Homilía del P. Josep-Enric Parellada, monje de Montserrat (11 d’octubre de 2020)
Isaías 25:6-10a / Filipenses 4:12-14.19-20 / Mateo 22:1-14
Queridos hermanos y hermanas,
El texto evangélico que nos acaba de proclamar el diácono es la conocida parábola de los invitados a la boda del hijo de un rey y que tiene el mismo tema de fondo que la parábola de los viñadores homicidas que leímos el pasado domingo, es decir, el rechazo a la invitación que Dios hace para acoger la salvación que Él ofrece y que en el caso de hoy es representada con la imagen de un banquete de bodas.
El evangelista San Mateo, en el texto que acabamos de escuchar, ha unido dos parábolas: la de los invitados al banquete (Mt 22, 1-10) y la del comensal que no llevaba el traje adecuado (Mt 22, 11-14).
Adentrándonos en la reflexión de este texto evangélico nos damos cuenta de que la realidad que expresan las parábolas de este domingo es también nuestra.
¡Todo está a punto!, hemos escuchado para indicar que el banquete estaba preparado y que sólo hacía falta que la sala se llenara con los invitados. Participar en la fiesta de bodas es una invitación, no una obligación, por lo tanto se trata de una oportunidad, que al mismo tiempo reclama un gesto de libertad. En la parábola, Jesús nos presenta un Dios comprometido en preparar una fiesta en la que tiene cabida todo el mundo.
En esta parábola nos aparecen tres imágenes. La primera, la sala de la fiesta. Dios ofrece una fiesta y aunque a las invitaciones hechas no acude nadie. Ha invitado a muchos pero la sala quedó vacía y triste. El rey ha fracasado en su intento de organizar un banquete en ocasión de la boda de su hijo. Es una imagen dura que muchas personas han vivido a veces y que han visto que por razones diversas un convite o un encuentro que habían preparado con ilusión ha quedado en nada. Es una experiencia que duele.
En nuestro caso, en nuestra vida de fe, se trata de un Dios que no es escuchado ni tenido en cuenta, ya que pasan por delante muchas otras preocupaciones en lugar de lo que es esencial. Muy a menudo a pesar de afirmar nuestra creencia en él, Dios se convierte en irrelevante en nuestras vidas. La invitación del rey al banquete de la boda de su hijo, la llamada que Dios nos hace a cada uno de nosotros consiste en saber dar la importancia que le corresponde a las cosas de Dios. No cuidarlas puede convertirse en un drama para los hombres y mujeres de todos los tiempos, ya que está en juego la propia felicidad; aquella felicidad que sabe captar la alegría que hay detrás de la invitación de Dios y de las invitaciones que recibimos, bajo múltiples formas, por parte de los demás.
Otra imagen que nos propone el relato de hoy es la de los caminos. “Id ahora a los cruces de los caminos, y a todos los que encontréis, convidadlos a la boda”. Podría parecer que se trata de una invitación hecha in extremis para llenar la sala y para que la comida preparada no se pierda. Pero no es eso. Se trata, en nuestras vidas, que a pesar del rechazo que Dios recibe a menudo de parte nuestra, él continúa llamándonos e invitándonos a su fiesta. Y si no hemos sabido responder a la primera invitación, su voz, a través de los que nos envía, nos llega a lo largo de los múltiples caminos que trillamos a lo largo de la vida. Dios siempre va más allá y no da nunca nada ni a nadie por perdido. Prueba de ello es que los criados invitaron a todos, tanto si eran buenos como si no lo eran. Y la sala se llenó.
Otra imagen que nos ofrece el evangelio de hoy y que es en sí misma una segunda parábola, es la del invitado que no lleva el traje adecuado para asistir a la fiesta y que es sacado de la sala. La lógica humana nos hace decir, si iba por los caminos, ¿cómo podía llevar un vestido de fiesta? ¿será que los otros invitados iban ya bien vestidos por si alguien los invitaba? Por eso cabe
preguntarse: ¿Qué significado tiene llevar o no llevar el vestido adecuado a una boda? Más aún cuando hoy, en muchas celebraciones se va con la ropa habitual.
En primer lugar hay que decir que no se trata de un traje externo, sino de un vestido que hace referencia a lo que se nos dijo el día de nuestro bautismo al sernos entregado el vestido blanco: “has sido revestido de Cristo”, más aún, se nos dijo “conserva este vestido hasta el día de la venida del Señor”. Por tanto no se trata de un vestido material sino que se trata de un revestirse, poco a poco, a lo largo de toda la vida y a veces con mucho esfuerzo y paciencia, para revestirnos de Cristo, es decir, hacer nuestros sus gestos, sus palabras, su mirada, sus manos y los sentimientos de su corazón. Se trata de hacer llegar la luz del Evangelio a todos los rincones de nuestra vida, para que en Cristo la vida misma, en su cotidianidad se convierta en una fiesta. Y no hay que desalentarse, ya que el revestirse con el traje apropiado es para nosotros el propio proyecto de vida, nuestro camino. Y es una tarea importante en este tiempo que pandemia que vivimos. Son tantos y tantos los que han hecho el esfuerzo de revestirse con el traje de la solidaridad, de la compañía, de la ayuda material,… creando a su alrededor el banquete de la amistad, el banquete de la confianza, el banquete del consuelo.
Hermanos y hermanas, las parábolas que hemos proclamado en este domingo nos ayudan a saber quién es Dios. Demasiado a menudo lo pensamos o lo vivimos como alguien lejano, separado de nuestras obligaciones. Pero no es así. Dios se encuentra en la sala de la vida, en esta sala del mundo, como una promesa de felicidad y no como una amenaza de castigo; Dios trabaja para que la sala esté llena. Pero cuidado, por nuestra parte no seamos fáciles en juzgar el vestido de los demás sino dejémonos revestir por la mirada, por la mirada de Dios que todo lo transforma y todo lo hace nuevo.
Última actualització: 11 octubre 2020