Homilía del P. Josep M Soler, Abad Emérito de Montserrat de (13 agosto de 2025)
Deuteronomio 34:1-12 / Mateo 18:15-20
Querido P. Abad Presidente Ignacio, querido P. Abad Manel, caro P. Abate Bernardo, queridos hermanos monjes, queridos presbíteros y diáconos, queridos familiares y amigos, queridos hermanos y hermanas en Cristo:
En el fragmento evangélico de hoy, Jesús nos da una enseñanza preciosa sobre la corrección fraterna y sobre la reconciliación. Nos dice que hay que hacerlo con discreción, con cariño por el hermano que ha fallado. Porque sólo el amor sincero hace auténticas la corrección fraterna y la reconciliación. Es todo un modelo para las relaciones humanas en nuestra sociedad notablemente agresiva.
Permitidme, sin embargo, que mis palabras se centren sobre la gran figura de Moisés, el profeta y líder que liberó al pueblo de Israel de la esclavitud de Egipto y lo guio durante cuarenta años por el desierto hasta la entrada de la tierra que Dios le había prometido (cf. Ex). Desde mediados de julio, en la primera lectura de la misa de cada día, hemos ido escuchando cómo Moisés llevaba a cabo su misión. Hoy hemos leído la narración de su muerte en las puertas de la Tierra Prometida. Hemos oído cómo Dios le hace contemplar al país con toda su riqueza, pero no le deja entrar. Ya antes le había dicho que no entraría porque Moisés se había hecho solidario de unas faltas y unas lamentaciones del pueblo (cf. Dt 1, 37; 3, 26). Y, también, a causa de una falta de fe de Moisés ante una palabra que Dios le había dicho (cf. Nm 20, 8ss.). La misión que había recibido y el progreso espiritual en su intimidad con Dios, no le dejaban exento de la debilidad humana ni de momentos de oscuridad en la fe. Sin embargo, tal y como hemos oído, la Sagrada Escritura hace un gran elogio de Moisés: de su forma de gobernar, de su manera de hacer de pastor del pueblo, hasta el punto de afirmar que nunca más hubo ningún profeta que hiciera las señales y prodigios que hizo Moisés.
Moisés, según el relato bíblico, era hijo de padres hebreos esclavos en Egipto. Ante la orden del faraón de matar a todos los niños hebreos que nacieran, sus padres recién nacido le pusieron en una cesta en el Nilo para intentar salvarlo. La gran mayoría de vosotros ya sabéis el relato: La hija del faraón lo encontró y lo tomó como hijo. Le dio la formación egipcia, pero el niño no se desarraigó de las creencias de su pueblo que podía haber recibido de su madre natural que le hizo de nodriza. Gracias a la fe, Moisés, cuando ya era mayor renunció a las ventajas de ser hijo de la hija del faraón (Hb 11, 24) y se solidarizó con el clamor de su pueblo hebreo esclavizado.
Propongo fijarnos en el itinerario bíblico de Moisés, porque tomándolo alegóricamente, algunos padres de la Iglesia (de una manera particular san Gregorio de Nisa), han visto descrito el itinerario que debe vivir todo cristiano, y por tanto también todo monje, si quiere ir a fondo en la búsqueda de Dios y en el seguimiento de Jesucristo. Este itinerario muestra cómo la fe cristiana no es una ideología, ni consiste sólo en unas creencias, sino que supone una experiencia espiritual hecha de trabajo personal y de gracia de Dios.
Este proceso puede dividirse en tres etapas. La primera, en el caso de Moisés, comienza cuando Dios le llama desde el fuego de una zarza que no se consume y le confía la misión de liberar al pueblo hebreo de la esclavitud a la que era sometido. Entonces, Moisés, con humildad, manifiesta a Dios sus limitaciones y dificultades para llevar a cabo esta misión tan grande. Pero finalmente la acoge fiándose de ese Dios que le ha llamado, que confía en él, que ha empezado a revelarle su intimidad y le ha prometido que estará siempre con él (cf. Ex 3). También nosotros podemos encontrar nuestra “zarza incandescente” en la que Dios se nos hace presente. Él quiere revelarse; nos quiere hablar de corazón a corazón. Pero para acogerlo, es necesario allanar el camino; es decir, es necesario empezar una etapa de conversión, de liberación interior, de luchar contra el egoísmo, contra los propios defectos. En el caso de Moisés, la Escritura nos muestra que, de colérico e intransigente que era (cf. Ex 2, 12; 32, 19), se volvió el más humilde de todos los hombres (cf. Nm 13, 3). Esta etapa inicial es también una etapa de crecimiento en la fe. Moisés comprende que es Dios quien sustenta todo lo que existe y quien lleva con amor tanto su vida como la historia humana. Descubre que Dios es la única realidad que puede satisfacer los anhelos de su corazón.
La segunda etapa del proceso espiritual Moisés la inicia cuando se encuentra en lo alto de la montaña del Sinaí para recibir la Ley, es decir, la norma de vida que Dios da a su pueblo (cf. Ex 19-20). Ha recorrido ya un buen itinerario espiritual; por eso la Escritura dice de él que tenía la confianza de Dios y le trataba cara a cara, como un amigo habla con su amigo (cf. Nm 12, 7-8). A Moisés en lo alto de la montaña y a nosotros en nuestro camino espiritual, Dios nos enseña que debemos dejar atrás todas las cosas que se oponen a esta norma de vida que para nosotros es el Evangelio de Jesucristo, para adentrarnos en el camino liberador de la santidad, de la misericordia hacia los demás, y para profundizar en el conocimiento de Dios mismo. Esto lleva, como llevó a Moisés, a ser más solidario de los demás, a comprender su debilidad y a vivir humildemente la oración de intercesión a favor de ellos con confianza, con osadía.
La tercera etapa comienza en Moisés cuando con atrevimiento, pide a Dios que le deje contemplar la gloria divina (cf. Ex 33, 18). Es amigo de Dios, pero ansía una unión más estrecha porque el amor siempre tiende a su plenitud. Pero entonces se da cuenta de que Dios es inmenso y que él, en su limitación, nunca podrá abarcarlo. Y comprende que lo importante es mantener el deseo de ver a Dios, y poner en práctica su Palabra, obedecer sus mandamientos de vida, de justicia y de amor. Y, después, dejar hacer a Dios.
No sé si me habéis podido seguir hasta aquí. Lo que quiero decir es que, al igual que ocurrió con Moisés, Dios nos llama personalmente, se nos quiere dar a conocer, tiene sed de nuestro amor, nos ha confiado una misión de servicio a los demás y quiere que vayamos progresando hacia el encuentro definitivo con él hasta el momento de nuestra entrada en la Tierra Prometida, que es la casa del Padre (cf. Jn 14, 3). Estamos llamados a vivirlo a través de las tres etapas clásicas que he evocado: una de descubrimiento de Dios y de purificación de todo lo que le es opuesto, la otra de un conocimiento más pleno de la vida espiritual que conlleva crecer en el amor a Dios y en la solidaridad con los demás, y una tercera de adentrarse más y más en la fidelidad agradecida a su Palabra sabiendo descubrir la presencia de Dios en la creación y en la historia.
La primera lectura nos ha dicho, también, cómo Moisés transmitió a Josué la misión de guiar al Pueblo de Israel. Dios es solícito de su pueblo y le da pastores y profetas que lo cuiden. Lo hizo en la época del Antiguo Testamento hasta llegar al Gran Pastor que es Jesucristo. Y lo hace en la Iglesia. En línea con esto, hace veinticinco años fui llamado, a través de mis hermanos monjes, y pese a mis limitaciones y mis carencias, a hacer de padre y de pastor de esta comunidad de Montserrat y a ser solicitado de la misión que Dios ha confiado a nuestro monasterio en los diversos ámbitos de su actividad. Hoy concretamente es el vigésimo quinto aniversario de la bendición abacial que recibí de manos del Cardenal Ricardo M. Carlos (en el cielo esté), entonces arzobispo de Barcelona Hoy agradezco la protección divina y la solicitud maternal de Santa María por los veintiún años de servicio que comportó aquella elección. Fue un tiempo de gracia, pero no exento de la dimensión de cruz –que es también gracia– en el que la comunión y la ayuda de la comunidad fueron fundamentales. Doy gracias a Dios y a mis hermanos de comunidad. Hace cuatro años llegó la hora del relevo. Y el Señor, a través de la comunidad, nos dio como nuevo abad, el P. Manel Gasch. El 136º. desde la fundación del monasterio hace mil años. Desde entonces, a mí me toca servir al Señor ya su Iglesia de otra forma.
Ayudadme a dar gracias por la obra que el Señor hizo en aquellos veintiún años, y a pedir su benevolencia ante mis carencias y limitaciones. Y dispongámonos a continuar la celebración de la Eucaristía con la actitud de respeto y maravilla de Moisés ante la zarza, porque el Ambón de la Palabra y el Altar son ahora para nosotros nuestra zarza incandescente, el lugar de la Presencia divina.
Última actualització: 17 agosto 2025