Homilía del P. Josep M Soler, Abad Emérito de Montserrat (12 de enero de 2025)
Isaías 40:1-5.9-11 / Tito 2:11-14; 3:4-7 / Lucas 3:15-16.21-22
Un día en que todo el pueblo se hacía bautizar, Jesús también fue bautizado. Con esta simplicidad, hermanos y hermanas queridos, el evangelista san Lucas narra un episodio que a los primeros cristianos les costó entender. ¿Por qué Jesús se hace bautizar por Juan, cuyo bautismo era de conversión y de penitencia para el perdón de los pecados, si él era el Santo de Dios, el Hijo del Altísimo (cf. Lc 1, 31.35; 4, 34)? ¿Si no tenía pecado? La gran mayoría de quienes recibían ese bautismo eran pecadores públicos que querían cambiar de vida: publicanos, que habían extorsionado y se habían enriquecido injustamente, prostitutas, soldados que habían actuado violentamente, o hecha denuncias falsas fariseos arrepentidos de su hipocresía, etc. ¿Por qué, pues, Jesús va a recibir ese bautismo y se acercaba a él con toda conciencia? Él va porque su misión es ser contado entre los pecadores (cf. Is 53, 12), ser solidario con el pecado del mundo, del de toda la humanidad, en toda su extensión y en todas sus implicaciones. Y así cargárselo a sus hombros y destruirlo en la cruz para reconciliarnos con Dios y abrirnos las puertas de la vida para siempre. Como dice san Pablo: Dios trató como pecador a aquel que no había experimentado el pecado para que en él nosotros pudiéramos ser justos (2C 5, 21). Por eso, Juan Bautista presenta a Jesús como el Cordero inocente de Dios que quita el pecado del mundo (Jn 1, 29). Ésta es la razón por la que Jesús se puso en la fila, como uno más del pueblo.
Juan bautizaba con agua, pero anunciaba que venía el que era más poderoso que él, al que se consideraba indigno servir incluso en las tareas más bajas que correspondían a los esclavos; y éste bautizaría con Espíritu Santo y con fuego. Unas palabras que nos remiten a Pentecostés, cuando el Espíritu Santo enviado por Jesús resucitado se manifestó como unas lenguas de fuego y llena el corazón de los discípulos (Hch 2, 3). Éste que es más poderoso que Juan Bautista, se presenta, pues, de incógnito a recibir de él el agua bautismal, así entra dentro del movimiento de conversión que lleva a cabo Juan. Jesús, tal y como remarca el evangelista, lo vive con oración intensa, consciente de que ahora empezará su misión pública, de anuncio itinerante del Evangelio y que culminará en su entrega en la cruz para rescatarnos de la esclavitud de las culpas, dejarnos limpios y hacer de nosotros un pueblo bien suyo, apasionado por hacer el bien, tal y como decía la segunda lectura.
Mientras Jesús oraba bajó sobre él el Espíritu Santo y el Padre dijo: Eres mi Hijo, mi amado; en ti me he complacido. Así se revela de manera excelente la identidad más profunda de Jesús, del que estos días hemos celebrado el nacimiento y la manifestación a todos los pueblos.
El bautismo de penitencia y de conversión que practicaba Juan, queda convertido por Jesús en bautismo de salvación. Él lo entregará a la Iglesia para que confiera el perdón de los pecados, la filiación divina por medio de la unión con él y el don del Espíritu Santo. Con esto se revela –tal y como decía todavía la segunda lectura- la bondad de Dios, que no se mueve por las buenas obras que nosotros podamos hacer, sino por su amor entrañable y gratuito. Y dándonos a la oración, como Jesús, vamos tomando conciencia de nuestra filiación divina. Hoy, contemplando el bautismo de Jesús, debemos agradecer que también nosotros hayamos recibido este baño de agua regenerador y el poder renovador del Espíritu Santo derramado a manos llenas sobre nosotros. Este don, además, no sólo nos da la gracia de vivir de una forma buena y santa, sino que nos hace herederos de la vida eterna. Lo que nos llena de fuerza para trabajar en bien de los demás y de esperanza frente a la finitud de este mundo.
La humildad de Jesús mezclado entre los pecadores que se hacían bautizar por Juan, continuada en un grado extremo en la humildad de someterse a la pasión y la muerte ignominiosa de la cruz, nos ha ganado estos dones. La profecía de Isaías, que hemos escuchado en la primera lectura, ha empezado a hacerse una realidad definitiva: Consolad, consolar mi pueblo […], decidle que ha sido perdonada su culpa. Nosotros, que creemos en la Buena Nueva proclamada por Jesucristo, debemos hacernos anunciadores en un contexto social e histórico difícil para que la gente no pierda la esperanza del mundo nuevo que ya empieza a vislumbrarse cuando uno se pone a vivir según la Palabra del Señor.
El Bautismo de Jesús es uno de los tres episodios que constituyen los momentos fuertes de la Epifanía; es decir, de la manifestación de Jesús como Mesías salvador, Hijo amado de Dios que tiene la plenitud del Espíritu Santo. El lunes celebramos el primero, que es la manifestación a los Magos como expresión de la manifestación en todos los pueblos, de la tierra. Hoy, contemplando su solidaridad con el pecado, el mal y la muerte de toda la humanidad, la voz del Padre lo manifiesta como Hijo amado y el objeto de sus complacencias, que tiene la plenitud del Espíritu Santo. Y el próximo domingo, en la boda de Caná, donde se manifiesta como el Esposo de la Iglesia que da el vino nuevo del Evangelio y de la Eucaristía.
Mientras Jesús oraba en su bautismo, se abrió el cielo, decía el evangelista. Se abrió el cielo y ya no se cerrará nunca más para favorecer la comunicación entre Dios y la humanidad, para que podamos establecer una relación de amistad filial, para que podamos entrar después de la muerte. La misma Eucaristía que ahora celebramos es una muestra de cómo el cielo está abierto: el Padre por medio del Hijo y en el Espíritu nos manifiesta su Palabra, nos da su gracia en el sacramento, acoge nuestra alabanza y nuestra súplica y nos adentra en la filiación divina.
Última actualització: 13 enero 2025