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Domingo VIII del tiempo ordinario (2 marzo 2025)

Homilía del P. Josep-Enric Parellada, monje de Montserrat (2 de marzo de 2025)

Sirácida 27:5-8 / 1 Corintios 15:54-58 / Lucas 6:39-45

Queridos hermanos y hermanas,

El texto del evangelio que acaba de proclamar el diácono es la continuación del fragmento que leímos el domingo pasado. Si lo recordáis, Jesús explicaba que el alcance del amor llega hasta amar a los enemigos, y al mismo tiempo animaba a sus discípulos a ser compasivos como lo es el Padre del cielo, ya que el juicio de Dios será en función de la medida que cada uno haya aplicado a sus hermanos.

El evangelio de hoy, en cambio, nos sacude con imágenes potentes y provocadoras. Jesús nos habla de ceguera, de vigas y astillas, de árboles buenos y malos. Pero, más allá de las metáforas, lo que nos interpela es una llamada a la lucidez y a la conversión interior. Se trata de un texto impregnado de sensibilidad humana, de experiencia vivida, de valoración “desde el corazón”. Un texto que nos hace darnos cuenta de que en nuestra historia, tanto personal como colectiva, el corazón y el amor que de él se deriva son el único espacio, el único lugar desde donde podemos experimentar nuestra filiación divina y nuestra experiencia de fraternidad.

Siguiendo los tres apartados del texto: el ciego que es guiado por otro ciego, la astilla y la viga, y el árbol que da buenos o malos frutos, hay tres palabras que pueden guiarnos en nuestra reflexión: discípulo-maestro, como una unidad; hermano y bondad.

¿Quién es un discípulo? El discípulo es aquel hombre o aquella mujer que, habiendo escuchado la llamada de Jesús, se adhieren, desde el corazón, a su persona y a su mensaje. El discípulo es aquel que quiere recorrer el camino de Jesús, para identificarse con él y entregarse a los demás hasta donde sea necesario. La imagen gráfica de un ciego guiando a otro ciego nos da la clave para entenderlo. Las instrucciones de Jesús, las instrucciones del maestro, van dirigidas al corazón y no a la cabeza. No se trata solo de tener buena visión física, sino de adquirir una mirada que nazca del amor y la compasión. Quien vive con resentimiento lo verá todo con sombras; quien vive con bondad encontrará luz incluso en la noche más oscura.

Jesús nos invita a dejar de ser ciegos guiando a otros ciegos. Para ello, necesitamos una mirada renovada, transparente, capaz de ver a los demás con misericordia. No se trata de no corregir, sino de hacerlo desde el amor y la propia conversión.

El criterio para discernir primero el propio corazón y después el de los demás son los frutos que produce nuestra conducta. La calidad del fruto nos hace conocer el valor del árbol, el tipo de fruto, su procedencia. La calidad y el tipo de nuestra conducta nos hará saber el valor y la raíz auténtica de nuestra vida cristiana. Toda persona tiene impresa en su corazón la posibilidad de hacer de su vida un proyecto fundamentado en el amor. La fuerza del Evangelio es la que dinamiza el proyecto y lo lleva a su plenitud. Cuando uno ama desde el tesoro que llevamos dentro y sobre el que el Evangelio impulsa, las palabras resultan sanadoras y fraternas. Así, el corazón y la boca se unifican, dando lugar al fruto maduro de la persona que sabe amar.

¿Cómo podemos cultivar un corazón que dé buenos frutos? Me permito la libertad de sugerir tres caminos: el primero, el silencio y la oración para aprender a ver con los ojos de Dios. El segundo, el autoconocimiento para ser conscientes de nuestras propias vigas antes de querer quitar la astilla de los demás. El tercero, el ejercicio del amor concreto: cada pequeño acto de bondad es una semilla que hará crecer el árbol de la vida.

Hermanos y hermanas, el evangelio de hoy no es solo una advertencia, sino una propuesta que va hasta el fondo: vivir con una mirada limpia, con un corazón sincero, capaz de generar vida a nuestro alrededor.

Cuando dejamos que Dios ilumine nuestro interior, nos convertimos en árboles que dan buenos frutos y en miradas que transforman.

Finalmente, el próximo miércoles iniciaremos la Cuaresma. Será un tiempo propicio para comenzar de nuevo el proceso de nuestra conversión, injertándonos en la Vid, que es Jesucristo. Unidos a Él, nos reconoceremos hermanos unos de otros, hijos de un mismo Padre. Y esto es lo que ahora celebramos en la Eucaristía.

Última actualització: 2 marzo 2025