El Cuerpo y la Sangre de Cristo (11 de junio de 2023)

Homilía del P. Manel Gasch i Hurios, Abad de Montserrat (11 de junio de 2023)

Deuteronomio 8:2-3.14b-16a / 1 Corintios 10:16-17 / Juan 6:51-58

 

Hoy, queridos hermanos y hermanas, en este domingo de Corpus, Jesucristo nos pide lo que nos ha pedido siempre: que creamos en Él, que no nos quedemos en la superficie, en la anécdota, o en los hechos de la historia, sino que lo reconozcamos viviente y presente en el mundo.

Honestamente podemos preguntarnos si nuestras vidas son tanto, más o menos complicadas que la del pueblo de Israel atravesando el desierto del Sinaí, pero de lo que no dudamos es que todos somos peregrinos y que nuestra vida es andar en medio de uno ambiente en el que hay alegrías, pero también problemas y dificultades.

El libro del Deuteronomio es el quinto de la Ley judía, la Torah y en buena parte es una reflexión sobre los hechos fundamentales de la fe de Israel, en la que la peregrinación es muy importante. En todos estos primeros libros de la Biblia está claro que el pueblo tenía tres elementos importantes:

  • un destino prometido por Dios, una tierra, a la que había que llegar y esto no era fácil,
  • tenía sobre todo la ayuda de Dios.
  • Además, había alguien que era capaz de interpretar el sentido de la historia, los acontecimientos que ocurrían, la vigencia de la promesa y sobre todo alguien que sabía explicar el sentido que Dios daba a todo esto, por lo que las dificultades nunca podían destruir la esperanza que emana de la promesa de Dios.

En la primera lectura, ese alguien es Moisés, que se sitúa ya al final de la peregrinación por el desierto y en la visión que le da la historia, interpreta el camino como el lugar donde Dios ayuda siempre y donde la sed, el hambre y el peligro de las serpientes venenosas y los escorpiones, son contrarrestadas con el agua de la roca y el pan del cielo, el maná. Pero, además, Moisés también defiende el valor pedagógico de esta experiencia de dificultad, porque es aquí donde referirnos a Dios nos hace conscientes de que somos probados, que somos capaces de conocer nuestros sentimientos y yo además me atrevo a decir que el texto también pide a los israelitas si son lo suficientemente honestos para reconocer que como dice el salmo: la ayuda nos viene del Señor, del Señor que ha hecho el cielo y la tierra.

El inicio de este camino fue la Pascua, el paso del Señor en la noche antes de empezar la liberación de Egipto. Una liberación curiosa si pensamos en la historia inmediata que siguió esa noche y todo el resto de la historia, una historia de muchos desiertos, de exilios, de genocidios y de dramas personales como los que sufre cualquier hombre o mujer desde que el mundo es el mundo. La liberación no fue ni mágica ni inmediata. Pero la memoria de ese momento es el fundamento de toda la identidad colectiva de la tradición judía, a la que perteneció el propio Jesús de Nazaret.

Precisamente Jesucristo, celebrando esta memoria en la Pascua también quiso marcar una continuidad y una ruptura.

La continuidad del plan de liberación de Dios que pasaba por un Mesías, que él afirmó ser, tal y como nos dicen los evangelios. Dios seguía ayudando, seguía prometiendo, seguía presente en la historia y nos exhortaba a hacernos colaboradores de Él, confesándolo y actuando en consecuencia.

La ruptura porque el mismo Jesucristo, culminando la lógica de su Encarnación, la de un Dios trascendente que se hace hombre, quiso poner su humanidad, su cuerpo y su sangre, como el fundamento de otra Pascua, como el inicio de un pueblo nuevo, de otra alianza y de una peregrinación que debería pasar necesariamente por él. Con esto, Cristo instituyó la necesidad de otra memoria y transformó los tres elementos que marcaban la vida del pueblo:

Una nueva promesa: la liberación ya no es la de Egipto, la promesa no es sólo la tierra que nos da la vida material. La unión irrenunciable del momento de la Santa cena con la de la Pasión y la resurrección, nos hacen presente que la nueva promesa es su vida, vencer a la muerte y entrar en la plena comunión con Dios y con Cristo por la participación dada por el bautismo y renovada por los demás sacramentos.

Una nueva ayuda por el don de poder compartir su humanidad en sus elementos más básicos, el cuerpo y la sangre, que nos ha dejado como eucaristía, como acción de gracias.

Y una mediación que hace que cualquiera que pretenda ser intérprete de la voluntad de Dios, deberá referirse siempre a Jesucristo y al Evangelio.

Todo esto que estoy diciendo, aunque os parezca extraño, los escolanes os lo sabéis todos de memoria: estoy seguro de que podríais cantar y recitar sin partitura más de una versión del motete Oh Sacrum Convivium, que cantáis a menudo y que también cantareis hoy. La letra nos dice que esta eucaristía contiene los elementos de la memoria del mesías, del que nos interpreta la vida: passionis eius recolitur; recordamos su pasión; también contiene el elemento de la ayuda que nos da Dios, esto significa mens impletur gratia; nos llenamos de su gracia y finalmente también nos deja clara cuál es la promesa: futurae gloriae nobis pignus datur, se nos da la prenda de la gloria que esperamos.

Como decía al principio de estas palabras, hoy sólo necesitamos seguir creyendo y confesando que Él, Jesús de Nazaret, Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre está en el centro de la memoria, de la promesa y de la ayuda. Recordadlo cuando cantéis este motete. Muchos de vosotros habéis recibido sacramentos importantes en esta Pascua, especialmente la confirmación. Hace sólo dos semanas: ¡espero que os acordéis, todavía! Recordad siempre que Jesús es el centro de los sacramentos y con él está siempre el evangelio y sus exigencias.

Quizá ahora sería el momento de preguntarnos si en cada eucaristía: ¿somos nosotros suficientemente conscientes de que estamos en la mayor posibilidad de comunión, de memoria, de ayuda y de esperanza que nos haya podido dar nunca Dios? ¿Nos quedamos como os decía al empezar en la superficie de la fe? Pero lo importante no es donde estamos o donde nos quedamos sino donde nos invita Cristo a ir que es a la profundidad de la fe y del don. Un don que en la eucaristía incluye a todo el mundo, no lo olvidemos nunca y que por tanto nos obliga a la acogida incondicional.

El recordado y querido por tantos, obispo Antoni Vadell, me decía unos diez años después de ser ordenado presbítero, que, de toda su experiencia, se quedaba con la celebración de la eucaristía. Todos los que lo conocéis sabéis perfectamente que si algo no le faltaba eran capacidades pastorales y empatía con todo tipo de personas, pero la fuente y la cima de su vida estaba en la comunión con Cristo presente en el pan y el vino de la eucaristía, en esta fe que como un tesoro hemos recibido durante generaciones y generaciones y que agradecemos a Dios, procurando volver amor con amor a Él y a todos los hermanos y hermanas.

 

Abadia de MontserratEl Cuerpo y la Sangre de Cristo (11 de junio de 2023)

Domingo de Pentecostés (28 de mayo de 2023)

Homilía del P. Manel Gasch i Hurios, Abat de Montserrat (28 de mayo de 2023)

Hechos de los Apóstoles 2:1-11 / 1 Corintios 12:3b-7.12-13 / Juan 20:19-23

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡el Espíritu Santo tiene una lógica que se nos escapa! Observamos cómo va apareciendo siempre y por todas partes: Desde la Creación del mundo hasta la Encarnación. Jesús mismo lo promete en la última cena, en el Evangelio de hoy hemos leído cómo es dado a los discípulos el mismo día de Pascua, y cómo después vuelve a venir sobre un grupo mucho mayor y más internacional en el día de Pentecostés. Decimos que está en el Padre y en el Hijo, y también en nosotros, decimos que hoy vendrá especialmente sobre quienes se confirmen. San León lo llamaba abundancia de manifestaciones. ¡Pero quizás ya está bien que del misterio de Dios haya algo, que nos cueste sistematizar, poner en un esquema y definir! Ésta es la gran riqueza del Espíritu Santo, ser la libertad de Dios, esa libertad que se nos escapa.

Como veis, he empezado diciendo muchas cosas. Quizá sea uno de nuestros defectos con el Espíritu Santo: hablar mucho y escuchar poco. Expresar esto al empezar una homilía cuando de hecho tendré que hablar unos diez minutos seguidos no es que sea lo más coherente… Espero que él, el Espíritu haga más que yo y os hable e inspire a cada uno de vosotros.

Cuando la comunidad cristiana se reúne para celebrar la eucaristía siempre hace memoria, siempre recuerda. Todos tenemos presente que, en el corazón de la misa, en el momento de la consagración repetimos las palabras de Jesús «Haced esto, para celebrar mi memorial». En otros muchos momentos también recordamos los hechos y las ideas importantes de nuestra fe. Lo hacemos especialmente en las lecturas. El Espíritu Santo en esta libertad nos recuerda que lo que celebramos no es sólo un ejercicio de memoria de nuestras raíces creyentes, de identidad colectiva, una exhortación moral del predicador, con una música muy bonita, sino que estamos realmente confesando y creyendo que Dios está aquí con nosotros, esta mañana de primavera.

Y como celebramos un sacramento, decimos que estamos haciendo algo que no sólo recuerda, sino que es eficaz, que significa que tiene efecto, que cambia, que transforma. Si esto siempre es verdad en cada eucaristía, al celebrar hoy también el sacramento de la confirmación por algunos escolanes y hermanas de escolanes, todavía lo podemos vivir mucho más intensamente. La confirmación es el sacramento del Espíritu Santo, por eso es tan adecuado y nos ayuda a vivir la fiesta de Pentecostés pudiendo celebrarlo en esta misa conventual.

Las lecturas de hoy nos hablan de Espíritu Santo enviado por Dios y por Jesucristo. Quisiera comentar tres puntos sobre el Espíritu: su discreción, su capacidad de transformación y su libertad.

El Espíritu Santo es normalmente la discreción de Dios. No sabemos que realmente haya vuelto a pasar algo como lo que leíamos en los Hechos de los Apóstoles, que de discreto no tuvo nada. No debería ser una reunión muy distinta a la nuestra. Por la cantidad de personas de sitios diferentes, por las lenguas que hablaban podemos deducir que eran muchos y diversos, como nosotros hoy. En nuestras celebraciones, El Espíritu Santo, que puede hacer lo que quiera, viene normalmente con discreción, en medio de nuestra liturgia, en nuestros corazones, no como ese día de Pentecostés. Pero el efecto es el mismo: Nos constituye en una única comunidad y nos da la fuerza del Señor resucitado. Ese momento inicial, nos ha dejado de hecho la seguridad de que cuando le invocamos como Iglesia creyente, viene a ayudarnos. Por eso hoy, delegado por el sr. Obispo de San Feliu, que es a quien correspondería esta invocación del Espíritu sobre quienes se confirman, reunidos en comunidad tal y como se reunían los discípulos en los primeros días después de la muerte y la resurrección de Jesús, podemos orar y estar ciertos que el Santo Espíritu de Dios viene sobre vosotros: Bet, Isona, Rita, Arnau, Quim, Jacob, Miquel, Oriol, Blai, Gerard, Eric, Jan, Jaume, Roger, Xavier, David i Albert Y también lo hace con discreción, gestos y palabras que la tradición nos ha ido transmitiendo. Esta discreción no significa ni poca importancia ni poca efectividad… Al revés: entramos aquí en el ámbito de lo eficaz aunque no se ve, ¡cómo son la gran mayoría de las cosas y de los cambios, tranquilos y lentos! 

Las lecturas de hoy también nos hablan de la capacidad que tiene el Espíritu de transformar, cambiar, convertir. Los discípulos de la primera lectura se convierten. Podemos pensar que estaban en una celebración algo triste, donde muchos no entendían lo que se decía. Eran judíos piadosos, había fe y convencimiento, pero quizá carecían de comprensión, alegría y comunión. La irrupción de este viento violento, de estas lenguas de fuego, da de inmediato un sentido mucho más fuerte de unidad, a pesar del respeto a cada uno. Todo el mundo se entiende. Y de ahí nace todo de lo que carecían, especialmente la alegría de cantar las maravillas de Dios y una gran fuerza para proclamar el evangelio y la buena nueva de Jesucristo, resucitado.

¿Qué nos enseña hoy ese poder transformador del Espíritu Santo? Nos dice que todos somos capaces de cambiar. Que la realidad a pesar de parecernos a veces triste, apagada, vacía, puede reavivarse. Nos dice que esta conversión personal es el fundamento de cualquier otra transformación social que quiera acercar el mundo a la realidad de la paz y de la justicia que es el Reino de Dios. Una realidad colectiva que nunca podemos olvidar. En este texto que hemos cantado y que se llama la Secuencia le pedíamos que lavara lo que está sucio y que curara todo lo que está enfermo. ¡Incluso le pedimos que riegue lo que está seco! ¿Qué actual, no?

A vosotros que os confirmáis, el Espíritu Santo puede realmente transformaros y ayudaros a vivir mejor como cristianos. Acabada la homilía responderéis a unas preguntas y haréis unos compromisos que no son ninguna broma. Todos los que nos hemos confirmado sabemos que son el principio de un camino personal de transformación que dura toda la vida. Es el camino que va de las dudas a la fe y del egoísmo al amor. Y la experiencia nos hace conscientes de que recibimos el Espíritu Santo para poder seguir caminando siempre en la confianza que avanzaremos en el sentido de lo que prometemos. Pero necesitaréis recordarlo y esforzaros. Por eso ser testigos de esta confirmación hoy es para todos nosotros recuerdo agradecido y comprometido del don del Espíritu Santo.

Por último, he dicho que el Espíritu Santo es la libertad de Dios. Sabiendo algo de historia del pensamiento cristiano, encontraríamos que siempre ha sido el inspirador de cambios y reformas. Nos hace falta dejar que nos guíe para saber qué debemos hacer, una tarea que sólo podemos hacer cada uno de nosotros. La libertad del Espíritu Santo sólo podía hacernos libres también a nosotros. Fijaos que, en el Evangelio de hoy, el día de su misma resurrección, Jesús dio el Espíritu Santo y justo después dio a los discípulos la posibilidad, pero también la libertad de perdonar los pecados: “a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”. El Espíritu Santo no es un algoritmo que nos programa como la Inteligencia Artificial para que todo funcione automáticamente. El Espíritu Santo respeta profundamente lo que nosotros decidimos hacer, entendiendo bien que no todo le da igual. Por eso hoy, todos los que se confirmen, recibirán el Espíritu de libertad y libremente se comprometerán en este camino de fe, que vosotros mismos o vuestros padres y madres escogieron para vosotros en el bautismo y diréis dos cosas especialmente bonitas e interesantes: que deseáis ser imitadores de Jesús y que confiaréis en Dios en cualquier circunstancia de la vida. Ojalá que el recuerdo de este día os ayude siempre. Y que todos los demás escolanes que han hecho la confirmación o la hará algún día viváis siempre con este buen propósito.

La eucaristía es para todos un don del Espíritu Santo que transforma los dones en el cuerpo y sangre de Cristo para alimentarnos y hacernos vivir en cada celebración el gozo de la unidad. En esta unidad eucarística estamos contentos de acoger a Joan (Esteban Galmés) que participará por primera vez. Joan, que también tú, puedas avanzar por el camino de la fe junto a Jesús, de quien estarás a partir de ahora mucho más cerca, como todos nosotros, cada vez que lo recibas en su cuerpo y su sangre.

Abadia de MontserratDomingo de Pentecostés (28 de mayo de 2023)

El Cuerpo y la Sangre de Cristo (19 de junio de 2022)

Homilía del P. Manel Gasch i Hurios, Abad de Montserrat (19 de junio de 2022)

Génesis 14:18-20 / 1 Corintios 11:23-26 / Lucas 9:11b-17

 

Con el sacramento de la eucaristía, podría llegar a pasarnos, queridos hermanos y hermanas, que nos acostumbráramos tanto, que no fuéramos conscientes de todo su valor. Es un gozo y un privilegio, quizás cada vez más privilegio en nuestra Iglesia, poder celebrar diariamente o semanalmente la eucaristía y participar con la comunión del cuerpo de Cristo.

La Solemnidad del Corpus, concluido ya el tiempo pascual, tiene sin embargo ecos de su inicio, el Jueves Santo, cuando celebrábamos la institución de la eucaristía. Quizás el día tradicional de celebración del Corpus, en jueves, dejaba más clara esta relación. Celebrábamos entonces y celebramos hoy que Dios no tuvo ningún límite para hacerse presente entre los hombres y las mujeres y por eso se encarnó en Jesucristo y que, de igual modo, Jesucristo tampoco se limitó para continuar presente en toda la historia que acontecería detrás de Él y por eso quiso que el pan y el vino fueran su presencia privilegiada, porque en la sencillez de los elementos más básicos y tan sólo con la invocación del Espíritu Santo y con las palabras breves que él dijo, pudiéramos hacerlo presente.

Toda la historia de la humanidad está marcada por Jesucristo, por su Encarnación, por su muerte y resurrección. Por eso es el punto final de un tiempo y el inicio del otro, por eso en la mayoría de sociedades cristianas y en muchas otras, el tiempo se señala a partir de él. La eucaristía es la memoria perenne de Jesucristo en este segundo tiempo de la historia que debe perdurar hasta el final. La celebramos hasta que vuelva como decía el final la segunda lectura de hoy, cuando su revelación absoluta hará innecesaria su memoria. Pero mientras esto no llega, tenemos como decía el privilegio de su presencia en el sacramento de su cuerpo y de su sangre, en el pan y el vino eucarístico.

Resuena en las oraciones de la misa de hoy esta dinámica histórica entre memoria de Jesús, de su Pasión, y esperanza en el futuro, en esta vida eterna, que podemos imaginar y anticipar cuando sentimos o nos hacemos conscientes de la presencia de Dios en nosotros, de su comunión con el mundo, que es lo que nos lleva de forma intensa e insustituible el sacramento de la eucaristía. El motete eucarístico (es también la antífona del Magnificat de las II Vísperas de hoy) Oh sagrado convite, de Santo Tomás de Aquino, tantas veces cantado por nuestra Escolanía, que hoy está en Alemania invitada para un concierto, nos lo dice: Oh sagrado banquete, en que Cristo es nuestra comida, se celebra el memorial de su pasión, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la gloria futura.

A veces estoy tentado a pensar como si con la Encarnación de Dios en la humanidad no hubiera bastado, que había que bajar más, tan humilde es nuestro Dios y tan fácil nos lo quería poner que no tuvo por menos de estar presente Jesucristo en el pan y en el vino, en la simplicidad de los alimentos más corrientes de la cultura Mediterránea.

El evangelio de hoy nos sugiere que la institución de la eucaristía en la última cena, sólo fue la conclusión final de una vida toda dada por amor. Me gusta contemplar la escena de la multiplicación de los panes y de los peces, no tanto como un milagro material, sino como la escena de la preocupación y la acción eficaz de Jesús, para que nadie pase más hambre.

Ante las amenazas de escasez directa de alimentos y del encarecimiento de los disponibles, amenazas que la Guerra de Ucrania parece no poder acabar rápidamente sino acentuar cada día más, pienso en cómo podríamos nosotros hacernos conscientes de que la eucaristía va ligada también a la preocupación de Jesús para que no haya hambre en el mundo. Jesús sació a sus discípulos en medio de la cotidianidad mientras predicaba y curaba. Parece que nuestro día a día nos ha llevado también a encontrarnos en situaciones de necesidad similares a las que hemos escuchado. La Iglesia hace mucho: Cáritas, las Misiones, el anonimato de tantas personas que ayudan, son los verdaderos efectos de tener presente y recordar a Jesús y el evangelio en cada una de nuestras celebraciones eucarísticas. Nunca lo separamos. Diremos hoy que éste es el sacramento de la unidad y de la paz. Pero Dios no nos impone la unidad y la paz como una consigna, como una ideología como han utilizado regímenes totalitarios de todos los signos que han pervertido estas palabras. La transformación social cristiana que tiene sus raíces en el evangelio nace de la fe y la comunión con Jesús. De una relación personal y libre que nunca puede ser impuesta, que nace de la primera llamada a ser discípulos de Jesucristo.

La fiesta de hoy tiene sus orígenes en la necesidad de intensificar con oración y alabanza ese privilegio de presencia personal que Dios nos hace con su cuerpo y su sangre y que nos ayuda a profundizar e intensificar nuestra intimidad con Él. Pero tampoco podemos caer en un intimismo excluyente y en esta relación espiritual olvidarnos de que la eucaristía es pan roto y repartido. Que la unidad eclesial entera está siempre presente y que toda eucaristía es una oración y una afirmación de la paz querida por el Señor, como decimos al final de la oración eucarística antes de darnos la paz simbólicamente: conforme a tu palabra, concédele la paz y la unidad. Es imposible en esta unidad no tener muy presentes a quienes lo pasan peor, es difícil pensar que pueda haber paz donde no hay ni siquiera los alimentos necesarios para vivir.

Cada eucaristía nos recuerda que tenemos el deber de seguir firmes en esta lucha por los necesitados. Por eso, uniéndonos a tantas comunidades, haremos hoy una colecta a favor de caritas, que vela por tantas y tantas situaciones extremas.

La tradición católica latina nos ha legado el culto eucarístico, esto es la adoración al cuerpo y la Sangre de Cristo no sólo en el momento propio de celebrar el memorial del Señor en cada eucaristía y de comulgar, sino también en la posibilidad silenciosa de rezar en presencia de Él. Hoy nos uniremos a esta veneración llevando solemnemente la reserva eucarística a la capilla del santísimo, de la misma manera que lo hacemos el Jueves Santo, y dejaremos expuesto el sacramento para todos los que durante el día quieran orar en silencio. Es el Señor mismo presente por el memorial de su pasión, muerte, resurrección y ascensión al cielo, que nos exhorta a vivir intensamente nuestra comunión con él y los hermanos y hermanas de todas partes.

Abadia de MontserratEl Cuerpo y la Sangre de Cristo (19 de junio de 2022)

Solemnidad de la Santísima Trinidad (12 de junio de 2022)

Homilía del P. Josep M Soler, Abad Emérito de Montserrat (12 de junio de 2022)

Proverbios 8:22-31 / Romanos 5:1-5 / Juan 16:12-15

 

Queridos Hermanos y hermanas:

Hemos empezado nuestra celebración «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». Más aún, desde el momento del bautismo toda nuestra vida de cristianos está puesta bajo ese nombre de las Tres Personas divinas. Nacimos a la vida cristiana con la invocación del “Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. No “en los nombres” de ellos, como si fueran tres nombres diferentes, sino en un solo nombre porque sólo hay un solo Dios que es la Santísima Trinidad: el Padre todopoderoso y su Hijo único y el Espíritu Santo (cf. CEC 233).

Ésta es la realidad central de la fe y de la vida cristiana. Ésta es la realidad central de nuestra vida de discípulos de Jesús. Lo que podría parecer un misterio alejado de nuestra existencia, es una realidad íntima. Efectivamente, cuando fuimos incorporados a Jesucristo por el bautismo, también entramos en el corazón de la Santísima Trinidad. Esta realidad nos la ha revelado Jesús a partir de su experiencia de la vida divina. Él sabe que Dios le es Padre, lo experimenta en lo más íntimo de sí mismo y disfruta, consciente de que él es su Hijo eterno. Y sabe también, y lo experimenta y disfruta, que entre él y el Padre hay un Amor recíproco infinito. A este Amor, Jesús nos ha enseñado a llamarlo Espíritu Santo (cf. I. Gomà, Reflexiones en torno a los textos bíblicos dominicales. PAM, 1988, p.829).

Nosotros al ser incorporados a Cristo por el bautismo hemos entrado en relación íntima con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Y podemos, por tanto, gozar por la fe y la oración de la realidad íntima del Dios que es Amor. Lo decía san Pablo, en la segunda lectura: Dios, dándonos el Espíritu Santo, ha derramado en nuestros corazones su amor (Rm 5, 5). Y ese mismo Espíritu nos hace gritar de lo más íntimo de nosotros mismos: ¡Abba, Padre! (Ga 4, 6), mientras nos ayuda a vivir llenos de confianza la vida de hijos suyos y nos va guiando hacia la verdad entera, como decía Jesús en el evangelio que hemos escuchado.

Sí. El Espíritu nos adentra en la familiaridad con Dios porque sólo podemos realizar en plenitud nuestra vida amando al Dios Trinidad y sabiéndonos amados por él. Y a la vez amando a los demás y acogiendo su amor.

Por otra parte, el Espíritu, el Defensor prometido por Jesús en el evangelio de hoy, nos conforta en nuestras fatigas y en nuestras dificultades, y nos da la esperanza de la salvación para siempre cuando participemos eternamente del amor Trinitario.

Por último, os invito a detenernos en unas palabras de san Pablo en la carta a los Gálatas, que nos hablan de nuestra relación con la Santa Trinidad. Las cantaremos en el canto de comunión. Dice Pablo: Sabemos que somos hijos de Dios porque el Espíritu de su Hijo, que él ha enviado, grita en nuestros corazones: ¡Abba, Padre! (Ga 4, 6). En otras palabras, es como si el Apóstol dijera: ¿no sabes qué prueba tenemos de que somos hijos de Dios? Y responde apelando a la realidad más profunda y más simple de nuestro ser cristianos. ¿No se da cuenta de que cuando se pone delante de Dios sale de su interior la invocación “Padre”? ¿No os dais cuenta de que cada vez que oráis a Dios con la oración que Jesús nos enseñó empezamos diciendo “Padre nuestro!”? Pues bien; es el Espíritu que ha puesto en vuestro interior esta invocación que nos hermana con Jesucristo. Sí. En lo más profundo de nuestro ser, el Espíritu confirma nuestra condición de hijos. Aunque quizá estemos medio distraídos, el Espíritu clama en el corazón de los bautizados para invocar a Dios como Padre y adentrarnos en la vida de hijos.

No busquemos, pues, al Dios Trinidad cielo arriba, allá del firmamento. Busquémoslo en la profundidad de nuestro corazón donde el Espíritu Santo nos hace invocar al Padre unidos a Jesucristo; busquémoslo, también, en los sacramentos de la Iglesia, en el amor a todos los hermanos y hermanas en humanidad.

Hoy, de modo particular, adoramos y glorificamos el misterio del Dios tres veces santo. Del único Dios verdadero inalcanzable a nuestra comprensión en su grandeza y al mismo tiempo presente en lo más íntimo de nosotros mismos para ser la vida de nuestra vida.

Abadia de MontserratSolemnidad de la Santísima Trinidad (12 de junio de 2022)

Domingo de Pentecostés (5 de junio de 2022)

Homilía del P. Manel Gasch i Hurios, Abat de Montserrat (5 de junio de 2022)

Hechos de los Apóstoles 2:1-11 / Romanos 8:8-17 / Juan 14:15-16.23b-26

 

¿Podría ser que, con el Espíritu Santo, Dios se hubiera superado a sí mismo?

Con esta expresión: te has superado, expresamos, queridas hermanas y hermanos, esa acción que nos ha sorprendido porque va más allá de las expectativas. Alguna vez, irónicamente, te ha superado, lo decimos en sentido negativo, cuando has hecho algo mal más allá de lo esperado.

¿Por qué me pregunto si Dios se ha superado enviando al Espíritu Santo? Quizás porque es el aspecto, la persona, más imprevisible de Dios.

En la celebración de nuestra fe fácilmente seguimos los hechos de Dios-Padre, autor de cuya Creación encontramos huellas en la belleza de la naturaleza y de las personas, confesamos también Dios- Hijo, autor de la redención, Jesucristo, de quien tenemos la historia de su persona y de su vida y el testimonio de la comunidad que le reconoció mesías y salvador. Pero ¿y del Espíritu Santo? Naturalmente también lo confesamos en el Credo y en cada invocación a la Trinidad, pero ¿somos conscientes de que el Dios-Espíritu Santo es el actualizador? ¿Aquél a través del cual actúan y obran en nosotros el Padre y el Hijo, renovando la creación, haciendo que la redención de Jesucristo sea creída y tenga efectos reales en nuestra vida?

Enviar el Espíritu Santo fue una superación de una historia de Dios que hubiera podido quedar como un relato antiguo, como una mitología con su sabiduría religiosa y humana, pero desconectada de cada persona desde los inicios de los tiempos hasta hoy, en el siglo XXI.

El Espíritu Santo es la intimidad del padre con su hijo, con Jesús. Él mismo, Jesucristo, quiso que su presencia entre nosotros fuera mucho más que el recuerdo de un magisterio excepcional y de un testimonio coherente entre vida, palabra y muerte. Quiso una conexión diferente y por eso como nos ha dicho el Evangelio, el mismo día de Pascua, quiso quedarse con los apóstoles y lo hizo con su Espíritu, que después sería enviado a toda la comunidad, y que desde entonces no ha dejado de ser protagonista de la vida del mundo, de la Iglesia, de cada sacramento, de cada vida espiritual, de cada discernimiento. Con razón de las pocas cosas que confesamos del Espíritu Santo en el Credo, una de las más importantes dice que infunde la vida: Señor y dador de vida.

He leído recientemente un libro que dice que el mundo lleva unos cuarenta años sometido a una doctrina llamada TINA. No es un diminutivo de un nombre, sino las siglas en inglés de la frase There Is No Alternative; es decir, no hay alternativa. La frase viene a decir que existe una doctrina económica, antropológica, social presentada como inevitable. El autor critica esta doctrina y es favorable a defender que sí existen alternativas.

Cuando ponemos juntos el Espíritu Santo y el mundo en el que vivimos, podemos decir que para los cristianos esta TINA es inaceptable y que el Espíritu Santo es precisamente la superación de un mundo sin alternativas. ¿Cuántas razones prueban esto:

Dios se supera en la historia porque el motor inmediato que mueve al mundo es la acción del hombre y la mujer. Esta acción puede ser inspirada por muchas causas, pero es el Espíritu Santo quien asegura la presencia de Dios en cada persona. Afirmar que no hay alternativas es realizar un análisis pobre de nuestro mundo y de nuestra humanidad, renunciando al protagonismo de dirigir y controlar la Creación guiados por este Santo Espíritu, del que decimos en el himno Veni Creator Spiritus que es el guía que nos va delante. (ductore sic te praevio).

¿Dónde viene a encontrarnos el Espíritu de Dios? ¿Dónde está presente? Dios se supera también siempre en la persona humana. Es muy significativo que utilicemos la misma palabra, espíritu, para hablar de esa parte de nuestra humanidad que permanece abierta a la trascendencia, a la mística, a todo lo que no podemos tocar pero que podemos sentir desde nuestra sensibilidad. Hay una especie de zona 0, de zona de encuentro previo, íntimo, en toda persona que necesitamos afirmar. Los más jóvenes, los niños, muy especialmente los escolanes, la cultivan constantemente con la música, para vosotros y para tantos que os escuchan.

Una de las grandes propuestas del cristianismo hoy es la de la afirmación radical de que la espiritualidad forma parte de la persona humana y la enriquece. Quizás para alguien sea muy obvio, pero yo cuando miro a mi alrededor y veo tanta dependencia de la tecnología, de las plataformas, de los móviles, del bombardeo constante de información y de entretenimiento, me pregunto qué espacio dejamos al espíritu. Ojalá esta solemnidad de Pentecostés fuera una reivindicación de la espiritualidad. Me parece que recordarlo es una de las misiones de la vida monástica hoy. Este espíritu humano es el que naturalmente nos permite también permanecer abiertos a la propuesta cristiana, a la que nos viene del Espíritu Santo, del Espíritu de Dios, del Espíritu con mayúscula: de permanecer abiertos en definitiva a la fe. El espíritu es el actualizador de todo. Aunque no seamos a veces conscientes, somos colaboradores del Espíritu cuando cantamos, cuando celebramos, lo sois los escolanes cuando facilitáis que la gente descubra la belleza. Porque las cosas del Espíritu son las que más pueden acercarnos a todos, son nuestra gran oportunidad pastoral.

Si nos creemos esta conexión espiritual entre Dios y nosotros por el Espíritu Santo, más que de la TINA, (del no hay alternativa) deberíamos hacernos seguidores de la TIA, There is Alternative y defender que naturalmente sí hay alternativas.

Dios se supera con el Espíritu Santo porque permite que la persona, tal y como he dicho que la entendemos, y la historia se combinen correctamente, en una acción que busca siempre la mejor opción, y por tanto llenarnos de confianza en el futuro.

Esta correcta combinación es la alternativa cristiana fundamentada en la conversión personal, obra del Espíritu Santo. La conversión de un solo hombre o una sola mujer ha tenido efectos multiplicadores en tantos momentos de la historia. De la capacidad del Espíritu Santo para convertirnos hablaba hoy también la secuencia, ese fragmento que hemos cantado en gregoriano después de la segunda lectura y que tenía tres frases llenas de sentido que traducidas al -castellano- dicen:

Doblegad nuestro orgullo, calentad nuestra frialdad, enderezad lo que está desviado.

¡Creer que el Espíritu es capaz de todo esto es realmente creer que Dios se ha superado y que nos propone un verdadero camino a cada uno de nosotros y a todos colectivamente de superación!

En cambio, la pretendida conversión de estructuras, olvidando a las personas, se ha acabado ahogando siempre bajo su mismo peso, carente de ese dinamismo que permite respirar, adaptarse, carente de la fluidez tan propia del Espíritu, de quien decimos que es viento, fuego y agua: fijaos, elementos que nos cuesta mucho controlar.

La influencia del Espíritu Santo en la historia por la acción de las personas provoca que la propuesta cristiana sea socialmente transformadora. Me atrevería a decir que es en términos históricos la que más lo ha transformado todo, pero el camino siempre comienza en Dios, de Él pasa al espíritu de los hombres y de las mujeres que actúan para cambiar las cosas.

Y la superación de Dios en el Espíritu no ha terminado. Su gran característica es que se actualiza, cada día, como los programas y las aplicaciones y por tanto queda siempre abierta a versiones mejores de nosotros mismos y del mundo, y con esta actualización el Espíritu nos da finalmente una especie de actualización diaria en el don de la presencia real de Jesucristo en el pan y el vino de la eucaristía. ¿Qué más podríamos pedir?

Abadia de MontserratDomingo de Pentecostés (5 de junio de 2022)

Bendición del Abad Manel Gasch i Hurios – Palabras del P. Abad (13 de octubre de 2021)

Palabras del P. Manel Gasch i Hurios al final de la Eucaristía de su bendición abacial (13 de octubre de 2021)

 

Doy gracias a Dios por todo lo que hemos vivido hoy en esta celebración. Porque nos hemos sentido una comunidad que oraba e invocaba los dones del Espíritu Santo para fortalecer mi fidelidad a Jesucristo y a su Evangelio en el servicio que mis hermanos me han encomendado como abad.

Una comunidad de oración abierta a todos los que estáis aquí, conscientes de que, si tal vez a todos no nos une la fe, sí compartimos la amistad, el respeto y la estimación por Montserrat. Una apertura que la tecnología ha extendido, como hace cada día, a través de los medios de comunicación a muchos hogares de fieles a los que quiero tener presentes en estas palabras, para hacerles sentir parte de nuestra asamblea, especialmente los enfermos y los ancianos .

«Acoged a todos» fueron las palabras que el Papa San Pablo VI dirigió al Abad Cassià M. Just y que han marcado la vida de nuestra comunidad. No podía ser de otro modo. Son palabras que también encontraríamos en el corazón de la espiritualidad de la Regla de San Benito y que estoy seguro que continuarán inspirándonos. El monasterio es siempre la casa de Dios y por lo tanto la casa de todos; para unos, los monjes, de manera estable y por los otros, los huéspedes, de manera pasajera, como Jesucristo que pasa; Montserrat es además la casa de la Virgen, de la Moreneta, de la Patrona de Cataluña, venerada por fieles y peregrinos de todas partes, la casa donde quisiéramos que todo el mundo se encontrara bien. Este santuario es el don que Dios ha hecho a nuestra comunidad y nos sentimos a la vez responsables y agradecidos.

Gracias en primer lugar al P. Manuel Nin y Güell, obispo titular de Cárcabo y exarca apostólico para los católicos de tradición bizantina de Grecia, que aceptó presidir esta bendición, con quien nos unen lazos de fraternidad y que, aportando un poco de la tradición de Oriente Cristiano ha hecho más católica, más universal, esta asamblea.

La comunión que personalmente me ha expresado, el cardenal Juan José Omella, arzobispo de Barcelona, mi ciudad de nacimiento, que hoy no puede estar con nosotros, y la presencia del Cardenal Lluís Martínez Sistach, arzobispo emérito de Barcelona, y de nuestro obispo de Sant Feliu de Llobregat, Mons. Agustí Cortés, junto con la de los arzobispos de Tarragona y de Urgell, a este último le debo la ordenación presbiteral, más la presencia de obispos de todas las diócesis con sede en Cataluña y aún la del obispo de Mallorca, y la de todos los sacerdotes y diáconos que está aquí, nos dan cuenta de la profunda eclesialidad a la que estamos llamados los monjes de Montserrat: al servicio de las parroquias, de los sacerdotes y de los fieles. Un servicio que compartimos con tantos religiosos y religiosas, que nos complementamos en la diversidad de carismas y que avanzamos juntos en el discernimiento de la voluntad de Dios.

The monastic family couldn’t be higher represented in this celebration and I am most grateful to the most Reverend father Gregory, abbot Primate to have been able to attend it and to bring with him the communion and the prayer of the whole benedictine Confederation. Being just as we are a single monastery, your presence remind us that we are really part of something bigger than just us. Je remercie le Père Abbé Jacques Damestoy qui nous partage son amitié et celle de monastères français. También agradezco al Abad Guillermo, Presidente de nuestra congregación sublacense-casinense, a nuestros hermanos abades y monjes de los monasterios hermanos de El Paular, Silos, Leyre y Santa Brígida, que hoy nos acompañéis, así como la fraternidad de los abades y abadesas, monjes y monjas de los monasterios catalanes presentes aquí con quien compartimos la misión de hacer presente y viva la vocación monástica en nuestra tierra catalana.

La extensa representación del mundo civil, encabezada por el presidente de la Generalitat, Muy Honorable Sr. Pere Aragonés, la consejera de Justicia, honorable Sra. Lourdes Ciuró, la Delegada del Gobierno en Cataluña, Excma. Sra. Teresa Cunillera, la presidenta de la Diputación de Barcelona, Excma. Sra. Núria Marín, y todas las demás autoridades y representantes de entidades y medios de comunicación, nos recuerdan nuestra tradición de servicio especial a la sociedad y al pueblo de Cataluña, que se hace presente en toda su riqueza y variedad en Montserrat.

Nuestra comunidad de monjes no sólo estamos en Montserrat. Somos también monjes que nos dedicamos a nuestra diócesis de Sant Feliu de Llobregat o que vivimos en las casas del Miracle, en el Solsonès, y de Cuixà, el Conflent, que animamos la vida cristiana y espiritual de sus territorios; monjes que vivimos en Roma, colaborando con el ateneo universitario de San Anselmo; un monje que está en África, en Uganda, intentando mejorar la vida de los más pobres. Todos empezamos estas semanas una etapa nueva. No cambiaremos todos de lugar ni de trabajo pero sí que he pedido que nos pongamos juntos a escuchar.

En la proximidad del milenario del monasterio, en 2025, tenemos que ponernos a escuchar la voz de Dios, a escucharnos unos a otros, a escucharos a vosotros, convencidos de que si escuchamos, oiremos alguna cosa. Con la celebración del Milenario de Montserrat, el próximo 2025, queremos precisamente eso, acercar Montserrat a la sociedad. Nos gustaría que todo el mundo se sintiera suya esta celebración. Somos muy conscientes de que los mil años de Montserrat son también mil años de una sociedad con la cual han avanzado conjuntamente a lo largo de la historia. El Milenario es, a la vez, la oportunidad de proyectar Montserrat hacia el futuro. No empezamos esta etapa desde cero. Aquí cerca reposan los abades que restauraron el monasterio durante el siglo XIX e hicieron el Montserrat moderno. Mis antecesores que están aquí, los PP. Abades Sebastià M. Bardolet y Josep M. Soler son la memoria viva de la guía de la comunidad en los últimos más de treinta años. Ya lo he hecho públicamente, pero no puedo dejar hoy especialmente de agradecer a Dios y a él, los veintiún años de abadiato del P. Abad Josep M. Tenerlo entre nosotros, me da una gran seguridad y un gran confort.

Todos ellos, encabezados por los mártires que hoy conmemoramos, con todos los monjes que nos han precedido desde el cielo o desde la tierra, velan por nosotros e interceden ante el Señor, para que nos haga hombres de oración, de acogida y testimonios de bondad y de paz. Una comunidad que en estos momentos difíciles, después de la pandemia, sea capaz de dar esperanza verdadera a todos y solidarizarse con los que más sufrirán los efectos.

Finalmente quisiera dedicar unos agradecimientos más personales a los que también están aquí. A mi madre que tengo el placer que me acompañe hoy, y a mi padre, que nos dejó hace justo un año, a causa del Covid, a quienes debo la vida, la fe y el primer amor en Montserrat y que es bien presente. A mis hermanos, cuñadas, tíos y todo el resto de la familia por todo el camino que hemos hecho juntos y el que aún haremos. A los amigos, fieles durante tantos años y de los que espero que continuaremos siendo sencillamente amigos. Al Hermano Pedro de la comunidad de Taizé, lugar esencial de mi vida. To father Jonathan and to father Paul from the Church of England for so many years of friendship, and for taking the trouble to come from England to a such long celebration being unable to understand a word of it. También agradezco que estéis aquí tantos colaboradores y trabajadores de Montserrat tan cercanos en los últimos diez años de mi vida, en mi tarea de administrador-mayordomo y todos los que formáis la amplia familia montserratina: los oblatos, los cofrades, los Antiguos Escolanes.

Gracias especialmente a vosotros escolanes porque nos habéis ayudado a orar con la música y porque nos hacéis pasar tantas horas hermosas con vuestro canto y nos demostráis vuestra capacidad de sacar adelante tantos proyectos extraordinarios aun siendo tan jóvenes. Me acuerdo de vuestras familias y de la Capella, con algunos de los cuales compartíamos hace «sólo» quince años, educación, conciertos y viajes…

Y a todos los que sé que habéis trabajado mucho para garantizar la organización y la seguridad de este acto. A todos gracias de corazón.

Y quiero terminar recordando dos personas importantes en mi vida y que hoy no están aquí debido a la salud: monseñor Antoni Vadell, buen amigo de hace 25 años y el P. Ramon Ribera Mariné, formador mío en el noviciado y el juniorado. Que puedan recuperarse pronto.

Y si me he dejado alguien, quiera perdonarme. No ha sido con mala intención.

Pongámonos, pues, en camino bajo la mirada de la Virgen, la Rosa de Abril que desde Montserrat ilumina la catalana tierra, el mundo entero y nos guía hacia el cielo.

Abadia de MontserratBendición del Abad Manel Gasch i Hurios – Palabras del P. Abad (13 de octubre de 2021)

Solemnidad de la Natividad de la Virgen (8 septiembre 2020)

Homilía del P. Josep M Soler, Abad de Montserrat (8 septiembre 2020)

Miqueas 5:1-4a / Romanos 8:28-30 / Mateo 1:1-16.18-23

 

Yo sabiendo que me amas, tengo plena confianza, decía el salmista. Era, hermanas y hermanos, un salmo responsorial muy corto, pero de una gran profundidad y de un contenido que abarca muchos siglos de historia. El salmista manifiesta su confianza en el amor de Dios, y esa confianza se transforma en alegría por la salvación que le es prometida y, también, en alabanza a Dios por sus beneficios.

Yo sabiendo que me amas, tengo plena confianza. Era la confianza que alimentaba la esperanza del resto fiel del pueblo del Antiguo Testamento y le infundía alegría por la salvación que el Señor enviaría. Se sabía depositaria de las promesas mesiánicas que esperaba. Detrás de cada nombre que hemos escuchado de la genealogía, hay una historia que parte de Abraham, y en medio de luces y de sombras, quizás más de sombras que de luces-, llega hasta Jesús, nacido de María. Es una historia tejida de fidelidades, de debilidades y de pecados, pero sobre todo de fidelidad por parte de Dios a sus promesas. Durante siglos, no se veía el cumplimiento. Pero los hombres y mujeres de fe tenían plena confianza en que Dios no les dejaría confundidos. Esperaban que llegaría el día en el que se cumplirían aquellas palabras del profeta: consolad a mi pueblo … decidle que se ha acabado su servidumbre, que ha sido perdonada su culpa (Is 40, 1-2). Esperaban que se harían realidad lo que Dios había dicho a David: pondré en tu sitio uno de tu linaje […]; tu casa y tu realeza se perpetuarán […]; tu trono permanecerá por siempre (2Sa 7, 12-16). Lo esperaban incluso cuando, debido a la deportación a Babilonia (que era el periodo que comprendía el último tramo de la genealogía que hemos escuchado), la dinastía de David parecía extinguida para siempre y humanamente no había ninguna esperanza de que fuera restablecida. El resto fiel del pueblo, sin embargo, continuaba confiando y creyendo en la palabra divina y esperaba que llegara el momento en el que se cumpliría la profecía que decía: la virgen tendrá un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel (Is 7, 14).

En medio de la larga noche de siglos que desde Abraham hasta José, el carpintero de Nazaret, hubo hombres y mujeres fieles que vivían con esperanza, hasta que llegó el momento de gracia esperado y nació Santa María, la que sería esposa de José y de la cual nació Jesús, llamado Cristo, como decía el final de la genealogía. Ella es la madre de la que hablaba, también, la profecía de Miqueas que hemos escuchado en la primera lectura. En ella se hace realidad, como hemos escuchado en el evangelio, lo de que la virgen tendrá un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa Dios-con-nosotros. En María, pues, comienzan a cumplirse las promesas. Las hechas a Abraham sobre la descendencia que tendría y que sería bendición para todos (cf. Gn 12, 1-3.7). Y las hechas a David diciendo que su trono perduraría para siempre (cf. Sal 131, 11-12). Ambas se cumplen plenamente en Jesucristo hijo de María.

Por eso la Iglesia, extendida de oriente a occidente, celebra con tanto gozo la solemnidad de hoy. El nacimiento de Santa María anuncia el de Jesús. Ella, pequeño niño en pañales, es como la aurora que precede la venida del sol, de aquel Sol, Jesucristo, venido del cielo para iluminar, curar y salvar a todos. (Lc 1, 78).

Yo sabiendo que me amas, tengo plena confianza. Estas palabras expresan, también, la vivencia espiritual de María a lo largo de su vida. Como vemos en el Magníficat y cantábamos en el salmo, ella aclamó al Señor, llena de gozo (Is 61, 10); su corazón se alegraba porque se veía salvada al considerar las maravillas que Dios obraba en ella y a través de ella a favor de todo el pueblo creyente, a favor de toda la humanidad (cf. Lc 1, 47-55). La mayor de las cuales era la encarnación del Hijo de Dios en sus entrañas para ser el salvador del mundo. No todo fueron momentos de luz en la vida de la Virgen María; hubo situaciones de dolor y de oscuridad en los que una espada le traspasaba el alma (Lc 2, 35), pero como el resto fiel de Israel y de una manera aún mayor, ella seguía creyendo, continuaba esperando, continuaba fiándose de las promesas de Dios, continuaba amando y sirviendo. Así se daba generosamente al Dios que la había escogido y la quería tiernamente, y se entregaba a los otros a imitación de Dios que se daba y se da a la humanidad. María nos enseña a ver la historia humana, también la nuestra, toda traspasada por el amor de Dios, de generación en generación y nos hace entender la fidelidad de Dios a la promesa hecha a Abraham y a su descendencia para siempre (cf. Lc 1, 50.55).

Yo sabiendo que me amas, tengo plena confianza. Los cristianos sabemos cómo la humanidad entera es amada por Dios porque Jesucristo, el Hijo de María, nos lo ha mostrado. Y por eso aclamamos al Señor llenos de gozo. Sabemos, también, que el período de la historia que nos toca vivir es continuación de la historia de salvación que ya atravesaba invisiblemente las generaciones de las que nos ha hablado del evangelio de la genealogía. Las promesas hechas a los patriarcas y a David se cumplen en Cristo y en la Iglesia, que es el gran pueblo en que Dios había dicho que se convertiría la descendencia de Abraham y que sería portador de bendición para toda la humanidad (cf. Gn 12, 2). Vivimos en continuidad con la historia de la primera alianza, sin embargo, con una particularidad muy grande: Jesucristo, el resucitado, hace camino a nuestro lado, es cada día el Emmanuel, el Dios con nosotros (Mt 28, 20). Esto nos debe infundir confianza en todas las circunstancias de nuestra vida y nos ha de acompañar siempre. Dios continúa con su proyecto a favor de la humanidad, de una manera imperceptible pero eficaz, siempre según su plan de amor. Con todo, para llevarlo a cabo, este proyecto cuenta con la colaboración de todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Por ello, nos toca aportar esperanza y compromiso en la tarea de construir cada día la sociedad. Vivimos tiempos difíciles debido a la pandemia y de sus consecuencias negativas a nivel de salud, sanitario, social y económico. Situaciones difíciles también debido a otros problemas a nivel mundial, estatal y a nivel de Cataluña. Y no debemos olvidar que en el mundo sigue el drama de los refugiados, de la violencia, los odios, del hambre.

Como cristianos nos toca ser «hospital de campaña», según la expresión tan significativa del Francisco. Es decir, debemos acoger, de apoyar, de ayudar a curar heridas, de ser solidarios a nivel social y económico. Y nos toca ser constructores de puentes, para superar enfrentamientos e incomprensiones y favorecer un diálogo respetuoso de la manera de pensar de cada uno, que sea constructivo para favorecer el bien común en los grandes retos que tenemos planteados. Estamos en vísperas del 11 de Septiembre, Diada Nacional de Cataluña, y debemos orar y trabajar para que se encuentre una salida justa a la situación actual de nuestro País. Ayudaría el poder revisar la situación de los políticos y líderes sociales que están en la cárcel o en el extranjero.

Yo sabiendo que me amas, tengo plena confianza. La Eucaristía nos renueva el amor que Dios nos tiene y nos infunde confianza para seguir trabajando en bien de los demás construyendo el Reino de Jesucristo, como lo hizo la Virgen. Los cristianos sabemos que las dificultades y los sufrimientos actuales son dolores de parto para el alumbramiento del mundo nuevo en el reinado de Jesucristo (cf. Rm 8, 18-23). Con Maria aclamemos al Señor llenos de gozo y agradezcamos sus favores.

 

Abadia de MontserratSolemnidad de la Natividad de la Virgen (8 septiembre 2020)

Solemnidad de la Asunción de la Virgen (15 agosto 2020)

Homilía del P. Josep M Soler, Abad de Montserrat (15 agosto 2020)

Apocalipsis 11:19;12:1-6.10 / 1 Corintios 15:20-26 / Lucas 1:39-5

 

La Iglesia hoy se llena de alegría porque Santa María ha entrado toda radiante en la gloria del Señor. Ha entrado, hermanos y hermanas, no en virtud de su impulso sino llevada por un don de Dios. La iconografía de esta solemnidad se puede resumir en dos grandes tradiciones. La que proviene del oriente cristiano y que representa a Jesucristo que viene a buscar a su Madre. Y la más propia de occidente, que muestra un grupo de ángeles portando a la Virgen al cielo. En ambos casos, María es llevada al cielo. Esta basílica tiene las dos representaciones. La primera, orientalizante, sobre el tímpano de una de las puertas laterales de ingreso. Y la segunda, en un cuadro del ábside de este presbiterio. Ambas significan que María ha sido asunta, asumida, en el cielo. Hay, además, una tercera manera de representar la glorificación de la Virgen que celebra la solemnidad de hoy; no tanto el hecho de la asunción al cielo, como la participación en la gloria pascual de Jesucristo. Es la coronación de Santa María. También es representada en esta basílica, en el gran rosetón de la fachada y en el mosaico del ábside del camarín. Así mismo, san Juan Pablo II, en su peregrinación a Montserrat en 1982, nos invitaba a ver la solemnidad de hoy representada en la Santa Imagen de nuestra Moreneta. El Papa hablando de que no tenemos una estancia permanente en la tierra, mortales como somos, y de cómo debemos aspirar a la estancia de la vida futura, decía: «a ello nos invita la actitud de la Señora, que es Madre y, por tanto, Maestra. Sentada en su trono de gloria y en actitud hierática, tal como corresponde a la Reina de cielos y tierra, con el Dios Niño en su regazo, la Virgen Morena descubre ante nuestros ojos la visión exacta «de la gloria de la Virgen María como Reina y Señora, madre y abogada nuestra (cf. Doc. de Esgl. 17 (1982) 1284).

Hoy alabamos a Dios porque María ha sido asunta al cielo y, al contemplar la gloria que le ha sido dada, la proclamamos bienaventurada. Pero, el evangelio que acabamos de escuchar nos presentaba a María, no en la gloria, sino bien arraigada en la tierra, visitando a su prima Isabel que, a pesar de ser ya mayor, espera un hijo, el futuro Juan Bautista. María, que lleva en su seno el Hijo de Dios hecho hombre, la va a ayudar en los últimos meses de su embarazo y en el parto. La liturgia, que hoy contempla la gloria más excelsa de Santa María, nos indica el camino que la ha llevado a esta gloria porque también nosotros lo recorremos. Tal como decía Juan Pablo II, citando a san Pablo, en la homilía aquí en Montserrat que acabo de mencionar, no tenemos en este mundo una estancia permanente, nuestro cuerpo se deshará, pero tenemos el cielo otra casa eterna que es obra de Dios (cf. 2C 5, 1-2) . Aunque la perspectiva de la muerte nos pueda entristecer, la asunción de María nos da consuelo y esperanza porque nosotros también estamos llamados a participar de la gloria pascual de Jesucristo. El evangelio de hoy, además de alabar la fe, la maternidad divina y la solicitud servicial de María, nos indica cuál es el camino para llegar a la vida para siempre, donde ella ya ha llegado.

Fundamentalmente, este camino está formado por tres elementos: la fe en Dios, la acogida del otro, el servicio generoso y abnegado.

La fe que lleva a creer en el Dios que actúa en la historia, más allá de lo que nos puede parecer razonable. Y por eso pide que nos fiemos de él, como hizo María al serle anunciada la encarnación del Hijo de Dios en su seno. La fe nos hace descubrir cómo Dios ama entrañablemente y que su amor es nuevo cada día, tal como nos ha demostrado en Jesucristo. La fe se nutre de la oración y se ilumina por la Palabra de Dios acogida al fondo del corazón. Pero, no queda reducía a la relación personal con Dios sino que nos responsabiliza y nos hace descubrir la propia misión al servicio de los demás.

El segundo elemento a vivir según el evangelio de hoy es la acogida del otro con alegría. Como María e Isabel se acogieron en la narración evangélica que hemos escuchado. Es una acogida cuyo centro es Cristo. Y por eso pide que sea una acogida empapada de amor. La persona que acogemos, sea quien sea, siempre es imagen de Cristo. Por ello, tal como nos enseña (cf. Mt 25, 40.45), todo lo que hacemos a los demás, se lo hacemos a él y todo lo que dejamos de hacer a los demás se lo dejamos de hacer en él.

Este es el tercer elemento a vivir para seguir el camino de María: traducir la acogida en servicio a los demás saliendo de nosotros mismos, como ella hizo en la Visitación. Esto nos hace evitar lo que el Francisco llama «autorreferencialidad» y que consiste en no salir del propio pequeño mundo o del círculo de amigos. El Evangelio nos pide estar abiertos a amar y ayudar todos.

Viviendo, pues, la fe nutrida por la oración y meditando y guardando en el corazón la Palabra evangélica referente a Jesús (cf. Lc 2, 19:51); estimando a los demás y poniéndonos a su servicio, particularmente de quienes más lo necesitan, que es lo que hizo Santa María, podremos seguirla a la gloria de la que ya goza y que a nosotros nos llena de alegría.

También el obispo Pedro Casaldáliga, que nos ha dejado hace pocos días, procuró seguir este camino viviendo a fondo en la oración y en el compromiso a favor de los pobres, indígenas y campesinos, gente a la que los latifundistas habían tomado las tierras. En esta solemnidad de la Asunción de la Virgen, a quien él tanto estimó, y en el contexto social actual, es bueno recordar y hacer nuestros dos de las oraciones de su Visita Espiritual a la Virgen de Montserrat : «Madre afortunada que ha creído dócilmente en la Palabra […], Santuario de la Nueva Alianza […], Sinaí nuestro de Montserrat: […] salvad la unidad de Cataluña por encima de los partidismos, hermanando en una gran familia a los catalanes de raíz y a los otros catalanes, y haga de nuestro Pueblo, acostumbrado a la Mar abierta, una comunidad de diálogo y de colaboración, España adentro, Europa allá y en orden a todas las tierras hasta los Pueblos despreciados del Tercer Mundo. […] Estrella del alba de la Pascua florida, primera testigo de la Resurrección, estrella de Montserrat que alumbra nuestras noches: fortalece en nosotros aquella Esperanza que ni en las desventuras de la Patria, ni en las infidelidades del Iglesia, nunca se desanima y nunca se escandaliza; que sabe forjar la venida de los Tiempos Nuevos aquí en la tierra y rebasa, con tu Hijo resucitado, oscuras de la Muerte, hacia la vida plena”.

Amén

 

Abadia de MontserratSolemnidad de la Asunción de la Virgen (15 agosto 2020)

XX Aniversario de la Bendición Abacial (13 agosto 2020)

Homilía del P. Josep M Soler, Abad de Montserrat (13 agosto 2020)

Ezequiel 12:1-12 / Mateo 18:21-19:1

 

Os propongo, queridos hermanos y hermanas, de fijar brevemente nuestra atención primero en la lectura del profeta Ezequiel que hemos escuchado y luego en el evangelio que nos ha proclamado el diácono.

La primera lectura era muy sorprendente. Hemos escuchado una acción simbólica y profética que Dios pedía que hiciera Ezequiel. A la vista de todo el pueblo y en pleno día, el profeta tenía que hacer un fardo con las pertenencias necesarias para irse de viaje y sacarlo por un agujero que tenía que hacer en el muro de su casa. Era un comportamiento extraño que por fuerza había de suscitar, por parte de los vecinos y de los viandantes, la curiosidad y la pregunta sobre porqué lo hacía. Además, después, de noche, a oscuras, tenía que irse con el fardo al hombro como si fuera un deportado, con la cara tapada debido a la tristeza. Triste por dejar la casa y la patria y por tener que ser conducido a una tierra extranjera, fuera del país que Dios había dado a su pueblo, con las penurias que ello comportaba.

Dios quería que con esta forma de hacer llamara la atención de la gente y se preguntara el motivo de todo esto. De este modo quería provocar la conversión del pueblo, que era ciego y sordo a su Palabra, que era rebelde hacia el Señor que lo quería entrañablemente. Tal como decía el salmo responsorial, no guardaban la alianza, habían dejado a Dios de lado (cf. Sal 77, 56). Pero, a pesar de todo, Dios en su amor quería que el gesto de Ezequiel hiciera reflexionar a la gente, le hiciera abrir los ojos a la realidad y los oídos a la palabra. Y de esta manera cambiar de actitud, de vida, para corresponder al camino de plenitud y de felicidad que Dios le proponía y el pueblo no quería seguir. Ciertamente, la gente preguntó al profeta Ezequiel para saber el significado de lo que hacía pero sin intención de cambiar de vida. El aviso de Dios a través del gesto del profeta, pues, no fue escuchado. Y aquella acción dramatizada se convirtió en un anuncio de la deportación a Babilonia que un tiempo después debería sufrir todo el pueblo de Israel con su rey delante. Y, también, en un anuncio de la destrucción de Jerusalén, la ciudad Santa.

Ezequiel es un signo, también, para nosotros, de cómo Dios interviene en la historia humana. De entrada, podemos sacar una primera constatación: Dios ama, quiere el bien de las personas y sale al paso una y otra vez para que dejemos el camino del mal y avancemos por el camino de la felicidad. Siempre con voluntad liberadora, salvadora.

Y podemos sacar, también, una segunda constatación: debemos estar atentos a los signos que nos ofrecen los tiempos que vivimos para ver qué palabra nos dicen de parte de Dios. Desde hace meses una pandemia hace estragos en todo el mundo. Y cabe preguntarse qué mensajes de fondo nos trae. Por un lado, nos hace ver la fragilidad de la existencia humana y nuestra condición mortal; un virus microscópico provoca enfermedades, muerte, dolor y trastoca todas las expectativas económicas y sociales. Y, por otro lado, nos hace preguntarnos sobre el sentido de la vida y de la muerte, sobre si los anhelos de plenitud, de felicidad, de justicia, de inmortalidad que hay en nuestro corazón son una quimera. La pandemia nos invita, también, a levantar la mirada hacia Jesucristo, muerto y resucitado, médico de nuestras heridas, sanador de nuestros miedos y de nuestras angustias. Jesucristo nos llama a confiar en su palabra portadora de esperanza y nos promete la vida para siempre una vez traspasado el umbral de la muerte. Y, por tanto, nos invita a escucharlo para aprender cómo debemos vivir para poder estar eternamente con él. La pandemia nos ha mostrado, además, otro aspecto que está muy en sintonía con las palabras de Jesús: la solidaridad de muchas personas dispuestas a sacrificarse, incluso en algunos casos poniendo en peligro su vida, para ayudar a los otros. Esto nos invita a tener una actitud generosa de amor y de servicio según nuestras posibilidades con los demás, ahora que todavía hay infectados por el virus, personas que viven el duelo y ya empiezan a sentirse efectos económicos y sociales de la crisis que la pandemia provoca. Jesús se identifica con los que pasan un tipo u otra de necesidad. Todo esto que he dicho es un inicio de reflexión que deberíamos continuar haciendo desde nuestra situación concreta si queremos estar atentos a los signos de nuestro tiempo y acoger la palabra de Dios que nos transmiten.

La referencia que haré al evangelio será breve. Hemos escuchado como Jesús llamaba apremiante al perdón. Y lo hacía de una manera muy comprensible con la parábola del siervo sin compasión a pesar de haber recibido un perdón inmensamente generoso de su señor. Con esto Jesús nos enseña que Dios nos perdona cualquiera que sea la medida de nuestra deuda, siempre que le pidamos perdón y que nosotros estemos dispuestos a perdonar a los demás sin límites, porque nunca llegaremos a la medida que Dios emplea con nosotros, que es mucho más que setenta veces siete.

Antes de la comunión, cantaremos todos juntos el Padre Nuestro; hermanados en la fe invocaremos a una sola voz a nuestro Padre del cielo, unidos a Jesucristo, el Hijo único, en el que hemos sido hechos hijos de Dios. Lo cantaremos a una sola voz, pero debe ser también con un solo corazón, unidos todos en el amor fraterno. Y conscientes de nuestra fragilidad y de nuestro pecado, pediremos, siguiendo la divina enseñanza de Jesús, que el Padre perdone «nuestras culpas como nosotros perdonamos a nuestros deudores»; es decir, se le pedirá que emplee con nosotros la medida de perdón que nosotros empleamos con los demás. Es una oración, pues, que sólo nos puede dejar tranquilos si procuramos perdonar a los demás con la medida generosa que Dios nos perdona.

La acogida del perdón de Dios y nuestra disponibilidad total al perdón nos hacen aptos para recibir la Eucaristía, que es el sacramento del amor y de la paz.

Abadia de MontserratXX Aniversario de la Bendición Abacial (13 agosto 2020)

Fiesta de la Transfiguración del Señor. Profesión Temporal del G. Frederic Fosalba (6 agosto 2020)

Homilía del P. Josep M Soler, Abad de Montserrat (6 agosto 2020)

2 Pedro 1:16-19 – Mateo 17:1-9

 

Jesús deja ver a los discípulos que lo acompañarán en su anonadamiento en Getsemaní, su filiación divina en el estallido glorioso de la transfiguración. De esta manera, hermanos y hermanas, los discípulos, en la cima de aquella montaña alta, experimentan una anticipación de la bienaventuranza futura. Sienten tal plenitud que quieren alargar ese momento de felicidad: Señor, ¡qué bien se está aquí! Si quieres, haré tres tiendas, dice Pedro expresando el sentimiento de los otros dos.

Y, ¡qué cristiano no querría estar con Jesús, y alargar el encuentro contemplando su rostro resplandeciente, que es transparencia de su divinidad! Pero esto no les es dado, a los discípulos que lo acompañan. Aquella experiencia duró poco: cuando alzaron los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo, con el rostro al que estaban acostumbrados a ver, a veces sudoroso, a veces agobiado por el cansancio, y con los vestidos empolvados de cada día. Alargar aquellos momentos no se dado a los tres discípulos.

La cara brillante como el sol y los vestidos blancos como la luz manifiestan su divinidad y significan que Jesús es plenitud, transparencia y comunicación de la divinidad, amor sin límites, luz de la humanidad, bondad infinita, portador de salvación, de curación, de felicidad. Sabiendo esto, pero sin ver nada más que la realidad que los rodea y encaminándose hacia la pasión inminente, los discípulos tendrán que aprender a escuchar la voz de Jesús sin ver su gloria, pero creyendo en su condición divina y esperando con fe vacilante el poder participar. Es lo que tenemos que hacer, también, nosotros. Escuchar su palabra, tal como dice la voz del Padre, y recorrer un camino espiritual que, a pesar de las dificultades que podamos encontrar, por la fe nos una a Jesucristo, el Hijo amado del Padre y el objeto de sus complacencias. Así nuestra vida podrá ir convirtiéndose en transparencia del Evangelio. Y al término de este camino, lo podremos contemplar glorioso y podremos recibir el don de participar de su vida divina.

Los monjes y las monjas, tanto del oriente como del occidente cristiano, tenemos una veneración espiritual por esta fiesta de la Transfiguración en la que se nos propone contemplar en la fe la gloria de Jesucristo, de poder estar con él intensamente escuchando, acogiendo y haciendo vida su Palabra, y así ir dejando que la vida divina vaya penetrando nuestro interior. Por este motivo, hemos escogido esta fiesta para la primera profesión del G. Frederic. San Benito mismo presenta el itinerario de la vida monástica de una manera que nos remite al episodio de la Transfiguración y a la experiencia espiritual que conlleva para los que son discípulos del Señor.

Ya en los inicios de la Regla, San Benito pregunta «¿quién puede […] descansar en tu monte santo?» (RB Prólogo, 23) e invita a abrir «los ojos a la luz deifica» y a escuchar «atónitos […] la voz de Dios» (RB Prólogo, 9). Cuando San Benito habla de la «montaña santa» se refiere al lugar del encuentro con Dios que comienza en esta vida en la Iglesia, y para los monjes también en la comunidad monástica, pero que termina en el cielo, el lugar definitivo del reposo, de la felicidad y de la plenitud existencial; el lugar de la comunión plena con Dios y de la contemplación del rostro glorioso de Jesucristo. Para poder llegar allí, san Benito, enseña un proceso de transformación espiritual -de «transfiguración», podemos decir-, consistente en dejarse iluminar por la luz que viene de Jesucristo ya escuchar su voz para acoger su palabra en lo más íntimo de uno mismo y dejar que vaya arraigando para irla poniendo en práctica y ser testigo ante los demás, más con la vida que con la palabra.

Por eso, san Benito pone la persona de Jesucristo resucitado, glorioso, en el centro de la vida del monje y el centro de la vida de la comunidad, para que quede bien claro cuál es el objetivo de la vida monástica y más en general de la vida cristiana: ser transformado según la imagen de Jesucristo y llegar a participar de su gloria, después de haber participado, también, de sussufrimientos en la vida de cada día (cf. RB Prólogo, 50). Jesucristo es el Señor y el compañero de ruta, es el testimonio íntimo de la propia existencia y el vínculo de la comunión fraterna entre los hermanos; él es la causa de la alegría espiritual que experimenta el monje mientras se va trabajando para reproducir en él la imagen de Jesucristo; él, el Cristo, es el término hacia el cual se encamina la vida del monje cuando nos reunirá a todos en la vida eterna (cf. RB 72, 12). Abriendo, pues, los ojos de la fe a la luz que nos ofrece Jesucristo y acogiendo y poniendo en práctica su palabra podremos encontrar el reposo, la paz y la alegría y llegar al término feliz de nuestra vida participando de la gloria de Jesucristo. Este proceso no es sólo propio de los monjes, todos los bautizados están llamados a seguirlo. Este es el camino que hoy el H. Frederic Fosalba se compromete a recorrer en el seno de nuestra comunidad, compartiendo la ruta con los hermanos, dejándose iluminar por el Evangelio. Después de una buena experiencia de trabajo, de actividades solidarias para ayudar a los demás, de servicio a la parroquia, hace tres años comenzó la iniciación monástica en nuestro monasterio, en un proceso de discernimiento mediante el cual escuchar la voz del Señor, de la guía espiritual y de convivir con los hermanos. Hoy, terminada la segunda parte de la iniciación monástica y aceptado por la comunidad, toma en la Iglesia el compromiso de vivir como monje en espera del momento de hacer la profesión definitiva. Ahora le acompañamos con nuestra oración y lo ponemos bajo la protección de la Virgen para que sea siempre fiel escuchando la Palabra de Jesucristo y ponerla en práctica en bien de los hermanos de comunidad y de todos los que se acercan a Montserrat.

Abadia de MontserratFiesta de la Transfiguración del Señor. Profesión Temporal del G. Frederic Fosalba (6 agosto 2020)

Solemnidad San Benito. Profesiones Solemnes (11 julio 2020)

Homilía del P. Josep M Soler, Abad de Montserrat (11 julio 2020)

Proverbios 2:1-9 – Colosences 3:12-17 – Mateo 19:27-29

 

Que la palabra de Cristo habite entre vosotros con toda su riqueza, escribía el Apóstol a los cristianos de la ciudad de Colosas.

En aquella comunidad, hermanos y hermanas, había tensiones. Algunos creían que con el Evangelio no era suficiente y que había que completar la fe en Cristo con la creencia en unos poderes invisibles, procedentes de ángeles y de astros, que según decían intervenían en el gobierno del universo y en el ámbito religioso. Además, proponían también, como complemento de la fe en Cristo, el retorno a algunas observancias de la Ley de Moisés.

Ante esto, San Pablo les recuerda la libertad que les ha otorgado el bautismo que ha renovado sus vidas y cómo Jesucristo, resucitado y sentado a la derecha de Dios, está por encima de todo y todo está sometido a él, sin que haya ningún poder que esté por encima (Col 3, 1; 2, 6-10). Por eso los exhorta a perseverar viviendo según la palabra de Cristo tal como les fue anunciada cuando llegaron a la fe. Porque Cristo no es un ser mítico sino el Crucificado y el Resucitado que los apóstoles han predicado como único salvador. Si viven así, dejando que Cristo viva en ellos y su palabra se difunda en sus corazones, corresponderán a la elección que Dios ha hecho de sus personas, acogerán su perdón y vivirán unas relaciones fraternas llenas de alegría y de enriquecimiento mutuo.

Que la palabra de Cristo habite entre vosotros con toda su riqueza. San Benito hizo suya esta exhortación del Apóstol y la puso en el centro de su vida. Siguiendo el ejemplo que encontró en los apóstoles, la palabra de Cristolo llevó a dejarlo todo para seguirlo y poder estar siempre con él. Por fidelidad esta palabra, fue a la soledad de Subiaco y allí, dócil a la acción del Espíritu, interiorizó la Palabra de Dios, luchó contra la adversidad y la tentación, aprendió a conocer su corazón, a encarrilar sus sentimientos, a vivir según el Evangelio y, al constatar las debilidades y las dificultades, a «no desesperar nunca de la misericordia de Dios» (RB 4, 74). Esto lo preparó para acoger a los que lo iban a buscar para pedirle consejo y quienes querían compartir la vida con él haciendo comunidad. Tanto en el principio en Subiaco como en la plenitud de Montecassino, vivió e inculcó a los discípulos las recomendaciones del Apóstol que hemos oído en la segunda lectura, haciendo que la palabra de Cristohabitara cada día en él y en los hermanos con toda su riqueza. Sabía que «habitar» significa acogerla en el corazón, dejar que arraigue, perseverar en profundizarla, rumiarla; significa hacerla vida cada día más intensamente hasta que la imagen de Jesucristo se vaya reproduciendo en cada uno por obra del Espíritu Santo. De esta manera se llega a tener, como dice el Apóstol, los sentimientos que corresponden a los escogidos de Dios que él ama y quiere llevar a la santificación. San Benito fue creciendo en el amor a Dios y a los hermanos y llegó a la cumbre de la santidad. Por eso hoy celebramos que haya recibido el que Jesús, como hemos oído en el evangelio, prometió a todo el que por su nombre lo dejara todo: poseer la vida eterna y participar de su gloria. Como testamento, san Benito dejó escrita una Regla para monjes, en la que pone la palabra de Cristo, que en un sentido amplio es toda la Palabra bíblica, como centro de la vida de la comunidad, como base de la oración, como luz que guía el proceso personal de crecimiento, como sabiduría de vida que orienta las relaciones fraternas y las actividades de cara al exterior del conjunto de la comunidad y de cada monje en particular. Toda la Regla encamina hacia la identificación con Jesucristo, hacia hacer vida la Palabra de Dios, hacia el logro de la libertad interior y del amor auténtico.

Los seguidores de san Benito nos alegramos de su glorificación y queremos dejarnos guiar por el magisterio que nos ha dejado en su Regla, sabiendo que si seguimos el camino que nos indica, podremos llegar al lugar glorioso donde él ha llegado. Así lo han hecho miles y miles de hombres y mujeres a lo largo de los siglos y en diversos lugares geográficos, gozosos de «no anteponer nada al amor de Cristo» (RB 4, 21) y de vivir en comunidad sostenidos por los hermanos (cf. RB 1, 4-5) para servir así a la Iglesia y la humanidad. Desde hace casi mil años esto se procura vivir también en esta Casa de la Virgen en Montserrat.Que la palabra de Cristo habite entre vosotros con toda su riqueza. Es lo que deseamos a los dos monjes, los HH. Xavier y Jordi, que hoy hacen la profesión solemne, se vinculan a nuestra comunidad y reciben de Dios y de la Iglesia la consagración monástica. Si guardan la palabra de Cristo en el corazón, como han ido aprendiendo a hacer durante el tiempo de la iniciación monástica, verán que su vida va cambiando; que si se dejan guiar por la Palabra y sostener por el Espíritu Santo, si se dejan llevar por el amor de Cristo, lo que antes les costaba, va siendo más fácil (cf. RB 7, 68-70). La palabra de Cristo les enseñará a crecer en la humildad, en la paz, en la paciencia, en la compasión, en el amor hacia los demás y en el servicio monástico a la misión de Montserrat; y podrán ayudar a los demás con la sabiduría que viene de la palabra de Cristo interiorizada en su vida de monjes. Por ello, una vez hayan manifestado su compromiso de vivir para siempre como monjes en nuestra comunidad, todos nosotros rezaremos intensamente por ellos, para que «conformen su vida a la doctrina del Evangelio, que sean firmes en la fe, que tengan el gusto de las Escrituras, que sean hombres de oración, que estén llenos de sabiduría y sean humildes» (cf. Ritual). Dicho de otro modo, rezaremos intensamente para que la palabra de Cristo habite en ellos con toda su riqueza.

Alabemos a Dios por el don de estos dos hermanos monjes que hace a nuestra comunidad, que es también un don para la gran familia montserratina de los escolanes, de los oblatos, los cofrades, de los amigos de nuestro monasterio, de todos los que subís a Montserrat. Que es, de modo similar, un don para toda la Iglesia extendida de oriente a occidente y para toda la humanidad, que el corazón del monje debe llevar siempre en la oración y en su solicitud.

Abadia de MontserratSolemnidad San Benito. Profesiones Solemnes (11 julio 2020)

Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo (14 junio 2020)

Homilía del P. Josep M Soler, Abad de Montserrat (14 junio 2020)

Deuteronomio 8:2-3.14-16 – 1 Corintios 10:16-17 – Juan 6, 51-58

 

La solemnidad de Corpus, hermanos y hermanas, es un día en el que agradecemos el don de la Eucaristía, que en la cena de la noche antes de su pasión, el Señor dejó a la Iglesia como prenda de su amor. La tradición de siglos ha hecho que en esta solemnidad se tendiera a poner el acento en la adoración del Cuerpo de Cristo glorificado junto al Padre y presente en el pan y el vino eucarísticos. Y está bien que agradezcamos este don que hace que Jesucristo esté perennemente presente entre nosotros y que adoremos con humildad y con admiración esta presencia del Señor Jesús en el sacramento de la Eucaristía. Cuando somos conscientes de que él se queda con nosotros y se nos da por amor, no podemos hacer otra cosa que inclinarnos ante él, glorificarlo y adorarlo. Esto significa no sólo hacer un gesto externo, como puede ser arrodillarnos o inclinarnos profundamente ante el sacramento eucarístico, sino también, y sobre todo, vivir de corazón la obediencia a su Palabra.

Sabemos que esta adoración humilde no se dirige a un ser poderoso lejano, sino a aquel que se ha arrodillado primero ante nosotros para lavarnos los pies, como gesto de servicio, de purificación y de salvación (cf. Jn 13, 1,17). Nuestra adoración al Señor y Siervo de la humanidad presente en la Eucaristía, pues, conlleva adentrarnos en su amor, un amor que no nos disminuye ni nos esclaviza sino que nos transforma y nos hace crecer espiritualmente.

Pero la liturgia de la Palabra que hemos escuchado, nos invitaba, además de la adoración de una presencia, a encontrar alimento espiritual en este sacramento. A comer y beber la carne y la sangre del Señor para estar unidos a Jesucristo y participar de su vida divina ya ahora y, después, poder vivir para siempre una vez traspasado el umbral de la muerte. Además, pues, de adorar y agradecer, es necesario que nos dejemos transformar, que favorezcamos con nuestra disponibilidad y nuestra apertura de corazón la relación de comunión personal con el Señor que se nos da en la Eucaristía, tal como escuchábamos en el evangelio que nos ha sido proclamado.

En continuidad con esta palabra evangélica, San Pablo, en la segunda lectura, decía que el pan que partimos es comunión con el cuerpo de Cristo y que el cáliz que bendecimos es comunión con la sangre de Cristo. Es decir, comunión con su persona de resucitado y con su don en la cruz. El hecho de partir el pan consagrado nos recuerda que el cuerpo fue entregado, sacrificado. Y el hecho de separar sacramentalmente el cuerpo y la sangre nos indica que su sangre fue derramada, salida del cuerpo, y, por tanto, su muerte cruenta para dar vida eterna. Por eso al recibir la Eucaristía, entramos en comunión con su sacrificio, con su ofrenda al Padre y la humanidad en la cruz. Y entrar en comunión significa participar con amor de lo que él nos ofrece, estar abiertos, dejarse transformar, tener sus mismos sentimientos para con el Padre y con los hermanos y hermanas en la fe y en humanidad.

Pero San Pablo hacía, aún, un paso más. Decía que la participación del mismo pan crea un vínculo entre todos los que participamos de ese pan, por lo que todos nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan y -podemos añadir- del mismo cáliz. La Eucaristía es fermento de unidad entre todos los que participan. Y, por tanto, es fundamento de la unidad de la Iglesia. No podemos, pues, vivir la Eucaristía e ir a comulgar como algo sólo personal. Debemos procurar poner toda la atención y recibir personalmente todos los frutos, pero tenemos que estar abiertos a la obra que el Señor, a través, del sacramento eucarístico, hace a favor de los demás y del vínculo que crea entre todos los bautizados. Por ello, la celebración de la eucaristía pide primero la reconciliación con los demás. Parecido a lo que dijo Jesús, fijándose en ese momento en el altar del templo de Jerusalén, también vale en el ámbito cristiano aquello de ni que te encuentres ya en el altar a punto de presentar la ofrenda, si allí te acuerdas que un hermano tiene algo contra ti, deja allí mismo tu ofrenda, y ve primero a reconciliarte con él (Mt 5, 23-24).

La Eucaristía no es, pues, cuestión privada, a nivel personal, ni una celebración de un círculo de amigos o de un grupo de personas que comparten unas convicciones similares o una misión determinada. La Eucaristía, aunque sea celebrada por una asamblea concreta, implica a todos los hermanos y hermanas que el Señor ha llamado a la fe, con todas las diversidades que ello conlleva: de diferentes estratos sociales, de diferentes edades, de diferentes maneras de pensar, de diferentes opciones políticas, de diferentes pueblos, razas y culturas, etc. para conducir a todos a la unidad fundamental de los hijos e hijas de Dios en torno al Señor resucitado. Por eso, la Eucaristía trasciende todas las fronteras y todas las divisiones. Todos somos reunidos como hermanos por la Palabra y por el amor de Jesucristo que se nos da. Celebrar y compartir juntos la Eucaristía nos lleva a ser un organismo viviente, de modo que los diversos miembros que lo formamos constituimos el cuerpo eclesial del Señor (cf. 1C 12, 27). Por eso hemos de abrirnos unos a otros y vivir la unidad de la fe en la pluralidad de culturas, de apreciaciones y de modos de ser para poder hacer realidad la voluntad de Jesucristo, que seamos en él un solo cuerpo y un solo espíritu (cf. Plegaria eucarística III), un solo pueblo de Dios apasionado por hacer el bien (cf. Tt 2, 14). Cada vez que celebramos la Eucaristía tenemos que tener presente la Iglesia extendida de oriente a occidente y toda la humanidad.

Contemplando el don de Jesucristo en la cruz y en la Eucaristía, nos damos cuenta de que la adoración y el agradecimiento por este don piden apertura de corazón, docilidad al amor que nos es dado y fidelidad a la Palabra que nos da vida. Y, además, comunión, solidaridad afectiva y efectiva con todos los demás que aquí y en todo el mundo participan del mismo pan y el mismo cáliz y por extensión a todos hermanos y hermanas en humanidad estimados también entrañablemente por Dios. Por eso el día de Corpus es el día de la Caridad, que nos pide traducir en aportaciones concretas el amor a todos, particularmente a los que se encuentran en la necesidad sobre todo ahora que la pandemia ha hecho tantos estragos.

Que en esta solemnidad de Corpus, como canta Santo Tomás de Aquino, «la alabanza sea plena y sonora», que «sea alegre y puro el fervor de nuestros corazones» (cf. Secuencia de Corpus).

Abadia de MontserratSolemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo (14 junio 2020)

Solemnidad de Pentecostés (31 mayo 2020)

Homilía del P. Josep M Soler, Abad de Montserrat (31 mayo 2020)

Hechos de los Apóstoles 2:1-11 – 1 Corintios 12:3-7.12-13 – Juan 20:19-23

Queridos hermanos y hermanas: ¡es la Pascua granada! Rebosante de los frutos del Espíritu otorgados a la Iglesia en beneficio de toda la humanidad. Todos estos dones son fruto de la Pascua de Jesucristo, por eso el Evangelio que acabamos de escuchar nos ha llevado a la tarde del día de Pascua, el primer domingo de la historia. El día en que el Señor se alegró contemplando lo que había hecho, la hazaña que había obrado (cf. Sal responsorial).

Jesús se pone en medio de los discípulos y les dice por dos veces: Paz a vosotros. Que lo diga dos veces indica que se trata de algo importante. Efectivamente, la paz, como plenitud de vida, es el don mesiánico por excelencia, el don que el Dios de la paz hace a la humanidad como uno de los frutos del Espíritu que el Señor, en la cruz, va entregar al momento de morir (cf. Jn 19, 30). La paz que da Jesucristo no es tanto ausencia de tensiones y de conflictos como una serenidad interior, en el fondo del corazón, nacida de la fe de sabernos perdonados y amados entrañablemente por Dios; y es fruto, también, de la confianza que Jesucristo trae a la historia de las personas y a la historia de la humanidad hacia caminos de liberación, de salvación y de plenitud. La paz de Jesús, que es don del Espíritu, hace entrar su Luz en nuestro interior para vernos a nosotros mismos, para ver los demás y todo lo que nos rodea desde la perspectiva de la victoria pascual de Jesucristo. Y, al mismo tiempo, este don nos abre a los demás para ser portadores y artesanos de paz (Mt 5, 9). Esta paz hay que nutrirla, sin embargo, con la oración y con el amor a todos. Por ello, la paz de Jesucristo puede persistir a pesar de las dificultades; tal como dice en el Evangelio según San Juan: en mí encontrareis la paz. En el mundo tendréis tribulaciones, pero confiad: yo he vencido al mundo (cf. Jn 16, 33). Al hacernos el don de la paz, el Señor se alegra contemplando lo que ha hecho.

Después de darles la paz, Jesús -tal como se hemos oído- sopló sobre los discípulos para significar que hacía una nueva creación y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. Dios, según el relato del libro del Génesis, había alentado para infundir el espíritu de vida al primer hombre (cf. Gn 2, 7) y ahora el Cristo resucitado sopla sobre los discípulos para comunicarles la vida del Espíritu. Y este don hecho a los discípulos la tarde de Pascua, tiene un estallido de vida y de gracia en el día de Pentecostés que llega a todos los que creen en Cristo, tal como hemos escuchado en la primera lectura. Jesús comunica el Espíritu Santo para perdonar los pecados, para perdonar nuestras opciones contrarias a la voluntad amorosa de Dios, nuestros comportamientos malos. Jesús les confiere el ministerio de perdón que él había ejercido durante toda su existencia mortal (cf. Mt 9, 1-8.), Lo hace como fruto del don de su vida hasta la muerte y de su sangre derramada en la cruz. Gracias a Jesucristo y al Espíritu, los cristianos nos sabemos perdonados y reconciliados con Dios Padre; nos sabemos animados por la vida del Espíritu que nos infunde coraje, nos consuela, nos protege ante el mal, nos lleva hacia el conocimiento de la verdad (cf. Jn 14, 15-17.26; 16, 13). Y esto nos es fuente de alegría, de riqueza espiritual y de compromiso a imitar Dios perdonando siempre que sea necesario y favoreciendo la vida y el bien de los demás. Si lo hacemos así, el Señor se podrá alegrar contemplado lo que ha hecho.

Vigorizados ya por su paz y llevados por el Espíritu Santo, Jesús confía una misión a los discípulos y a todos los que por el bautismo serán sus continuadores, también a nosotros, pues. Dice: Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Son, y somos, enviados a testimoniar a Jesús y continuar su obra. Por eso, como decía San Pablo, en la primera lectura, el Espíritu distribuye en la Iglesia dones diversos a cada uno de los bautizados para que sirvan al bien de todos. La misión que Jesucristo encarga a sus discípulos y a toda la Iglesia, prolonga la misión que el Padre le ha confiado a él. El Espíritu será la fuerza que, a través del testimonio y de la acción de los cristianos, transformará los corazones en orden a transformar el mundo según las enseñanzas de Jesús. Así el designio divino de amor hacia toda la humanidad se podrá ir haciendo realidad. Ser enviados por Jesucristo con la fuerza del Espíritu es nuestra grandeza y nuestra responsabilidad. Dios confía en nosotros para la difusión de su mensaje radicalmente liberador y salvador. Si nos dejamos llevar por el Espíritu en esta tarea, puede que constatemos que se crea una sintonía entre nuestro anuncio y los deseos más profundos del corazón de quienes nos vean o nos escuchen, como ocurrió a la gente que fue testigo del primer Pentecostés. Así, el Señor se podrá alegrar contemplando lo que ha hecho.

Jesús resucitado, como la noche de Pascua de la que nos ha hablado el evangelio, no cesa de venir en medio de los suyos. Fruto de la acción del Espíritu Santo sobre el pan y el vino, estará presente en el sacramento eucarístico para darnos vida. Y, por la participación del Cuerpo y la Sangre de Cristo, el Espíritu actúa para unir en un solo cuerpo todos los que formamos esta asamblea y toda la Iglesia extendida de oriente a occidente (cf. plegaria eucarística II). Es la consecuencia de lo que oíamos de San Pablo en la segunda lectura: todos nosotros, seamos del linaje que seamos, hemos sido bautizados en un solo Espíritu para formar un solo cuerpo. Y, además, todos los bautizados estamos habitados por el mismo Espíritu; su presencia en nuestro interior satisface nuestra sed existencial más profunda.

El evangelio nos decía que los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Nosotros nos alegramos de tenerlo entre nosotros por la acción del Espíritu. Ojalá que también el Señor pueda alegrarse, tal como decía el salmo, contemplando lo que ha hecho. Lo que ha hecho por medio del Espíritu en la Iglesia, en nuestra asamblea y en cada uno de nosotros. Gloria a Dios por siempre, en esta Pascua granada, por todas sus obras. Que le sean agradables nuestros cantos de júbilo y de agradecimiento.

Abadia de MontserratSolemnidad de Pentecostés (31 mayo 2020)

Solemnidad de la Ascensión del Senyor (24 mayo 2020)

Homilía del P. Josep M Soler, Abad de Montserrat (24 mayo 2020)

Hechos de los Apóstoles 1:1-11 –  Efesios 1:17-23 –  Mateo 28:16-20

 

No, hermanos y hermanas. No hay contradicción entre la primera lectura y el Evangelio que acabamos de escuchar. La primera lectura, del libro de los Hechos, decía que Jesús lo vieron levantarse, hasta que una nube se lo quitó de la vista. Y, en cambio, el evangelio decía: yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.Parece que pueda haber una contradicción, porque por un lado se nos dice que una nube se lo quitó de la vista y, por otro, que continuaría en medio de ellos y que continuará están con sus discípulos a lo largo de la historia, todos los días hasta el fin del mundo.

La nube y el hecho de perderlo de vista, es una manera de decir que Jesús entra en una nueva realidad. Como decimos en el Credo, «por nosotros y por nuestra salvación bajó del cielo […] y se hizo hombre», él estaba con Dios desde el principio (Jn 1, 2). Ahora, en la Ascensión, retorna a Dios; lo decimos, también en el Credo: «subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre». Sentarse a la derecha es una expresión, que también hemos encontrado en la segunda lectura, y que significa que Jesús participa plenamente del señorío de Dios; de la gloria, del honor, de la autoridad, del amor infinito del Padre, en un ámbito divino que no es visible a nuestros ojos humanos. Jesús vuelve a la realidad de antes de hacerse hombre, pero llevando su cuerpo humano y sus heridas gloriosas, porque desde la encarnación ha quedado indisolublemente unido a nuestra naturaleza humana. En el seno de Dios, en lo más íntimo de la esencia divina, tenemos un hermano nuestro en humanidad.

La ascensión, sin embargo, no aleja Jesús de nosotros. Deja de ser perceptible a nuestros sentidos, pero sigue presente en medio de los suyos. De ahí la gran alegría de los discípulos después de la ascensión (cf. Lc 24, 52) y la de la Iglesia (cf. colecta) al celebrarla. La causa de esta alegría es doble. Por un lado porque el Señor y el Maestro ha vuelto a la gloria que le corresponde como Hijo de Dios; y, por otra parte, también porque no nos abandona sino que sigue estando en medio de los discípulos. Y no con una presencia estática. Sino con una presencia activa, curativa, salvadora, portadora de gracia y de vida. Él mismo había dicho antes: no os dejaré huérfanos (Jn 114, 18). Y ahora les dice: yo estoy con vosotros todos los días, haciendo camino a vuestro lado.

Tal como decía el Apóstol en la segunda lectura, Jesucristo actúa en nosotros con su poder, nos comunica la fuerza de la vida nueva que viene de la resurrección, nos  ilumina los ojos de nuestro corazón para que vivamos con la esperanza que también nosotros podremos participar de la riqueza de gloria que nos tiene reservada cuando entremos a participar de la herencia que él nos quiere dar a los santos en la gloria donde él ha vuelto. Así Jesucristo, a lo largo de la historia, va conduciendo su cuerpo que es la Iglesia y a cada uno de los miembros de este cuerpo que somos los bautizados, hacia la plena participación de su vida.

La solemnidad de la ascensión nos hace comprender que la salvación está ya en nuestro interior de bautizados y que se desplegará en plenitud una vez traspasado el umbral de la muerte. Todo por don de Dios gracias a la muerte y la resurrección de Jesucristo. Ser conscientes de ello nos hace vivir con alegría. Pero no nos lo podemos guardar para nosotros solos. Los dones que ya hemos recibido y que recibimos en virtud de la fe y de la gracia de los sacramentos, y la esperanza de la participación futura de la gloria de Jesucristo, deben traducirse en amor a los demás, sobre todo a los que sufren, a los que están tristes, a los que no tienen esperanza. Los dones recibidos y la esperanza que anida en nuestro interior deben traducirse, también, como contribución a construir la sociedad particularmente ahora que la pandemia va disminuyendo entre nosotros y nos encontramos con una crisis económica muy fuerte que tiene numerosas consecuencias a nivel social: crecen los que pasan hambre, los que han perdido el trabajo, los que no pueden llegar a fin de mes, quienes experimentan de un modo u otro la precariedad. Entre todos –agentes institucionales, políticos, económicos, sociales, etc.- tenemos que encontrar la manera de crear una nueva realidad económica y social justa y solidaria. También la Iglesia –que es «experta en humanidad», como dijo San Pablo VI en la ONU-, debe aportar su reflexión sobre temas sociales y económicos y su experiencia, particularmente la vivida en los lugares de mayor pobreza y de más marginación del mundo. Si, como parece, la crisis nos empobrecerá a todos, tenemos que trabajar desde ahora para que no crezcan más las desigualdades.

La ascensión, pues, lejos de evadirnos de la realidad humana, nos inserta plenamente en ella. Desde el bautismo, hemos recibido la llamada a ser continuadores de la misión que Jesús confió a sus discípulos: ser testigos de él con la fuerza del Espíritu Santo, anunciar el Evangelio de la misericordia y de la curación de los corazones, colaborar en construir un mundo justo donde la dignidad de cada persona y de cada pueblo sea respetada y valorada, trabajar para que todos los pueblos conozcan y acojan la persona de Jesucristo y su Palabra. Esta misión la hemos recibido desde el bautismo, pero la tenemos que ejercer toda la vida a nivel individual, hasta donde llegue nuestra irradiación, y a nivel comunitario, eclesial. La presencia de Jesús en nuestro interior de bautizados unida a la vivencia espiritual de la oración nos da luz y fuerza para llevar a cabo la misión recibida. La llamada que nos hace ir hacia la gloria donde él ha llegado, es un estímulo que nos da esperanza.

Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo. En la Eucaristía tenemos el momento más intenso de la presencia de Jesucristo resucitado en medio de nosotros. Está presente en la Palabra que hemos proclamado. Está presente en el sacramento de la Eucaristía que nos disponemos a celebrar y recibir. Está presente en cada hermano de nuestra asamblea o que se une a nosotros a través de los medios de comunicación. Acojámoslo, pues, en cada una de estas presencias, con amor y con agradecimiento. Y hagámonos heraldos de su persona y de su Evangelio.

Abadia de MontserratSolemnidad de la Ascensión del Senyor (24 mayo 2020)