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Domingo XXVI del tiempo ordinario (29 de septiembre de 2024)

Homilía del P. Josep-Enric Parellada, monje de Montserrat (29 de septiembre de 2024)

Números 11:25-29 / Santiago 5:1-6 / marcos 9:38-43.45.47-48

Estimados hermanos y hermanas,

El relato evangélico que acaba de proclamar el diácono tiene como dos partes que no dejan de sorprendernos y que no pueden dejarnos indiferentes.

No dejan de sorprendernos porque expresan muy bien la realidad de nuestro hoy que no es nada distinta a la del tiempo de Moisés que vivió aproximadamente 1.400 años antes de Cristo, por tanto, hace cerca de 3.500 años.

Ambos Moisés y Jesús están en camino, ambos deben dar respuesta a una situación que les plantean sus discípulos más cercanos: Josué, el sucesor de Moisés que guio al pueblo para entrar en la Tierra Prometida, y Juan, el discípulo que en la última cena apoyó su cabeza sobre el pecho de Jesús y que estuvo al pie de la cruz hasta que expiró.

Sin dejar de lado el diálogo entre Moisés y Josué, sobre lo que volveremos más adelante, el evangelio de hoy nos ha presentado a Jesús camino de Jerusalén y aprovecha el largo trayecto que hacían a pie para hablar con sus discípulos y anunciarles en tres ocasiones que en Jerusalén será condenado y ejecutado pero que resucitará al tercer día. Estos anuncios desconcertaron a los discípulos, pero da la impresión de que lo que les decía no les tocaba directamente.

Por eso, no es de extrañar que después del primer anuncio de su pasión que leímos el pasado domingo Jesús les preguntara de qué discutían mientras hacían camino. Los discípulos no respondieron, y no lo respondieron porque el objeto de su conversación era sobre quién sería el más importante o el primero entre ellos a pesar de las trágicas palabras de Jesús anunciándoles su muerte. Ante la perspectiva de la muerte se aferran a las pequeñas seguridades que podían comportar el lugar que cada uno tendría. La respuesta del Maestro ya la sabemos: quien quiera ser mayor debe hacerse pequeño. Jesús no les humilla por lo que pensaban, sino que les hace volver a la realidad de la verdad evangélica.

En el fragmento de este domingo, Juan, uno de los discípulos más cercano a Jesús, le dice: “Maestro, hemos visto a uno que echaba demonios en tu nombre, y se lo hemos querido impedir, porque no viene con nosotros”, es decir, no es uno de los nuestros. De nuevo Jesús, les enseña sobre cuál es la forma evangélica con la que hay que comprender y juzgar la vida y sobre todo les enseña a mirar al mundo como la obra maravillosa de las manos de Dios y que por tanto quien tiene la última palabra es el bien ya que como Jesús mismo les dirá en otra ocasión, sed buenos como lo es tu Padre del cielo.

Lo que preocupaba a Josué, a Juan y a los demás discípulos, entre los que nos encontramos todos nosotros, no es la curación de los enfermos o la liberación de quienes estaban poseídos, sino la preocupación se desviaba hacia el propio grupo o lo que podría ser peor hacia los propios intereses, la propia seguridad, el propio poder que se garantiza en el grupo o en la institución. Pero éste no es el pensamiento de Jesús, cuyo corazón no conoce límites a su misericordia. Por eso con decisión respondió a Juan: «No se lo impidáis, porque quien hace un milagro en mi nombre no puede luego hablar mal de mí. El que no está contra nosotros está a favor nuestro.

Y el que os dé a beber un vaso de agua porque sois de Cristo, en verdad os digo que no se quedará sin recompensa.”

El bien, la bondad siempre provienen de Dios, sea quien sea quien lo lleve a cabo. Quien ayuda a los necesitados, quien sirve a los pobres y sostiene a los débiles, quien conforta a los tristes y apesadumbrados, quien acoge a los que nadie quiere, quien perdona, éstos siempre provienen de Dios. No se pertenece sencillamente a Dios porque formamos parte de una institución, de un grupo, de una organización por santa que sea. Somos del Señor cuando el amor por el otro es más fuerte que el amor para uno mismo, cuando el oído del corazón consigue a captar la necesidad de la salvación de Dios donde sea y sea quien sea quien la pida. Dios está siempre más allá de nuestro grupo, más allá de nuestras instituciones por eclesiales que sean.

Sí, todos, deberíamos alegrarnos por el bien que vemos en el mundo, alegrarnos de quien lo lleva a cabo sea donde sea que lo haga. El bien nace siempre de Dios, que es “Fuente de todo bien”

Las palabras durísimas que Jesús pronuncia en la segunda parte del fragmento evangélico subrayan, con un lenguaje hiperbólico, es decir, que sobredimensiona la realidad, cuál es el camino de los discípulos: “Si tu mano o tu pie, o tu ojo, son motivo de escándalo para alguno de los pequeños, córtalo o quítatelo”.

Ser escándalo significa hacer caer y también significa no sostener a quien es débil o necesita confort, entre otras acepciones. Todos sin excepción pensamos que la felicidad sólo se encuentra en conservarnos a nosotros mismos, en conservarnos indemnes en medio del mundo, en el no perder nunca nada. Jesús en cambio nos dice que la verdadera felicidad se encuentra al darse por causa del Evangelio, al perder la propia vida por otros.

El amor por los demás reclama siempre alguna renuncia, el cortar algo que no nos deja hacer el bien en su pleno sentido. No se trata naturalmente de una mutilación, sino de un cambio en nuestro actuar desde el corazón.

Si nos fijamos en nuestros ojos nos damos cuenta de que muy a menudo o siempre nos miramos únicamente a nosotros mismos; si seguimos fijándonos en las manos nos daremos cuenta de que son únicamente para ocuparnos de nuestras cosas; y si prestamos atención a nuestros pies sólo se mueven por los propios intereses y por los propios negocios. Necesitamos usar la mano para ayudar a quien sufre y tendremos la misma alegría de Cristo. Necesitamos que nuestros pies se muevan por los caminos del Evangelio y seremos testigos del amor de Dios. Así daremos sentido a la vida y entenderemos muy bien lo que dice Jesús hoy. Que así sea.

 

 

Última actualització: 30 septiembre 2024