Homilía del P. Carles-Xavier Noriega, monje de Montserrat (3 de abril de 2022)
Isaías 43:16-21 / Filipenses 3:8-14 / Juan 8:1-11
El Evangelio de hoy presenta uno de los episodios más sugestivos de la vida pública de Jesús. Se ve obligado a intervenir en la condena de una mujer hallada en flagrante delito de adulterio. Los escribas y los fariseos, sintiéndose autorizados por la ley de Moisés, no piden la intervención de Jesús en nombre de la justicia; no piden su intervención para que les aclare cómo aplicar la ley en esta situación. Tampoco se interesan por el destino de la mujer, y mucho menos por enmendar cualquier error o equivocación. La mujer, en sus corazones, ya está juzgada y condenada con la peor de las sentencias: la lapidación. Así pues, la historia de esta pecadora tendrá la conclusión que merece.
Sin embargo, los escribas y fariseos ven en esta situación una nueva oportunidad. Creen haber encontrado la posibilidad de poner a Jesús en una situación difícil al preguntarle, con las piedras ya en la mano, qué hacer. Y Jesús responde adecuadamente a esta provocación.
La reacción del Maestro, ante la provocación de sus rivales, es sorprendente: no interroga a la mujer y no se bate en duelo con los escribas y fariseos. Sabe muy bien que no es la mujer pecadora la que está en el centro de la acusación y que todos los ojos están puestos en Él. Ella es sólo un señuelo. Él es el verdadero acusado. Todos esperan sus palabras para saber si traicionará a Moisés o las esperanzas del pueblo. Pero Jesús calla, no tiene prisa, no parece preocupado ni por la guerrilla religiosa que le rodea, ni por la multitud de curiosos que se agolpan por no perderse el espectáculo.
Sí, Jesús calla, mantiene las distancias, no se enzarza en una escaramuza teológica para ganar a sus adversarios con citas bíblicas. El maestro evita el duelo, no desafía, no provoca. Todas las miradas están puestas en Él, pero Jesús se agacha, se sienta, guarda silencio y escribe en el suelo algo que nadie podía leer.
Pero los acusadores no desisten e insisten en su pregunta. Entonces se incorpora y pronuncia unas palabras, que, sin duda, se encuentran entre las más importantes de la tradición evangélica y que todo el mundo que las ha escuchado no puede olvidar: «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra». Y el efecto es devastador, uno tras otro, empezando por los más ancianos hasta los más jóvenes, todos los acusadores acaban desfilando. Y quedan solos, la mujer, que se encontraba en el centro, y Jesús. Y es ahora cuando Jesús se encuentra realmente con la mujer, a la que mira frente a frente al tiempo que le pregunta: “¿Nadie te ha condenado?”.
La mujer había escapado del veredicto de sus jueces. Ahora se encuentra ante Jesús con su pobre humanidad, con su culpa y vergüenza. Pero Jesús la saca de su aprieto e inseguridad, no planteando en modo alguno el problema de la culpabilidad ni pronunciando contra la mujer palabra de acusación, sino refiriéndose únicamente a la conducta de los acusadores. En la respuesta de la mujer se percibe en cierto modo su alivio y liberación: “Nadie, Señor”. Y sigue la respuesta de Jesús que resuelve en sentido positivo toda la situación problemática de la mujer: “Yo tampoco te condeno”.
¿No es fascinante este Jesús que no condena, no juzga, no reprende? El suyo es un amor que va por delante: no espera que la mujer se humille a sus pies y le pida perdón. No, no hay necesidad. El perdón le ha precedido. Precisamente este último punto es la gran sorpresa y, al mismo tiempo, el gran escándalo de este pasaje del Evangelio: Jesús la perdona independientemente del arrepentimiento o la intención de convertirse.
El perdón de Jesús es total y escandalosamente gratuito porque es la revelación en la historia del amor del Padre. Dios no ama porque el pecador se haya arrepentido, sino porque es su Padre. No es su conversión la que Lo hace misericordioso, sino que es su amor quien hace posible la conversión del pecador. El perdón de Dios no es la consecuencia del arrepentimiento, sino la posibilidad.
Y es que la actitud de Jesús es radicalmente exigente al anunciar su mensaje, pero increíblemente comprensivo al juzgar la actuación concreta de las personas. No importa cuál sea nuestro pecado, no importa lo lejos que hayamos caído, su mano siempre está extendida para cogernos y levantarnos.
Sólo quienes se descubren queridos con un amor totalmente gratuito se pueden arrepentir y cambiar de vida. El amor de Dios no se conquista, sino que se acoge. Y una vez recibido, tiene el poder de poner la vida boca abajo. Precisamente por eso Jesús le dice a la mujer: “Vete y desde ahora no peques más”.
Hermanos y hermanas, Jesús no condena a nadie: no condena a la mujer, que ya ha reconocido su culpa, y la invita a cambiar de vida. Tampoco condena a los escribas y fariseos; la puerta de la salvación no está cerrada para ellos si saben reconocer la hipocresía de sus actos. No, Jesús no condena, pero sí espera una ruptura definitiva con el pecado.
Dios, que nos invita a la conversión, nos dé fuerzas para conseguirlo.
Última actualització: 5 abril 2022