «es un proceso espiritual» que abarca toda nuestra realidad. Comer y beber los Santos Dones de la eucaristía significa en primer lugar adorar al Señor que está presente y, después, dejar que el Cuerpo y la Sangre de Cristo entren dentro de nosotros de manera que nuestro yo «sea transformado y se abra al gran nosotros», a toda la Iglesia y hasta toda la humanidad, por lo que todos los que participamos de la mesa eucarística llegamos a ser una sola cosa con él, Jesucristo (cf. J. Ratzinger, el espíritu de la liturgia citado en Liturgia y Espiritualidad 52 (2021) 100) Como una manera concreta de este abrirnos a los otros, podréis hacer una aportación a la colecta que haremos a favor de Cáritas, que, cada día ve cómo se multiplican las peticiones de ayuda debido a las consecuencias de la pandemia.

Adorar, comer y beber el sacramento eucarístico, dejarse transformar, servir a los demás con amor para vivir la comunión eclesial y contribuir a crear la unidad solidaria entre todos los hombres y mujeres del mundo. Este es el mensaje que se nos confía esta noche junto con la fuerza para llevarlo a cabo que nos viene de la eucaristía.

Con agradecimiento, pues, alcemos el cáliz de la salvación y para agradecer la comunión con el Cuerpo y la Sangre de Cristo.

Abadia de MontserratJueves Santo. Misa de la Cena del Señor (1 de abril de 2021)

Domingo de Ramos y de Pasión (28 de marzo de 2021)

Homilía del P. Josep M Soler, Abad de Montserrat (28 de marzo de 2021)

Isaías 50:4-7 / Filipenses 2:6-11 / Marcos:1-15.47

 

¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua? preguntan los discípulos a Jesús. Y él, hermanos y hermanas, tal como hemos oído, les da las indicaciones pertinentes. Se trataba de celebrar la Pascua que actualizaba la liberación de la esclavitud de Egipto y la alianza que, en el Sinaí, Dios había hecho con Moisés a favor de todo el pueblo. Esta cena, además, renovaba la esperanza en la venida del Mesías. Una vez en la mesa, pero, y a medida que se iba desarrollando la comida, los discípulos descubren que la intención de Jesús era dar una dimensión nueva a aquella cena, darle un carácter profético y sacramental a través de la Eucaristía que los dejaba.

Aquel, nos decía el evangelista san Marcos, era el día en que se sacrificaba el cordero pascual. Esto nos ayuda a entender esta dimensión nueva; en aquella cena, Jesús celebraba la pascua de otro modo, no sólo comiendo el cordero y el pan sin levadura. Él también era el cordero pascual. Más aún, él era el cordero perfecto y auténtico. En su persona se hacía realidad lo que anunciaba la celebración de la pascua de Israel. La cena con los discípulos era la anticipación sacramental y profética de su pascua definitiva que pocas horas después viviría de una manera cruenta en la cruz. El evangelista nos ha ido presentado los diversos momentos de la inmolación de este cordero que era Jesús: la angustia ante el sufrimiento y la muerte, la pena de ser traicionado por uno de los suyos, las acusaciones injustas ante las que él callaba, sin dar respuesta, un dolor corporal terrible, la aflicción íntima por los insultos y el trato violento, la soledad del corazón al no tener el calor amistoso de los discípulos que han huido y una oscuridad espiritual indecible debido a no sentir la presencia amorosa del Padre. Todo termina con un gran grito, hermanado con todas las angustias y con todos los clamores de la humanidad, y con la muerte. En medio de la oscura interior y de la negra nube que cubrió el Calvario, sin embargo, Dios estaba a pesar de su aparente ausencia. Y, de manera paradójica, se daba a la humanidad para liberarla, para abrirle un camino de vida plena. Comenzaba un mundo nuevo. El templo de piedra de Jerusalén dejaba su función y era relevado por un Templo no hecho por manos de hombre; es decir por Jesús mismo que ofrece un acceso libre a Dios a judíos y paganos, a la humanidad entera, a través de su persona. Vemos un ejemplo de esto en el centurión pagano que, al presenciar la forma en que Jesús expiraba, lo reconoce como hijo de Dios. Ya en la cruz, pues, se empieza a hacer realidad lo que Jesús había dicho al gran sacerdote: veréis al Hijo del hombre sentado a la derecha del Todopoderoso.

¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua? Después de haber escuchado el relato de la pasión y de saber que Jesús la vivió por amor a la humanidad y a cada uno de sus miembros, deberíamos personalizar la pregunta de los discípulos y hacérnoslo nuestra: ¿cómo quieres que te preparemos la pascua de este año en nuestro interior? Porque la podemos vivir con una actitud hostil hacia Jesús y su Evangelio como los grandes sacerdotes, los escribas, los soldados o la gente que pasaba moviendo la cabeza con aires de mofa. La podemos vivir desde la indiferencia como Pilato y tantos otros. La podemos vivir dejándolo solo y traicionando su amistad después de haber puesto la esperanza en él y, tal vez, de haberla perdido, como Judas. La podemos vivir desde la debilidad y la negación como Pedro; sabiendo, sin embargo, que si hay compunción el perdón es posible. La podemos vivir con compasión ante aquel hombre desnudo, humillado y sufriente que es Jesús dejándonos cuestionar por su muerte, como el centurión. La podemos vivir, todavía, con piedad y dolor en el corazón, meditando todo lo que esta pasión significa, como María la madre de Jesús (cf. Lc 2, 19.33-35). Sí, preguntémonos cómo queremos vivir la semana santa y la pascua de este año.

La pasión de Jesús nos abre una puerta a la esperanza y nos libera de la levadura de la corrupción del pecado. Porque destruyendo el pecado hace posible una vida nueva de santidad según el Evangelio. La cruz de Jesús nos abre una puerta a la esperanza ante el dolor y la muerte, que con la pandemia se han vuelto más vivos y más angustiantes que nunca en estos últimos años. La muerte de Jesús, el Hijo de Dios, nos enseña que no debemos temer que todo acabe para siempre, que más allá del sufrimiento y de los límites de la miseria terrenal, la muerte ha empezado a ser definitivamente vencida gracias a Jesucristo, a su sangre derramada libremente que nos posibilita la vida para siempre. En él se ilumina el enigma del dolor y de la muerte. En él la realidad humana en su conjunto y el misterio de cada persona en particular encuentran una dimensión nueva. Cualquiera puede asociarse al misterio de Jesucristo por los caminos que el Espíritu Santo abre en el interior de cada ser humano, incluso en los que no son cristianos (cf. Gaudium et spes, 18 y 22). Porque por la sangre de su cruz Jesucristo ha puesto la paz en todo lo que hay, tanto en la tierra como en el cielo, y Dios ha reconciliado todas las cosas (Col 1, 20).

Hermanos y hermanas: Hemos escuchado con respeto y con consternación el relato de la pasión y la muerte de Jesús. Hemos acogido con fe y con agradecimiento el don que supone a favor nuestro y de toda la humanidad. Tal como decía el evangelista al inicio de la narración de la pasión, el don que libremente Jesús ha hecho de su vida en la cruz nos es comunicado por el sacramento de la eucaristía. Él lo actualiza, este don sacrificial, para perdonarnos y darnos vida, para vincular nuestros sufrimientos a su pasión y para anticiparnos a la comida eterna del Reino. La Eucaristía es prenda de la superación para siempre del dolor y de la muerte. ¡Esta es la fuente de nuestra esperanza!

Abadia de MontserratDomingo de Ramos y de Pasión (28 de marzo de 2021)