Homilía del P. Lluís Juanós, monje de Montserrat (5 de enero de 2025)
Sirácida 24:1-4.8-12 / Efesios 1:3-6,15-18 / Juan 1:1-18
Cada Navidad, hermanas y hermanos, celebramos de manera particular el amor de Dios manifestado y revelado en el Niño del pesebre. ¡La Palabra se ha hecho carne, y todos nosotros estamos llamados a ser voz de esta Palabra!
Mucha luz necesitamos para entender este misterio del amor de Dios por toda la humanidad. Un misterio que no es un absurdo para la razón humana, sino un exceso de luz para nuestra percepción, una luz que empapa más el corazón que la cabeza y que sacia nuestra capacidad de creer y amar: Dios hecho niño, acostado en un pesebre.
Siempre que con actitud contemplativa miramos el pesebre, con su paisaje de musgo y corcho, o con aquellas figuras que hemos desenvuelto cada año por estas fechas, seguramente estamos ante el icono más puro de la inocencia humana. ‘un mundo ideal, que los adultos lo añoramos. Tenemos nostalgia de un mundo hecho de ríos brillantes como la plata, de montañas nevadas, de pastores con el zurrón lleno de turrones y garrapiñadas, de bueyes y mulas bien alimentados, de hombres sabios que vienen de lejos para traer presentes, de hombres y mujeres humildes, generosos y dignos, de niños envueltos sobre un haz de paja blanda y cálida.
Navidad es todo esto, sin duda. Navidad es ese deseo de autenticidad, de paz y armonía. Leía hace poco que se hacen más de doscientos pesebres vivientes en diferentes lugares de Cataluña. Y no solo eso, ¿cuántas representaciones de los “pastorets”?, ¿cuántas misas del gallo?, ¿cuántos “tíons” cagarán de nuevo?, ¿cuántos poemas de Navidad? La tradición de Navidad parece que no se pierde entre nosotros y no creo que sea verdad que el consumo se lo coma todo. Mucha gente y en muchos lugares se aprecian las tradiciones navideñas y se conservan, aunque sea algo al margen de la fe.
Ahora bien, Navidad no es sólo eso. La gran alegría de la que habla Isaías no es una alegría superficial como el temblor de una nostalgia que dura lo que dura el pesebre en nuestros hogares antes de volver a la crudeza del mundo real. Navidad no es un paréntesis que Dios abre en nuestra historia, sino la revelación de su sentido, más allá de los días y símbolos de esta entrañable festividad.
¿Por qué Dios se ha acercado de una manera tan insólita, asumiendo nuestra condición humana? Una condición amenazada y sitiada por todos lados que, pese a los peligros, busca incesantemente la luz de la trascendencia, la luz de Dios. Y, tan cercano se ha hecho, que ha querido que en la fragilidad de un niño podamos contemplar el rostro humano de Dios. Dios se humaniza porque quiere que la persona humana se divinice. Se han cambiado los términos de la creación del Génesis, cuando pasamos de decir que “el hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios” a decir que “Dios se hace a imagen y semejanza del hombre”, de ese Niño en brazos de María. Aquella infinita distancia entre el cielo y la tierra, entre el Creador y la Creatura, sólo la puede superar el amor. Un amor desprovisto de toda pretensión de poder, que, en Jesucristo, como dice el apóstol Pablo: “comenzó a comportarse como un hombre, como un niño cualquiera,” porque nos ama, porque su libertad “está condicionada” por una desmesura de amor, un misterio de amor a este mundo, necesitado, esclavizado, triste y sin ánimo, que tiene hambre y sed de reencontrar el sentido de la vida.
La encarnación del Hijo es el acto supremo de este amor de Dios al hombre; un amor generoso, compasivo y misericordioso. En diversas ocasiones y de muchas maneras, Dios muestra su amor por nosotros, pero encarnándose, este amor llega a su cima. Dios se hizo hombre por nosotros, y se convierte así en la puerta del hombre hacia la participación plena de la filiación divina perdida por el pecado.
La alegría de Navidad no nace de la dulce añoranza que provoca en nosotros un pesebre hecho con figuritas de barro. La alegría inefable de Navidad nace de la Palabra que Dios ha querido plantar, como una tienda, en el corazón de la humanidad, pero el mundo no lo ha reconocido. Ha venido a su casa, y los suyos no le han acogido. Navidad es el tiempo propicio precisamente para acoger esta Palabra que tenemos resguardada en el corazón, y ponernos en sintonía con este bebé que todavía yace indefenso para reconocerlo en tantos pesebres como hay esparcidos por nuestro mundo, en tantos pesebres, quizás no tan idílicos como los de nuestros hogares, pero sin duda mucho más reales y que reclaman nuestra solidaridad.
Es Navidad y Dios se ha hecho luz y llanto y se ha consumido de amor por todos nosotros. Qué sepamos acoger y hacer presente este amor y esta luz entre aquellos que nos rodean y la buscan con sinceridad de corazón.
Última actualització: 7 enero 2025