Homilía del P. Joan M Mayol, monje de Montserrat (7 de marzo de 2021)
Éxodo 20:1-17 / 1 Corintios 1:22-25 / Juan 2:13-25
El episodio conocido como “la purificación del templo” que acabamos de escuchar, hermanos y hermanas, y su inmediato anterior, sobradamente conocido, el de “las Bodas de Caná”, son los dos signos a partir de los cuales el evangelio según san Juan comienza un diálogo continuo desde el centro de la fe de Israel hasta dirigirse a todos los demás pueblos. Hacia aquí apuntan los diferentes diálogos de Jesús con los judíos, los samaritanos y los paganos que podemos leer en este evangelio.
Si las bodas de Caná simbolizan en la pedagogía del evangelista la plenitud de la Ley, figurada en el agua convertida en vino, la purificación del templo, dando cumplimiento a la profecía de Zacarías, señala que ha llegado ya el “Día del Señor “: Ese día, dice el texto profético, en el que ya no habrá mercaderes en el templo del Señor. Jesús expulsando a los vendedores de animales y los cambistas de moneda, da cumplimiento a esta profecía manifestándose como Mesías, y llamando al templo la casa de su Padre se revela como Hijo de Dios. Es por ello que las autoridades de Israel le piden una señal que acredite unas afirmaciones tan atrevidas. «Destruid este templo y en tres días lo levantaré». Esta respuesta de Jesús -su propia muerte y resurrección- no les fue posible de entenderla a los judíos ya que nada de esto había tenido lugar aún. Fueron los discípulos que más tarde, una vez Jesús hubo resucitado de entre los muertos, se acordaron de lo que había dicho, y creyeron en la Escritura y en la palabra que había dicho Jesús.
La fiesta de Pascua, alrededor de la cual sitúa el evangelista la escena de la purificación del templo, es el marco perfecto para comprender mejor el cambio que supone la presencia en el templo de Jesús como Mesías, y la irrupción con Él del “Día del Señor”. La fiesta de Pascua tenía un elemento imprescindible que era los animales que había de sacrificar ritualmente en el templo para comérselos después cada familia reviviendo aquella cena pascual que los israelitas hicieron la noche antes de la salida de Egipto: el cordero o el cabrito asado acompañado con panes sin levadura y hierbas amargas. Esta cena familiar forma parte del núcleo central de la celebración de la pascua judía, una fiesta que renueva en el pueblo la conciencia de su libertad y de su pertenencia a Dios como pueblo elegido, pertenencia vivida en clave de Alianza que fue rubricada con la Ley del Sinaí, las diez palabras de vida eterna -como hemos cantado en el salmo responsorial- diez sorbos de vida que salvaguardan al hombre de su propia esclavitud y lo abren al amor de Dios. Pues bien, el evangelio nos muestra, con las palabras y las obras de Jesús, como la llegada del Mesías, el “Día del Señor”, es la plenitud de ese amor fiel de Dios y de esta libertad del hombre redimido en Él, un amor y una libertad que se expresan, en plenitud, en la cruz y la resurrección de Jesús.
Ciertamente que, para cierto modo de valorar las cosas, el misterio de la cruz del Señor, como ya decía San Pablo a los corintios, puede ser calificado de absurdo y de necedad. Absurdo y necedad, pero quizás no tanto, podríamos decir, porque cuando alguien experimenta que otro, negándose a sí mismo, dando su tiempo, se hace solidario de sus sufrimientos, alivia su dolor y hace nacer en él una confianza nueva en la vida, entonces, el misterio de la Cruz, ya no es tan absurdo ni necio. De hecho, es la opción que cuando todas las demás se detienen esta va más allá.
Jesús, al igual que propuso a los dirigentes del Israel de ese momento la señal de su vida entregada por amor hasta la cruz, continúa proponiendo a los hombres y mujeres de hoy este camino que lleva a la resurrección y a la vida en plenitud. Es un camino tan largo como lo sea la misma vida en la que cada uno está llamado a poner en juego todas sus posibilidades. Para no desistir de esta peregrinación, el
Señor nos da tres consejos que reflejan su propio comportamiento: ora, mantente sobrio y sé solidario; son la oración, el ayuno y la limosna, que pedíamos al Padre del cielo por medio de Jesús, su Hijo, en la oración colecta del inicio de esta misa. Son las tres actitudes que, equilibrando los deseos y las pasiones humanas, mantienen en forma el vigor del espíritu. La oración nos abre a la dimensión más potente de nuestro interior; el ayuno, la sobriedad, mantiene nuestra mente más lúcida para las cosas que importan de verdad, y la limosna o solidaridad nos hacen más persona.
Con estas actitudes queremos caminar hacia la Pascua para renovar, en el Señor, nuestro corazón y nuestro espíritu. Y en este camino quisiéramos invitar a todos como lo está haciendo ahora el Papa Francisco con su viaje a Irak: al mundo religioso para avanzar en el diálogo por la paz, al mundo político para avanzar en el diálogo por la justicia. Pero también al mundo científico para avanzar en el diálogo por la calidad de la vida de principio a fin, al mundo artístico para avanzar en humanidad mediante la belleza y la veracidad. No quisiera dejarme a nadie: a todas las personas de buena voluntad para avanzar en el diálogo hacia la fraternidad efectiva que todos deseamos. Caminos de diálogo todos ellos necesarios, pero caminos de largo recorrido en los que cada uno, aunque sólo haga una pequeña etapa en medio de la historia universal, contribuye al bien de la generación inmediatas y ésta a las que vendrán después.
El misterio de la Cruz sigue presente en el mundo. Cristo resucitado no nos abandona. Su Espíritu sigue haciendo que el absurdo aparente del amor abnegado vivido por tantas personas, más anónimas que no mediáticas, siga iluminando el mundo en su largo camino hacia la plenitud.
¡Y nosotros estamos llamados a ser de estos!
Última actualització: 8 marzo 2021