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Presentación del Señor (2 febrero 2025)

Homilía del P. Bernat Juliol, subPrior de Montserrat (2 de febrero de 2025)

Malaquías 3:1-4 / Hebreos 2:14-18 / Lucas 2:22-40

Queridos hermanos y hermanas en la fe: 

Pasados ​​los días que mandaba la Ley de Moisés, los padres de Jesús le llevaron al templo de Jerusalén para presentarlo al Señor. Este templo de piedra del que nos habla el evangelio es similar a aquel otro templo de piedra en el que Jesús fue sepultado después de su pasión y de su muerte en cruz. En el templo de Jerusalén el niño entra llevando su tierna humanidad. Del otro templo, que es la tumba vacía, Cristo sale en la gloria de su divinidad. 

En el templo de Jerusalén, Jesús es llevado por José, su padre, que le emparentó con la dinastía de David, y por María, su madre, que le dio su auténtica humanidad. En el sepulcro Jesús está conducido por el otro José, el de Arimatea, que acaba de contemplar la muerte en la carne de aquel que era el Hijo de Dios. Y en la mañana de Pascua, también junto al sepulcro vacío, ahora es la otra María, la Magdalena, la que reconoce en aquel hortelano al Mesías y Señor eterno. 

Y todavía, en ambos templos, el de Jerusalén y el de la tumba, encontramos a dos personajes que anuncian a todo el mundo la gran alegría de la salvación. En primer lugar, Simeón y Ana, que ven venir al niño Jesús cargando su humanidad y reconocen en ese niño al Dios eterno que durante siglos el pueblo de Israel había estado esperando. Por otra parte, sentados al pie del sepulcro vacío, también dos ángeles anuncian que Cristo, que se había hecho uno como nosotros hasta en la muerte, ahora está vivo y que ya no hace falta buscar más entre los muertos a aquel que ya ha vuelto a la vida. 

¿Qué nos está diciendo todo esto? Nos está diciendo que el único y verdadero templo es Jesús, el Señor. Hacia Cristo nosotros tenemos que dirigirnos llevando el peso de nuestra humanidad y a través de su encuentro todos nosotros somos transformados y hechos hijos de Dios, hijos queridos llamados a compartir la vida eterna, donde ya no hay lugar para el sufrimiento, ni para el dolor, ni para las lágrimas. A través de Cristo nuestra humanidad es transformada según la imagen de Dios que todos llevamos inscrita en nuestro corazón y somos hechos parecidos al único y verdadero Hijo de Dios. 

Así pues, como Simeón, mantengámonos expectantes porque Cristo viene hacia nosotros. Él, que es la luz divina, viene a iluminar nuestra pobre mirada humana. Y junto con Simeón, podremos decir: «mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel». Dejemos que, como al ciego de nacimiento, Jesús ponga barro sobre nuestros ojos y nosotros podamos proclamar: el Señor me ha puesto barro sobre los ojos y ahora veo y creo en Dios. Que nuestra pobre perspectiva humana no nos impida ver la grandeza infinita de la gloria de Dios. 

Sin embargo, es el mismo Simeón que también nos enseña que todavía somos peregrinos en camino. Que nuestro hogar definitivo no es éste, sino que apenas empezamos a vislumbrar nuestra patria allí, lejos, en el horizonte. Y pasar por este mundo enarbolando la bandera de Cristo no siempre es fácil. Es ésta una bandera combatida. Como tuvo que oír María: «Este (el Niño Jesús) ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción —y a ti misma una espada te traspasará el alma—, para que se pongan de manifiesto los pensamientos de muchos corazones». 

Pero no debemos tener miedo, viene aquel niño que lleva la luz de la verdad y todos nosotros también debemos hacernos portadores de esa luz. Debemos tener la perseverancia que tenía Ana, que en su vejez nunca se movía del templo dedicada completamente a Dios. Debemos tener también la valentía de la propia Anna, que hablaba a todo el mundo sin cesar de aquel niño. Gritemos bien alto que la luz de la verdad que nos lleva a Cristo nunca se apagará, nunca dejará de iluminar, nunca vacilará. 

Así pues, acerquémonos también nosotros a este templo que es Cristo y dejémonos transformar por aquel que es el Amor que no tiene límites. Confiemos también nosotros, que, si con nuestra humanidad entramos por la puerta del templo que es Cristo, un día podremos salir por el umbral de la tumba vacía, donde contemplaremos la luz radiante de aquella vida eterna que no tiene fin. 

Última actualització: 3 febrero 2025