Homilía del P. Josep M Soler, Abad de Montserrat (1 de abril de 2021)
Éxodo 12:1-8.11-14 / 1 Corintios 11:23-26 / Juan 13:1-15
Alzaré la copa de la salvación, cantaba el salmista. Levantará la copa, hermanos y hermanas, para agradecer a Dios todo lo bien que le ha hecho, para agradecer la salvación que le ha otorgado. Lo hará ante los presentes como signo público de agradecimiento, como un brindis ofrecido a Dios.
En esta noche de la última cena de Jesús, el punto de referencia, sin embargo, no es principalmente el cáliz del que habla el salmista. Nos lo daban a entender las palabras de San Pablo que la liturgia nos ponía en los labios como respuesta al salmo: el cáliz de la bendición es comunión con la Sangre de Cristo. El punto principal de referencia, pues, es el cáliz que tomó Jesús al final de la última cena con los discípulos. Y que, como él dijo, es el cáliz de la nueva alianza sellada en su Sangre. Este cáliz de Jesús encuentra su continuidad sacramental en cada celebración de la eucaristía. Hasta el punto de que la oración eucarística que centrará nuestra celebración, el Canon romano, los identifica; habla como si el cáliz que tomó a Jesús y que utilizaremos nosotros fuera el mismo. En efecto, en el momento de la consagración diremos: “del mismo modo tomó este cáliz en sus santas y venerables manos”. Y es que la identificación no viene de la materialidad del cáliz, sino del hecho de contener la Sangre de Cristo. La que Jesús ofreció a los discípulos en la última cena porque bebieran como sacramento y la que al día siguiente derramó en la cruz cuando se ofreció como víctima por la salvación de todos. Por ello es -tal como cantábamos- cáliz de bendición y los cristianos lo levantamos para celebrar la salvación que Jesucristo nos ha obtenido entregándose a la muerte.
Algo parecido podríamos decir del pan que Jesús, después de dar gracias, lo partió, lo pasó a sus discípulos y les dijo: esto es mi Cuerpo, que será entregado por vosotros. Haced esto en memoria mía. También esta noche, para celebrar la salvación, después de la consagración alzaremos el pan que es comunión con el Cuerpo de Cristo. lo alzaremos para ofrecerlo al Padre como víctima de acción de gracias, tal como anunciaba proféticamente el salmista.
Se trata de un ofrecimiento doble. Por un lado, en cada celebración de la Eucaristía, nosotros ofrecemos al Padre la víctima de acción de gracias que es el sacrificio de Jesucristo. Pero, el ofrecimiento más grande es lo que nos hace el Padre bajo la acción del Espíritu Santo, al concedernos participar “del pan de la vida eterna y del cáliz de la salvación” porque quiere llenarnos de su “gracia y de todas las bendiciones del cielo” (cf. Canon romano). Hoy que conmemoramos la institución de la eucaristía en la última cena del Señor, lo agradecemos, maravillados por un don tan grande ofrecido cada día a nuestra participación. Nosotros ofrecemos al Padre lo que el Hijo nos ha dado; se lo ofrecemos como expresión de nuestro deseo de amarlo aunque sea de una manera torpe. Pero él, el Padre, nos ama en plenitud, y como le duele la muerte de sus fieles, nos ofrece por medio de Jesucristo el alimento de la inmortalidad, que, además nos fortalece en el camino de amor y de servicio de cada día.
¿Cómo podemos pagar al Señor todo el bien que nos ha hecho? nos podemos preguntar esta noche con el salmista. Y él mismo, en el salmo que hemos cantado, nos da unas pistas de cómo hacerlo. Podemos corresponder al Señor, alabándolo y dándole gracias sinceramente porque desde el día en que nacimos a la vida de fe nos ha hecho hijos en Jesucristo. Podemos corresponderle, además, invocando su nombre y cumpliendo nuestras promesas bautismales; testimoniando ante los demás su amor generoso por medio de una vida no centrada en nosotros mismos sino entregada a los otros como la de Jesús, tal como hemos visto en el evangelio. Y, además, podemos pagar al Señor todo el bien que nos ha hecho viviendo la celebración eucarística -que es nuestro alzar el cáliz para celebrar la salvación- de una manera consciente y activa y acogiendo con agradecimiento lo que el Padre nos ofrece y que Jesús, el Señor, nos dejó la noche en que fue entregado: su Cuerpo y su Sangre.
Debemos ser conscientes de que comer el pan eucarístico y beber el cáliz “es un proceso espiritual” que abarca toda nuestra realidad. Comer y beber los Santos Dones de la eucaristía significa en primer lugar adorar al Señor que está presente y, después, dejar que el Cuerpo y la Sangre de Cristo entren dentro de nosotros de manera que nuestro yo “sea transformado y se abra al gran nosotros”, a toda la Iglesia y hasta toda la humanidad, por lo que todos los que participamos de la mesa eucarística llegamos a ser una sola cosa con él, Jesucristo (cf. J. Ratzinger, el espíritu de la liturgia citado en Liturgia y Espiritualidad 52 (2021) 100) Como una manera concreta de este abrirnos a los otros, podréis hacer una aportación a la colecta que haremos a favor de Cáritas, que, cada día ve cómo se multiplican las peticiones de ayuda debido a las consecuencias de la pandemia.
Adorar, comer y beber el sacramento eucarístico, dejarse transformar, servir a los demás con amor para vivir la comunión eclesial y contribuir a crear la unidad solidaria entre todos los hombres y mujeres del mundo. Este es el mensaje que se nos confía esta noche junto con la fuerza para llevarlo a cabo que nos viene de la eucaristía.
Con agradecimiento, pues, alcemos el cáliz de la salvación y para agradecer la comunión con el Cuerpo y la Sangre de Cristo.
Última actualització: 2 abril 2021