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Domingo II de Pascua (16 de abril de 2023)

Homilía del P. Lluís Juanós, Monje de Montserrat (16 de abril de 2023)

Hechos de los Apóstoles 2:42-47 / 1 Pedro 1:3-9 / Juan 20:19-31

 

Creer en Jesús, llegar a ser testigos de su resurrección no fue fácil y menos para aquellos primeros discípulos que compartieron la vida con él y vieron como su Maestro, aquel en quien habían puesto sus ilusiones y su confianza, era condenado a morir en cruz como un blasfemo y malhechor.

De hecho, ésta ha sido la primera reacción de muchísima gente a lo largo de la historia ante el mensaje cristiano y más en concreto ante la resurrección de Jesús. Y no es de extrañar si tenemos en cuenta lo que se afirma en los relatos de las apariciones del Resucitado: Jesús se apareció a María Magdalena; ella fue a comunicarlo a los discípulos, pero no la creyeron. Después se apareció a dos discípulos que caminaban y también fueron a anunciarlo a los demás, pero tampoco les creyeron.

Poco creían los discípulos reunidos con las puertas cerradas por miedo a los judíos. La derrota del Maestro les hace pensar que quizás ellos sean los siguientes en perder la vida, y de repente, Jesús entra, y se pone en medio de ellos para deshacer cualquier sombra de duda, para abrir sus ojos a una fe más grande que todas las evidencias, para infundir en sus corazones que la Pascua es la novedad que es preciso proclamar a todos los pueblos, la respuesta definitiva de Dios al sentido de la vida y de la historia.

Y es que el amor ha sido más fuerte que la muerte; un mensaje que a los ojos de muchos puede parecer optimista, excesivo, irreal, por no decir sospechoso de un cierto triunfalismo que nada tiene que ver con la situación de nuestro mundo, asediado por conflictos internacionales, laborales o familiares, y tantas otras situaciones de sufrimiento, de injusticia o precariedad que no hacen más que reforzar la legitimidad de la duda, o de pensar que el mensaje de Pascua no es más que una preocupación de cuatro iluminados o una evasión espiritualista y desencarnada de la realidad que nos envuelve.

Sin embargo, hay que decir que hay una duda cerrada en sí misma que puede llegar a ser tanto o más conservadora que la más dogmática de las certezas. Hay agnósticos que militan sin lugar a dudas en la duda más indudable. Profesan ciegamente el principio «dudo, ergo existo», es decir, hago de la duda mi fe, alrededor de la cual construyo todo un sistema cerrado, un sistema pseudoreligioso hecho sólo de certezas inapelables. En cambio, hay una duda abierta a nuevas posibilidades, que no se cierra en las propias certezas, sino que queda abierta a una realidad mayor que lo que podemos constatar.

En efecto, ocho días después de aquel primer domingo de Pascua, los discípulos estaban de nuevo encerrados, y con ellos Tomás. Tomás estaba seguro de no volver a ver nunca más a Jesús. Se negó a dar alas a sus esperanzas por no verlas deshechas a pedazos una vez más y su escepticismo acaba siendo la oportunidad para que Cristo se manifieste de nuevo en medio de ellos, y acepte hacerse experiencia sensible también para Tomás.

Como a los demás discípulos, también necesita hacer el proceso que le llevará a creer; necesita morir en su incredulidad, en sus certezas y dudas para nacer en la fe y abrir su corazón a una realidad mayor que todas las evidencias. Cuántas veces quisiéramos reducir nuestra fe a los criterios de una verificación palpable, audible, visible, como si la percepción de los sentidos fuera el único camino para acceder a la realidad de Cristo Resucitado y cuántas veces también habremos podido constatar en nuestra vida testimonio de hombres y mujeres que quizás sin proclamarlo con palabras y discursos nos han manifestado con el lenguaje del amor y la generosidad que también “han visto al Señor”. Jesús acepta el juego de dar señales de su presencia entre nosotros, y por la fe nos abre a la experiencia de “ver” y “sentir” cómo sigue vivo y operando en medio del mundo.

Hermanas y hermanos, el evangelio de hoy pone a nuestra consideración una realidad que no podemos olvidar: la fe de Tomás es el reconocimiento de que Cristo resucitado no se reduce a un hecho, patrimonio del pasado, sino a alguien que continúa presente y viviente en nuestra vida y en nuestra Iglesia y no se ha desentendido de nosotros, a pesar de nuestras dudas o nuestra poca fe, y si aun así nos cuesta verlo, Jesús nos pide como Tomás que “metamos los dedos en sus heridas y la mano en su costado” porque no se ha alejado de nuestra realidad humana sino que se hace “palpable” en su Palabra, en los sacramentos y en las heridas de aquellos hombres y mujeres que sufren y que perpetúan su cuerpo entre nosotros, ese cuerpo de humanidad que anhela de nuevo participar de su redención y su Pascua. En este sentido, la experiencia de Tomás es la expresión más realista del itinerario de la fe de todo creyente que busca el rostro amoroso de su Señor y esta búsqueda nos invita a hacer nuestra la experiencia de aquellos discípulos, de aquel apóstol que pese a su escepticismo supo reconocer en Jesús a su Señor.

En los pueblos de labradores, al menos cuando yo era pequeño, durante el día las puertas de las casas se encontraban abiertas. Esta costumbre era un signo de confianza y de hospitalidad; no había ningún temor. A cualquier hora podías entrar en cualquier casa como si estuvieras en la tuya. No tenían miedo a nada ni a nadie. Como los discípulos, ocho días después de Pascua, también nosotros, con nuestras dudas y certezas, nos encontramos reunidos en nombre del Señor, en esta casa, sabiendo que Él está en medio de nosotros. No tengamos miedo de abrir puertas y ventanas para que nos entre la luz del Resucitado y el aire fresco de su Espíritu. Felices nosotros si hacemos nuestra la fe de Tomás y sabemos mantenerla viva a pesar de las claridades y sombras de nuestra Iglesia y de nuestro mundo.

Última actualització: 30 abril 2023