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Commemoración de todos los fieles difuntos (2 de noviembre de 2024)

Homilía del P. Manel Gasch i Hurios, Abad de Montserrat (2 de noviembre de 2024)

2 Macabeos 12:43-46 / Romanos 5:5-11 / Marcos 15:33-39.16:1-6

De una manera muy sabia, la Iglesia sólo predica la santidad, incluso esa santidad anónima que celebrábamos ayer, de los difuntos, de quienes ya han concluido su camino a la tierra. La valoración final sobre un difunto pertenece a Dios y nuestra oración es para que Dios acoja a estos fieles y los perdone. De todos ellos, no afirmamos la santidad como ayer, sino sólo expresamos la esperanza y el deseo de que estén con Cristo en el cielo. Pero, incluso, lo hacemos con humildad, una actitud que siempre es la adecuada ante Dios. 

La memoria de hoy es, por un lado, una mirada honesta a la vida de algunas personas, que no puede evitar el recuerdo muy concreto por la necesidad de su total salvación después de la muerte, puesto que hay siempre “materia” que hay que salvar en cada uno de nosotros, y por otra parte, un agradecimiento por la vida vivida de estas personas. Hacemos exactamente lo mismo que en un funeral de alguien querido, pero pensando en todos. Y desde la mirada de la fe, que transforma el recuerdo de lo que hay que salvar de nuestros difuntos en oración y el agradecimiento por sus vidas, en confianza de un futuro posible de todos con Dios. 

Precisamente la mirada honesta sobre los aspectos a salvar, hace que los cristianos, ante la muerte, no hagamos homenajes: nosotros oramos. Alguien podría pensar que, junto a estos profesionales que en los funerales laicos hacen unos magníficos discursos sin conocer de nada a la persona difunta y que, por eso, convierten el recuerdo en panegírico, nosotros cristianos somos realistas, porque ante la muerte de los nuestros fieles difuntos, no olvidamos que también hay que orar, porque en la vida de todos, ha habido de todo. Esta oración por los difuntos es muy antigua y la encontramos ya en el Antiguo Testamento, en el libro de los Macabeos que hemos leído. 

Tenía un sabio profesor en Roma que alababa la letra de la misa de difuntos antigua, los famosos Réquiems, diciendo que le parecían palabras mucho más apropiadas para un difunto cristiano que algunas de las cosas que se escuchan hoy en los funerales. 

La letra de los Réquiems, que tantas obras musicales memorables nos han legado, también la de nuestro P. Cererols, del que cantamos siempre el ofertorio o la célebre de Mozart, de la que hoy la Schola cantaréis una el lacrimosa, una estrofa de la secuencia, esta letra, digo, no esconde para nada, al contrario, esta situación de los difuntos, que invita al recuerdo y a la oración, porque necesitan el amor de Dios. 

En un mundo donde hay tanta sobreactuación y tan poca autocrítica, debo confesar que me consuela ese realismo de la liturgia cristiana que no esconde nuestra situación necesitada, carente. En el lenguaje y la espiritualidad de la época de los Réquiems, el Señor nos aparece como un juez quizás demasiado estricto y los humanos como pecadores que parece que no hemos hecho nada bueno, pero este contraste un poco fuerte, tiene la ventaja que nunca olvida quienes somos ante Dios, ni olvida la esperanza ni la confianza en su misericordia. En un mundo tan lleno de sí mismo, y con unos hombres y mujeres que parece que se hacen auto homenajes constantes al Ego, hasta el momento de la muerte, me siento aliviado cuando no olvidamos todo esto en una misa como la de hoy. 

San Pablo entendía que Jesucristo y su muerte fueron precisamente el perdón por esta condición humana, que él no dudó en definir de forma fuerte con las palabras que hemos escuchado en la segunda lectura: “Cuando nosotros éramos todavía incapaces de todo, Cristo murió por nosotros”. Éramos incapaces de todo. Qué mensaje tan distinto a ese que es socialmente imperante. 

Espero que los escolanes de la Schola Cantorum al cantar el ofertorio y el Lacrimosa, serán conscientes de que cantáis esta verdad importante de la fe cristiana, que por edad y momento vital les queda un poco lejos, pero que es cierta para todos. 

En el inicio del ofertorio diréis “Y haz, Señor, que estas almas pasen de la muerte a la vida, (fac eas, Domine, de morte transire ad vitam)”, describiendo así la esencia de la muerte cristiana. Una muerte que da la vuelta a la naturaleza: no pasa de la vida a la muerte, como vemos biológicamente, esto es normal, sino de la muerte a la vida. Pasa: “transire” en latín, éste es un camino que sólo se hace con la fe en Jesucristo resucitado. 

El recuerdo de los difuntos mantiene esa tensión y esa esperanza de que Dios puede hacer todo esto que le rogamos para dar la vuelta a las cosas. El perdón también es pasar de la muerte a la vida, amar hace que pasemos de la muerte a la vida, finalmente la resurrección de Jesucristo que hemos releído en el Evangelio, hace que Él pase de la muerte a la vida. 

La muerte recapitula una vida. Esa esperanza y esa confianza puestas en Dios no son sólo por los fieles difuntos que recordamos o algo que deberemos recuperar en el momento de la muerte. Son una actitud en cada momento de nuestra existencia. De los difuntos siempre podemos aprender cómo vivir o cómo es mejor no vivir. En este sentido, damos gracias en la esperanza de que Dios recoja todo lo bueno y edificante de e las vidas de las personas, a pesar del misterio que siempre tiene cada uno. 

El evangelio de hoy, explica que la preocupación de las mujeres que iban al sepulcro, era que encontrarían una piedra muy grande. En su camino de fe, les era difícil pensar fuera de las categorías normales: Habían enterrado a alguien, lo habían visto, y habían puesto una piedra grande en la entrada del sepulcro que ellas no podían mover. El razonamiento era normal, incluso más normal que algunas de las muchas preocupaciones que nos ponemos nosotros con menos fundamento que el peso de la piedra de un sepulcro judío. Las mujeres habían entendido el camino de la vida a la muerte que había hecho Jesús de Nazaret, le habían acompañado. Ahora comenzaba el verdadero reto cristiano: comprender la resurrección de Cristo, comprender el camino de vuelta de la muerte a la vida. La piedra que cerraba el sepulcro era como la barrera que no dejaba iniciar ese camino. ¡Por eso el signo claro de la resurrección es que la piedra no está, y el que estaba muerto, se ha ido! Cuántas veces nosotros quedamos paralizados por las piedras reales o imaginarias que no nos dejan hacer camino hacia la vida, pero, sea por nosotros o por nuestros difuntos, es la esperanza de que alguien aparte estas piedras que nos da toda nuestra confianza en la resurrección. 

En esta esperanza nuestra comunidad recuerda hoy la muerte del P. Pius Tragan y del G. Pere Damià Coral. Ambas en diciembre del año pasado. Quiera Cristo resucitado haberles acompañado en el “transire”, al pasar de la muerte a la vida, como les acompañó cuando caminaron de la vida a la muerte. A ellos podemos asociar a todos los fieles difuntos, a todos los muertos, cuya fe sólo Dios ha conocido, como decimos en la cuarta oración eucarística, pero hagámoslo especialmente por aquellos de los que no llegamos a comprender su muerte, las víctimas de los pueblos de Valencia, las de Palestina, del Líbano y de Israel, las de África, las de Ucrania, que contamos por miles. 

El canto de comunión de las misas de Réquiem, que ha pasado a la oración litúrgica y popular nos ayuda a orar por todos ellos poniéndonos en su sitio y reconociendo que sólo a Dios toca la salvación: 

Que la luz eterna brille para ellos, 
Señor, 
por siempre, entre tus santos; 
porque eres misericordioso. 
Dales el reposo eterno, 
Señor, 
y que la luz perpetua los ilumine 
por toda la eternidad, entre tus santos; 
porque eres misericordioso. 

Última actualització: 2 noviembre 2024