Domingo V de Cuaresma (21 de marzo de 2021)

Homilía del P. Emili Solano, monje de Montserrat (21 de marzo de 2021)

Jeremías 31:31-34 / Hebreos 5:7-9 / Juan 12:20-33

 

Hermanos,

Todos tenemos algún amigo o familiar que considera a Dios como algo superfluo o extraño y, si acaso existe, muchos creen que no les va a ayudar en su día a día, que todo depende de lo que ellos hagan. Y así vemos, por ejemplo, como se esfuerzan en conocerse, en adquirir técnicas de concentración mental que les ayuden a tener éxito en las tareas que emprenden. Son personas que no manifiestan deseo de tratar con Jesucristo.

Es diferente el camino de fe y de conversión, al que el Evangelio de hoy hace referencia cuando nos habla de unos griegos anónimos, conversos al judaísmo, que, sabiendo que Jesús se encontraba en Jerusalén, se acercaron a Felipe, uno de los doce apóstoles, y le dijeron: «queremos ver a Jesús». Felipe fue a decírselo a Andrés (uno de los primeros apóstoles, muy cercano al Señor) y ambos se lo dijeron a Jesús.

La inmediata respuesta de Jesús a aquellos que quieren verle orienta hacia el misterio de la Pascua, la manifestación gloriosa de su misión salvífica. «Ha llegado la hora de que el Hijo del hombre sea glorificado», dirá. Así pues, el atractivo de la persona de Jesús nos lleva a la hora de la glorificación del Hijo del hombre. Pero a través del paso doloroso de la pasión y de la muerte en la cruz. Sólo desde la fe sobrenatural podemos aceptar que así se realizará el plan divino de la salvación, que es para todos.

Dentro de tantas alertas sanitarias actuales, la palabra del Evangelio, el deseo de ver a Jesús, nos dice que no hay prioridad más grande que esta: abrir de nuevo al hombre de hoy el acceso a Dios. Es decir, acercarnos al Dios que habla y que nos comunica su amor para que tengamos vida abundante. Deberíamos pedir a menudo a Dios la gracia que despierte en nosotros la sed de ver y de conocer más a Cristo, que aumente en nuestra alma la divina luz de la fe que nos enseña el camino del cielo.

Nosotros, como aquellos griegos del Evangelio, también queremos ver a Jesús porque creemos que es Dios quien bajó del cielo para salvarnos de nuestros pecados, y que es Dios quien cada día nos facilita su gracia para darnos la fuerza de vivir según sus mandamientos.

Hoy podríamos detenernos y mirar atrás, hacia el fondo, para ser más conscientes de nuestro anhelo de Dios y descubrir si hemos tomado el rumbo correcto. Queremos ver a Jesús llevados de esta nostalgia que todos sentimos antes o después en el corazón, y que no es otra cosa que el anhelo de Dios. Una sed de Dios que nos hace soñar alguna vez con nuestra vida eterna, deseando la eternidad con Dios y los bienaventurados, por encima de todo bien material, incluida la salud corporal.

Dirá San Pablo que todas las cosas «se mantienen» en aquel que es «anterior a todo» (Col 1,17). Por lo tanto, quien construye la propia vida sobre el ver a Jesús en su Palabra y sus sacramentos se edifica verdaderamente de manera sólida y duradera. Como los griegos del Evangelio, hoy tenemos una gran necesidad de ser realistas. Es decir, necesitamos reconocer en Jesús el fundamento de todo.

Es un error prescindir de Jesus pensando que somos autosuficientes, que no necesitamos a Dios, que la felicidad depende de uno mismo y que consiste en una búsqueda creciente de autodeterminación, desarrollo técnico y satisfacción material. Pues el hombre no está hecho para sí mismo, ni para el mundo, está hecho para Dios, y sólo puede encontrar su felicidad en Dios.

Junto a la Virgen, dispongámonos a compartir el estado de ánimo de Jesús, preparados para revivir el misterio de su crucifixión, muerte y resurrección, no como espectadores extraños, sino como protagonistas junto con él, pensando y sintiendo como él, ya que realiza por cada uno de nosotros su misterio de cruz y de resurrección.

 

Abadia de MontserratDomingo V de Cuaresma (21 de marzo de 2021)

Domingo IV de Cuaresma (14 de marzo de 2021)

Homilía del P. Bernat Juliol, monje de Montserrat (14 de marzo de 2021)

2 Crónicas 36:14-16.19-23 / Efesios 2:4-10 / Juan 3:14-21

 

Queridos hermanos y hermanas en Cristo:

Tradicionalmente, el cuarto domingo de Cuaresma tiene un carácter especial. Se llama también Domingo Laetare: primera palabra del canto de entrada en latín, que en catalán hemos traducido por ¡Alegraos! Es la alegría de saber que la Pascua ya está cerca, que nuestro camino cuaresmal está llegando a su fin. Toda la liturgia está impregnada de esta alegría esperanzada: el color rosado de los ornamentos, las flores en el altar, la música. Como pedíamos a Dios en la oración colecta: «haz que el pueblo cristiano se apresure, con fe gozosa y entrega diligente, a celebrar las próximas fiestas pascuales».

Evidentemente, las lecturas bíblicas que hoy nos han sido proclamadas tienen también ecos pascuales. El segundo libro de las Crónicas nos traslada ante un hecho histórico que conmocionó al pueblo de Israel. El año 587 aC Jerusalén fue ocupada por los babilonios: el Templo, símbolo de la presencia de Dios, fue destruido; y las élites del pueblo fueron conducidas a la deportación a Babilonia. Estos hechos, hicieron que los israelitas se replantearan su relación con Dios. Se preguntaban: ¿No somos nosotros el pueblo elegido? ¿No nos prometió Dios en la Alianza que nunca nos abandonaría? ¿Dónde está, pues, nuestro Dios?

Pero es en esta oscuridad de la deportación donde surge la esperanza. Unos años más tarde, el imperio persa invade Babilonia y libera al pueblo judío que estaba cautivo. Al frente de los persas estaba su rey Ciro. Según nos dice el fragmento que hemos leído del segundo libro de las Crónicas, Israel vio en Ciro a un enviado de Dios, una intervención divina para devolverlos a su país. En este mismo sentido, Ciro ordena reconstruir el Templo de Jerusalén. Así, Dios vuelve a estar presente en medio de su pueblo.

No es difícil ver en Ciro, una prefiguración de Cristo: aquel era un enviado de Dios que sacó el pueblo de la deportación, este es el mismo Hijo de Dios enviado por el Padre para llevarnos la auténtica salvación. Ciro hizo reconstruir el Templo de Jerusalén, símbolo de la presencia divina; Cristo es el verdadero templo donde Dios mismo habita y se ha manifestado realmente a la humanidad. Así pues, alegrémonos, porque Dios está presente en nuestra vida. Incluso en los momentos más difíciles y oscuros, no tengamos miedo, Cristo viene a nosotros con las armas de la esperanza y el consuelo.

El fragmento del evangelio de san Juan que hoy nos ha sido proclamado, utiliza también una imagen para mostrarnos quién es realmente Cristo. Juan cita un episodio que nos cuenta el libro de los Números: después de la salida de Egipto, el pueblo de Israel se cansó de Dios y de las incomodidades del desierto. El Señor los castigó enviándoles serpientes venenosas que les picaban y los mataban. Sin embargo, el pueblo se arrepintió y, para salvarlos del veneno, Dios hizo construir a Moisés una serpiente de bronce. Ordenó que la pusiera en lo alto de un estandarte. Y todo el que la miraba, si había sido picado, salvaba la vida.

Juan compara esta serpiente de bronce con Cristo. Al igual que la serpiente fue levantada y salvó a quienes estaban muriendo, Cristo también será elevado en la cruz para llevar la vida a toda la humanidad. El cuerpo muerto de la serpiente salvó unas cuantas personas en el desierto, el cuerpo muerto de Cristo traerá la salvación a todo el mundo. Pero el simbolismo de Juan todavía va un poco más allá. La palabra que utiliza para decir «elevarr» es la misma palabra que en otros lugares del mismo evangelio se usa para hablar de la resurrección. El Cristo que nos trae la salvación, es pues, el Cristo Resucitado.

El Cristo Pascual, el Cristo Resucitado, es esta nuestra auténtica alegría. Es este el final de la Cuaresma que empezamos ya a vislumbrar. Es de este Cristo que podemos decir con la carta a los Efesios: «Dios, que es rico en el amor, nos ha amado tanto que nos ha dado la vida junto con Cristo». Puede que aún vivimos «cerca de los ríos de Babilonia, llorando de nostalgia de Sión». Pero alegrémonos porque Dios «junto con Jesucristo nos ha resucitado y nos ha entronizado en las regiones celestiales».

 

Abadia de MontserratDomingo IV de Cuaresma (14 de marzo de 2021)

Domingo III de Cuaresma (7 de marzo de 2021)

Homilía del P. Joan M Mayol, monje de Montserrat (7 de marzo de 2021)

Éxodo 20:1-17 / 1 Corintios 1:22-25 / Juan 2:13-25

 

El episodio conocido como «la purificación del templo» que acabamos de escuchar, hermanos y hermanas, y su inmediato anterior, sobradamente conocido, el de «las Bodas de Caná», son los dos signos a partir de los cuales el evangelio según san Juan comienza un diálogo continuo desde el centro de la fe de Israel hasta dirigirse a todos los demás pueblos. Hacia aquí apuntan los diferentes diálogos de Jesús con los judíos, los samaritanos y los paganos que podemos leer en este evangelio.

Si las bodas de Caná simbolizan en la pedagogía del evangelista la plenitud de la Ley, figurada en el agua convertida en vino, la purificación del templo, dando cumplimiento a la profecía de Zacarías, señala que ha llegado ya el «Día del Señor «: Ese día, dice el texto profético, en el que ya no habrá mercaderes en el templo del Señor. Jesús expulsando a los vendedores de animales y los cambistas de moneda, da cumplimiento a esta profecía manifestándose como Mesías, y llamando al templo la casa de su Padre se revela como Hijo de Dios. Es por ello que las autoridades de Israel le piden una señal que acredite unas afirmaciones tan atrevidas. «Destruid este templo y en tres días lo levantaré». Esta respuesta de Jesús -su propia muerte y resurrección- no les fue posible de entenderla a los judíos ya que nada de esto había tenido lugar aún. Fueron los discípulos que más tarde, una vez Jesús hubo resucitado de entre los muertos, se acordaron de lo que había dicho, y creyeron en la Escritura y en la palabra que había dicho Jesús.

La fiesta de Pascua, alrededor de la cual sitúa el evangelista la escena de la purificación del templo, es el marco perfecto para comprender mejor el cambio que supone la presencia en el templo de Jesús como Mesías, y la irrupción con Él del «Día del Señor». La fiesta de Pascua tenía un elemento imprescindible que era los animales que había de sacrificar ritualmente en el templo para comérselos después cada familia reviviendo aquella cena pascual que los israelitas hicieron la noche antes de la salida de Egipto: el cordero o el cabrito asado acompañado con panes sin levadura y hierbas amargas. Esta cena familiar forma parte del núcleo central de la celebración de la pascua judía, una fiesta que renueva en el pueblo la conciencia de su libertad y de su pertenencia a Dios como pueblo elegido, pertenencia vivida en clave de Alianza que fue rubricada con la Ley del Sinaí, las diez palabras de vida eterna -como hemos cantado en el salmo responsorial- diez sorbos de vida que salvaguardan al hombre de su propia esclavitud y lo abren al amor de Dios. Pues bien, el evangelio nos muestra, con las palabras y las obras de Jesús, como la llegada del Mesías, el «Día del Señor», es la plenitud de ese amor fiel de Dios y de esta libertad del hombre redimido en Él, un amor y una libertad que se expresan, en plenitud, en la cruz y la resurrección de Jesús.

Ciertamente que, para cierto modo de valorar las cosas, el misterio de la cruz del Señor, como ya decía San Pablo a los corintios, puede ser calificado de absurdo y de necedad. Absurdo y necedad, pero quizás no tanto, podríamos decir, porque cuando alguien experimenta que otro, negándose a sí mismo, dando su tiempo, se hace solidario de sus sufrimientos, alivia su dolor y hace nacer en él una confianza nueva en la vida, entonces, el misterio de la Cruz, ya no es tan absurdo ni necio. De hecho, es la opción que cuando todas las demás se detienen esta va más allá.

Jesús, al igual que propuso a los dirigentes del Israel de ese momento la señal de su vida entregada por amor hasta la cruz, continúa proponiendo a los hombres y mujeres de hoy este camino que lleva a la resurrección y a la vida en plenitud. Es un camino tan largo como lo sea la misma vida en la que cada uno está llamado a poner en juego todas sus posibilidades. Para no desistir de esta peregrinación, el

Señor nos da tres consejos que reflejan su propio comportamiento: ora, mantente sobrio y sé solidario; son la oración, el ayuno y la limosna, que pedíamos al Padre del cielo por medio de Jesús, su Hijo, en la oración colecta del inicio de esta misa. Son las tres actitudes que, equilibrando los deseos y las pasiones humanas, mantienen en forma el vigor del espíritu. La oración nos abre a la dimensión más potente de nuestro interior; el ayuno, la sobriedad, mantiene nuestra mente más lúcida para las cosas que importan de verdad, y la limosna o solidaridad nos hacen más persona.

Con estas actitudes queremos caminar hacia la Pascua para renovar, en el Señor, nuestro corazón y nuestro espíritu. Y en este camino quisiéramos invitar a todos como lo está haciendo ahora el Papa Francisco con su viaje a Irak: al mundo religioso para avanzar en el diálogo por la paz, al mundo político para avanzar en el diálogo por la justicia. Pero también al mundo científico para avanzar en el diálogo por la calidad de la vida de principio a fin, al mundo artístico para avanzar en humanidad mediante la belleza y la veracidad. No quisiera dejarme a nadie: a todas las personas de buena voluntad para avanzar en el diálogo hacia la fraternidad efectiva que todos deseamos. Caminos de diálogo todos ellos necesarios, pero caminos de largo recorrido en los que cada uno, aunque sólo haga una pequeña etapa en medio de la historia universal, contribuye al bien de la generación inmediatas y ésta a las que vendrán después.

El misterio de la Cruz sigue presente en el mundo. Cristo resucitado no nos abandona. Su Espíritu sigue haciendo que el absurdo aparente del amor abnegado vivido por tantas personas, más anónimas que no mediáticas, siga iluminando el mundo en su largo camino hacia la plenitud.

¡Y nosotros estamos llamados a ser de estos!

 

Abadia de MontserratDomingo III de Cuaresma (7 de marzo de 2021)

Domingo II de Cuaresma (28 de febrero de 2021)

Homilía del P. Lluís Planas, monje de Montserrat (28 de febrero de 2021)

Génesis 22:1-2.9a.10-13.15-18 / Romanos 8:31b-34 / Marcos 9:2-10

 

¿Qué significado tiene que hoy se nos haya proclamado el evangelio de la transfiguración cuando ya hace unos días hemos iniciado un camino que nos invita a transformar nuestra vida para ponerla en sintonía con el deseo de Dios? Y muchos de nosotros tenemos la sensación de que es una llamada a la conversión personal. Cada uno debe transformar su vida, cada uno debe convertirse. Pero el fragmento de la carta a los romanos que hemos escuchado no nos hablaba como si se tratara de un mensaje particular, individualizado, sino que nos ha hablado como si todos formáramos parte de un colectivo; no nos ha dicho, «si tienes Dios a tu favor, ¿quién tendrás en contra?», sino que hemos podido escuchar: «si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? ». Pienso que es importante esto, porque la experiencia que vamos haciendo en esta cuaresma no es un asunto puramente particular, sino que contiene ese sentido profundo que como creyentes, como iglesia, como grupo, debemos avanzar juntos.

Nosotros, como Pedro, Santiago y Juan, fuimos llamados. El evangelio de San Marcos nos hace ver que la experiencia que relata, es la experiencia de quienes han ido siguiendo a Jesús. En nuestro descubrimiento de la fe nos hemos dado cuenta de las obras maravillosas que hizo Jesús, así como ellos (Pedro, Santiago y Juan) lo fueron descubriendo. El éxito de Jesús prometía un futuro maravilloso. Eso sí que parecía que era el Reino de Dios; y Pedro, llevado por el entusiasmo había proclamado: «Tú eres el Cristo», pero también hay que recordar que a Jesús no le gustaba este modo de sentir y de expresarse, más bien él pedía lo que hoy llamaríamos discreción; por eso Jesús «les mandó enérgicamente que lo dijeran a nadie.» Había que ir madurando el sentido del camino de la fe. Y Jesús empezó a instruirlos. Les anunció que aquel camino tan espléndido, lleno de aciertos, acabaría en un derrumbe, que parecía era la derrota del proyecto. Efectivamente, Jesús había anunciado su pasión y muerte en manos de quienes más se oponían a su acción. Pero también es cierto que les decía que a los tres días resucitaría. De eso hacía seis días. Y ahora toma Pedro, Santiago y Juan; y con Pedro, Santiago y Juan, también nos toma a nosotros.

Si pues, de alguna manera, nos identificamos con estos discípulos, teniendo en cuenta que también hemos sido llamados a ser discípulos, Jesús nos lleva a una montaña alta, un lugar donde por excelencia la tradición nos dice que Dios se manifiesta profundamente e intensamente. Con muy pocas palabras el evangelista nos describe una experiencia que sólo puede ver el que cree. Los vestidos de Jesús son propios del cielo, porque ningún tintorero nos dice, es capaz de dejarlos tan blancos. Y es aquí, en este contexto, que descubrimos a Elías y Moisés, aquellos de quienes la Historia Sagrada nos ha enseñado la profunda intimidad que habían tenido con Dios. Y conversan con Jesús. Impactante. Para el que cree, eso sólo revela la gloria de Dios. Y Pedro se quiere quedar en este cielo. Y nosotros también nos quedaríamos, olvidando la lucha, las contradicciones, los sufrimientos y la muerte; ¡y añadiríamos la pobreza y la pandemia! El evangelista nos abre los ojos de sentido de la fe. La nube es el signo de la presencia de Dios, lo sabían los israelitas cuando atravesaron la prueba del desierto. Sienten la voz de los que ven en la fe. Descubren dos cosas que son fundamentales: ¡Jesús es Hijo de Dios, y es amado! ¿Qué significa para mí esto? Y un mandamiento para toda la vida: Escuchadle. Seguir la voz es nuestra guía.

Pienso que vivir esta escena como protagonistas con Pedro, Santiago y Juan, con la Iglesia de los creyentes con la que hacemos camino, guardarla en el fondo del corazón, conservar esta experiencia como lo hizo María, es luz en la oscuridad.

El evangelio de hoy nos invita a pisar la realidad. La lucha por la causa que Jesús proclama no se abandona, todo lo contrario, continuará más y más sobrecogedora. Las perspectivas humanas son duras. El sufrimiento y la muerte estarán y están presentes. Ahora, después de la experiencia en la montaña, escuchar a Jesús es el alimento en esta lucha encarnizada que debemos llevar a cabo, como él la llevó a cabo. No son sólo sus palabras, sino su vida, su acción, el sentirse amado, el sentirnos queridos. Quizás tenemos la sensación de debilidad (la pandemia es uno de los puntos que nos la hace sentir… pero en muchos otros aspectos cada uno puede ir descubriendo, esta debilidad), también la pobreza, el egoísmo (¿sólo miro por mí y por los míos?) ¿Y los otros que necesitan que se les trate justamente? Que viven cerca o muy allá.

Fijémonos bien en el evangelio de hoy, la mirada y la palabra de Jesús no es una causa perdida. Él les dijo a Pedro, Santiago y Juan, nos lo ha dicho a nosotros, a la comunidad que deseamos seguirlo, que el Hijo amado resucitará. Nos puede pasar lo mismo que ocurrió a los primeros discípulos y que reflexionemos y nos preguntamos: ¿qué significa resucitar de entre los muertos? En el camino hacia la Pascua encontraremos la respuesta, ¡pero hay que caminar!

 

Abadia de MontserratDomingo II de Cuaresma (28 de febrero de 2021)

Domingo I de Cuaresma (21 de febrero de 2021)

Homilía del P. Ignasi M Fossas, Prior de Montserrat (21 de febrero de 2021)

Gènesi 9:8-15 / 1 Pere 3:18-22 / Marc 1:12-15

 

Queridos hermanos y hermanas:

Las lecturas de la misa suelen seguir una línea creciente que comienza con el Antiguo Testamento, continúa con un salmo, hace como un rellano con una lectura del Nuevo Testamento y culmina con el Evangelio. Hoy, sin embargo, la cumbre creo que se encuentra más bien en la segunda lectura, la del NT, que hoy es de la 1ª carta de San Pedro, por lo que el conjunto forma como una V invertida. Me explico.

Empezamos con un fragmento del libro del Génesis que hace referencia al diluvio y a la alianza que Dios hizo con Noé y con sus hijos. Los términos de esta alianza son claros. Dice Dios: el diluvio no volverá a destruir criatura alguna ni habrá otro diluvio que devaste la tierra… Esta es la señal de la alianza que establezco con vosotros y con todo lo que vive con vosotros, para todas las generaciones: pondré mi arco en el cielo, como señal de mi alianza con la tierra. Dios confirma, con estas palabras su compromiso de salvación con la humanidad. Pero la experiencia de muchas personas alrededor del mundo, entre otras cosas por causa de la pandemia que estamos viviendo, pero no sólo por eso, ¿no parece desmentir esta alianza de Dios? Comencemos la subida; no vemos la cima y el camino más bien se hace cuesta arriba. Nos acompaña el salmista que nos anima a hablar con Dios a corazón abierto, directamente, sin falsos respetos. El fragmento del salmo 24, que hemos cantado responsorialmente, comenzaba diciendo: Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas: haz que camine con lealtad. Nos saldría espontáneo añadir algún versículo de cosecha propia, como por ejemplo: «y es que, Señor, a veces tus caminos cuestan mucho de entender. ¿No habías dicho que la vida no sería nunca más exterminada por el agua del diluvio? ¿Y las inundaciones que hay, periódicamente, en varios lugar del planeta? ¿Y esta epidemia que nos lleva de cabeza, que nos ha hecho modificar tantas costumbres, que ha paralizado muchas actividades, que ha provocado la muerte de tanta gente y una enfermedad dolorosa en muchos otros? Las palabras del salmista nos ayudan en el camino: Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas; acuérdate de mí con misericordia, por tu bondad, Señor. Como si dijéramos: no nos abandones, Señor, no nos dejes desamparados en este momento crítico. Y de repente aparece la cima con la segunda lectura, que está tomada de la 1ª carta de san Pedro. El autor anuncia, brevemente, que Cristo murió y resucitó (por el Espíritu, fue devuelto a la vida). Dice a continuación que los que creen en Cristo participan también de su muerte y de su resurrección. En este mundo participan por el sacramento del bautismo y cuando llegue el fin de los tiempos participarán plenamente en la vida del resucitado. También explica que el agua del diluvio prefiguraba el bautismo. Es como si Dios nos quisiera decir: mirad, yo soy fiel a mi alianza. Pero el signo del arco en las nubes, la alianza de la AT, aunque era un signo imperfecto. Viendo el sufrimiento de la humanidad, me compadecí y para consolaros y curaros definitivamente del pecado y de la muerte, envié mi Hijo Jesucristo que fue clavado en la cruz, murió y fue sepultado, resucitó al tercer día y ahora está sentado a mi derecha. Y con su resurrección voy daros, también, el Espíritu Santo, Señor y dador de vida.

La liturgia de la Palabra ha acabado con la proclamación del evangelio, que hoy ha sido breve porque san Marcos escribía con un estilo más bien sobrio y conciso. Es como la bajada desde la cima, que no se hace de golpe sino planeando suavemente. Vemos a Jesús empujado al desierto por el Espíritu, tentado por Satanás y asistido por los ángeles. Después el evangelista decía que Jesús se marchó a Galilea predicando una Buena Nueva, una buena noticia: Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio.

Hermanos y hermanas: en el desierto donde a muchas personas les toca vivir por fuerza en este momento, Dios no nos deja solos. Jesucristo está con nosotros, lucha con nosotros y por nosotros, sufre con los que sufren, llora con los que lloran, busca con los que buscan, y los ángeles que le servían a Él también nos apoyan. Tengamos confianza en el Señor, que es bueno y es recto… que encamina a los humildes con rectitud y les enseña su camino.

Hagamos el camino de la Cuaresma y el camino de toda nuestra vida, junto con Jesús. Él nos sostiene en los momentos de prueba, Él nos alimenta con el pan de la eucaristía que es su Cuerpo, Él nos entrega su Espíritu Santo para darnos fuerza y ​​vigor. Y esperamos con una alegría llena de anhelo espiritual, la Santa Pascua (RB 49,7). ¡Amén!

 

 

 

 

Abadia de MontserratDomingo I de Cuaresma (21 de febrero de 2021)