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Domingo XII del tiempo ordinario (23 junio 2024)

Homilía del P. Lluís Juanós, monje de Montserrat (23 de Junio de 2024)

Job 38:1.8-11 / 2 Corintis 5:14-17 / Marc 4:35-41

 

Hace tiempo que tuve la oportunidad de hablar con un marinero, lo que llamaríamos un “viejo lobo de mar”, un hombre con años de experiencia. Recuerdo que en un momento dado me dijo: “chico, el mar tiene golpes escondidos, es como las personas, no las conoces del todo hasta que se cabrean“. Todo el mundo sabe que un marinero se gradúa el día después del primer temporal y que los galones del navegante son las tormentas que ha sobrevivido. Por eso, bienvenida la tormenta que nos pone de pie, que nos ahuyenta de aquella calma estéril, rutinaria y aburrida hasta el peligro de morir de inanición, más que de sobresalto. No, no nos extrañe que las “tormentas” de todo tipo que debemos afrontar, tanto a nivel individual, social o eclesial, sean como la mejor ITV que podemos pasar; el informe más exhaustivo y más fiable que pone al descubierto los verdaderos recursos y fragilidades que tenemos, dejando en pie los firmes apoyos que nos sostienen en serio. Abrazados al palo mayor, la tormenta coloca nuestra fe en estado de emergencia: es decir, nos empuja a plantearnos en serio qué creemos y en quién creemos.

No nos quepa duda de que Jesús es el mejor marinero para nuestra barca, quien mejor conoce la virulencia del mar y sus cambios de humor. También es quien mejor conoce la barca y sus posibilidades de sobrevivir a una tormenta. Por eso, no se inmuta cuando estalla el temporal y se mantiene impasible, con una calma tan desconcertante que pone de los nervios a los discípulos. La verdadera fe se prueba cuando Dios duerme y no cuando está despierto, y si Dios nos hace un espacio en proa es para que lo ocupemos nosotros.

Sí, hermanos, el Evangelio de hoy viene a recordarnos con profusión de imágenes una realidad que a menudo nos desconcierta: Jesús, en la barca, acompañado de sus discípulos, duerme. Duerme en medio de la tormenta desatada, del peligro de las olas o la evidencia del naufragio… Duerme como si fuera ajeno y ausente al miedo y la inquietud de quienes le acompañan. Pero, aunque lo parezca, no se hace el sordo a su llamada: “Maestro, ¿no veis que nos hundimos?” (Mc 4:38) “Y Jesús se despertó, regañó el viento y dijo al agua: “Cállate y está quieta”. El viento amainó y siguió una gran bonanza. (Mc 4:39)

Jesús es aquél en quien el Padre pone su confianza para que continúe y lleve a cabo los proyectos de Dios en el mundo, la implantación de su Reino, sin que pueda impedirlo ninguna fuerza del universo presente. Además, el episodio que hemos escuchado tiene también un valor simbólico: la barca en la que se encuentran Jesús y sus discípulos representa a la Iglesia y cada comunidad cristiana, y nos sugiere que ninguna dificultad puede impedir que haga camino hacia el desempeño definitivo del Reino. El Señor Resucitado está presente en medio de ella “día tras día hasta el fin del mundo” (Mt 28:20).

Sin embargo, pienso que, a nosotros, mientras vivimos en este mundo, embarcados en esta aventura, nos pasa lo mismo que a los discípulos. Nos sentimos muchas veces vulnerables, acosados ​​por las fuerzas que nos impiden ver la realización de este misterio de salvación que Dios va llevando a cabo de forma firme, pero discretamente, de manera escondida, como si Dios mismo durmiera y estuviera como ausente, abandonando el timón de la nave en nuestras manos… y ante las dificultades querríamos una respuesta contundente de Dios; una actuación aparatosa y espectacular que nos ahorrara nuestra duda o nuestra fe. Y Jesús, a pesar de nuestra inquietud, duerme. Y a pesar de ver nuestra poca fe, no nos abandona a nuestra suerte; nos pide que confiemos en él y que nunca perdamos de vista el horizonte de nuestro destino a pesar de las adversidades de nuestro viaje.

Vivimos tiempos de incertidumbre, de perfección de los medios y confusión de los fines, como decía Einstein; de horizontes poco claros en cuanto a tantas situaciones personales o institucionales… y no es de extrañar que nos preguntemos a todos los niveles: ¿cuál será a la corta o a la larga el desenlace de todo ello? ¿dónde iremos a parar? ¿qué será de ese país, del futuro de nuestra Iglesia, de nuestra sociedad, del mundo que nos toca vivir?… y como creyentes no podemos dejar de preguntarnos también, si nuestra fe y nuestra vida todavía tiene la fuerza testimonial y el sentido profético capaz de dar una respuesta y un sentido válido para una sociedad donde se va imponiendo una forma de hacer y una ética que no se rige precisamente por los valores del Evangelio sino por el afán de éxito al precio que sea, al margen de los colectivos más vulnerables, y donde el poder, la fama, el dinero fácil y dudoso, o los fichajes multimillonarios de “cracks” del fútbol, ​​parecen ser las aspiraciones y objetivos que mantienen tan vivas ilusiones efímeras y tantas esperanzas inconsistentes.

Sí, hermanos, ser cristiano en medio de esta feria humana no es cosa fácil pero no podemos claudicar ante la tentación catastrofista de que “todo es malo”, o “el mundo está perdido”, o el “no hay nada que hacer”. Todos estamos expuestos al riesgo que supone vivir como cristianos en medio de la intemperie de nuestro tiempo. Jesús es compañero de ruta en este viaje, pero no nos ha hecho el don de una fe blindada y protegida de las inclemencias del mundo. Nuestra fe se forja en la tormenta y en la confianza de que Jesús es el mejor marinero para nuestra barca y como los discípulos quizás también nos lleguemos a preguntar: “¿quién será este que hasta el viento y el agua lo obedecen?”. (Mc 4:41)

Que el Señor, presente en el pan y el vino de la Eucaristía, alimente nuestra poca fe y nuestra abollada esperanza y nos infunda el coraje, la paz y la confianza que sólo Él nos puede dar, aunque, como a los discípulos, a menudo nos inquiete verle cómo duerme, alejado de nuestras inquietudes.

 

 

 

 

 

Última actualització: 26 junio 2024