Domingo VI de Pascua (14 de mayo de 2023)

Homilía del P. Ignasi M. Fossas (14 de mayo de 2023)

Hechos de los Apóstoles 8:5-8.14-17 / 1 Pedro 3:15-18 / Juan 14:15-21

 

Oración colecta: Dios todopoderoso, concédenos continuar celebrando con intenso fervor estos días de alegría en honor de Cristo resucitado, de manera que prolonguemos en nuestra vida el misterio de fe que recordamos.

El texto de la oración colecta de este domingo apunta a un aspecto central de ser cristianos: me refiero a la manifestación en nuestra vida de la fe que profesamos. Pedimos a Dios que nos conceda celebrar con fervor el tiempo pascual, estos días de alegría en honor de Cristo resucitado, para que eso que es el contenido de la fe se manifieste en nuestra manera de vivir, de manera que prolonguemos en nuestra vida el misterio de fe que recordamos.

Hay que tener presente que el verbo recordar remite a un verbo que en hebreo significa que lo que se recuerda también se hace presente, es decir que no se trata de un recuerdo pasado, de la evocación de un hecho que ya no volverá más, sino que se refiere a hacer memoria de un hecho, en este caso de la pasión, muerte, resurrección y ascensión del Señor Jesús, que por la acción del Espíritu Santo se vuelve presente y eficaz hoy y aquí, por a cada uno de nosotros.

La participación en la redención que nos viene de Jesucristo por obra del Espíritu, comporta el comienzo de una nueva vida. En la resurrección de Cristo, Dios, nos ha creado de nuevo para la vida eterna, leíamos en la oración colecta del pasado martes (V del tiempo pascual).

Llegamos así al elemento central que comentaba al principio: la manifestación en nuestra vida de la fe que profesamos. La oración dice: que prolonguemos en nuestra vida el misterio de fe que recordamos.

Por tanto, lo que debe expresarse en nuestra manera de vivir, lo que debemos predicar con las obras, es el misterio pascual de Nuestro Señor Jesucristo, o sea, su pasión, muerte, resurrección y ascensión, con el don del Espíritu Santo asociado a él, para nuestra salvación y la de toda la humanidad.

En la primera lectura veíamos un ejemplo de ello en la persona del diácono Felipe, uno de los primeros discípulos. El libro de los Hechos de los Apóstoles dice que Felipe predicaba y hacía prodigios: los espíritus malignos salían de muchos poseídos (…) muchos inválidos o paralíticos recobraban la salud, y la gente de aquella región se alegró mucho. Podemos identificar ya algunos rasgos característicos del vivir cristiano: la predicación con la palabra, es decir: anunciar a Jesús de Nazaret Dios y Hombre, salvador y redentor, Hijo de Dios e Hijo de María; el restablecimiento, la curación, el llevar la salud a quienes están enfermos, y finalmente la alegría, la alegría verdadera.

En la segunda lectura, san Pedro exhorta a los primeros cristianos a estar dispuestos siempre para dar explicación a todo el que os pida una razón de vuestra esperanza, Es una forma de concretar la predicación con la palabra. Pero con delicadeza y con respeto. En otro fragmento que también podría leerse hoy, el propio autor de la primera carta de san Pedro hace referencia a otro aspecto de la vida cristiana: se trata del sufrimiento. Dice: Queridos, alegraos de poder compartir los sufrimientos de Cristo (…) Felices vosotros si alguien os reprocha el nombre de cristianos. Tener que afrontar dificultades y contradicciones por el hecho de ser cristianos, como ocurre hoy todavía a muchos de nuestros hermanos en la fe en todo el mundo, no debe avergonzarnos ni de desanimar ni de entristecer, al contrario, porque cuando ocurre esto significa que el Espíritu de la gloria que es el Espíritu de Dios, reposa sobre vosotros (son palabras de la 1ª carta de St. Pedro).

En el evangelio según san Juan, Jesús mismo hace referencia a dos realidades más que manifiestan en nuestra vida su misterio de salvación. Uno consiste en guardar o tener los mandamientos de Cristo, que son los mandamientos del Decálogo perfeccionados con las Bienaventuranzas, vividos por amor a Cristo presente en el prójimo. Si me amáis, guardaréis mis mandamientos El que acepta mis mandamientos y los guarda, ese me ama El otro se refiere a la gloria de Dios. Ellos (sus discípulos, dice Jesús) son mi gloria. Y por eso, cuando vivimos la vida nueva que nos viene por la resurrección de Cristo, damos gloria a Dios.

Toda la vida cristiana se convierte, por obra del Espíritu Santo, en un canto de alabanza al Creador y Redentor de la humanidad. Cuando nos reunimos en la iglesia para celebrar los sacramentos o para orar juntos el Oficio Divino, cuando predicamos a Jesús resucitado, cuando hacemos el bien, llevando vida, consuelo, ayuda y salud a los demás, cuando nos toque sufrir porque somos cristianos, cuando vivimos todo esto, glorificamos a Dios junto con Cristo, y nos preparamos para recibir el don de la vida eterna. Y la vida eterna es que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y aquel que tu has enviado, Jesús, el Mesías.

 

 

 

 

Abadia de MontserratDomingo VI de Pascua (14 de mayo de 2023)

Fiesta del Bautismo del Señor (8 de enero de 2023)

Homilía del P. Ignasi M Fossas, monje de Montserrat (8 de enero de 2023)

Isaías 42:1-4.6-7 / Hechos de los Apóstoles 10:34-38 / Mateo 3:13-17

 

Queridos hermanos y hermanas: me permito empezar esta homilía reproduciendo un fragmento de la que, predicó el papa Benedicto XVI en la fiesta de hoy en 2008. Merece la pena recordar sus palabras porque expresan con profunda claridad el misterio que hoy celebramos. Decía Benedicto XVI: 

Acabamos de oír el relato del bautismo de Jesús en el Jordán. Fue un bautismo diverso del que estos niños van a recibir, pero tiene una profunda relación con él. En el fondo, todo el misterio de Cristo en el mundo se puede resumir con esta palabra: «bautismo», que en griego significa «inmersión». El Hijo de Dios, que desde la eternidad comparte con el Padre y con el Espíritu Santo la plenitud de la vida, se «sumergió» en nuestra realidad de pecadores para hacernos participar en su misma vida: se encarnó, nació como nosotros, creció como nosotros y, al llegar a la edad adulta, manifestó su misión iniciándola precisamente con el «bautismo de conversión», que recibió de Juan el Bautista. Su primer acto público, como acabamos de escuchar, fue bajar al Jordán, entre los pecadores penitentes, para recibir aquel bautismo. Naturalmente, Juan no quería, pero Jesús insistió, porque esa era la voluntad del Padre: “Soy yo quien necesito que tú me bautices. ¿Cómo es que tú vienes a mí?”, pero Jesús insistió, porque aquélla era la voluntad del Padre: “Accede por ahora a bautizarme. Conviene que cumplamos así todo lo bueno de hacer”. 

¿Por qué el Padre quiso eso? ¿Por qué mandó a su Hijo unigénito al mundo como Cordero para que tomara sobre sí el pecado del mundo? (cf. Jn 1, 29). El evangelista narra que, cuando Jesús salió del agua, se posó sobre él el Espíritu Santo en forma de paloma, mientras la voz del Padre desde el cielo lo proclamaba «Hijo predilecto» (Mt 3, 17). Por tanto, desde aquel momento Jesús fue revelado como aquel que venía para bautizar a la humanidad en el Espíritu Santo: venía a traer a los hombres la vida en abundancia (cf. Jn 10, 10), la vida eterna, que resucita al ser humano y lo sana en su totalidad, cuerpo y espíritu, restituyéndolo al proyecto originario para el cual fue creado.

El fin de la existencia de Cristo fue precisamente dar a la humanidad la vida de Dios, su Espíritu de amor, para que todo hombre pueda acudir a este manantial inagotable de salvación. Por eso san Pablo escribe a los Romanos que hemos sido bautizados en la muerte de Cristo para tener su misma vida de resucitado (cf. Rm 6, 3-4). Y por eso mismo los padres cristianos, como hoy vosotros, tan pronto como les es posible, llevan a sus hijos a la pila bautismal, sabiendo que la vida que les han transmitido invoca una plenitud, una salvación que sólo Dios puede dar. De este modo los padres se convierten en colaboradores de Dios no sólo en la transmisión de la vida física sino también de la vida espiritual a sus hijos. Hasta aquí las palabras de Joseph Ratzinger.

Otro elemento a considerar del Bautismo del Señor es su dimensión cósmica. La «inmersión» de Cristo en las aguas del Jordán ha santificado todas las cosas creadas. La redención que ha llevado a Jesucristo por su pasión, muerte y resurrección afecta no sólo a los hombres y mujeres de todos los tiempos, sino también a la creación entera. Precisamente tratando este tema, el propio Benedicto XVI decía también: El bautismo no es sólo una palabra; no es sólo algo espiritual; implica también la materia. Toda la realidad de la tierra queda involucrada. El bautismo no atañe sólo al alma. La espiritualidad del hombre afecta al hombre en su totalidad, cuerpo y alma. La acción de Dios en Jesucristo es una acción de eficacia universal. Cristo asume la carne y esto continúa en los sacramentos, en los que la materia es asumida y entra a formar parte de la acción divina. (homilía por la fiesta del bautismo del Señor de 2007).

Por eso también la creación es susceptible de la salvación que nos viene de Cristo. Como dice también una antífona de la fiesta de hoy, Dios purifica, en Cristo, todas las cosas creadas con el Espíritu y el fuego (Laudes). Esta realidad llega a su punto culminante en la celebración de la Eucaristía. En el sacramento del pan y del vino, estos elementos que forman parte de la creación caída son santificados por el Espíritu Santo y se convierten en el cuerpo y sangre de Nuestro Señor Jesucristo. Con la comunión nosotros también participamos de esa corriente de vida y de gracia que brota del lado abierto del Señor. Que Él nos llene con su luz y nos haga el don de adorarle todos los días de nuestra vida. Dad al Señor gloria y honor, honrad al Señor, honrad su nombre, adorad al Señor, aparece su santidad.

Abadia de MontserratFiesta del Bautismo del Señor (8 de enero de 2023)

Domingo XXII del tiempo ordinario (28 de agosto de 2022)

Homilía del P. Ignasi M Fossas, monje de Montserrat (28 de agosto de 2022)

Sirácida 3:19-21.30-31 66:18-21 / Hebreos 12:18-19.22-24a / Lucas 14:1a.7-14

 

Queridos hermanos y hermanas:

La primera lectura de hoy, tomada de uno de los libros sapienciales del AT, nos ofrece algunas máximas de sabiduría práctica y de prudencia en el propio comportamiento. Cuanto mayor eres más humilde debes ser. Estate atento a los consejos de los sensatos y tu corazón se alegrará. En el evangelio, Jesús ilustra estos consejos con una parábola sacada de la vida cotidiana, muy sencilla en apariencia. Cuando alguien te invita a un banquete de boda, no te pongas en el primer lugar…más bien cuando te invitan ve a ocupar el lugar último… porque todo el que se enaltece será humillado, pero el que se humilla será enaltecido.

Hasta aquí podríamos hacer, fácilmente, una aplicación moral de estas enseñanzas en nuestra vida, en el sentido de decir: aquí Jesús, el Señor, nos presenta una serie de consejos útiles para llevar una vida digna, sencilla, recta, propia de una persona humilde, con un corazón limpio.

Todo esto es verdad, y está muy bien, pero resulta exterior a nosotros mismos. Vendría a ser como un ejemplo de vida que estamos llamados a seguir y a imitar, pero que siempre queda fuera de nosotros mismos. Jesús mismo también quedaría fuera nuestro, como un maestro de sabiduría, si se quiere, pero que a lo sumo nos propondría una doctrina de perfección desde el exterior, pero no tendría la fuerza para cambiarnos desde dentro.

La realidad de la vida cristiana, sin embargo, no es así. Jesús no es un maestro eminente que nos enseña unos modelos de vida que deberíamos seguir, como si nos enseñara a conducir unos coches espléndidos, pero después nos dejara solos al volante. No. La persona viva de Jesús forma parte de su propia enseñanza. Él es el camino, la verdad y la vida, y Él penetra en nuestro interior, nos transforma desde el interior y nos da la fuerza de su Espíritu Santo para que podamos vivir la vida nueva que Él nos ha dado.

Fijaos cómo cambia la perspectiva de las lecturas de hoy, si consideramos que Jesús es el protagonista. Así, Él, que es muy rico –pues es Uno con Dios, lleno de sabiduría y de amor– se ha humillado hasta hacerse hombre como nosotros y morir en la cruz. Él, que es el mayor de todos los hombres, –porque es plenamente Dios y plenamente hombre– se ha hecho el más pequeño hasta decir con el salmista yo soy un gusano, no un hombre, befa de la gente y despreciado del pueblo (Salmo 21,7). Cuando Él entró en el banquete de boda con la humanidad, Él que era de condición divina, no guardó celosamente su igualdad con Dios, no se puso en el primer lugar, sino que se hizo nada, hasta tomar la condición de esclavo...y tenido por un hombre cualquiera, se abajó y se hizo obediente hasta aceptar la muerte y una muerte de cruz (cf. Fl 2,6-11). Y precisamente entonces, después de esta humillación, el Padre le ha ensalzado, lo ha tomado y le ha dicho Hijo mío, sube más arriba, es decir, le ha resucitado y ahora se sienta a su derecha.

Este camino que Jesucristo ha hecho el primero, ahora lo sigue realizando en cada uno de nosotros. Jesús vive en nosotros y con nosotros ese abajamiento, esa humillación; se hace suyos todos nuestros dolores, angustias y sufrimientos hasta el punto de máximo aniquilamiento que es la muerte. Jesús se pone con nosotros en el último lugar, nos da la fuerza de su Espíritu para vivir en este lugar que es el nuestro, precisamente con la absoluta confianza que el Padre, que invita a su banquete del Reino pobres e inválidos, cojos y ciegos, esto es, los más humillados, quienes lo esperan todo de los demás, nos tomará también a nosotros y nos dirá Amigo, sube más arriba.

Este camino de nuestra vida, que va desde nuestra pobreza hasta la comunión con Dios, se repite cada vez que, en la Misa, vamos a comulgar. En el momento de la comunión se produce un doble movimiento, se encuentran dos caminos: el nuestro, expresado en levantarnos del lugar donde nos sentamos y caminar en procesión hacia el pie del presbiterio, y el de Jesucristo que viene a encontrarnos, que nos sale al encuentro para incorporarnos a Él, para hacerse Uno con nosotros, y que encontramos por la fe en el pan de la eucaristía recibida de manos del presbítero. Un obispo de Jerusalén del s. IV explicaba que, justo en ese momento, debemos poner la mano izquierda bajo la derecha y ofrecerlas como un trono al Señor, al Rey de la gloria que vamos a recibir. Éste es el sentido del gesto que seguimos haciendo hoy. Recibamos la comunión en la mano, o en la boca, con fe y devoción, no la tomamos con los dedos, banalmente. Ofrecemos nuestras manos como signo de nuestra pobreza, de nuestra humanidad débil y necesitada de salvación, deseando por la fe que el Señor mismo nos incorpore a Él y nos diga: amigo, sube más arriba, ven hasta el corazón del mi corazón donde serás plenamente hombre y participarás del todo en la condición de hijo de Dios. 

Y es que nosotros, hermanas y hermanos, gracias al bautismo y a la confirmación, no nos acercamos a una montaña de fuego ardiente, oscuridad, negra nube y tormenta… sino que nos acercamos a la Jerusalén celestial, a la ciudad del Dios vivo, en el encuentro festivo…de los ciudadanos del cielo; nos acercamos a Dios que nos invita al banquete de la boda del Cordero, a la fiesta de la unión de Cristo y la Iglesia, de Dios y la humanidad; nos acercamos, para continuar con la cita de la carta a los Hebreos que hemos oído, a Jesús, el mediador de la nueva alianza. A Él sea dada la gloria y el honor por los siglos de los siglos. Amén.

Abadia de MontserratDomingo XXII del tiempo ordinario (28 de agosto de 2022)

Domingo V de Pascua (15 de mayo de 2022)

Homilía del P. Ignasi M Fossas, monjo de Montserrat (15 de mayo de 2022)

Hechos de los Apóstoles 14:21b-27 / Apocalipsis 14:1.8-13 / Juan 13:31:35

 

En la visión del Apocalipsis que hemos leído en la segunda lectura, existe una frase clave que ilumina las otras lecturas y la celebración de todo este domingo quinto de Pascua del ciclo C. El texto dice que Juan tuvo una visión donde todo era nuevo: el cielo, la tierra, la ciudad de Jerusalén y en el lugar del trono quien se sentaba afirmó: «Yo haré que todo sea nuevo». Ésta es la buena noticia: «Yo haré que todo sea nuevo».

La novedad es una de las realidades más fascinantes para el corazón humano. Quizás es porque experimentamos la caducidad de la vida, o la decadencia de las cosas, o el envejecimiento de las personas y de las instituciones en contraste con nuestro deseo de plenitud y de eternidad, quizás por eso nos atrae tanto la idea de una vida nueva, de un nuevo comienzo, de una realidad nueva que nos ayude a superar el destino ineludible de la muerte. Todo esto queda bien reflejado en el diálogo entre Jesús y un fariseo llamado Nicodemo (Jn 3,1-10). En una conversación llena de sinceridad, de confianza, de encuentro profundo con lo esencial, Jesús le dice a Nicodemo que nadie podrá ver el Reino de Dios sin haber nacido de arriba. La respuesta de Nicodemo expresa bien la experiencia cotidiana: ¿Cómo puede nacer un hombre viejo? ¿Tiene que volver a entrar en las entrañas de la madre para poder nacer? Nicodemo, y con él también nosotros, intuye perfectamente el deseo de empezar una vida nueva, pero no entiende qué significa nacer de arriba o nacer de nuevo. Sabe bien, como lo sabemos también nosotros, que podemos ilusionarnos fácilmente con novedades efímeras, que nos ilusionan pero que no nos satisfacen. Lo vivimos cada vez que estrenamos algo nuevo, cuando empezamos el año o si cambiamos de casa, de coche, de trabajo. Querríamos empezar de nuevo para empezar, de una vez, la vida verdadera.

La respuesta definitiva se encuentra en la persona viva de Jesús, en Jesucristo resucitado. Jesús contesta a Nicodemo que nadie podrá entrar en el Reino de Dios sin haber nacido del agua y del Espíritu. Nacer del agua y del Espíritu es la forma en que el evangelio según san Juan expresa la realidad definitiva de nuestra vida: participar en la muerte y en la resurrección de Jesús por obra del Espíritu Santo. La Iglesia, siguiendo el mandamiento del Señor Jesús, ha entendido que este nuevo nacimiento en el agua y el Espíritu se produce por el bautismo, la confirmación y la eucaristía.

El que se sienta en el trono de la nueva Jerusalén y dice: «Yo haré que todo sea nuevo» es Jesús resucitado, triunfando sobre el pecado y la muerte. Para vivir realmente la novedad que buscamos debemos ser sumergidos en la vida, la muerte y la resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. Sólo así empezaremos, por la acción del Espíritu Santo, la vida nueva que tanto deseamos y que nos permitirá participar de la novedad absoluta inaugurada con la resurrección de Jesús.

Hemos visto que es una novedad que afecta también a la creación: un cielo nuevo y una tierra nueva. Que incluye también la ciudad santa, la nueva Jerusalén y el tabernáculo donde Dios se encontrará con los hombres. El lugar de esta íntima comunión entre Dios y la humanidad, que es la fuente de la vida nueva, ya no es un lugar de la geografía terrestre, sino que es la persona de Jesús, plenamente Dios y plenamente Hombre. Él es el sacerdote, el altar, la víctima y el tabernáculo. Y como hemos sido creados a su imagen, cada uno participa, en la medida en que sólo Dios conoce, de estos atributos del Señor Jesucristo. El cielo nuevo y la tierra nueva son, en nuestra vida, la novedad del otro y, en definitiva, la novedad de Dios.

Por eso Jesús nos puede dar un mandamiento que también es nuevo: que nos amemos unos a otros, tal y como él nos ha amado. Y cuando se ama, todo se convierte en novedad.

El nuevo nacimiento por el agua y el Espíritu se verifica también en el núcleo de nuestro ser: el corazón y el espíritu. Creemos que, por la participación en el misterio pascual de Jesucristo, se cumple en nosotros la profecía de Ezequiel (Ez 36, 26-28), que leíamos en la Vigilia Pascual: Os daré un corazón nuevo y pondré un espíritu nuevo dentro de vosotros. A partir de esta novedad interior empezamos una vida nueva, que es como un nuevo Éxodo, con la particularidad de que, si vivimos personalmente en Cristo resucitado, este nuevo éxodo es una peregrinación de amor, hecho con Él como compañero de camino, que nos conduce a la tierra prometida, el Reino, donde le veremos cara a cara. Entonces podremos hacer como Pablo y Bernabé cuando volvieran a Antioquía, podremos anunciar todo lo que Dios ha hecho junto a nosotros, cómo la gracia de Dios nos ha permitido llevar a cabo el anuncio del evangelio, de Cristo resucitado. Amén.

https://youtube.com/watch?v=X_KvfZJiD5A

Abadia de MontserratDomingo V de Pascua (15 de mayo de 2022)

Domingo IV del tiempo ordinario (30 de enero de 2022)

Homilía del P. Ignasi M. Fossas, monje de Montserrat (30 de enero de 2022)

Jeremías 1:4-5.17-19 / 1 Corintios 12:31-13:13 / Lucas 4:21-30

 

Queridos hermanos y hermanas:

La moderna teoría de la comunicación identifica tres componentes en cualquier acto comunicativo. Todos lo hemos oído alguna vez. Se trata del emisor o mensajero, del mensaje propiamente dicho y del receptor. A partir de esta estructura básica, el análisis se puede ir profundizando y complicando, a base de estudiar las características y posibles variantes de cada uno de estos tres elementos.

Os propongo leer las lecturas de este domingo a partir de este esquema.

La primera lectura habla claramente del emisor o del mensajero. El profeta Jeremías explica el comienzo de su vocación. El Señor Dios le hizo oír su palabra para decirle, precisamente, que ya lo había escogido desde antes de nacer. Su papel de mensajero, de transmisor de un mensaje que no era suyo, sino que venía de Dios, estaba ya establecido en el designio de Dios mismo. Aquí encontramos una característica de la comunicación que estamos considerando: el emisor es llamado por Dios a hacer este trabajo, su libertad no consiste tanto en escoger lo que quiere hacer como en aceptar de corazón el designio de Dios sobre él. La palabra que escuchó el profeta le anunciaba, aún, otra característica: el suyo sería un trabajo controvertido, difícil y a menudo mal recibido. La razón es fácil de adivinar: el mensaje que debería transmitir no sería halagador ni sencillo; más bien sería un lenguaje duro, de denuncia y acusación a diferentes instancias del pueblo de Israel. Por otros fragmentos del libro del profeta Jeremías sabemos que se jugó la vida en esta tarea. Pero el Señor no le abandonó nunca: Lucharán contra ti, pero no te podrán, porque yo estoy contigo para librarte – oráculo del Señor. El salmo responsorial es como un comentario poético sobre la actitud de confianza del profeta en la protección por parte de Dios: A ti, Señor, me acojo… tú, Dios mío, fuiste mi esperanza… En el vientre materno ya me apoyaba en ti, en el seno tú me sostenías.

En la segunda lectura hemos oído el himno extraordinario de san Pablo al amor, que con la fe y la esperanza forman las tres virtudes teologales. Si hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles…si tuviera el don de profecía… Si repartiera todos mis bienes entre los necesitados…pero no amase no me serviría de nada. El amor es paciente, es benigno; el amor no tiene envidia, … no se irrita; no lleva cuentas del mal… Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. Nos podríamos quedar con la afirmación central del texto, que es el núcleo del mensaje cristiano: el amor no pasa nunca, porque llegará un momento en el que la fe y la esperanza ya no harán falta porque veremos a Dios cara a cara. La más grande es el amor porque es el que nos hace entrar más a fondo en la comunión con Jesucristo.

Si recordamos los tres elementos del principio: emisor, mensaje y receptor, nos queda por considerar el tercero. El evangelio de hoy nos sitúa en la sinagoga de Nazaret, en un sábado, cuando Jesús había terminado de proclamar un fragmento del libro del profeta Isaías, se había sentado y se disponía a hacer su explicación. En ese caso, los receptores eran los judíos que le escuchaban. Hoy, aquí, los receptores somos todos y cada uno de nosotros, que es a quien se dirige el mensaje de salvación. El evangelio nos explica que la reacción de los judíos de Nazaret no fue favorable a Jesús. Es evidente el paralelismo con el profeta Jeremías. A Jesús le pasará lo mismo, y aún peor porque él acabará dando la vida por lo que predicaba. ¿Y nosotros? ¿Cómo recibimos a los mensajeros del evangelio?

¿Cuál es nuestra reacción cuando oímos anunciar que Jesús es el Hijo de Dios hecho hombre, que ha venido para salvarnos? Y también podríamos preguntarnos cómo nos comportamos cuando nos toca hacer de mensajeros o de emisores: ¿tenemos claro cuál es el mensaje? ¿Nos da miedo anunciarlo? ¿Lo hacemos con la confianza de que el Señor Dios está a nuestro lado?

Quisiera hacer todavía una última consideración. En el caso de Jesús, el mensajero y el mensaje se identifican. Esto no ocurre en el caso del profeta Jeremías, y en el de todos los demás enviados para anunciar el plan de salvación de Dios. En ellos siempre se distingue claramente entre el emisor o el mensajero y el mensaje. Y conviene que así sea para que quede bien claro que la salvación anunciada viene de Dios, no se obra humana. En cambio, en Jesús, como él es Dios mismo que se ha hecho Hombre como nosotros, el mensajero y el mensaje coinciden. Hemos visto que el núcleo del mensaje es el amor teologal. En Jesús de Nazaret, el Mesías, es el mismo amor, que es Dios, quien viene a encontrarnos. Sólo él puede concederse esta coincidencia.

Gracias a ello, la comunicación que Dios establece con su pueblo, con toda la humanidad y con cada uno de nosotros, llega a su punto más elevado, consistente en la transformación del receptor. Ahora ya no se trata sólo de hacer llegar una determinada información a los destinatarios, ni de provocar en ellos emociones o comportamientos regidos desde fuera, sino de cambiar el corazón del receptor para que lata en sintonía con Dios mismo, para que el designio de Dios se convierta en el proyecto de vida de quien recibe el mensaje.

Dejémonos involucrar del todo, por obra del Espíritu Santo, en el acto de comunicación de Dios, siendo mensajeros y receptores agradecidos, gozosos, libres y plenamente disponibles.

 

 

Abadia de MontserratDomingo IV del tiempo ordinario (30 de enero de 2022)

Domingo I de Cuaresma (21 de febrero de 2021)

Homilía del P. Ignasi M Fossas, Prior de Montserrat (21 de febrero de 2021)

Gènesi 9:8-15 / 1 Pere 3:18-22 / Marc 1:12-15

 

Queridos hermanos y hermanas:

Las lecturas de la misa suelen seguir una línea creciente que comienza con el Antiguo Testamento, continúa con un salmo, hace como un rellano con una lectura del Nuevo Testamento y culmina con el Evangelio. Hoy, sin embargo, la cumbre creo que se encuentra más bien en la segunda lectura, la del NT, que hoy es de la 1ª carta de San Pedro, por lo que el conjunto forma como una V invertida. Me explico.

Empezamos con un fragmento del libro del Génesis que hace referencia al diluvio y a la alianza que Dios hizo con Noé y con sus hijos. Los términos de esta alianza son claros. Dice Dios: el diluvio no volverá a destruir criatura alguna ni habrá otro diluvio que devaste la tierra… Esta es la señal de la alianza que establezco con vosotros y con todo lo que vive con vosotros, para todas las generaciones: pondré mi arco en el cielo, como señal de mi alianza con la tierra. Dios confirma, con estas palabras su compromiso de salvación con la humanidad. Pero la experiencia de muchas personas alrededor del mundo, entre otras cosas por causa de la pandemia que estamos viviendo, pero no sólo por eso, ¿no parece desmentir esta alianza de Dios? Comencemos la subida; no vemos la cima y el camino más bien se hace cuesta arriba. Nos acompaña el salmista que nos anima a hablar con Dios a corazón abierto, directamente, sin falsos respetos. El fragmento del salmo 24, que hemos cantado responsorialmente, comenzaba diciendo: Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas: haz que camine con lealtad. Nos saldría espontáneo añadir algún versículo de cosecha propia, como por ejemplo: «y es que, Señor, a veces tus caminos cuestan mucho de entender. ¿No habías dicho que la vida no sería nunca más exterminada por el agua del diluvio? ¿Y las inundaciones que hay, periódicamente, en varios lugar del planeta? ¿Y esta epidemia que nos lleva de cabeza, que nos ha hecho modificar tantas costumbres, que ha paralizado muchas actividades, que ha provocado la muerte de tanta gente y una enfermedad dolorosa en muchos otros? Las palabras del salmista nos ayudan en el camino: Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas; acuérdate de mí con misericordia, por tu bondad, Señor. Como si dijéramos: no nos abandones, Señor, no nos dejes desamparados en este momento crítico. Y de repente aparece la cima con la segunda lectura, que está tomada de la 1ª carta de san Pedro. El autor anuncia, brevemente, que Cristo murió y resucitó (por el Espíritu, fue devuelto a la vida). Dice a continuación que los que creen en Cristo participan también de su muerte y de su resurrección. En este mundo participan por el sacramento del bautismo y cuando llegue el fin de los tiempos participarán plenamente en la vida del resucitado. También explica que el agua del diluvio prefiguraba el bautismo. Es como si Dios nos quisiera decir: mirad, yo soy fiel a mi alianza. Pero el signo del arco en las nubes, la alianza de la AT, aunque era un signo imperfecto. Viendo el sufrimiento de la humanidad, me compadecí y para consolaros y curaros definitivamente del pecado y de la muerte, envié mi Hijo Jesucristo que fue clavado en la cruz, murió y fue sepultado, resucitó al tercer día y ahora está sentado a mi derecha. Y con su resurrección voy daros, también, el Espíritu Santo, Señor y dador de vida.

La liturgia de la Palabra ha acabado con la proclamación del evangelio, que hoy ha sido breve porque san Marcos escribía con un estilo más bien sobrio y conciso. Es como la bajada desde la cima, que no se hace de golpe sino planeando suavemente. Vemos a Jesús empujado al desierto por el Espíritu, tentado por Satanás y asistido por los ángeles. Después el evangelista decía que Jesús se marchó a Galilea predicando una Buena Nueva, una buena noticia: Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio.

Hermanos y hermanas: en el desierto donde a muchas personas les toca vivir por fuerza en este momento, Dios no nos deja solos. Jesucristo está con nosotros, lucha con nosotros y por nosotros, sufre con los que sufren, llora con los que lloran, busca con los que buscan, y los ángeles que le servían a Él también nos apoyan. Tengamos confianza en el Señor, que es bueno y es recto… que encamina a los humildes con rectitud y les enseña su camino.

Hagamos el camino de la Cuaresma y el camino de toda nuestra vida, junto con Jesús. Él nos sostiene en los momentos de prueba, Él nos alimenta con el pan de la eucaristía que es su Cuerpo, Él nos entrega su Espíritu Santo para darnos fuerza y ​​vigor. Y esperamos con una alegría llena de anhelo espiritual, la Santa Pascua (RB 49,7). ¡Amén!

 

 

 

 

Abadia de MontserratDomingo I de Cuaresma (21 de febrero de 2021)

Domingo I de Adviento (29 de noviembre de 2020)

Homilía del P. Ignasi M Fossas, Prior de Montserrat (29 de noviembre de 2020)

Isaías 63:16b-17.19b; 64:2b-7 / 1 Corintios 1:3-9 / Marcos 13:33-37

 

Las lecturas de este primer domingo de Adviento del ciclo B nos sitúan muy bien en la triple perspectiva de la vida cristiana. Hay como tres realidades capitales en la historia de la salvación, que se repiten también en la vida de cada uno de los creyentes y que desearíamos ver reproducidas en la existencia de muchos de nuestros contemporáneos que se sienten, más o menos conscientemente, lejos de Jesucristo .

He hablado de una triple perspectiva para referirme a tres realidades que señalan el camino de la Iglesia y, como decía, de cada uno de los discípulos de Cristo. La primera se puede resumir en la pregunta del profeta Isaías: ¿Por qué nos extravías, Señor, de tus caminos, y endureces nuestro corazón para que no te tema? No nos de miedo, hermanas y hermanos, reconocer nuestra dificultad para creer y aceptar que, incluso eso que nos puede parecer tan extraño, también forma parte del plan de Dios para salvarnos. Y es que creer lo que profesaremos a continuación, después de esta homilía, es decir que existe un Dios personal que lo ha creado todo, que quiere el bien de sus criaturas, que ama la vida, que es el Amor con mayúscula, que nos ha amado tanto que nos ha dado a su Hijo hecho hombre para salvarnos del pecado y de la muerte, que nos ha dado su Espíritu para que seamos un solo cuerpo y una sola alma y que renueva en nosotros su Espíritu Santo, siempre que se lo pedimos, creer todo esto no es fácil, ni es espontáneo, ni es cómodo. Incluso, más de una vez parece que los acontecimientos cotidianos quieran desmentir tercamente nuestra pobre fe. El misterio del mal y de la muerte, que es tan habitual por desgracia en buena parte de la humanidad y que nos ha aparecido como una novedad inesperada en nuestras sociedades occidentales con la Covidien-19, este misterio de tantas y tantas personas inocentes que sufren y que mueren, así como también el misterio de nuestra propia muerte ineludible, todo ello no nos resulta fácil de afrontarlo desde la fe. Si añadimos un entorno social y comunicativo contrario o que, sencillamente, ignora esta dimensión del ser humano, tendremos un cuadro bastante completo de la situación. Y para acabarlo de complicar, el profeta atribuye a Dios por lo menos una parte de nuestra falta de fe: Señor, ¿Por qué nos extravías, Señor, de tus caminos, y endureces nuestro corazón para que no te tema? Es que Dios, hermanas y hermanos, no nos quiere hacer creer en Él por fuerza, sino que espera que nuestra fe sea el resultado de un acto libre, movido por el amor a Jesucristo Salvador nuestro.

La segunda perspectiva ya la anunciaba, también, el profeta Isaías y la encontramos explicitada en el fragmento de la primera carta de San Pablo a los Corintios. Decía el profeta: tu nombre de siempre es «nuestro Liberador […] Y, sin embargo, Señor, tú eres nuestro padre, nosotros la arcilla y tú nuestro alfarero: todos somos obra de tu mano. Dios no rechaza su obra, porque la ama y porque nos ha creado a imagen y semejanza de su Hijo. En Jesucristo encontramos la razón, el fundamento y la fuerza de nuestra fe en Dios. Él es nuestra esperanza. Por eso san Pablo comienza la primera carta a los Corintios bendiciendo Dios pensando en la gracia de Dios que se os ha dado en Cristo Jesús. Y eso que Pablo decía a los cristianos de Corinto también nos lo dice a nosotros: bendito sea Dios porque nos ha enriquecido en Cristo en toda palabra y en toda ciencia. Pablo saluda a sus destinatarios deseándoles la gracia y la paz de Dios. Estos dos términos sintetizan lo mejor de la cultura griega y de la sabiduría judía, que han dado forma a nuestra fe y han modelado en buena parte, aunque no exclusivamente, nuestra cultura. La gracia, la Xaris griega, es el favor de Dios, su benevolencia, el don de sí mismo que Dios ha depositado en nosotros, es también la fuerza de su Espíritu. La paz, shalom judío, ya se adivina que no es sólo la ausencia de guerras o de conflictos, que ya sería mucho, claro, sino que expresa aquella manera de vivir en la que se lleva a cabo nuestra relación con Dios y con nuestro prójimo. La paz es también el fruto de la sabiduría que viene de Dios y que nos permite ver y comprender la realidad tal como es a los ojos de su Creador, que es al mismo tiempo el Salvador. Fiel es Dios, el cual os llamó a la comunión con su Hijo, Jesucristo nuestro Señor..

La tercera perspectiva también la anunciaban el profeta Isaías y San Pablo y es más explícita en el Evangelio. Isaías gritaba: ¡Ojalá rasgases el cielo y descendieses! En tu presencia se estremecerían las montañas. Y San Pablo recordaba con toda la fuerza a los Corintios que no carecéis de ningún don gratuito, mientras aguardáis la manifestación de nuestro Señor Jesucristo. Pero en el evangelio es Jesús mismo quien nos desvela con su palabra: Estad atentos, vigilad: pues no sabéis cuándo es el momento […] no sabéis cuándo vendrá el señor de la casa […] no sea que venga inesperadamente y os encuentre dormidos.. Es decir, la salvación que Jesucristo vino a traer y a anunciar con su pasión, muerte, resurrección y ascensión al cielo, ya empieza a estar presente y efectiva mientras vivimos en este mundo, pero nos damos cuenta que no es perfecta, que no está completa del todo. El Reino de Dios que Jesús anunciaba como un Reino cercano, aún no ha llegado a su plenitud. Cuando llegue todo será nuevo, todo será claro y diáfano, entonces triunfarán definitivamente el amor y la vida sobre el pecado, el mal y la muerte.

Jesús exhortaba a sus contemporáneos a velar para que el fin del mundo no los encontrara dormidos, pero también para que fueran capaces de captar y de vivir aquellos momentos en los que el Reino ya se hace presente en la vida de las personas y de las comunidades. Y eso que les decía a ellos, lo dice a todo el mundo, nos lo dice también a nosotros. Se trata de velar, hermanas y hermanos, para darnos cuenta de que la victoria de Cristo sobre el mal y la muerte ya se empieza a manifestar ahora, en nuestra historia que es un tejido de pecado y de gracia, de luz y de tinieblas. Jesucristo resucitado, nuestra gran esperanza, sigue presente entre nosotros y nos empuja a desear con todo nuestro ser su manifestación definitiva. Por eso le podemos dirigir con gozo la aclamación del salmo responsorial: Oh Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve. Amén.

Abadia de MontserratDomingo I de Adviento (29 de noviembre de 2020)