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Domingo XVII del tiempo ordinario (28 julio 2024)

Homilía del P. Joan m mayol, monje de Montserrat (28 de Julio de 2024)

2 Reyes 4:42-44 / Efesios 4:1-6 / Juan 6:1-15

El pequeño fragmento de la carta a los Efesios que la Iglesia proclama en la Liturgia de la Palabra de este domingo, nos recuerda el aspecto dinámico de la fe cristiana que es a la vez vocación y misión, una vocación y una misión que sólo pueden ir hacia adelante si se viven desde la humildad y la mansedumbre, porque la humildad y la mansedumbre son las dos virtudes que van haciendo posible mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz, para vivir el distintivo evangelizador de la comunidad cristiana de amarnos unos a otros como Jesús nos ha amado.

¿Por qué la humildad y la mansedumbre son tan necesarias? La humildad es la actitud más sabia de la criatura humana frente al misterio del universo, de la vida y de la muerte, que nos revelan al mismo tiempo nuestra condición única y maravillosa, y nuestra fragilidad y finitud. La humildad nos hace más conscientes de nuestros límites, nos hace tener los pies en el suelo, pero con una mirada de confianza en el sentido último de la vida. La humildad nos acerca al sentir mismo de Dios y nos permite relacionarnos con los demás en una actitud de servicio, no desde el orgullo que nos deshumaniza sino desde el amor que nos viene de Dios que, haciéndonos hijos suyos en Jesucristo, también nos hace hermanos entre nosotros.

Si la humildad es sabia, la mansedumbre es fuerte. Porque mansedumbre no significa debilidad humana o apatía social, la mansedumbre más bien fundamenta la cultura del buen trato, mostrando fortaleza persistiendo, en todos los ámbitos, en la no violencia como principio efectivo de un presente con salida y de un futuro posiblemente mejor.

Poniéndonos de verdad a la escucha comprometida de la Palabra de Dios, se nos confiere el poder del Espíritu, es decir el poder de l’amor, que nos da la fuerza para enfrentarnos a las adversidades, la persistencia desarmada por ser constructores de paz.

La vocación cristiana se inserta en este mundo; es don y misión para este mundo. Y aquí la humildad y la mansedumbre juegan un gran papel ante las pruebas externas y los obstáculos internos que dificultan el anuncio del evangelio y la presencia visible del Reino de Dios. Distanciados, a pesar de ser hermanos en la fe, somos más propicios a tirar cada uno por su lado que a mirar donde el evangelio quiere que nuestros caminos se encuentren. Es la rémora que todavía hoy hace que los cristianos no vivamos en comunión plena unos con otros, y esto dificulta al mundo creer en Jesucristo como enviado del Padre. San Pablo nos habla de una sola fe, de un solo bautismo, de un solo Dios y Padre que actúa a través de todo. Esa verdad no es una idea sino una realidad viva; de hecho es nuestra salvación. Dios Padre sigue atrayéndonos a Jesucristo en la unidad del Espíritu. Y el camino que nos muestra es el de Cristo en la Cruz reconciliando con Él todas las cosas y entregando a todos el Espíritu.

La dimensión Pascual del Calvario nos empuja a la mansedumbre, a perdonarnos mutuamente con humildad. Si el perdón sana las mutuas heridas y revierte nuestra dureza de corazón, seremos más capaces de estrechar los vínculos de la comunión haciendo así más real la encarnación del evangelio y la credibilidad de su mensaje gozoso.

Es bueno mirar el cielo, siempre que lo hagamos con los pies en el suelo. Debemos partir desde lo que somos, de lo poco que tenemos si queréis, como el joven del evangelio de hoy que sólo tenía cinco panes de cebada y dos peces. A la pregunta de Jesús sobre dónde compraremos pan para que puedan comer todos, Felipe sólo piensa en el dinero que no tiene, y Andrés con lo poco que son para tanta gente cinco panes y dos peces. Es Jesús quien, dando gracias por lo que hay, deja que Dios actúe en bien de todos por medio de sus manos.

Jesús nos enseña a confiar en la presencia salvadora del Padre celestial que lo transciende todo, lo penetra todo y actúa a través de todo. No estamos solos, la vocación a la que estamos llamados llena nuestro corazón de alegría y de esperanza, en la misión que nos ha sido encomendada el Señor nos precede y nos acompaña. Bajo la mirada de Dios, todo el que sabe repartir de lo mejor que tiene, se convierte en cooperador de su obra de amor y de salvación.

Estamos celebrando la eucaristía, el Memorial de la muerte y de la resurrección del Señor que, desde la humildad y la mansedumbre, ha vencido el pecado y la muerte, y la celebramos no sólo para nosotro, como comunidad de fe, sino para todos los hombres y mujeres del mundo, incluso para aquellos que no saben valorarla como es debido, a todos querríamos ver convivir en paz como hermanos.

Ofrecemos a este mundo nuestro los dones que Dios nos ha confiado: El Espíritu de Cristo resucitado y su mensaje de esperanza y de paz que une y fortalece todas las iniciativas que en el ámbito de Iglesia y fuera de ella llevan a cabo en favor de la dignidad de la persona y de su libertad.

 

 

 

 

 

 

 

Última actualització: 29 julio 2024