Homilía del P. Josep M Soler, Abad emérito de Montserrat (26 de marzo de 2023)
Ezequiel 37:12-14 / Romanos 8:8-11 / Juan 11:1-45
Esta larga narración evangélica, típica de la cuaresma ya en la Iglesia de los Padres, puede dividirse fundamentalmente en tres partes: una introducción y dos cuadros.
En la introducción, queridos hermanos y hermanas, está la presentación de los tres hermanos de Betania, que eran amigos de Jesús, y la notificación de la muerte de Lázaro, uno de los tres. Jesús se encuentra fuera de la región de Judea y al recibir la noticia, espera dos días antes de ponerse en camino para ir a Betania. Los discípulos, que saben que esto puede poner en peligro la vida de Jesús, quieren disuadirle. Pero él afronta el peligro conscientemente y con toda libertad se pone en camino. Y les dice que el verdadero peligro no es ir a Judea sino andar sin la luz que él aporta; una luz que ilumina interiormente a las personas, para que puedan avanzar con seguridad por los caminos de la vida. Él debe cumplir su misión hasta que llegue la hora de las tinieblas, la hora de la pasión.
Tras la introducción encontrábamos el primer cuadro, centrado en el diálogo con Marta, una de las hermanas del difunto, que le sale a recibir un poco antes de llegar al pueblo de Betania. Este diálogo, a partir de unas palabras de Marta, se centra en la revelación de Jesús: Yo soy la resurrección y la vida. Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mi, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mi, no morirá para siempre. Es una revelación doble. Por un lado, sobre la identidad de Jesús; él se pone en el mismo plano de Dios, que en el éxodo se había revelado a Moisés como “Yo soy” (cf. Ex 3, 14). Y, por otra parte, es una revelación sobre quienes creen en él: la muerte no pondrá punto y final a su existencia. Él les llamará a una nueva vida en plenitud, conservando su identidad personal.
Ante la revelación que Jesús ha hecho de su divinidad, Marta responde con una profesión de fe: tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo. Es una profesión de fe que, de una u otra forma, todos los cristianos hemos hecho en el bautismo y que nosotros renovaremos solemnemente en la próxima noche de Pascua.
Y, finalmente, encontrábamos el segundo cuadro, que nos describía una impresionante escena. Jesús de pie ante la piedra que cerraba la entrada a la tumba excavada en la roca, conmovido profundamente. La muerte de su amigo Lázaro era muy real. Hacía cuatro días que estaba en el sepulcro y, según las creencias rabínicas, al cuarto día Dios ya había llamado hacia él el aliento de vida que había dado a la persona y el cuerpo empezaba a descomponerse para volver al polvo.
Ante la tumba, Jesús ruega dando gracias al Padre porque siempre le escucha a causa de la comunión íntima que existe entre el Padre y él, y dice a los presentes que es el enviado del Padre. Y después gritó con voz potente: «Lázaro, sal afuera». Y el muerto salió. La enfermedad, la muerte y la resurrección de Lázaro son el punto de partida de un proceso que conducirá a la muerte y a la resurrección de Jesús, y a la manifestación de su gloria. Y, aunque la resurrección de Lázaro sea para volver a la vida temporal y, por tanto, para volver a morir, es un signo de que la muerte no es un término definitivo sino una etapa de la vida. Tras la resurrección de Jesús, es ofrecida a todos los creyentes la posibilidad de participar, después de la muerte, de su resurrección y de su gloria. Por eso, creer en Jesús no es sólo reconocer su potestad de dar la vida, sino también reconocer el nuevo significado de la muerte y de la vida humanas; reconocer la muerte –pese a su seriedad y la gravedad de la enfermedad que la puede preceder- como un paso a otra forma de vida más plena, como un “mayor nacimiento” (Maragall, Canto espiritual). Lo que conlleva procurar vivir de manera consecuente con el destino eterno que nos es ofrecido.
Este horizonte último de la existencia humana, que es la vida eterna, actualmente queda muy en segundo plano, incluso en personas que se llaman cristianas. La realidad de la supervivencia personal más allá de la muerte es algo que choca con el pensamiento de matriz científica que es lo que actualmente domina en nuestra sociedad. Pero se trata de una afirmación fundamental de la fe cristiana, por eso en el credo decimos: “espero la resurrección de los muertos y la vida perdurable”.
Este “sal afuera” es la palabra inaudible que Jesucristo dice en la fuente bautismal a cada creyente cuando le hace pasar sacramentalmente de muerte a vida, de una vida de oscuridad interior (la propia de quien vive según las miras naturales, de las que hablaba san Pablo) a una nueva existencia (aquella que es según el Espíritu). Pero no siempre vivimos como es propio de esta nueva existencia de luz. Por eso, en la cuaresma, la Iglesia ruega por nuestra conversión en sintonía con las palabras de las hermanas de Lázaro: Señor, el que tú amas está enfermo, confiando en que él con el perdón nos renueva la vida.
“sal afuera”, será, todavía, la palabra que Jesucristo nos dirá al final de nuestra vida en la tierra, traspasado el umbral de la muerte. Porque la resurrección de Jesucristo es prenda y primicia de la nuestra.
Última actualització: 26 marzo 2023