Domingo de la XVII semana de durante el año (26 julio 2020)

Homilía del P. Lluís Planas, monje de Montserrat (26 de julio 2020)

1 Reyes 3:5.7-12 – Romanos 8:28-30 – Mateo 13:44-52

 

Hoy, en la primera lectura, hemos visto como a Salomón, que lo tenía todo, juventud, poder, cultura y riqueza, Dios le ha pedido qué deseaba, y él respondió: «Concede, pues, a tu siervo, un corazón atento para juzgar a tu pueblo y discernir entre el bien y el mal». Si nos fijamos bien, en el evangelio, Jesús ha dicho que el reino de Dios viene a ser como un tesoro o como una perla fina, es decir, algo que es tan valioso que lo da todo a cambio. Así pues, ¿qué es el reino de los cielos? Quizás podemos decir que es la forma que tiene Dios de invitarnos a vivir a su manera, siguiendo su estilo de vida. De acuerdo con Salomón podríamos decir que el reino de los cielos es ser justos, a la manera de Dios, o bien como el salmo que hemos cantado, el Reino es vivir con el amor de Dios que conforta, y con la capacidad de discernir el bien del mal.

¿Y quién es capaz de vivir a la manera de Dios? De hecho, el evangelista nos ha informado de que Jesús, al inicio de su predicación, se compadeció de la multitud que lo seguía porque eran como ovejas sin pastor. Como muchos recordamos, comenzó a proclamar una manera nueva de ver y vivir la vida: lo primero que hizo fue anunciar que aquellos que nadie valoraba, estos son precisamente los que Dios valora: bienaventurados los pobres, los humildes, los que desean que haya justicia, los que sufren … hoy quizás diríamos los perdedores; pero para entender a fondo este anuncio, pide a los discípulos que empiecen un camino en el que será importante conocer el propio interior, y darse cuenta de que hay que hacer una transformación, en la que no es solamente importante conocerse, y aceptar las propias limitaciones, sino que hay que poner en práctica lo que se ha visto que Jesús hace, que es poner la atención en los demás. Y los otros son como tú, con sus limitaciones. Y nos invita a fijarnos bien. Ellos son imagen de Dios y tienes que saberlo ver en el pobre, en el humilde, en el que pasa hambre y sed, en el encarcelado… Todos ellos son imagen de Dios. Y en este proceso de acercamiento a los demás, tú, para ellos, eres imagen de Dios. Así nos lo ha recordado San Pablo cuando hemos oído: «los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo». Quizás no se trata tanto de vivirlo como una responsabilidad, sino como un don, un regalo, un tesoro. El mejor. Y con María también podemos decir: ¿quién soy yo? Si me miro a mí mismo constato mi debilidad. María lo entendió y se hizo discípulo de su Hijo, es decir, lo escuchó; por eso decimos que María es la primera creyente. Cabe preguntarse si vale la pena vivir así. Porque nos damos cuenta de que el camino de Jesús no es llano. Y sin embargo hoy nos ha dicho que vivir con Dios y para Dios, en su Reino, vale tanto la pena que es necesario que se convierta en lo más importante, lo prioritario. Porque el campo que compras es donde está el tesoro, este campo eres tú y yo, y nosotros, en él se sembrará, como veíamos el pasado domingo la mejor semilla de trigo, pero también aparecerá la cizaña. Cabe preguntarse, sin embargo, ¿deseo comprar este campo?

La parábola aún nos ha dicho que «contento del hallazgo, se va a vender todo lo que tiene…». Y nos podemos volver a preguntar, y ¿por qué contento? Porque el verdadera hallazgo es el amor. Este es el valor supremo, porque como nos ha dicho San Pablo: «a los que aman a Dios todo les sirve para el bien». Efectivamente, el Reino de los cielos es el encuentro del Amor y por el Amor. Amar, y dejarse querer. El campo es la propia vida que tiene que crecer, pero antes hay que sepa acoger la buena semilla de la Palabra y del Amor. Y si tiene sentido la existencia del campo, la existencia de la vida, es porque el campo, empapado de amor, dará el fruto para que otros puedan alimentarse de esta experiencia tan extraordinaria. ¿Y la compartiremos, verdad, esta experiencia?

Dejémonos coger por Dios, y hagamos nuestra la oración de Salomón: «Concede, pues, a tu siervo, un corazón atento para juzgar a tu pueblo y discernir entre el bien y el mal».

 

Abadia de MontserratDomingo de la XVII semana de durante el año (26 julio 2020)

Domingo de la XVI semana de durante el año (19 julio 2020)

Homilía del P. Efrem de Montellà, monje de Montserrat (19 de julio 2020)

Sabiduría 12:13.16-19 – Romanos 8:26-27 – Mateo 13:24-43

 

Una de las grandes preguntas de la humanidad es el porqué de la existencia del mal. Si Dios es un Padre todopoderoso, que ha creado cosas tan buenas… ¿Cómo es que existe el mal? ¿No podría haber creado un mundo tan perfecto en donde ya no existiera el mal? Y sin embargo, es evidente que en nuestro mundo conviven el bien y el mal, el trigo y la cizaña crecen juntos. Efectivamente, Dios podría haber hecho un mundo completamente acabado y perfecto. Y lo ha hecho. Pero aún no es éste. El mundo en que vivimos no está acabado del todo. Y no lo estará hasta la bienaventuranza eterna, hasta nuestro destino final, que Dios «Enjugará las lágrimas de [nuestros] ojos, y no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor» (Cf. Ap 21). Si en el mundo conviven el bien y el mal, pues, es porque muchas veces nos equivocamos. Y, de hecho, no conviven sólo en el mundo: en realidad, el bien y el mal pueden convivir en el interior de cada uno de nosotros. Por eso el sembrador no tiene prisa en cortar la cizaña: porque sabe que -a diferencia de las plantas, las personas pueden cambiar de cizaña en trigo, y de trigo en cizaña. Y a menudo, muchas veces, a lo largo de la vida.

Este tiempo que el sembrador nos da de margen antes de la siega, es la Eucaristía. Es aquí donde el buen Jesús nos va hablando al corazón de cada uno domingo tras domingo, con paciencia, para que su palabra vaya penetrando en nuestro corazón y lo transforme en buen trigo. Escuchándolo y dialogando con él, tenemos la oportunidad de volver nuestro corazón hacia el Señor, dejar de lado el mal, y dedicar todos nuestros esfuerzos a hacer el bien, como él nos enseña de tantas maneras en el evangelio. Basta con un pequeño gesto, como ocurre con el grano de mostaza, que es «la más pequeña de todas las semillas, pero, a medida que crece, se hace más grande que todas las hortalizas y llega a ser como un árbol». Y tampoco pasa nada si lo que hacemos pasa desapercibido a los ojos de la mayoría: también la levadura escondida que «una mujer la amasa con tres medidas de harina y basta para que todo fermente», acaba haciendo un efecto extraordinario. Lo más importante es que estemos abiertos a dejarnos transformar por su palabra. Como él que transformó el dolor de la muerte en cruz, en el bien de la resurrección a la vida eterna. Y como él transforma el trigo, en el pan de la palabra que nos da fuerzas para hacer el camino.

Las necesitamos, las fuerzas. Porque en el camino tenemos que luchar contra el mal, y si no vigilamos puede que caigamos alguna vez. Pero eso es un trabajo largo que necesita constancia y esfuerzo. Y del evangelio de hoy se desprenden dos enseñanzas que nos pueden ayudar. En primer lugar, que no debemos juzgar a los demás: en la parábola del trigo y la cizaña queda claro que el juicio corresponde sólo a Dios, y al final de los tiempos. Estamos haciendo camino, y por eso todos podemos tener momentos buenos y malos. Y afortunadamente, como decía el Salmo, el Señor es « bueno y clemente, rico en misericordia […] lento a la cólera, rico en piedad y leal». Y nos llena de esperanza ver que da «la ocasión de arrepentirse de los pecados», como decía la primera lectura. Aprovechemos esto. La segunda enseñanza que podemos sacar del evangelio, es que Dios cuenta con nuestra implicación: justamente por eso nos ha hecho a su imagen y semejanza y nos ha dado la libertad; aunque con el riesgo de que, ejerciéndola, podamos caer en el pecado. Por eso, cuando pasamos por momentos difíciles como este tiempo de pandemia que estamos viviendo, más que quedarnos con las preguntas que nos hacíamos al principio tal vez haríamos mejor preguntarnos: «Y ante esta realidad, yo, ¿qué puedo hacer?». Dios cuenta con el esfuerzo de cada uno de nosotros. Y de este esfuerzo personal de cada uno depende de que caminemos en la buena dirección.

Abadia de MontserratDomingo de la XVI semana de durante el año (19 julio 2020)

Domingo de la XV semana de durante el año (12 julio 2020)

Homilía del P. Carles M Gri, monje de Montserrat (12 julio 2020)

Isaías 55:10-11 – Romanos 8:18-23 – Mateo 13:1-23

 

Estimados hermanos, estimadas hermanas:

El hombre abre su interioridad por la palabra. El lenguaje lo pone en comunicación de vida y de amor con los demás. Sin palabra el hombre estaría enclaustrado en la soledad. De manera similar, Dios, cuando ha querido comunicarse, ha roto su lejanía por la palabra.

Esta palabra de Dios es una palabra viva, omnipotente, eterna. Es ella la que en el origen del tiempo ha hecho brotar el mundo de la nada. Y es ella misma quien en la plenitud del tiempo ha obrado nuestra redención. Y es todavía ella la que nos encamina en la Iglesia hacia el encuentro definitivo con el Padre en la gloria de la Jerusalén celestial.

Esta palabra omnipotente, sin embargo, es máximamente respetuosa. La palabra nace espontáneamente con un deseo de benevolencia del corazón de Dios y cae suavemente en el corazón del hombre. Buscar una alianza, un intercambio de amor, un diálogo amistoso y libre. Pero nosotros tenemos, por sorprendente que sea, el poder de rechazarla, de cerrarle la puerta, de despreciarla. Podemos acorazarnos de piedras, cardos, espinas y preocupaciones mundanas, tal como el Maestro nos ha advertido en el evangelio. La palabra omnipotente se ha hecho débil a fin de resguardar intacto el misterio de nuestra libertad. Es lo que nos recuerda la conocida sentencia de Péguy: Dios no quiere ser servido por esclavos, sino que quiere ser amado por hombres libres.

Así pues, hermanas y hermanos, nos encontramos ante la gran oferta gratuita del amor de Dios. Viene para llenarnos de gracia, de luz, de vida y de felicidad. Recibiremos en la medida de nuestra apertura a su palabra. El gran modelo será siempre María, la Virgen fiel. Se dio con generosidad ilimitada a la Palabra. Por eso esta Palabra pudo tomar carne y sangre en sus entrañas virginales y ser oferta para la salvación del mundo.

Ahora, vamos a recibir también nosotros, como María, el Verbo de vida en los dones eucarísticos del pan y del vino. Seamos, pues, generosos en nuestra ofrenda. Entonces, el Señor podrá volver a obrar maravillas en nosotros como hizo en la Madre Virgen y, nuestro mundo, gravemente herido por la pandemia y la crisis económica, podrá encontrar la salvación eficaz de Dios que se da a través de nuestras palabras, obras y actitudes de hombres y mujeres nuevos, regenerados en Cristo Palabra de vida. ¡Que así sea!

Abadia de MontserratDomingo de la XV semana de durante el año (12 julio 2020)

Solemnidad San Benito. Profesiones Solemnes (11 julio 2020)

Homilía del P. Josep M Soler, Abad de Montserrat (11 julio 2020)

Proverbios 2:1-9 – Colosences 3:12-17 – Mateo 19:27-29

 

Que la palabra de Cristo habite entre vosotros con toda su riqueza, escribía el Apóstol a los cristianos de la ciudad de Colosas.

En aquella comunidad, hermanos y hermanas, había tensiones. Algunos creían que con el Evangelio no era suficiente y que había que completar la fe en Cristo con la creencia en unos poderes invisibles, procedentes de ángeles y de astros, que según decían intervenían en el gobierno del universo y en el ámbito religioso. Además, proponían también, como complemento de la fe en Cristo, el retorno a algunas observancias de la Ley de Moisés.

Ante esto, San Pablo les recuerda la libertad que les ha otorgado el bautismo que ha renovado sus vidas y cómo Jesucristo, resucitado y sentado a la derecha de Dios, está por encima de todo y todo está sometido a él, sin que haya ningún poder que esté por encima (Col 3, 1; 2, 6-10). Por eso los exhorta a perseverar viviendo según la palabra de Cristo tal como les fue anunciada cuando llegaron a la fe. Porque Cristo no es un ser mítico sino el Crucificado y el Resucitado que los apóstoles han predicado como único salvador. Si viven así, dejando que Cristo viva en ellos y su palabra se difunda en sus corazones, corresponderán a la elección que Dios ha hecho de sus personas, acogerán su perdón y vivirán unas relaciones fraternas llenas de alegría y de enriquecimiento mutuo.

Que la palabra de Cristo habite entre vosotros con toda su riqueza. San Benito hizo suya esta exhortación del Apóstol y la puso en el centro de su vida. Siguiendo el ejemplo que encontró en los apóstoles, la palabra de Cristolo llevó a dejarlo todo para seguirlo y poder estar siempre con él. Por fidelidad esta palabra, fue a la soledad de Subiaco y allí, dócil a la acción del Espíritu, interiorizó la Palabra de Dios, luchó contra la adversidad y la tentación, aprendió a conocer su corazón, a encarrilar sus sentimientos, a vivir según el Evangelio y, al constatar las debilidades y las dificultades, a «no desesperar nunca de la misericordia de Dios» (RB 4, 74). Esto lo preparó para acoger a los que lo iban a buscar para pedirle consejo y quienes querían compartir la vida con él haciendo comunidad. Tanto en el principio en Subiaco como en la plenitud de Montecassino, vivió e inculcó a los discípulos las recomendaciones del Apóstol que hemos oído en la segunda lectura, haciendo que la palabra de Cristohabitara cada día en él y en los hermanos con toda su riqueza. Sabía que «habitar» significa acogerla en el corazón, dejar que arraigue, perseverar en profundizarla, rumiarla; significa hacerla vida cada día más intensamente hasta que la imagen de Jesucristo se vaya reproduciendo en cada uno por obra del Espíritu Santo. De esta manera se llega a tener, como dice el Apóstol, los sentimientos que corresponden a los escogidos de Dios que él ama y quiere llevar a la santificación. San Benito fue creciendo en el amor a Dios y a los hermanos y llegó a la cumbre de la santidad. Por eso hoy celebramos que haya recibido el que Jesús, como hemos oído en el evangelio, prometió a todo el que por su nombre lo dejara todo: poseer la vida eterna y participar de su gloria. Como testamento, san Benito dejó escrita una Regla para monjes, en la que pone la palabra de Cristo, que en un sentido amplio es toda la Palabra bíblica, como centro de la vida de la comunidad, como base de la oración, como luz que guía el proceso personal de crecimiento, como sabiduría de vida que orienta las relaciones fraternas y las actividades de cara al exterior del conjunto de la comunidad y de cada monje en particular. Toda la Regla encamina hacia la identificación con Jesucristo, hacia hacer vida la Palabra de Dios, hacia el logro de la libertad interior y del amor auténtico.

Los seguidores de san Benito nos alegramos de su glorificación y queremos dejarnos guiar por el magisterio que nos ha dejado en su Regla, sabiendo que si seguimos el camino que nos indica, podremos llegar al lugar glorioso donde él ha llegado. Así lo han hecho miles y miles de hombres y mujeres a lo largo de los siglos y en diversos lugares geográficos, gozosos de «no anteponer nada al amor de Cristo» (RB 4, 21) y de vivir en comunidad sostenidos por los hermanos (cf. RB 1, 4-5) para servir así a la Iglesia y la humanidad. Desde hace casi mil años esto se procura vivir también en esta Casa de la Virgen en Montserrat.Que la palabra de Cristo habite entre vosotros con toda su riqueza. Es lo que deseamos a los dos monjes, los HH. Xavier y Jordi, que hoy hacen la profesión solemne, se vinculan a nuestra comunidad y reciben de Dios y de la Iglesia la consagración monástica. Si guardan la palabra de Cristo en el corazón, como han ido aprendiendo a hacer durante el tiempo de la iniciación monástica, verán que su vida va cambiando; que si se dejan guiar por la Palabra y sostener por el Espíritu Santo, si se dejan llevar por el amor de Cristo, lo que antes les costaba, va siendo más fácil (cf. RB 7, 68-70). La palabra de Cristo les enseñará a crecer en la humildad, en la paz, en la paciencia, en la compasión, en el amor hacia los demás y en el servicio monástico a la misión de Montserrat; y podrán ayudar a los demás con la sabiduría que viene de la palabra de Cristo interiorizada en su vida de monjes. Por ello, una vez hayan manifestado su compromiso de vivir para siempre como monjes en nuestra comunidad, todos nosotros rezaremos intensamente por ellos, para que «conformen su vida a la doctrina del Evangelio, que sean firmes en la fe, que tengan el gusto de las Escrituras, que sean hombres de oración, que estén llenos de sabiduría y sean humildes» (cf. Ritual). Dicho de otro modo, rezaremos intensamente para que la palabra de Cristo habite en ellos con toda su riqueza.

Alabemos a Dios por el don de estos dos hermanos monjes que hace a nuestra comunidad, que es también un don para la gran familia montserratina de los escolanes, de los oblatos, los cofrades, de los amigos de nuestro monasterio, de todos los que subís a Montserrat. Que es, de modo similar, un don para toda la Iglesia extendida de oriente a occidente y para toda la humanidad, que el corazón del monje debe llevar siempre en la oración y en su solicitud.

Abadia de MontserratSolemnidad San Benito. Profesiones Solemnes (11 julio 2020)

Domingo de la XIV semana de durante el año (5 julio 2020)

Homilía del P. Josep-Enric Parellada, monje de Montserrat (5 julio 2020)

Zacarías 9:9-10 – Romanos 8:9.11-13 – Mateo 11:25-30

 

Estimados hermanos y hermanas,

El evangelio que acabamos de proclamar toca de lleno el misterio de la revelación de Jesús. Al contrario de lo que se podría esperar en la lógica humana, Dios se revela en lo pequeño, en todo lo que a los ojos de los hombres no tiene valor ni es eficaz. Y aun, ante tantas formas de cansancio que viven los hombres de todos los tiempos, Jesús ofrece una alternativa liberadora.

Dejándonos invadir por la simplicidad y la belleza del texto encontramos a Jesús manifestando sus sentimientos más íntimos, es decir, aquellas pequeñas cosas que son la razón de su vivir y de su ser. Se trata de sentimientos pequeños, que expresan su entusiasmo por la revelación de que el Padre hace al corazón de los sencillos, a la gente iletrada o personas que, a pesar de ser ilustradas, viven con el corazón atento a Dios. Jesús se entusiasmó también porque el Padre le ha revelado a él mismo todos los secretos de su corazón.

Cuando alguien nos abre su corazón, lo recordamos siempre como un momento denso, importante en nuestra relación con esa persona. Jesús, al manifestarnos sus sentimientos, nos permite adentrarnos no sólo en el camino de su seguimiento sino en su propia vida. Acoger la confidencia del amigo nos compromete y nos desinstala de nuestras seguridades.

¿Cómo podemos ser discípulos de Jesús, en la vida de cada día, entrelazada por tantas obligaciones, con fatigas de todo tipo, con urgencias que no tienen nada que ver, a primera vista, con lo que Jesús nos pide?

Ser discípulos de Jesús, pide, por nuestra parte, un corazón agradecido y maravillado, a fin de poder captar con ojos nuevos cómo en las pequeñas cosas de nuestra vida, cargada de menudencias y limitaciones, se revela el misterio siempre inefable de Dios. Aun siéndolo por naturaleza, necesitamos no tener miedo de ser pequeños ante Dios. Necesitamos reconocer nuestra pequeñez para darnos cuenta que podemos y tenemos necesidad de descansar en Él nuestras angustias, ya que Él nos enseñará a ser pacíficos con nosotros mismos, a no crisparnos cuando no se realizan nuestros deseos, a comprender que las relaciones humanas necesitan siempre y en todo momento un plus de ternura y de comprensión.

Para seguir a Jesús, necesitamos confiar en su palabra, una palabra que es capaz de devolver al corazón de los hombres la paz y la serenidad. «Venid a mí, todos los que estáis cansados ​​y agobiados». Todos sabemos sobradamente qué significa estar cansado. Jesús nos dice que él nos hará reposar. ¿Cómo? «Tomad mi yugo». La promesa que nos hace no es de quitarnos el trabajo ni la carga, sino que nos dice que su yugo es suave y su carga ligera. Jesús nos llama una vez más a asumir con responsabilidad nuestra propia condición personal y también las múltiples y complejas situaciones de nuestro tiempo. No de forma estoica, sino desde la experiencia del amor y del agradecimiento. El amor vuelve suaves las cosas duras, y ligeras las pesadas; el amor hace que sintamos a medida lo que sin amor nos estorba muchísimo.

Esta invitación de Jesús a reposar en él es para nosotros de una gran actualidad, ya que si habitualmente el cansancio está presente en nuestra vida, hoy, dondequiera que miramos constatamos mucho cansancio provocado por la pandemia que aún vivimos. Un cansancio que toma formas muy diversas: el personal sanitario y el personal esencial de todo tipo que han trabajado hasta el agotamiento, y no siempre debidamente reconocidos; las personas de todas las edades que han sufrido maltrato, falta de recursos y vejación debido al confinamiento; quienes lo han perdido todo; y aun, todas las víctimas de las pandemias del hambre, de la exclusión social, los desplazados…

Quienes queremos ser seguidores de Jesús tenemos que hacer como él, ofrecer a los que nos rodean, a quienes están cansados ​​de nuestro entorno, unas actitudes y unos gestos que aligeran su sufrimiento. Si se puede y lo permite la situación que vivimos, no se trata de hacer cosas grandes,  sino que se trata simplemente de que los demás se encuentren bien bajo nuestra mirada para poder abrir el corazón y exteriorizar su sufrimiento, que sepan que cualquiera que sea su situación personal no serán juzgados, ya que sólo Dios conoce el fondo del corazón humano.

Se trata aún, si se quiere, de dar un poco de nuestro tiempo a fin de ayudar a que los demás no vayan tan agobiados: en casa, el trabajo, en las familias, en las comunidades,… Se trata, en definitiva, de ser iconos de la ternura de Dios, que se ha revelado en Jesús y en todo lo que es pequeño. Seguro que estos pequeños gestos no serán noticia, pero hoy y siempre, hermanos y hermanas, somos invitados a hacerlos, ya que las consecuencias de la Covid-19 nos empujan a estar muy atentos a las personas y a las situaciones que nos rodean, también a las que cada uno ha vivido a nivel personal para no tener miedo de pedir ayuda. Cierto, los pequeños gestos no serán nunca noticia, pero también es cierto que una vez más manifestarán las maravillas que Dios lleva a cabo a través nuestro. Estemos seguros: todos, absolutamente todos, necesitamos dar y recibir pequeños gestos que hagan más humana y llevadera la vida y en concreto este tiempo.

La pequeñez del pan, que a muchos todavía falta, y del vino de la Eucaristía que estamos celebrando son la prenda.

 

Abadia de MontserratDomingo de la XIV semana de durante el año (5 julio 2020)

Solemnidad de Sant Pedro y San Pablo (29 junio 2020)

Homilía del P. Josep M Soler, Abad de Montserrat (29 junio 2020)

Hechos de los Apóstoles 12:1-11 – 2 Timoteo 4:6-8.8-11 – Mateo 16:13-19

 

Estimados hermanos y hermanas: Hoy celebramos el martirio de los dos grandes apóstoles San Pedro y San Pablo. Es el día en el que sellaron con la sangre su adhesión a Jesucristo.

San Pedro había dicho a Jesús resucitado, cerca del lago de Galilea: Señor, tú sabes que te quiero (Jn 21, 15-17). Pero es en el momento del martirio que este amor es total y definitivo. San Pablo tenía una convicción profunda: Cristo, el Hijo de Dios, me amó y se entregó a sí mismo por mí, por eso vivo mi vida en la fe en el Hijo de Dios (Ga 2, 20), porque el amor del Cristo nos apremia (2C 5, 14). Pero, es, también, en el momento del martirio cuando corresponde plenamente al amor que Jesucristo le ha tenido y que expresa de una manera radical el amor que él ha tenido a Cristo.

El martirio de estos dos grandes apóstoles constituye el inicio de su participación plena en el misterio pascual de Jesucristo, constituido por su muerte y su resurrección.

La primera lectura, tomada de los Hechos, nos narró uno de los encarcelamientos que sufrió San Pedro. Este fue por orden del rey Herodes que lo quería condenar a muerte. Pero, tal como hemos oído, el Señor lo liberó. La narración tiene como trasfondo la pascua del pueblo de Israel, en la que fue liberado de Egipto, y la pascua de Jesucristo. Incluso cronológicamente nos decía que Pedro fue encarcelado en las fiestas de la Pascua judía, entorno, pues, de las mismas fechas de la muerte y la resurrección de Jesús. Pedro estaba atado fuertemente y bien custodiado por soldados en el lugar más seguro de la prisión, rodeado por la oscuridad de la noche, lo que nos recuerda a Jesús en la oscuridad del sepulcro bien cerrado y custodiado, también, por soldados. Pero una intervención divina llena de luz el espacio oscuro y libera a Pedro. El ángel le dijo levántate con una palabra que en griego equivale a «resucita». Este hecho de alguna manera anticipa simbólicamente la participación de Pedro en la Pascua de Jesucristo. Ciertamente, es una salvación de la muerte sólo temporal, pero muestra la solicitud que Dios tiene por quienes se han hecho discípulos de Jesucristo y la gloria futura que les es promesa.

También más adelante San Pablo vivió un episodio similar, según el mismo libro de los Hechos. El encarcelamiento de Pedro que hemos leído, tuvo lugar en Jerusalén, Pablo junto con Silas, compañero suyo de evangelización, fue encarcelado una de las veces en la ciudad de Filipos, capital de la Macedonia romana. De manera similar ellos dos fueron encerrados en el lugar más seguro de la prisión, bien atados con cadenas y custodiados por guardas. También por la noche, mientras todo estaba oscuro, una intervención divina les desata las cadenas y los liberó, anticipando como en el caso de Pedro, su participación definitiva en la pascua de Jesucristo (cf. Hch 16, 25-34).

Los apóstoles, vigorizados con el don del Espíritu Santo, vivían estas situaciones por amor a Cristo, para difundir el Evangelio. Y las vivían con alegría. En el caso de Pedro, el Libro de los hechos de los apóstoles nos dice que él y los otros apóstoles se alegraban de ser ultrajados y de sufrir a causa del nombre de Jesús (cf. Hch 5, 41); les alegraba poder participar de los sufrimientos de Cristo para que así, cuando él revelara su gloria podrían alegrarse, también, llenos de alegría (cf. 1 P 4, 14). De igual manera Pablo, que se sentía espoleado por el amor de Cristo (2C 5, 14), se complacía en las persecuciones y en las angustias por Cristo (2C 12, 10), y podía escribir: yo llevo en mi cuerpo las marcas de Jesús (Gal 6, 17), en referencia a las cicatrices de las flagelación y de los bastonazos que había sufrido varias veces.

San Pedro y San Pablo vivieron de un modo eminente, como correspondía también al ministerio eminente que habían recibido en la Iglesia, lo que había anunciado Jesús: os detendrán y os perseguirán, os arrestarán en las cárceles, y os harán comparecer  ante reyes y gobernadores por causa de mi nombre. Esto os servirá para dar testimonio (Lc 21, 12-13). Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan y digan contra vosotros toda clase de calumnias por causa mía.  Alegraos y regocijaos porque vuestra recompensa será grande en el cielo (Mt 5, 11-12). Es que el discípulo de Jesús debe recorrer el mismo itinerario espiritual de su Maestro y debe vivir el misterio de muerte y de resurrección en su vida través de las vicisitudes de la existencia, de las incomprensiones y del sufrimiento que le puede venir de tantas maneras. Así el discípulo de Jesús podrá llegar a participar para siempre de su pascua. San Pedro y San Pablo son para nosotros unos testigos de cómo la fe y el seguimiento de Jesucristo comportan una dimensión de cruz, y de cómo el amor y la esperanza permiten que sea vivida en paz y con alegría. Esto nos anima a ir a fondo en nuestra vivencia del Evangelio y no desfallecer en el testimonio a pesar de las dificultades y las incomprensiones.

También en nuestras vidas vivimos una anticipación de la pascua cada vez que vencemos el mal con el bien, cada vez que ayudamos a los demás, cada vez que hagamos las paces, cada vez que, por gracia, superamos el pecado que nos asedia, cada vez que perseveremos en la fidelidad a pesar de las dificultades, cada vez que sufrimos por causa del Evangelio y no desfallecemos en el amor …

Por otra parte y de acuerdo con la palabra de Jesús, no podemos soñar con un mundo en el que los cristianos podremos vivir siempre con tranquilidad. Esto puede ser posible por un tiempo, en un lugar concreto, porque las dificultades no son siempre iguales en todas partes. También ahora hay lugares de la geografía donde los cristianos son perseguidos o se encuentran en graves dificultades, porque siempre habrá poderes políticos, económicos o mediáticos para los que el cristianismo será un estorbo y lo querrán eliminar o al menos debilitar y ridiculizar. Pero sabemos que en las dificultades el Espíritu Santo es la fuerza del cristiano (cf. Lc 12, 11-12). Y esto nos alienta a dar testimonio sin desfallecer.

Hemos sentido que, mientras Pedro estaba en la cárcel, la comunidad eclesial oraba por él. Hoy, en la solemnidad de los dos grandes mártires de Roma, la Iglesia católica extendida de Oriente a Occidente (cf. Pasión de los Sts. Fructuoso, Augurio y Eulogio) ruega por el sucesor de Pedro, el Papa Francisco. Desde hace tiempo, es atacado desde varios sectores incluso dentro de la Iglesia. Se puede sintonizar más o menos con su forma concreta de hacer y de decir; también San Pedro y San Pablo experimentaron tensiones entre ellos por su manera diferente de ver las cosas (cf. Ga 2, 11-16). Pero la Iglesia de Roma es la Iglesia que, como afirma, ya en el s. II, San Ignacio de Antioquía, «preside todas las demás en la caridad»; y como dice, también en el mismo s. II, San Ireneo, «es necesario que todas las Iglesias estén en armonía con esta Iglesia» (cf. Comisión internacional católico-ortodoxa, Documento de Rávena, 41). Por eso el obispo de Roma es vínculo de unidad, de comunión y de paz entre todas las Iglesias. Y la comunión con su persona y con su misión pastoral es un elemento integrante de la vida eclesial y, por tanto, de nuestra vivencia como miembros de la Iglesia (cf. CEC 881-882). Debemos rezar por Francisco, tal como lo pide constantemente él mismo, y debemos acogerlo con espíritu de fe.

Que por la gracia de esta eucaristía nos sea dado perseverar en la fe de los apóstoles hasta el día que podremos participar plenamente, también nosotros, de la pascua de Jesucristo.

Abadia de MontserratSolemnidad de Sant Pedro y San Pablo (29 junio 2020)

Domingo de la XIII semana de durante el año (28 junio 2020)

Homilía del P. Damià Roure, monje de Montserrat (28 junio 2020)

2 Reyes 4:8-11.14-16a – Romanos 6:3-4.8-11 – Mateo 10:37-42

Hemos oído en el evangelio de hoy como Jesús hablaba con los doce discípulos que lo seguían, después de haber explicado su mensaje a mucha gente y que habían visto las obras que Jesús mismo hacía a favor de la gente más necesitada (Mt 8- 9). Después de esto Jesús envió a los discípulos, dándoles su propia autoridad, para continuar en la línea que él había empezado: Jesús les había dicho que tenían que hacer que oyera todo el mundo cómo Dios ama a cada persona, y que lo hicieran con libertad de espíritu, con un estilo de vida sencillo y con una confianza plena en Dios. Es así como podrían transmitir lo que Jesús deseaba para todos.

La misión recibida en nombre de Jesús -en la práctica- era lo que Jesús les había enseñado que, si sabían transmitirlo bien, seguro que muchas personas acogerían su mensaje. Era importante, también, la manera amable de tratar a la gente para ayudarnos a comprender lo que significa una vida abierta a la voluntad de Dios.

Este es, pues, el ambiente del evangelio de hoy: Jesús propone unas indicaciones muy útiles que también nos ayudan a nosotros. Podemos estar seguros de que si mantenemos un buen trato y procuramos comprender a las personas con las que convivimos, lograremos una vida más plena. Si nos ayudamos mutuamente, y trabajamos a conciencia, no hay duda de que encontraremos una plenitud real y concreta en nuestra vida.

El que acoge a los demás, dice Jesús, es como si le acogiéramos a él mismo y también al que lo ha enviado, que es nuestro padre del cielo, que quiere el bien para todos. Es muy entrañable oír a Jesús que «El que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a uno de estos pequeños, solo porque es mi discípulo, en verdad os digo que no perderá su recompensa».

Es con esta normalidad y con esta atención hacia el bien de todos que se hace presente una parte, al menos, del Reino de Dios. No tanto por los resultados obtenidos como por el buen sentido de humanidad, que encontramos en lo que nos dice Jesús: «El que os recibe a vosotros me recibe a mí».

Todo lo que estamos comentando nos sitúa en el momento presente de nuestra vida. Jesús confiaba no sólo en sus discípulos sino también en los que hoy seguimos y compartimos esta celebración. Jesús nos invita a confiar en Dios y sentirnos bien apoyados para velar no sólo para nuestro bien sino también para el bien de todos y de los que más lo necesitan. Jesús confía en nosotros y nos hace capaces de hacer nuestra su enseñanza, que nos facilita un camino a seguir, que puede mejorar mucho la calidad de vida de todo el mundo.

El Papa Juan XXIII escribía en una ocasión: «Mi fuerza es la calma de espíritu frente a las dificultades». Y es que su confianza en Cristo, le ayudaba a encontrar en sí mismo la firmeza y la fuerza tranquila para afrontar los problemas de cada día. Decía también que «todos los que creen en Cristo deben ser, en este nuestro mundo, una chispa de luz, un centro de amor, un fermento que vivifique la masa: y lo serán tanto más, cuanto más, en la intimidad de ellos mismos, vivan en comunión con Dios. De hecho, no se da paz entre los hombres, si no hay paz en cada uno de ellos, es decir, si cada uno de nosotros no instaura en sí mismo el orden querido por Dios».

Para ayudar a que sea así, busquemos sembrar semillas de esperanza que ayuden a devolver la ilusión a este nuestro mundo, a veces atormentado. Pero podemos decir también que: Allí donde no veas esperanza, siembra allí semillas de esperanza, y sacarás esperanza. Que podamos ser, pues, testigos del amor de Dios y disfrutemos de la paz que siempre necesitamos. Una paz que pedimos a Dios pero que entre todos debemos saber construir. Sintámonos, pues, hijos con una perspectiva de eternidad.

Si nos fijamos también en la segunda lectura que hemos escuchado, San Pablo nos recordaba que, por estar bautizados como cristianos, participamos de la muerte y de la resurrección de Cristo. Gracias al poder admirable de Dios Padre, Cristo resucitó de entre los muertos. Y, como nos decía San Pablo, Dios nos da a nosotros poder emprender una vida nueva.

Es cierto, pues, que la vida de cada persona, de los que estamos aquí y de los que nos seguís desde lejos, recibe un apoyo inmenso que nosotros podemos acoger y que vale la pena que queramos acogerla. Así, con la ayuda de nuestro Señor, podemos continuar o emprender una vida siempre abierta y renovada. San Pablo concluía: «consideraos muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús».

Que así sea.

 

Abadia de MontserratDomingo de la XIII semana de durante el año (28 junio 2020)

Domingo de la XII semana de durante el año (21 junio 2020)

Homilía del P. Lluís Juanós, monje de Montserrat (21 de junio de 2020)

Jeremias 20:10-13 – Romanos 5:12-15 – Mateo 10:26-33

Hay una emoción inherente a la misma naturaleza humana que nos acompaña desde el nacimiento hasta la muerte: el miedo. Jesús habla de ello en el evangelio. «No tengáis miedo» repite en varias ocasiones y en el breve fragmento que hemos leído hoy lo cita cuatro veces. Desde el libro del Génesis, donde Adán se esconde porque va desnudo y tiene miedo de Dios, hasta nuestros días, el miedo ha estado presente en la historia de la humanidad; incluso ha sido reproducido en los cuentos populares para niños con referencias a personajes malévolos que sembraban la semilla de los terrores infantiles: el hombre del saco, el lobo de Caperucita, el de los tres cerditos, la madrastra … Mitos, supersticiones, leyendas, relatos de ficción, religiones, han alimentado todo tipo de miedos en el sensible mapa de las emociones humanas. ¡Hay tantas de miedos!

Hoy proliferan muchos métodos que quieren ayudarnos a gestionar positivamente nuestro miedo: técnicas orientales de autodominio, relajación y autoconciencia,… Algunas son muy saludables, otros no tanto, pero todas ellas ponen el centro en el individuo y su capacidad de autocontrol: «la paz está en ti, busca tu centro vital, tú tienes la llave de tu felicidad, etc». No digo que no sean efectivas, pero estas técnicas pueden ayudarnos como mucho a vencer la inseguridad, la timidez, la ansiedad… pero no el miedo. El miedo a fracasar, a la incertidumbre por el futuro, a la pérdida de un ser querido, a la enfermedad, al sufrimiento, a la muerte, a lo que nos es desconocido, al inmigrante, al pobre, a ver invadido nuestro espacio, a ver alterada nuestra rutina, el miedo al cambio, el miedo al qué dirán … la lista es interminable pero aun así, el miedo también nos protege de actitudes temerarias y nos hace ser más prudentes y cautelosos, pero también nos limita, nos quita la capacidad de arriesgarnos para progresar y avanzar en nuestra vida, paralizando iniciativas y posibilidades que nos podrían ayudar a crecer y mejorar.

Tras la II Guerra Mundial tuvo gran popularidad la obra de Erich Fromm, un psicólogo norteamericano, de origen judeo-alemán, especialmente por dos libros que llevan por título «El miedo a la libertad» y «El arte de amar”. Este autor estudió a fondo las condiciones psicosociales que permitieron la emergencia del nazismo y las transformaciones que experimentó la sociedad alemana durante este periodo. Encontró en ella un verdadero laboratorio social donde pudo constatar el enorme poder del miedo colectivo como arma de dominación social, debido a la trágica experiencia del régimen nazi, y sus consecuencias. Esto hizo que Erich Fromm llegara a una conclusión muy sutil pero que es avalada por la experiencia histórica: el miedo que subyace bajo el temor social inducido no es un miedo cualquiera sino que en última instancia es un miedo a la libertad. El hallazgo de Fromm fue tan grande que aún hoy su importancia es muy actual y nos viene a decir que las personas, tomadas en grupo y organizadas socialmente, son capaces de renunciar a su libertad si son impulsadas a sentirse amenazadas en la su seguridad. Basta con introducir una percepción de inseguridad o de riesgo real o imaginario en el cuerpo social, para que así sea.

Por poner un ejemplo muy actual, el miedo al coronavirus nos demuestra no sólo que somos frágiles biológicamente sino cómo podemos llegar a ser débiles socialmente y aceptar amenazas progresivas a nuestra libertad que alteren nuestra privacidad de datos, nuestra movilidad, asumiendo un distanciamiento, cambios en nuestros comportamientos, que queramos o no, afectan a la calidad de nuestras relaciones interpersonales. Es así como descubrimos que el miedo no es únicamente una cuestión personal sino que tiene una dimensión colectiva enormemente importante. No se trata ya de saber qué nos asusta, sino que seamos asustados sin que se vea la mano que mueve el espanto; no es que reaccionamos de manera lógica a una amenaza sino que las amenazas, reales o imaginarias, inminentes o potenciales, sean utilizadas en detrimento de nuestros intereses para convertirnos en víctimas, no ya de lo que se supone que nos asusta, sino de los que organizan el miedo colectivo para sacar provecho de nosotros y hacerlo en perjuicio de nuestro bienestar, nuestra paz y nuestra libertad.

Sin embargo, no podemos olvidar como creyentes que Jesús no nos pide renunciar a nuestra libertad y hoy nos vuelve a decir «no tengáis miedo» ni viváis atemorizados vuestra fe en un mundo y una sociedad alejada de los referentes cristianos. Jesús nos invita, como a sus discípulos, a la confianza, más que a la valentía, ya que sólo podemos confiar cuando nos sentimos queridos y como dice el apóstol, «quien nos podrá separar del amor de Cristo? La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la muerte? » (Rm 8,35).

Jeremías también hace de alguna manera esta experiencia. Es muy consciente del peligro, ha probado el sabor amargo de la traición, de la calumnia, del falso testimonio y de la corrupción; pero todo esto ha contribuido a hacer más firme su confianza, y gracias a la prueba, ha conocido la fidelidad de aquel a quien ha confiado su causa.

Las pruebas y contrariedades son para el creyente, como una depuradora de la confianza, es decir, de aquella fe que nos da la certeza de saber de quién nos hemos fiado. Y eso no nos hace vivir bajo el dominio del miedo, sino que, más allá de las aflicciones de la vida, nos hace sentir valientes para anunciar y vivir el Evangelio a plena luz, gracias a la fuerza de Aquel en quien tenemos puesta nuestra esperanza y nos da la libertad de los hijos de Dios.

Abadia de MontserratDomingo de la XII semana de durante el año (21 junio 2020)

Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo (14 junio 2020)

Homilía del P. Josep M Soler, Abad de Montserrat (14 junio 2020)

Deuteronomio 8:2-3.14-16 – 1 Corintios 10:16-17 – Juan 6, 51-58

 

La solemnidad de Corpus, hermanos y hermanas, es un día en el que agradecemos el don de la Eucaristía, que en la cena de la noche antes de su pasión, el Señor dejó a la Iglesia como prenda de su amor. La tradición de siglos ha hecho que en esta solemnidad se tendiera a poner el acento en la adoración del Cuerpo de Cristo glorificado junto al Padre y presente en el pan y el vino eucarísticos. Y está bien que agradezcamos este don que hace que Jesucristo esté perennemente presente entre nosotros y que adoremos con humildad y con admiración esta presencia del Señor Jesús en el sacramento de la Eucaristía. Cuando somos conscientes de que él se queda con nosotros y se nos da por amor, no podemos hacer otra cosa que inclinarnos ante él, glorificarlo y adorarlo. Esto significa no sólo hacer un gesto externo, como puede ser arrodillarnos o inclinarnos profundamente ante el sacramento eucarístico, sino también, y sobre todo, vivir de corazón la obediencia a su Palabra.

Sabemos que esta adoración humilde no se dirige a un ser poderoso lejano, sino a aquel que se ha arrodillado primero ante nosotros para lavarnos los pies, como gesto de servicio, de purificación y de salvación (cf. Jn 13, 1,17). Nuestra adoración al Señor y Siervo de la humanidad presente en la Eucaristía, pues, conlleva adentrarnos en su amor, un amor que no nos disminuye ni nos esclaviza sino que nos transforma y nos hace crecer espiritualmente.

Pero la liturgia de la Palabra que hemos escuchado, nos invitaba, además de la adoración de una presencia, a encontrar alimento espiritual en este sacramento. A comer y beber la carne y la sangre del Señor para estar unidos a Jesucristo y participar de su vida divina ya ahora y, después, poder vivir para siempre una vez traspasado el umbral de la muerte. Además, pues, de adorar y agradecer, es necesario que nos dejemos transformar, que favorezcamos con nuestra disponibilidad y nuestra apertura de corazón la relación de comunión personal con el Señor que se nos da en la Eucaristía, tal como escuchábamos en el evangelio que nos ha sido proclamado.

En continuidad con esta palabra evangélica, San Pablo, en la segunda lectura, decía que el pan que partimos es comunión con el cuerpo de Cristo y que el cáliz que bendecimos es comunión con la sangre de Cristo. Es decir, comunión con su persona de resucitado y con su don en la cruz. El hecho de partir el pan consagrado nos recuerda que el cuerpo fue entregado, sacrificado. Y el hecho de separar sacramentalmente el cuerpo y la sangre nos indica que su sangre fue derramada, salida del cuerpo, y, por tanto, su muerte cruenta para dar vida eterna. Por eso al recibir la Eucaristía, entramos en comunión con su sacrificio, con su ofrenda al Padre y la humanidad en la cruz. Y entrar en comunión significa participar con amor de lo que él nos ofrece, estar abiertos, dejarse transformar, tener sus mismos sentimientos para con el Padre y con los hermanos y hermanas en la fe y en humanidad.

Pero San Pablo hacía, aún, un paso más. Decía que la participación del mismo pan crea un vínculo entre todos los que participamos de ese pan, por lo que todos nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan y -podemos añadir- del mismo cáliz. La Eucaristía es fermento de unidad entre todos los que participan. Y, por tanto, es fundamento de la unidad de la Iglesia. No podemos, pues, vivir la Eucaristía e ir a comulgar como algo sólo personal. Debemos procurar poner toda la atención y recibir personalmente todos los frutos, pero tenemos que estar abiertos a la obra que el Señor, a través, del sacramento eucarístico, hace a favor de los demás y del vínculo que crea entre todos los bautizados. Por ello, la celebración de la eucaristía pide primero la reconciliación con los demás. Parecido a lo que dijo Jesús, fijándose en ese momento en el altar del templo de Jerusalén, también vale en el ámbito cristiano aquello de ni que te encuentres ya en el altar a punto de presentar la ofrenda, si allí te acuerdas que un hermano tiene algo contra ti, deja allí mismo tu ofrenda, y ve primero a reconciliarte con él (Mt 5, 23-24).

La Eucaristía no es, pues, cuestión privada, a nivel personal, ni una celebración de un círculo de amigos o de un grupo de personas que comparten unas convicciones similares o una misión determinada. La Eucaristía, aunque sea celebrada por una asamblea concreta, implica a todos los hermanos y hermanas que el Señor ha llamado a la fe, con todas las diversidades que ello conlleva: de diferentes estratos sociales, de diferentes edades, de diferentes maneras de pensar, de diferentes opciones políticas, de diferentes pueblos, razas y culturas, etc. para conducir a todos a la unidad fundamental de los hijos e hijas de Dios en torno al Señor resucitado. Por eso, la Eucaristía trasciende todas las fronteras y todas las divisiones. Todos somos reunidos como hermanos por la Palabra y por el amor de Jesucristo que se nos da. Celebrar y compartir juntos la Eucaristía nos lleva a ser un organismo viviente, de modo que los diversos miembros que lo formamos constituimos el cuerpo eclesial del Señor (cf. 1C 12, 27). Por eso hemos de abrirnos unos a otros y vivir la unidad de la fe en la pluralidad de culturas, de apreciaciones y de modos de ser para poder hacer realidad la voluntad de Jesucristo, que seamos en él un solo cuerpo y un solo espíritu (cf. Plegaria eucarística III), un solo pueblo de Dios apasionado por hacer el bien (cf. Tt 2, 14). Cada vez que celebramos la Eucaristía tenemos que tener presente la Iglesia extendida de oriente a occidente y toda la humanidad.

Contemplando el don de Jesucristo en la cruz y en la Eucaristía, nos damos cuenta de que la adoración y el agradecimiento por este don piden apertura de corazón, docilidad al amor que nos es dado y fidelidad a la Palabra que nos da vida. Y, además, comunión, solidaridad afectiva y efectiva con todos los demás que aquí y en todo el mundo participan del mismo pan y el mismo cáliz y por extensión a todos hermanos y hermanas en humanidad estimados también entrañablemente por Dios. Por eso el día de Corpus es el día de la Caridad, que nos pide traducir en aportaciones concretas el amor a todos, particularmente a los que se encuentran en la necesidad sobre todo ahora que la pandemia ha hecho tantos estragos.

Que en esta solemnidad de Corpus, como canta Santo Tomás de Aquino, «la alabanza sea plena y sonora», que «sea alegre y puro el fervor de nuestros corazones» (cf. Secuencia de Corpus).

Abadia de MontserratSolemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo (14 junio 2020)

Solemnidad de la Santísima Trinidad (7 junio 2020)

Homilía del P. Joan M Mayol, Rector del Santuario (7 juny 2020)

Éxodo 34:4b-6.8-9 – 2 Corintios 13:11-13 – Juan 3:16-18

 

Este pequeño fragmento del evangelio de san Juan, hermanos y hermanas, da para mucho. Es como un gran epílogo a todo lo que hemos estado celebrando a través del año litúrgico hasta ahora, marcándonos las líneas de fondo que deben orientar tanto nuestra vida interior como nuestro testimonio de la fe. Es un texto fino que nos deja intuir la intimidad del misterio de la vida de Dios que es también para todos los hombres de hoy gracia humanizadora, amor liberador y don vivificante del espíritu.

Dios, en Jesús, continúa ofreciendo a todos, el camino, la verdad y la vida. Jesús ha vivido de tal manera la vida humana que se ha convertido para todos los tiempos en el referente universal. Jesús, llevado por el Espíritu Santo, ha vivido con una total libertad la obediencia al Padre y lo ha hecho para que perdure eternamente en nosotros, como en Él, la calidad de vida, una calidad de vida que, si nos descuidamos, el pecado puede marchitar y sumir en la tristeza del sin sentido. El evangelio es una clara alerta positiva para preservar y potenciar la calidad de la vida divina que todos llevamos en nuestro corazón, una alerta a no banalizar el hecho de la fe, porque creer o no creer no es indiferente.

Si creemos en Jesús, y aquí creer no significa tener por sabido quién es y qué dice sino más bien hacer caso de sus palabras, hacemos ya de la vida presente, a pesar de sus limitaciones, un comienzo de plenitud parecido a como el Señor mismo comenzó a hacer sembrando, en su momento histórico nada fácil el bien, la paz y la esperanza. Creer, en este sentido, es ya empezar a participar de la salvación.

No creer, nos ha dicho el evangelio, es estar condenado. Ciertamente, no querer creer en el Hijo único de Dios, es decir: no hacer caso deliberadamente de sus palabras dirigidas a todos supone, para todos y todas, condenarse a no llegar nunca a reconocernos como hermanos sino más bien a tratarnos como rivales sino enemigos. En este sentido, ¿cómo no unirse a la protesta generalizada por la detención brutal y el homicidio impune del afroamericano George Floyd? Es un caso concreto, pero puede ejemplificar lo que la manera occidental globalizada de vivir lleva a tantas personas que quedan al margen del sistema: a no poder respirar, a no poder vivir dignamente. Este es el mundo del que se excluye a Dios. ¿Es este el mundo que queremos? Es parte del mundo que ahora mismo estamos construyendo, un mundo, lo sabemos, donde demasiado a menudo la legalidad se impone por encima de los derechos más fundamentales. Volviéndose de espaldas a Dios, despreciando sus palabras, es mucho lo que nos jugamos.

Creer, admitir la palabra de Jesús, no será vivir como sin problemas, pero no olvidar el ideal hacia el que esta palabra nos dirige, nos ayudará a no aceptar como normales conductas y actitudes que terminan haciéndonos daño a todos y perjudican siempre, más, a los más pobres. Cuando la fe contempla la belleza de Dios y la de su proyecto de amor sobre los hombres y ve en que la estamos convirtiendo ahora mismo, siendo propuesta no puede dejar de convertirse en denuncia, es gemido pero no amargura; supone una lucha, pero descartando toda violencia; urge a la solidaridad pero rechaza todo paternalismo.

Nadie está libre de culpa. Creer, implica para uno mismo, una constante conversión a este Dios que, por el Espíritu, en Jesús, se nos ha revelado como amor, perdón y acogida. El misterio de la Trinidad, sorprendentemente, se nos revela como el icono de nuestra realidad más profunda.

Creada a imagen del Padre, la persona está hecha para amar. No encontrará la paz cerrándose en sí misma prescindiendo de los demás, sólo hará experiencia de paz y de alegría compartiendo con los demás lo mejor que lleva en las entrañas.

El hombre y la mujer, creados a imagen de Jesús, están llamados a vivir, como Él, en la reciprocidad, acogiendo el amor de Dios y dándose a Él. ¿Tanto individualismo, no nos está convirtiendo, incluso entre abuelos, padres, hijos y hermanos, en extraños, desligados de todo, forasteros unos de otros, condenados a un confinamiento individual perpetuo? Una convivencia sin conflicto es imposible, pero negarse a vivir el perdón es matar la esperanza de una convivencia verdaderamente humana. Sin el perdón no puede haber gozo, ni paz ni alegría.

Porque como bautizados llevamos el Espíritu del Padre y del Hijo, estamos llamados a vivir creando unidad, viviendo, como servidores humildes, el misterio de la comunión divina que eleva la calidad espiritual y ennoblece la convivencia humana.

El apóstol nos proponía con el saludo litúrgico de la segunda lectura tres actitudes básicas para vivir así en paz y bien avenidos: dejar actuar la gracia de la palabra de Cristo en nosotros, acercarnos con agradecimiento al amor fiel de Dios, y aceptar de vivir según el Espíritu, no como una imposición sino como un don reiterado, como un regalo para la misma vida que experimenta el gozo de Dios dentro y fuera de sí.

Creer en Jesús no es una cuestión personal menor o socialmente marginal, creer o no creer afecta a la convivencia humana o bien abriéndola a la libertad comprometida del amor o bien condenándola a la servidumbre del propio egoísmo.

Como hemos visto en el fragmento proclamado del libro del Éxodo, Dios no nos abandona en nuestras miserias; Dios no quiere la muerte del pecador, lo que quiere es manifestar su amor de una manera aún más profunda y sorprendente precisamente ante la misma situación de pecado en que vivimos para ofrecernos siempre la posibilidad real de la conversión y del perdón que renuevan la vida. También hoy, en medio de nuestras infidelidades, Dios, en Jesús, su Hijo único, mediante el Espíritu Santo, continúa haciéndose presente como amor compasivo y misericordioso, lento a la ira, fiel en el amor. Es soberanamente libre, mucho más terco en el amor que nosotros en el pecado, incomprensiblemente fiel, adorablemente sorprendente: no nos queda otra: adorar, agradecer y amar.

Abadia de MontserratSolemnidad de la Santísima Trinidad (7 junio 2020)