Homilía del P. Ignasi M Fossas, monje de Montserrat (7 de enero de 2024)
Isaías 55:1-11 / 1 Juan 5:1-9 / Marcos 1:7-11
Oíd, sedientos todos, acudid por agua. Las lecturas de la fiesta del Bautismo del Señor, con la cual termina el tiempo de Navidad nos presentan –hermanas y hermanos– la buena noticia de la salvación que nos viene de Jesucristo, el Hijo amado, y lo hacen mediante imágenes muy elocuentes y cercanas. A veces ocurre que la Sagrada Escritura usa un lenguaje propio de culturas muy alejadas de la nuestra, y los conceptos que utiliza o las comparaciones que presenta no nos resultan en absoluto familiares. Hoy, sin embargo, la Escritura nos habla con la imagen del agua, tan familiar y tan presente en nuestra vida. Y tan actual en nuestros días por su escasez. Oíd, sedientos todos, acudid por agua.
El agua aparece en primer lugar en la Biblia, en la narración de la creación: Al principio creó Dios el cielo y la tierra…sobre la faz del abismo, la tiniebla. Y el aliento de Dios se cernía sobre la faz de las aguas (Gn 1, 1-2). El aliento de Dios, que es signo del Espíritu Santo, se cernía sobre las aguas primordiales, las incubaba como una gallina incuba los huevos y a partir de aquí Dios fue creando todas las cosas con su Palabra, una palabra viva y eficaz. El agua y el Espíritu se encuentran en el origen de la creación y los volvemos a hallar en el origen de nuestra vida cristiana en el bautismo.
Encontramos de nuevo el agua en la narración épica del paso del Mar Rojo por parte de los israelitas. En la pascua del pueblo de Israel Dios dice a Moisés: Di a los israelitas que se pongan en marcha. Y tú, alza tu cayado, extiende tu mano sobre el mar y divídelo, para que los israelitas entren en medio del mar a pie enjuto (Ex 14, 15-16). Nos hallamos ante el gran signo de salvación de predilección, de alianza entre Dios y su pueblo. Del mismo modo que Moisés fue salvado de las aguas, también el pueblo de Dios es liberado de la esclavitud de Egipto a través del paso por las aguas abiertas a ambos lados. Cuarenta años después el pueblo de la alianza volverá a pasar en medio de las aguas, pero esta vez serán las del río Jordán y pasará para entrar, victorioso, en la tierra prometida. Cuando los sacerdotes que llevaban el arca de la alianza…se mojaron los pies en el agua…el agua que venía de arriba se detuvo…y el agua que bajaba al mar del desierto…se cortó del todo. La gente pasó frente a Jericó (Js 3, 14-16). Estos acontecimientos salvíficos quedaron profundamente gravados en la memoria de Israel, de manera que los encontramos reflejados en el canto de los salmos: ¿Qué te pasa, mar, que huyes, y a ti, Jordán, que te echas atrás? (Ps 113, 3.5).
El agua, fuente de vida y de salvación, le sirve al profeta Isaías, como acabamos de oír, para explicar al pueblo dónde de encuentra la verdadera vida: Oíd, sedientos todos, acudid por agua…Escuchadme atentos…venid a mí: escuchadme y viviréis. Es la misma agua que brota del lado derecho del Santuario, del templo de Jerusalén, y purifica, renueva y llena de vida todo el valle del Arabá que hasta entonces era yermo (Ez 47, 1s). El agua que baja del cielo y no vuelve allá sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, es signo elocuente de la Palabra de Dios que no vuelve infecunda, sin haber cumplido la voluntad de quien la ha enviado.
En Jesucristo se cumplen todas estas profecías que tienen el agua como protagonista. Un padre de la Iglesia de los primeros siglos escribía: “Nunca aparece Cristo sin el agua – Numquam sine aqua Christus” (Tertuliano, de baptismo, IX.4) Él mismo ya se hallaba presenta en la creación porque El es la Palabra del Padre; con su paso de la muerte a la vida lleva a cabo la pascua definitiva, el auténtico paso por el Mar Rojo. Mediante nuestro bautismo, por El y en El, hemos entrado en la tierra prometida, hemos cruzado el río Jordán, signo de nuestros pecados y de la maldad del mundo. De sus costado abierto brotan en la cruz sangre y agua, signos del bautismo y de la eucaristía mediante los cuales somos constituidos hijos en el Hijo, a través de los cuales recibimos el Espíritu Santo y crecemos en nuestra vida cristiana.
Con su bautismo en el río Jordán, Jesús inaugura su manifestación al pueblo de Israel, y a través del mismo a toda la humanidad. Sumergiéndose en el agua de un bautismo de conversión, que El no necesitaba, muestra su solidaridad con todos los que se arrepienten de sus pecados e inaugura el bautismo con el Espíritu Santo y con fuego. Y Dios sella con su palabra y con el signo del Espíritu, la manifestación del Hijo predilecto: Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto.
Buscad al Señor mientras se le encuentra, invocadlo mientras esté cerca nos decía el profeta Isaías. No dejemos que se apague en nuestro corazón el deseo de encontrar al Mesías, a nuestro Salvador, el amigo de los hombres. No dejemos ahogar en nosotros la sed de eternidad y de plenitud, que tan sólo puede ser aliviada y saciarse con el agua de la vida. Dispongámonos a cambiar de vida, a convertirnos a Cristo que ha sido el primero en amarnos, para sí poder renovar en nosotros el bautismo del Espíritu que un día recibimos. De este modo podremos unirnos al gozo de la Iglesia, que se apropia el himno de los redimidos de Israel: Sacaréis aguas con gozo de las fuentes de la salvación. Dad gracias al Señor, invocad su nombre, contad a los pueblos sus hazañas. Amén.
Última actualització: 8 enero 2024