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Domingo XIII del tiempo ordinario (30 junio 2024)

Homilía del P. Jordi Castanyer, monje de Montserrat (30 de Junio de 2024)

Sabiduría 1:13-15; 2:23-24 / 2 Corintios 8:7.9.13-15 / Marcos 5:21-43

En el texto que acabamos de oír, hermanos, el evangelista Marcos nos ha presentado dos milagros de Jesús, uno intercalado dentro del otro. En ambos Jesús apela a la fe, no quiere que estas curaciones sean consideradas obra de la magia: “hija, tu fe te ha salvado”, dijo a la mujer que sufría pérdidas de sangre; “ten fe y no tengas miedo” hizo a Jairo, el jefe de sinagoga cuya hijita se estaba muriendo. Pero no sé por qué juego de circunstancias al leer este texto me ha llamado especialmente la atención un punto, un detalle si lo deseáis, aparentemente anecdótico pero que me ha abierto un amplio horizonte de reflexión. La palabra clave es “tocar”; la mujer “tocó el manto de Jesús” porque pensaba “aunque le toque sólo la ropa que lleva, ya me pondré buena”; y lo hizo, y efectivamente quedó curada; y Jesús, “que sabía bien el poder que había salido de él” preguntaba “¿Quién me ha tocado la ropa?” Los discípulos le decían “la gente te empuja por todas partes, y ¿preguntas quién te ha tocado?”. A estas cuatro veces que sale “tocar” añadimos, aún, que la hija de Jairo es curada justo en el momento en que Jesús la toca dándole la mano. Y al fijarme en esta insistencia en que, no siempre pero sí muy a menudo, Jesús salva tocando, me he acordado del pasaje, entre otros, tan fundamental de la revelación del Señor en la montaña del Sinaí en la que establece la alianza salvadora con el pueblo; allí todo es distanciamiento, lejanía; también sale el verbo “tocar” pero allí, y en otros momentos, está prohibido, hasta con riesgo de morir. “Señala unos límites todo alrededor –decía el Señor Yahvé a Moisés para que lo transmitiera al pueblo– y adviérteles que no suban a la montaña y que ni siquiera la toquen; todo el que se acerque a la montaña será condenado a muerte… que ni los sacerdotes ni el pueblo se precipiten a subir para verme a mí, el Señor, para que no tenga que fulminarlos”. ¡Qué contraste! En el Sinaí “tocar” y “ver” Dios era sinónimo de muerte; ahora, absoluta novedad, la vida, la salvación, proviene de ver y “tocar a Dios”; sí, tocar a Dios, porque quien me ve a mí, dice Jesús, ve al Padre. Allí, en el Sinaí estaba prohibido precipitarse hacia el Señor; ahora, Jesús se deja tocar y hasta empujar por todas partes.

El contraste, pues, es sugerente y nos pone delante una verdad fundamental de la fe cristiana, de la buena noticia que nos revela Jesús o, más justamente, de la buena noticia que es Jesús mismo, Dios que se ha hecho carne, Dios que no ha creado el mundo para dejarlo abandonado sino para entrar en él, para tocarlo, para ser tocado por él y, finalmente, para salvarlo, Dios que ama con entrañas de madre la su criatura, todo lo que ha creado. Lo oíamos en la primera lectura, sacada del libro de la Sabiduría: “Dios no hizo la muerte, ni le gusta que el hombre pierda la vida”. Digámoslo de nuevo, digámoslo a nosotros mismos y digámoslo a todos, al mundo: el núcleo de nuestra fe no es que Dios exista sino que Dios es amor y se dejar tocar; y que nadie se atreva, ni de palabra ni de pensamiento, a aguar esta verdad ni reducir sus consecuencias. Por eso mismo podíamos ir cantando en el salmo: “¡Con qué gozo os ensalzo, Señor!”.

En Jesús hemos visto hoy, pues, cómo Dios se acerca a dos realidades de dolor, de marginación, prescindiendo de lo que puedan pensar o decir quienes lo ven. El caso de la mujer que sufría pérdidas de sangre, por ejemplo, es un caso claro de marginación social porque esta enfermedad era vista entonces como una clara consecuencia del pecado y la persona que la sufría vivía, pues, en estado de impureza ritual. [Ahora no lo consideramos así, pero todavía hay un porcentaje muy elevado de mujeres que la padecen, esta enfermedad; precisamente justo antes de conventual, cuando acababa de redactar estas líneas, he recibido un wp de una médica madre de una hija que sufre hace más de 12 años endometriosis, y me escribía a raíz del evangelio de hoy; oremos por ellas, para que la sociedad, el estamento médico, los investigadores, trabajen en ella. Ahora, sin embargo, como decía, no lo consideramos consecuencia del pecado, y ¡ay de aquel que lo piense!] Pero Jesús –porque entonces sí que era una enfermedad que hacía que las que la sufrían fueran menospreciadas, despreciadas– se deja tocar por ella. Y Jesús, Dios, sigue dejándose tocar por tanto sufrimiento y marginación que hay en nuestro mundo, y pienso muy especialmente en el llamado cuarto mundo, el de aquellos que no sólo sufren, sino que deben vivir el sufrimiento en la soledad, en el abandono, en un auténtico callejón sin salida.

Pero no basta con decir esto; hay que añadir, y ponerlo en primer lugar, que quienes nos decimos discípulos de Jesús –iba a decir quienes tenemos la osadía de decirnos, todavía, discípulos de Jesús y que nos tengan por tales–, los quien nos tenemos por adoradores de Dios en espíritu y en verdad, la Iglesia, no sólo no debemos alejarnos de ningún tipo de sufrimiento sino que debemos dejar que nos toque, que seamos sensibles, que sepamos actuar no con actitudes legalistas ni con respetos humanos, sino con actitudes evangélicas que siempre serán de acogida, de liberación, en una palabra de cariño al estilo de Jesús. La colaboración eclesial a la salvación que Dios quiere para todos debe pasar por conocer a fondo el gran mundo del sufrimiento, para acercarse a él, para tocarlo y dejarnos tocar por él, sin miedo a macularnos (¿es que nosotros mismos podemos decir que no tenemos ninguna mácula?); el sufrimiento del mundo, como el de la mujer enferma del evangelio, es un grito de auxilio hecho desde la confianza de ser atendido no a golpe de normas y de leyes, que por humanamente justas que puedan ser no suelen mirar al fondo de la persona, sino con comprensión, con delicadeza, siempre con perdón, con palabras y gestos de coraje, con amor.

Que la Eucaristía que ahora celebramos, misterio de la palabra y del gesto salvadores, nos ayude a pasar por el mundo haciendo el bien, como hizo Jesús, siendo testigos de esperanza y, con la ayuda de Dios, dándonos la mano y ofreciéndola a todos, absolutamente a todos.

 

 

 

 

Última actualització: 2 julio 2024