Domingo V del tiempo ordinario (6 de febrero de 2022)

Homilía del P. Joan M Mayol, monje y Rector del Santuario de Montserrat (6 de febrero de 2022)

Isaías 6:1-2a. 3-8 / 1 Corintios 15:1-11 / Lucas 5:1-11

 

La celebración comunitaria de la fe siempre nos trae la alegría del evangelio. San Pablo nos recordaba, en la segunda lectura, lo esencial de este evangelio que acogimos al recibir el bautismo y que es la encarnación, la muerte y la resurrección del Señor por nosotros y por nuestra salvación.

Jesús, obediente al designio de salvación del Padre, con su doctrina nos eleva el espíritu con palabras sencillas, fáciles de comprender, que llegan al corazón de las cuestiones más esenciales.

Jesús, por amor nuestro, ha compartido nuestra condición mortal, nuestras ilusiones, amores y aflicciones, para poder hacerse en verdad uno con nosotros, compañero de este camino de regreso a la casa del Padre que todos emprendemos desde nuestro nacimiento.

El Señor con su amor fiel, en medio del sufrimiento y de la muerte, y muerte de cruz, ha hecho morir en Él el pecado de todos porque, siendo tentado igual que nosotros, no ha caído en el pecado sinó que nos ha liberado a todos de su trampa mortal. Jesús resucitado, dándonos su Espíritu, nos brinda la posibilidad real de un nuevo comienzo.

Ésta es la vida que nos trae el evangelio. El evangelio es comparable a una red de pescar, pero con una finalidad diferente a la que tienen las redes de los hombres y las mujeres de mar, ya que no se trata de pescar peces sino personas como hemos oído hoy en el evangelio. La comparación, como todas las de Jesús, es sencilla y comprensible para quien quiera entenderla: los peces una vez sacados del agua mueren, en cambio, los hombres sacados del agua, son salvados de la muerte.

Desde el punto de vista de la fe todos somos pescados y pescadores de alguna forma. Pescados por el atractivo y la veracidad de la Palabra de Dios que nos da vida y esperanza, pescadores en tanto que la misma Palabra, transformando nuestra manera de vivir y de convivir, nos hace comunicadores de esta «vida con mayúsculas».

La fe se comunica de corazón a corazón, en familia, en las penas y alegrías de cada día, en el luto y en la esperanza, en la asamblea de los creyentes, en el silencio de la amistad y del buen compañerismo. Hoy todas estas realidades también se difunden a través de las redes sociales. Si tomamos la red como una metáfora, vemos que no todas las redes pescan para la vida, las hay que simplemente atrapan y no te dejan salir a flote. Extender la red del evangelio en el ámbito de la tecnología de la comunicación no es sólo poner contenidos religiosos, sino dar un testimonio coherente en el mismo perfil digital y en la forma de dar referencias, opiniones o emitir juicios, que han de concordar inequívocamente con los valores del evangelio, incluso cuando no se habla explícitamente de él.

La red de Jesús es totalmente diferente a las demás. Está tejida de palabras limpias y de compromiso coherente, es una red ancha, abierta a la luz y al gozo de la vida que viene de Dios.

También el sistema de pescar de Jesús es diferente. La hora de pescar no es la hora acostumbrada en la pesca marina, que habitualmente se hace por la noche, sino, como hemos visto en el evangelio, la pesca de Jesús se hace a la luz del día, después de escuchar la Palabra de Dios, después de ponerse en su presencia como cuando queremos sentir a primera hora de la mañana ese calor del sol en la cara que nos da energía positiva y buen humor.

El espectáculo de la salida del sol iluminando el cielo y la tierra siempre nos maravilla y al mismo tiempo nos hace caer en la cuenta de nuestra pequeñez. Algo parecido y mejor ocurre cuando nos ponemos conscientemente en la presencia de Dios sintiéndonos felizmente pequeños, pero inmensamente queridos, sintiendo el impulso de vivirlo todo con agradecimiento y generosidad, compartiendo el don de la fe en familia o en comunidad como lo estamos haciendo ahora mismo en la celebración de esta eucaristía, con el deseo de dejar en las redes un plus de consuelo, de gozo, de esperanza y de Espíritu.

 

 

Abadia de MontserratDomingo V del tiempo ordinario (6 de febrero de 2022)

Domingo II de Adviento (5 de diciembre de 2021)

Homilía del P. Joan M Mayol, monje de Montserrat y Rector del Santuario (5 de diciembre de 2021)

Baruc 5:1-9 / Filipenses 1:4-6.8-11 / Lucas 3:1-6

 

Esta mañana, en la oración de Laudes, San Pablo nos recordaba que hoy tenemos la salvación está ahora más cerca que cuando abrazamos la fe. Y esta proximidad siempre es motivo de alegría, porque tal y como en la primera venida nos trajo la paz del cielo que los ángeles cantaron en Nochebuena, cuando venga a buscarnos a finales de nuestros días, la alcanzaremos plenamente, cuando Cristo resucitado nos llevará allí donde Él está con el Padre y el Espíritu Santo desde siempre. En cada eucaristía expresamos este deseo tan grande cuando proclamamos con fe lo de: ¡Ven, Señor Jesús!

El Adviento litúrgico nos recuerda, preparando la Navidad, esta realidad de todo el año. Y para todo el año el evangelio nos recuerda la actitud dinámica de la conversión que nos mantiene activos en esta tensión entre el presente y la eternidad.

Hay dos imágenes del evangelio de hoy que nos ayudan a entender la dinámica de la conversión: El desierto y el Jordán. El desierto, lugar donde se escucha la palabra de Dios que habita en el silencio del corazón, y el Jordán, umbral que fue de la entrada a la tierra prometida, ahora símbolo del lugar donde se comparte el mensaje que hace posible la entrada al Reino de Dios prometido para todos.

La ruta que Juan Bautista abre en el desierto lleva al Jordán, al agua de la Tierra Prometida. El Precursor del Señor nos hace ver que hay que entrar en el desierto e ir al Jordán, que hay que buscar la soledad, no tener miedo al silencio que hace posible escuchar los latidos del espíritu, para poder discernir entre tantas voces la voz que es capaz de renovarnos de verdad. Una palabra no un eslogan, quizás más un interrogante que cuatro frases de auto ayuda, mejor aún una palabra de contradicción capaz de convertir la inercia de los comportamientos políticamente correctos en nuevas motivaciones humanamente mejores. La palabra que viene del desierto es una «palabra semilla» capaz de hacer germinar algo bueno, de reciclar tantos intentos fallidos de vida para recrear una posibilidad real de futuro.

El desierto nos lleva a encontrarnos con lo esencial. Casi siempre lo esencial consiste en pocas cosas, sólo las imprescindibles: afrontar la fragilidad y la grandeza de la misma vida humana con sinceridad y verdad. Éste es en definitiva el mensaje del hijo de Zacarías: Conviértete. Pon ante Dios tu miseria, quédate delante de Él esperando el don del fuego de su Espíritu, fuego que purifica del pecado, fuego que es estallido de vida nueva.

La conversión, tal y como nos recuerda el Catecismo, «es una tarea ininterrumpida para toda la Iglesia que recibe en su propio sí los pecadores y, siendo santa a la vez que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación (LG 8). Este esfuerzo de conversión no es sólo una obra humana. Su fuerza radica en el deseo de la pureza de corazón que, atraído y movido por la gracia, corresponde al amor misericordioso de Dios que nos ha amado primero.

El amor que nos tenemos unos a otros, en tanto que viene de Dios, es la semilla que, persistiendo en medio de las dificultades, debe cultivarse para que vaya enriqueciéndose y creciendo más y más, la semilla que lleva la penetración y la sensibilidad de espíritu que nos lleva a respetar, valorar y amar a todas las personas. La convivencia vivida como don de la gracia y trabajo de conversión, nos ayuda pedagógicamente a saber apreciar y movernos en los valores auténticos para poder llegar limpios e irreprochables sin obstáculos al día de Cristo, cargados de aquellos frutos de justicia que se dan por Jesucristo, a gloria y alabanza de Dios, como nos decía el apóstol.

La palabra recibida en el desierto es para comunicarla en el Jordán, a esa orilla de la tierra prometida que todos deseamos, este Cielo nuevo y esta Tierra nueva a la que todos nos dirigimos. En este camino, debemos saber compartir con todos, el mensaje positivo que encierra todo el evangelio de Jesús, porque la salvación que lleva incoada en él es para todos y está destinada a penetrar con fuerza humanizadora los problemas, las crisis, los miedos y las esperanzas que son de todos.

El evangelio de Jesús no es fantasía de un mundo imposible, tampoco es resignación que sublime el luto y la aflicción, sino realidad con esperanza. Con la ayuda del Señor, debemos persistir en la siembra de la Palabra de Dios, a pesar de que tengamos lágrimas en los ojos, para que pueda haber una siega que convierta el luto y la aflicción en cantos de alegría, unos cantos, los de Navidad, que ya son parte de esa cosecha.

 

 

 

Abadia de MontserratDomingo II de Adviento (5 de diciembre de 2021)

Domingo XXXIV, Solemnidad de nuestro Señor Jesucristo, Rey de todo el universo (22 de noviembre de 2020)

Homilía del P. Joan M. Mayol, Rector del Santuario de Montserrat (22 de noviembre de 2020)

Ezequiel 34:11-12.15-17 / 1 Corintios 15:20-26.28 / Mateo 25:31-46

 

Las lecturas de la eucaristía de esta solemnidad de Cristo Rey, nos hablan de Jesús, como Pastor solícito, Rey misericordioso y Juez justo. Jesús es el Gran Pastor del Pueblo de Dios porque ha dado la vida por sus ovejas, es verdaderamente Rey universal porque ha sido el único hombre que ha realizado incomparablemente mejor el oficio de ser persona. Dios ya había hecho al hombre “rey de lo que había creado» pero la historia nos dice que este ha hecho de sí mismo un tirano y se ha comportado con la naturaleza de idéntica manera.

La imagen que hoy sobresale más en esta escena del juicio final, sin embargo, es la de Jesús como Juez justo. El Padre ha dado a él el juicio porque él, abrazando la condición humana, ha vivido todos sus límites, ha sufrido sus tentaciones, pero no ha caído en ningún momento en la maldad del pecado porque ha confiado siempre en Dios y se ha mantenido humilde y respetuoso ante él. Jesucristo ha demostrado al género humano que ser persona, de acuerdo con el plan amoroso de Dios, es posible, no es fácil pero tampoco difícil, todo es ponerse; y en su providencia, conociendo nuestra debilidad, nos ha dejado como remedio a este mal radical del egoísmo que nos domina, el don de la misericordia. ¿Por qué la misericordia y no otro don? Porque la misericordia nos hace humildes, más personas. Ejerciendo la misericordia tenemos una oportunidad muy personal de experimentar, de alguna manera, el amor viviente que es Dios mismo. Y este amor es lo que puede ir transformando nuestro ego pagado de sí mismo en un yo liberado y liberador, en un yo en comunión fraterna con todos los demás.

La misericordia nos lleva a compartir más que a acumular, a cuidar más que a devorar, con lo cual la naturaleza sale beneficiada y por ende nosotros mismos. La misericordia nos empuja más a ser creativos que ser violentos.

Hablar de misericordia no es hablar de conmiseración paternalista, sino de empatía y de autenticidad humana, de gozo por el valor útil y eficaz de la propia existencia. La capacidad de ser misericordiosos es el gran don que la Providencia ha puesto en nuestras entrañas. Ser misericordiosos, empático, comprometido con el bien, es lo que nos hace benditos de Dios, la falta de todo esto o su contrario es lo que arruina la propia vida y la convivencia que se deriva. Misericordia no es ir con lirio en la mano, es más bien tener el coraje de renunciar a toda violencia para estrechar con fuerza las manos solidariamente tanto con los de cerca como con los de lejos, y ponerse juntos a abrir camino.

Las palabras de Jesús nos invitan a estar atentos a nuestras decisiones para no acabar condenando nuestra vida y nuestra historia, ya ahora, a un suplicio eterno debido al egoísmo o al amor inactivo. Los condenados que están a la izquierda y los salvados que están a la derecha del Señor, no están ahí por haber ignorado o conocido Jesús y su Evangelio, no se cuestiona aquí su religiosidad, la cuestión esencial que se debate es el ejercicio o no ejercicio de la misericordia con los que les son iguales en humanidad.

La argumentación de Jesús sopla sobre el incienso de piedad que podría ocultar los problemas que nos afectan a todos y que está en nuestras manos resolverlos: el hambre, la falta de agua, la miseria, la inmigración, problemas todos ellos que mal resueltos o resueltos sólo para unos pocos acaban generando para todos violencia, lágrimas y resentimientos.

Jesús no nos pide un imposible, él mismo no hizo más que lo que estaba a su alcance natural; pero no quiere que, por desidia o por miedo, acabemos mirando a otro lado cuando el Cristo necesitado lo tenemos en frente; su evangelio nos hace mirar con la empatía de Dios la realidad humana que tenemos a nuestro alcance para así, contribuir, entre todos, eficazmente, en el todo inalcanzable del mundo. Joan Maragall, poeta de alma rebelde y de espíritu inquieto, en su «Elogio del vivir», expresa esta responsabilidad evangélica que todos y todas tenemos, con una belleza sobria y así de acertadamente.

Ama tu oficio,

tu vocación,

tu estrella,

aquello para lo que sirves,

aquello en que realmente,

eres uno entre los hombres,

esfuérzate en tu quehacer

como si de cada detalle que piensas,

de cada palabra que dices,

de cada pieza que colocas,

de cada martillazo que das,

dependiese la salvación de la humanidad.

Porque depende, créeme.

Si olvidándote de ti mismo

haces todo lo que puedes en tu trabajo,

haces más que el emperador

que rige automáticamente sus estados;

haces más que el que inventa teorías universales

sólo para satisfacer su vanidad,

haces más que el político,

que el agitador, que el que gobierna.

Puedes desdeñar todo esto

y el arreglo del mundo.

El mundo se arreglaría bien el solo,

sólo con que cada uno

cumpliera su deber con amor, en su casa.

 

 

Abadia de MontserratDomingo XXXIV, Solemnidad de nuestro Señor Jesucristo, Rey de todo el universo (22 de noviembre de 2020)

Solemnidad de la Santísima Trinidad (7 junio 2020)

Homilía del P. Joan M Mayol, Rector del Santuario (7 juny 2020)

Éxodo 34:4b-6.8-9 – 2 Corintios 13:11-13 – Juan 3:16-18

 

Este pequeño fragmento del evangelio de san Juan, hermanos y hermanas, da para mucho. Es como un gran epílogo a todo lo que hemos estado celebrando a través del año litúrgico hasta ahora, marcándonos las líneas de fondo que deben orientar tanto nuestra vida interior como nuestro testimonio de la fe. Es un texto fino que nos deja intuir la intimidad del misterio de la vida de Dios que es también para todos los hombres de hoy gracia humanizadora, amor liberador y don vivificante del espíritu.

Dios, en Jesús, continúa ofreciendo a todos, el camino, la verdad y la vida. Jesús ha vivido de tal manera la vida humana que se ha convertido para todos los tiempos en el referente universal. Jesús, llevado por el Espíritu Santo, ha vivido con una total libertad la obediencia al Padre y lo ha hecho para que perdure eternamente en nosotros, como en Él, la calidad de vida, una calidad de vida que, si nos descuidamos, el pecado puede marchitar y sumir en la tristeza del sin sentido. El evangelio es una clara alerta positiva para preservar y potenciar la calidad de la vida divina que todos llevamos en nuestro corazón, una alerta a no banalizar el hecho de la fe, porque creer o no creer no es indiferente.

Si creemos en Jesús, y aquí creer no significa tener por sabido quién es y qué dice sino más bien hacer caso de sus palabras, hacemos ya de la vida presente, a pesar de sus limitaciones, un comienzo de plenitud parecido a como el Señor mismo comenzó a hacer sembrando, en su momento histórico nada fácil el bien, la paz y la esperanza. Creer, en este sentido, es ya empezar a participar de la salvación.

No creer, nos ha dicho el evangelio, es estar condenado. Ciertamente, no querer creer en el Hijo único de Dios, es decir: no hacer caso deliberadamente de sus palabras dirigidas a todos supone, para todos y todas, condenarse a no llegar nunca a reconocernos como hermanos sino más bien a tratarnos como rivales sino enemigos. En este sentido, ¿cómo no unirse a la protesta generalizada por la detención brutal y el homicidio impune del afroamericano George Floyd? Es un caso concreto, pero puede ejemplificar lo que la manera occidental globalizada de vivir lleva a tantas personas que quedan al margen del sistema: a no poder respirar, a no poder vivir dignamente. Este es el mundo del que se excluye a Dios. ¿Es este el mundo que queremos? Es parte del mundo que ahora mismo estamos construyendo, un mundo, lo sabemos, donde demasiado a menudo la legalidad se impone por encima de los derechos más fundamentales. Volviéndose de espaldas a Dios, despreciando sus palabras, es mucho lo que nos jugamos.

Creer, admitir la palabra de Jesús, no será vivir como sin problemas, pero no olvidar el ideal hacia el que esta palabra nos dirige, nos ayudará a no aceptar como normales conductas y actitudes que terminan haciéndonos daño a todos y perjudican siempre, más, a los más pobres. Cuando la fe contempla la belleza de Dios y la de su proyecto de amor sobre los hombres y ve en que la estamos convirtiendo ahora mismo, siendo propuesta no puede dejar de convertirse en denuncia, es gemido pero no amargura; supone una lucha, pero descartando toda violencia; urge a la solidaridad pero rechaza todo paternalismo.

Nadie está libre de culpa. Creer, implica para uno mismo, una constante conversión a este Dios que, por el Espíritu, en Jesús, se nos ha revelado como amor, perdón y acogida. El misterio de la Trinidad, sorprendentemente, se nos revela como el icono de nuestra realidad más profunda.

Creada a imagen del Padre, la persona está hecha para amar. No encontrará la paz cerrándose en sí misma prescindiendo de los demás, sólo hará experiencia de paz y de alegría compartiendo con los demás lo mejor que lleva en las entrañas.

El hombre y la mujer, creados a imagen de Jesús, están llamados a vivir, como Él, en la reciprocidad, acogiendo el amor de Dios y dándose a Él. ¿Tanto individualismo, no nos está convirtiendo, incluso entre abuelos, padres, hijos y hermanos, en extraños, desligados de todo, forasteros unos de otros, condenados a un confinamiento individual perpetuo? Una convivencia sin conflicto es imposible, pero negarse a vivir el perdón es matar la esperanza de una convivencia verdaderamente humana. Sin el perdón no puede haber gozo, ni paz ni alegría.

Porque como bautizados llevamos el Espíritu del Padre y del Hijo, estamos llamados a vivir creando unidad, viviendo, como servidores humildes, el misterio de la comunión divina que eleva la calidad espiritual y ennoblece la convivencia humana.

El apóstol nos proponía con el saludo litúrgico de la segunda lectura tres actitudes básicas para vivir así en paz y bien avenidos: dejar actuar la gracia de la palabra de Cristo en nosotros, acercarnos con agradecimiento al amor fiel de Dios, y aceptar de vivir según el Espíritu, no como una imposición sino como un don reiterado, como un regalo para la misma vida que experimenta el gozo de Dios dentro y fuera de sí.

Creer en Jesús no es una cuestión personal menor o socialmente marginal, creer o no creer afecta a la convivencia humana o bien abriéndola a la libertad comprometida del amor o bien condenándola a la servidumbre del propio egoísmo.

Como hemos visto en el fragmento proclamado del libro del Éxodo, Dios no nos abandona en nuestras miserias; Dios no quiere la muerte del pecador, lo que quiere es manifestar su amor de una manera aún más profunda y sorprendente precisamente ante la misma situación de pecado en que vivimos para ofrecernos siempre la posibilidad real de la conversión y del perdón que renuevan la vida. También hoy, en medio de nuestras infidelidades, Dios, en Jesús, su Hijo único, mediante el Espíritu Santo, continúa haciéndose presente como amor compasivo y misericordioso, lento a la ira, fiel en el amor. Es soberanamente libre, mucho más terco en el amor que nosotros en el pecado, incomprensiblemente fiel, adorablemente sorprendente: no nos queda otra: adorar, agradecer y amar.

Abadia de MontserratSolemnidad de la Santísima Trinidad (7 junio 2020)