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XX Aniversario de la Bendición Abacial (13 agosto 2020)

Homilía del P. Josep M Soler, Abad de Montserrat (13 agosto 2020)

Ezequiel 12:1-12 / Mateo 18:21-19:1

 

Os propongo, queridos hermanos y hermanas, de fijar brevemente nuestra atención primero en la lectura del profeta Ezequiel que hemos escuchado y luego en el evangelio que nos ha proclamado el diácono.

La primera lectura era muy sorprendente. Hemos escuchado una acción simbólica y profética que Dios pedía que hiciera Ezequiel. A la vista de todo el pueblo y en pleno día, el profeta tenía que hacer un fardo con las pertenencias necesarias para irse de viaje y sacarlo por un agujero que tenía que hacer en el muro de su casa. Era un comportamiento extraño que por fuerza había de suscitar, por parte de los vecinos y de los viandantes, la curiosidad y la pregunta sobre porqué lo hacía. Además, después, de noche, a oscuras, tenía que irse con el fardo al hombro como si fuera un deportado, con la cara tapada debido a la tristeza. Triste por dejar la casa y la patria y por tener que ser conducido a una tierra extranjera, fuera del país que Dios había dado a su pueblo, con las penurias que ello comportaba.

Dios quería que con esta forma de hacer llamara la atención de la gente y se preguntara el motivo de todo esto. De este modo quería provocar la conversión del pueblo, que era ciego y sordo a su Palabra, que era rebelde hacia el Señor que lo quería entrañablemente. Tal como decía el salmo responsorial, no guardaban la alianza, habían dejado a Dios de lado (cf. Sal 77, 56). Pero, a pesar de todo, Dios en su amor quería que el gesto de Ezequiel hiciera reflexionar a la gente, le hiciera abrir los ojos a la realidad y los oídos a la palabra. Y de esta manera cambiar de actitud, de vida, para corresponder al camino de plenitud y de felicidad que Dios le proponía y el pueblo no quería seguir. Ciertamente, la gente preguntó al profeta Ezequiel para saber el significado de lo que hacía pero sin intención de cambiar de vida. El aviso de Dios a través del gesto del profeta, pues, no fue escuchado. Y aquella acción dramatizada se convirtió en un anuncio de la deportación a Babilonia que un tiempo después debería sufrir todo el pueblo de Israel con su rey delante. Y, también, en un anuncio de la destrucción de Jerusalén, la ciudad Santa.

Ezequiel es un signo, también, para nosotros, de cómo Dios interviene en la historia humana. De entrada, podemos sacar una primera constatación: Dios ama, quiere el bien de las personas y sale al paso una y otra vez para que dejemos el camino del mal y avancemos por el camino de la felicidad. Siempre con voluntad liberadora, salvadora.

Y podemos sacar, también, una segunda constatación: debemos estar atentos a los signos que nos ofrecen los tiempos que vivimos para ver qué palabra nos dicen de parte de Dios. Desde hace meses una pandemia hace estragos en todo el mundo. Y cabe preguntarse qué mensajes de fondo nos trae. Por un lado, nos hace ver la fragilidad de la existencia humana y nuestra condición mortal; un virus microscópico provoca enfermedades, muerte, dolor y trastoca todas las expectativas económicas y sociales. Y, por otro lado, nos hace preguntarnos sobre el sentido de la vida y de la muerte, sobre si los anhelos de plenitud, de felicidad, de justicia, de inmortalidad que hay en nuestro corazón son una quimera. La pandemia nos invita, también, a levantar la mirada hacia Jesucristo, muerto y resucitado, médico de nuestras heridas, sanador de nuestros miedos y de nuestras angustias. Jesucristo nos llama a confiar en su palabra portadora de esperanza y nos promete la vida para siempre una vez traspasado el umbral de la muerte. Y, por tanto, nos invita a escucharlo para aprender cómo debemos vivir para poder estar eternamente con él. La pandemia nos ha mostrado, además, otro aspecto que está muy en sintonía con las palabras de Jesús: la solidaridad de muchas personas dispuestas a sacrificarse, incluso en algunos casos poniendo en peligro su vida, para ayudar a los otros. Esto nos invita a tener una actitud generosa de amor y de servicio según nuestras posibilidades con los demás, ahora que todavía hay infectados por el virus, personas que viven el duelo y ya empiezan a sentirse efectos económicos y sociales de la crisis que la pandemia provoca. Jesús se identifica con los que pasan un tipo u otra de necesidad. Todo esto que he dicho es un inicio de reflexión que deberíamos continuar haciendo desde nuestra situación concreta si queremos estar atentos a los signos de nuestro tiempo y acoger la palabra de Dios que nos transmiten.

La referencia que haré al evangelio será breve. Hemos escuchado como Jesús llamaba apremiante al perdón. Y lo hacía de una manera muy comprensible con la parábola del siervo sin compasión a pesar de haber recibido un perdón inmensamente generoso de su señor. Con esto Jesús nos enseña que Dios nos perdona cualquiera que sea la medida de nuestra deuda, siempre que le pidamos perdón y que nosotros estemos dispuestos a perdonar a los demás sin límites, porque nunca llegaremos a la medida que Dios emplea con nosotros, que es mucho más que setenta veces siete.

Antes de la comunión, cantaremos todos juntos el Padre Nuestro; hermanados en la fe invocaremos a una sola voz a nuestro Padre del cielo, unidos a Jesucristo, el Hijo único, en el que hemos sido hechos hijos de Dios. Lo cantaremos a una sola voz, pero debe ser también con un solo corazón, unidos todos en el amor fraterno. Y conscientes de nuestra fragilidad y de nuestro pecado, pediremos, siguiendo la divina enseñanza de Jesús, que el Padre perdone “nuestras culpas como nosotros perdonamos a nuestros deudores”; es decir, se le pedirá que emplee con nosotros la medida de perdón que nosotros empleamos con los demás. Es una oración, pues, que sólo nos puede dejar tranquilos si procuramos perdonar a los demás con la medida generosa que Dios nos perdona.

La acogida del perdón de Dios y nuestra disponibilidad total al perdón nos hacen aptos para recibir la Eucaristía, que es el sacramento del amor y de la paz.

Última actualització: 25 agosto 2020