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Domingo III Pascua. 25 años de ordenación sacerdotal del P. Manuel Nin (23 de abril de 2023)

Homilía del Excm. y Rvm. P. Manuel Nin, Exarca apostólico para los católicos de tradición bizantina de Grècia. Obispo titular de Carcabia (23 de abril de 2023)

Hechos dels Apòstols 2:14.22b-33 / 1 Pedro 1:17-21 / Lucas 24:13-35

 

¡Cristo ha resucitado! ¡Realmente ha resucitado!

Χριστός Ανέστη! Αληθώς ανέστη!

Querido padre abad Manel, hermanos monjes y presbíteros concelebrantes, patera Petro e patera Igor de Atenas, escolanes, queridos hermanos y hermanas. 

La celebración dominical nos reúne para celebrar la Santa y Gloriosa Resurrección de nuestro Señor Jesucristo. Una celebración que vosotros en Occidente celebrasteis y vivisteis de manera litúrgicamente plena hace dos domingos y que nosotros en Oriente la celebramos y la vivimos hace apenas una semana. Juntos o con una semana, o dos o hasta cinco de diferencia, celebramos la resurrección del único Señor de nuestra vida, el único Señor de nuestra historia. Celebramos Aquel que fue traicionado, muerto, sepultado, y que resucitó el tercer día y ahora se sienta a la derecha del Padre.

Y en esta celebración, hemos escuchado y acogido tres lecturas de la Sagrada Escritura, las que corresponden a este tercer domingo del tiempo Pascual, que nos han hablado de ese misterio, que es el misterio central de nuestra fe. Escuchando y haciendo nuestra la Palabra de Dios, hemos sido llevados de la mano de Pedro en la primera y segunda lectura, y haciendo camino hacia Emaús en el evangelio, hemos sido llevados al encuentro con el Señor que está vivo y que hace camino con nosotros o, mejor dicho, somos nosotros que hacemos camino con Él.

En los Hechos de los Apóstoles hemos escuchado la catequesis de Pedro, una catequesis muy sencilla y clara: Cristo traicionado, muerto y resucitado. Y fijaos que Pedro, su anuncio, su profesión de fe, la justifica o mejor dicho la cuenta con un salmo, el 15, un salmo ya cantado proféticamente por el propio David. ¿Y cómo termina la catequesis de Pedro? Jesús resucitado, que se sienta a la derecha del Padre y recibe el Espíritu Santo que Él mismo da, envía, derrama sobre cada uno de nosotros, sobre toda la Iglesia. La predicación, la catequesis de Pedro es muy sencilla y clara: Cristo sufriente, muerto y resucitado, que se sienta a la derecha del Padre y que envía al Espíritu Santo sobre la Iglesia.

El salmo responsorial, el salmo 15, es casi una profesión de fe por nuestra parte que lo cantamos, un salmo que nos remueve cantándolo, el anuncio de Pedro y la profecía de David: “El Señor es el lote de mi heredad y mi copa; mi suerte está en tu mano… Tengo siempre presente al Señor, con él a mi derecha no vacilaré.”. Y sigue casi un anuncio de lo que hemos vivido y vivimos como Iglesia el Sábado Santo, y el salmo se convierte en voz del mismo Cristo: “Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa esperanzada. Porque no me abandonarás en la región de los muertos, ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción”. El salmo responsorial, fijaos, siempre en las celebraciones dominicales, no es una nota musical que nos “entretiene” entre una lectura y otra, sino que se convierte siempre en una respuesta orante en forma poética a lo que nos anuncia la Palabra de Dios.

La voz del apóstol Pedro ha vuelto además en la segunda lectura cuando, con voz firme nos ha recordado otro aspecto fundamental de nuestra fe cristiana: rescatados, redimidos, salvados “…con una sangre preciosa, como la de un cordero sin defecto y sin mancha”. El sacrificio de Cristo, su muerte, no es el fruto de algo casual, o si desea la consecuencia de la palabra valiente de un profeta cualquiera que fue más allá de lo que podría ser “políticamente correcto”, sino que el sacrificio del Cristo, su pasión fue voluntariamente aceptada por Él mismo, por cumplir la voluntad del Padre que le ha resucitado de entre los muertos.

La lectura del Evangelio de san Lucas nos ha llevado hacia Emaús, este pueblo a once kilómetros de Jerusalén, hacia donde se encaminan dos de los discípulos después de lo que para ellos en ese momento ha sido el descalabro de la muerte del Maestro. Fijémonos en algún detalle del texto de san Lucas que, siendo buen médico y buen iconógrafo como era, hace unos análisis y una descripción gráfica, un diagnóstico casi pictórico de las situaciones, muy detalladas. Os propongo ver el texto evangélico como un icono. Del que subrayo cinco pinceladas.

Primera pincelada de san Lucas: Jesús va al encuentro de los dos caminantes; no un encuentro casual, sino un encuentro cuya iniciativa la toma el Señor mismo. Nunca y nunca nos encontramos con el Señor de manera casual, fijaos, sino que es siempre Él que de tantas maneras nos viene al encuentro, en momentos buenos y en momentos de duda, cuando caminamos o cuando sin fuerzas nos sentamos junto al camino. Tantas veces lo vivimos esto en nuestro camino como cristianos.

Segunda pincelada de san Lucas: Este hacerse presente por parte de Jesús se vuelve contacto, sacramental podríamos decir, con su pregunta -fijaos que Él siempre toma la iniciativa: “¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?“. Les hace una pregunta que casi les desvela de la monotonía del andar.

Sigue el tercer momento, la tercera pincelada del evangelista: el diálogo entre Jesús y los dos caminantes. Mirad: los dos viajeros narran los hechos acaecidos con todo detalle, hasta los rumores y el susto de las mujeres que hasta hablan de aparición de ángeles, del sepulcro vacío…, “pero a él, no le han visto”. Y aquí descubrimos, encontramos un aspecto fundamental de nuestra vida de fe: no se trata de verle, de ver un fantasma, sino que se trata de que Él se nos muestre, se nos haga presente. O si queréis sí que se trata de verlo, pero ¿dónde? ¿Cómo? En la comunidad cristiana, en la Iglesia que le celebra y lo vive, que nos lo da en los sacramentos, que nos lo hace encontrar anunciando y proclamando su Evangelio, que nos lo hace encontrar viviente en los Santos Dones, en los hermanos.

La cuarta pincelada del evangelista iconógrafo: la respuesta de Jesús, casi el reproche que el Señor hace a aquellos dos caminantes que pese al cansancio de los once kilómetros que deben hacer entre Jerusalén y Emaús, han intentado hacerle un resumen de lo que han vivido aquellas ¡Qué necios y torpes sois para creer lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria?”. No les reprocha que no hayan creído en los rumores de apariciones angélicas o en el relato de las mujeres; los reprocha y recuerda, nos reprocha y recuerda, que tienen y tenemos los profetas, la Sagrada Escritura que nos anuncian… ¿Qué? ¿Quién? Todo lo que se refería a Él.

Finalmente, la conclusión del icono de san Lucas: la manifestación, la plena manifestación de Cristo resucitado, la manifestación de su divina humanidad gloriosa. ¿Dónde? ¿Cómo? Cuando parte el pan, cuando desaparece de la vista de los discípulos y deja que sea ese pan partido y ese vino derramado que sigan haciéndolo presente. Que siga siendo su encarnación en la vida de la Iglesia que nos lo haga vivo y presente.

¿Qué ha hecho el Señor en el evangelio de hoy? Nos viene al encuentro, nos explica la Escritura, parte el pan… ¿Y? A nosotros se nos abren los ojos de la fe, a partir de nuestro bautismo, del don y la fuerza del Espíritu Santo y de la comunión en los Santos dones, a partir de todos los sacramentos que a lo largo de nuestra vida nos van configurando al mismo Cristo. ¿Y Él, el Señor? Habiendo partido el pan, ¿desaparece? ¡No! Sigue caminando con nosotros o, mejor dicho, nosotros caminamos con Él, escuchándole en la Sagrada Escritura, acogiéndolo en el Pan partido y en el Vino derramado, que nos son dados y que son y nos hacen realmente y plenamente su Cuerpo y su Sangre, y también acogiéndolo en el hermano necesitado, pobre, enfermo, que nos lo hacen presente. Sólo así comprenderemos que nuestra vida como Iglesia, todo lo que hacemos, que predicamos, que damos, tiene un único referente: Cristo traicionado, sufridor, muerto y resucitado, retomando todavía las palabras de Pedro, que son para nosotros una mistagogía en la que Pedro nos coge por la mano y nos lleva a comprender un poco más, a celebrar y a vivir nuestra fe.

Hermanos, dando siempre gracias al Señor por sus dones, por su amor fiel, permítanme hacer memoria de aquel 18 de abril de 1998, hace XXV años, cuando el P. Lluis Juanós y yo mismo, con otros hermanos en ese momento de nuestra comunidad, por don y gracia del Espíritu Santo y por la imposición de manos y la oración del entonces arzobispo metropolitano y primado de Tarragona, mons.Lluis Martínez Sistach, fuimos ordenados algunos diáconos y otros presbíteros en esta nuestra basílica de Montserrat. Después de haber recibido, unos meses antes, el don y la gracia del diaconado, el Señor, por el querer y la llamada del padre abad Sebastià M. Bardolet, nos quiso presbíteros y diáconos al servicio de nuestro monasterio y al servicio de la Iglesia, un servicio que para mí se hizo concreto durante casi 18 años en el Pontificio Colegio Griego de Roma. Una gracia sacramental que el P. Lluis ha vivido y vive generosamente en nuestro monasterio al servicio de la comunidad, de los escolanes y de los peregrinos; una gracia sacramental que, a mí, indignamente, me ha tocado y me toca vivir, con la plenitud de la ordenación episcopal recibida en 2016, con una dimensión fuerte y claramente esponsal, con mi Iglesia, al servicio de mi Iglesia que se encuentra en Grecia.

XXV años por los que dar gracias a Dios. XXV años por los que pedir perdón al Señor. Dar gracias y pedir perdón, confesar siempre su misericordia. A lo largo de estos años y de los que todavía Él quiera, el Señor ha caminado y sigue caminando a nuestro lado, y cuando la pesadumbre del camino nos agobia, Él se nos carga, como buen pastor que es, a sus espaldas y nos lleva a los prados abundantes que están, ¿dónde? En el aprisco de la Iglesia que nos pone la mesa de la Palabra y de los Santos Dones.

En este momento la alegría de quienes ahora estáis aquí presentes y el recuerdo de quienes estuvieron presentes hace XXV años y que están presentes en la memoria y en la fe, Cristo nos hace miembros de su único cuerpo, de su Iglesia extendida de Oriente a Occidente, una Iglesia Santa, Católica y Apostólica, que la anuncia en todo el mundo.

Hermanos, el III domingo de Pascua en la tradición bizantina celebramos a José de Arimatea, Nicodemo y las mujeres piadosas, las “mirróforas” -las que llevan la mirra, el perfume para ungir el cuerpo del Señor. Recordamos, celebramos aquéllos que cuidaron el cuerpo del Señor. Todos nosotros estamos llamados ciertamente a ungir el cuerpo del Señor que sigue vivo y presente en el pobre, en el enfermo, ungirlo con una palabra, un gesto de ayuda y de consuelo. Pero sobre todo estamos llamados a convertirnos todos nosotros, por el don de los sacramentos que hemos recibido y recibimos, portadores del Ungüento, del mismo Cristo Señor, y con nuestra vida ser buen perfume de Cristo para nuestros hermanos.

Confiando en la intercesión de la Virgen María, presente en Montserrat y en Pammakaristos en Atenas, con el salmista, con el mismo Cristo también nosotros decimos: “Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha”, en aquel Reino donde Cristo, con el Padre y el Espíritu Santo, reina para siempre. Amen.

Χριστός Ανέστη! Αληθώς ανέστη!

 

Última actualització: 24 abril 2023