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Domingo XXXIII del tiempo ordinario (16 noviembre 2025)

Homilía del P. Josep-Enric Parellada, monje de Montserrat de (16 de noviembre de 2025)

Malaquías 3:19-20a / 2 Tesalonicenses 3:7-12 / Lucas 21:5-19

Queridos hermanos y hermanas:

El evangelio de este domingo es un texto que nos desconcierta. Si tuviéramos que ponerle un título, quizá diríamos: Cuando parece que el sol no sale nunca. Y es que Jesús, con una lucidez que solo tiene quien ama de verdad, nos hace mirar de frente aquellas realidades que a veces querríamos evitar.

En la primera parte, san Lucas nos presenta a Jesús en su última visita a Jerusalén. La gente que lo acompaña queda cautivada por la belleza del templo. Pero Jesús tiene una mirada diferente: no se deja engañar por las piedras magníficas ni por las ofrendas que lo decoran. Él ve que, bajo aquella apariencia de religiosidad, el corazón del pueblo no acoge el Reino de Dios. Por eso anuncia con valentía: “Llegarán días en que todo será destruido: no quedará piedra sobre piedra.”

Quienes lo escuchan no entienden cómo puede desaparecer algo que parece tan sólido. Pero Jesús no habla de destrucción material. Habla de liberar el corazón humano de todo aquello que, bajo apariencias sagradas, impide el verdadero encuentro con Dios. El templo, que debía ser lugar de presencia y de acogida, se había convertido en un mercado, en una cueva de ladrones. Jesús no quiere destruirlo, sino purificarlo. Porque el verdadero templo es el corazón de cada uno y la comunidad viva de quienes aman y sirven.

La segunda parte del evangelio utiliza un lenguaje apocalíptico. Nos habla de guerras, de revueltas, de persecuciones, de pruebas… Y, cuando lo escuchamos, no cuesta reconocer en ello situaciones de nuestro mundo: guerras absurdas, hambres que escandalizan, violencias que destrozan vidas inocentes. Cristianos perseguidos en todas partes. Y formas más sutiles, pero reales, de desprecio y burla hacia la fe. Parece que la historia repite el drama que Jesús describe.

Y si somos sinceros, también en nuestro entorno hay guerras que no salen en los periódicos: guerras que conocemos bien. La guerra de la enfermedad que no cede. La guerra de la precariedad económica. La guerra de la soledad, de la incomprensión. La guerra de vivir al límite, a punto de romperse. Cada uno podría añadir sus propias batallas.

Jesús conoce esta realidad. No habla de un mundo ideal, habla del nuestro. Y en medio de ese peso que a veces nos hace sentir como si la vida se derrumbara bajo nuestros pies, Él pronuncia palabras que solo puede decir quien ama: “No tengáis miedo”, “No se perderá ni un cabello de vuestra cabeza.” No son palabras que nieguen el dolor, pero sí le niegan el poder de ocupar el centro, de tener la última palabra.

Y estas palabras son las de alguien que sabe lo que es la oscuridad. San Lucas nos recuerda que, mientras Jesús agonizaba en la cruz, “se hizo oscuridad sobre toda la tierra; el sol se había eclipsado”. Pero al tercer día, el amor del Padre lo resucitó como ese sol que nunca se pone.

Esta misma fe sostuvo a Etty Hillesum, una joven judía holandesa, muerta en Auschwitz en 1943. En medio del horror escribió: “No es Dios quien puede ayudarnos, sino nosotros quienes debemos ayudarle a Él. Debemos defender un pequeño rincón de Dios dentro de nosotros.” Descubrió que mantener viva la bondad y la confianza era la manera más profunda de vencer el mal. Que lo más importante es no dejar morir a Dios dentro de nosotros.

Y también lo expresó un agente de pastoral de una comunidad de base de El Salvador, en plena represión. Cuando le preguntaron qué hacían como Iglesia, respondió sencillamente: “Mantener la esperanza de quienes sufren. Y por eso —añadió— leemos a los profetas y la pasión de Jesús. Así esperamos la resurrección. Dios está aquí, en el crucificado que grita y muere sin respuesta, como los colgados.”

Hermanas y hermanos, a la luz del evangelio de hoy, me atrevo a compartir tres certezas que pueden ayudarnos a vivir nuestro presente.

Primera certeza: la historia humana, con sus dramas y sus esperanzas, tiene un sentido. Todo lo provisional pasará, pero no para desaparecer en la nada, sino para dejar espacio a la Vida definitiva. Recordar nuestra fragilidad nos ayuda a vivir con más profundidad y a amar con más autenticidad.

Segunda certeza: en medio del dolor siempre hay una rendija de esperanza. Jesús nos promete que ningún sufrimiento vivido por amor quedará perdido. Dios no es un juez distante, sino un Padre que guarda con ternura cada fragmento de nuestra vida.

Tercera certeza: las palabras de Jesús no pasarán nunca. En un mundo donde tantas cosas se desmoronan, su palabra es roca firme. Nos dice que no caminamos hacia el vacío, sino hacia el abrazo de Dios. Los gestos de amor, de perdón, de servicio y de justicia son semillas de vida eterna. Nadie sabe el día ni la hora, pero Jesús vendrá, y sus palabras seguirán sosteniéndonos, como han sostenido a tantos mártires de ayer y de hoy.

Y así, a pesar de las desgracias que nos rodean, también nosotros podemos descubrir cómo el sol lucha por despuntar. Eso es lo que hacen los centinelas de los amaneceres de lo imposible: velar, sostener, animar, consolar, acompañar… Es lo que hacen quienes se dejan cautivar por el rostro transfigurado del crucificado.

Última actualització: 17 noviembre 2025