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Domingo XXII del tiempo ordinario (28 de agosto de 2022)

Homilía del P. Ignasi M Fossas, monje de Montserrat (28 de agosto de 2022)

Sirácida 3:19-21.30-31 66:18-21 / Hebreos 12:18-19.22-24a / Lucas 14:1a.7-14

 

Queridos hermanos y hermanas:

La primera lectura de hoy, tomada de uno de los libros sapienciales del AT, nos ofrece algunas máximas de sabiduría práctica y de prudencia en el propio comportamiento. Cuanto mayor eres más humilde debes ser. Estate atento a los consejos de los sensatos y tu corazón se alegrará. En el evangelio, Jesús ilustra estos consejos con una parábola sacada de la vida cotidiana, muy sencilla en apariencia. Cuando alguien te invita a un banquete de boda, no te pongas en el primer lugar…más bien cuando te invitan ve a ocupar el lugar último… porque todo el que se enaltece será humillado, pero el que se humilla será enaltecido.

Hasta aquí podríamos hacer, fácilmente, una aplicación moral de estas enseñanzas en nuestra vida, en el sentido de decir: aquí Jesús, el Señor, nos presenta una serie de consejos útiles para llevar una vida digna, sencilla, recta, propia de una persona humilde, con un corazón limpio.

Todo esto es verdad, y está muy bien, pero resulta exterior a nosotros mismos. Vendría a ser como un ejemplo de vida que estamos llamados a seguir y a imitar, pero que siempre queda fuera de nosotros mismos. Jesús mismo también quedaría fuera nuestro, como un maestro de sabiduría, si se quiere, pero que a lo sumo nos propondría una doctrina de perfección desde el exterior, pero no tendría la fuerza para cambiarnos desde dentro.

La realidad de la vida cristiana, sin embargo, no es así. Jesús no es un maestro eminente que nos enseña unos modelos de vida que deberíamos seguir, como si nos enseñara a conducir unos coches espléndidos, pero después nos dejara solos al volante. No. La persona viva de Jesús forma parte de su propia enseñanza. Él es el camino, la verdad y la vida, y Él penetra en nuestro interior, nos transforma desde el interior y nos da la fuerza de su Espíritu Santo para que podamos vivir la vida nueva que Él nos ha dado.

Fijaos cómo cambia la perspectiva de las lecturas de hoy, si consideramos que Jesús es el protagonista. Así, Él, que es muy rico –pues es Uno con Dios, lleno de sabiduría y de amor– se ha humillado hasta hacerse hombre como nosotros y morir en la cruz. Él, que es el mayor de todos los hombres, –porque es plenamente Dios y plenamente hombre– se ha hecho el más pequeño hasta decir con el salmista yo soy un gusano, no un hombre, befa de la gente y despreciado del pueblo (Salmo 21,7). Cuando Él entró en el banquete de boda con la humanidad, Él que era de condición divina, no guardó celosamente su igualdad con Dios, no se puso en el primer lugar, sino que se hizo nada, hasta tomar la condición de esclavo...y tenido por un hombre cualquiera, se abajó y se hizo obediente hasta aceptar la muerte y una muerte de cruz (cf. Fl 2,6-11). Y precisamente entonces, después de esta humillación, el Padre le ha ensalzado, lo ha tomado y le ha dicho Hijo mío, sube más arriba, es decir, le ha resucitado y ahora se sienta a su derecha.

Este camino que Jesucristo ha hecho el primero, ahora lo sigue realizando en cada uno de nosotros. Jesús vive en nosotros y con nosotros ese abajamiento, esa humillación; se hace suyos todos nuestros dolores, angustias y sufrimientos hasta el punto de máximo aniquilamiento que es la muerte. Jesús se pone con nosotros en el último lugar, nos da la fuerza de su Espíritu para vivir en este lugar que es el nuestro, precisamente con la absoluta confianza que el Padre, que invita a su banquete del Reino pobres e inválidos, cojos y ciegos, esto es, los más humillados, quienes lo esperan todo de los demás, nos tomará también a nosotros y nos dirá Amigo, sube más arriba.

Este camino de nuestra vida, que va desde nuestra pobreza hasta la comunión con Dios, se repite cada vez que, en la Misa, vamos a comulgar. En el momento de la comunión se produce un doble movimiento, se encuentran dos caminos: el nuestro, expresado en levantarnos del lugar donde nos sentamos y caminar en procesión hacia el pie del presbiterio, y el de Jesucristo que viene a encontrarnos, que nos sale al encuentro para incorporarnos a Él, para hacerse Uno con nosotros, y que encontramos por la fe en el pan de la eucaristía recibida de manos del presbítero. Un obispo de Jerusalén del s. IV explicaba que, justo en ese momento, debemos poner la mano izquierda bajo la derecha y ofrecerlas como un trono al Señor, al Rey de la gloria que vamos a recibir. Éste es el sentido del gesto que seguimos haciendo hoy. Recibamos la comunión en la mano, o en la boca, con fe y devoción, no la tomamos con los dedos, banalmente. Ofrecemos nuestras manos como signo de nuestra pobreza, de nuestra humanidad débil y necesitada de salvación, deseando por la fe que el Señor mismo nos incorpore a Él y nos diga: amigo, sube más arriba, ven hasta el corazón del mi corazón donde serás plenamente hombre y participarás del todo en la condición de hijo de Dios. 

Y es que nosotros, hermanas y hermanos, gracias al bautismo y a la confirmación, no nos acercamos a una montaña de fuego ardiente, oscuridad, negra nube y tormenta… sino que nos acercamos a la Jerusalén celestial, a la ciudad del Dios vivo, en el encuentro festivo…de los ciudadanos del cielo; nos acercamos a Dios que nos invita al banquete de la boda del Cordero, a la fiesta de la unión de Cristo y la Iglesia, de Dios y la humanidad; nos acercamos, para continuar con la cita de la carta a los Hebreos que hemos oído, a Jesús, el mediador de la nueva alianza. A Él sea dada la gloria y el honor por los siglos de los siglos. Amén.

Última actualització: 1 septiembre 2022