Homilía del P. Ignasi M Fossas, monjo de Montserrat (15 de mayo de 2022)
Hechos de los Apóstoles 14:21b-27 / Apocalipsis 14:1.8-13 / Juan 13:31:35
En la visión del Apocalipsis que hemos leído en la segunda lectura, existe una frase clave que ilumina las otras lecturas y la celebración de todo este domingo quinto de Pascua del ciclo C. El texto dice que Juan tuvo una visión donde todo era nuevo: el cielo, la tierra, la ciudad de Jerusalén y en el lugar del trono quien se sentaba afirmó: «Yo haré que todo sea nuevo». Ésta es la buena noticia: «Yo haré que todo sea nuevo».
La novedad es una de las realidades más fascinantes para el corazón humano. Quizás es porque experimentamos la caducidad de la vida, o la decadencia de las cosas, o el envejecimiento de las personas y de las instituciones en contraste con nuestro deseo de plenitud y de eternidad, quizás por eso nos atrae tanto la idea de una vida nueva, de un nuevo comienzo, de una realidad nueva que nos ayude a superar el destino ineludible de la muerte. Todo esto queda bien reflejado en el diálogo entre Jesús y un fariseo llamado Nicodemo (Jn 3,1-10). En una conversación llena de sinceridad, de confianza, de encuentro profundo con lo esencial, Jesús le dice a Nicodemo que nadie podrá ver el Reino de Dios sin haber nacido de arriba. La respuesta de Nicodemo expresa bien la experiencia cotidiana: ¿Cómo puede nacer un hombre viejo?¿Tiene que volver a entrar en las entrañas de la madre para poder nacer? Nicodemo, y con él también nosotros, intuye perfectamente el deseo de empezar una vida nueva, pero no entiende qué significa nacer de arriba o nacer de nuevo. Sabe bien, como lo sabemos también nosotros, que podemos ilusionarnos fácilmente con novedades efímeras, que nos ilusionan pero que no nos satisfacen. Lo vivimos cada vez que estrenamos algo nuevo, cuando empezamos el año o si cambiamos de casa, de coche, de trabajo. Querríamos empezar de nuevo para empezar, de una vez, la vida verdadera.
La respuesta definitiva se encuentra en la persona viva de Jesús, en Jesucristo resucitado. Jesús contesta a Nicodemo que nadie podrá entrar en el Reino de Dios sin haber nacido del agua y del Espíritu. Nacer del agua y del Espíritu es la forma en que el evangelio según san Juan expresa la realidad definitiva de nuestra vida: participar en la muerte y en la resurrección de Jesús por obra del Espíritu Santo. La Iglesia, siguiendo el mandamiento del Señor Jesús, ha entendido que este nuevo nacimiento en el agua y el Espíritu se produce por el bautismo, la confirmación y la eucaristía.
El que se sienta en el trono de la nueva Jerusalén y dice: «Yo haré que todo sea nuevo» es Jesús resucitado, triunfando sobre el pecado y la muerte. Para vivir realmente la novedad que buscamos debemos ser sumergidos en la vida, la muerte y la resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. Sólo así empezaremos, por la acción del Espíritu Santo, la vida nueva que tanto deseamos y que nos permitirá participar de la novedad absoluta inaugurada con la resurrección de Jesús.
Hemos visto que es una novedad que afecta también a la creación: un cielo nuevo y una tierra nueva. Que incluye también la ciudad santa, la nueva Jerusalény el tabernáculo donde Dios se encontrará con los hombres. El lugar de esta íntima comunión entre Dios y la humanidad, que es la fuente de la vida nueva, ya no es un lugar de la geografía terrestre, sino que es la persona de Jesús, plenamente Dios y plenamente Hombre. Él es el sacerdote, el altar, la víctima y el tabernáculo. Y como hemos sido creados a su imagen, cada uno participa, en la medida en que sólo Dios conoce, de estos atributos del Señor Jesucristo. El cielo nuevo y la tierra nueva son, en nuestra vida, la novedad del otro y, en definitiva, la novedad de Dios.
Por eso Jesús nos puede dar un mandamiento que también es nuevo: que nos amemos unos a otros, tal y como él nos ha amado. Y cuando se ama, todo se convierte en novedad.
El nuevo nacimiento por el agua y el Espíritu se verifica también en el núcleo de nuestro ser: el corazón y el espíritu. Creemos que, por la participación en el misterio pascual de Jesucristo, se cumple en nosotros la profecía de Ezequiel (Ez 36, 26-28), que leíamos en la Vigilia Pascual: Os daré un corazón nuevo y pondré un espíritu nuevo dentro de vosotros. A partir de esta novedad interior empezamos una vida nueva, que es como un nuevo Éxodo, con la particularidad de que, si vivimos personalmente en Cristo resucitado, este nuevo éxodo es una peregrinación de amor, hecho con Él como compañero de camino, que nos conduce a la tierra prometida, el Reino, donde le veremos cara a cara. Entonces podremos hacer como Pablo y Bernabé cuando volvieran a Antioquía, podremos anunciar todo lo que Dios ha hecho junto a nosotros, cómo la gracia de Dios nos ha permitido llevar a cabo el anuncio del evangelio, de Cristo resucitado. Amén.
https://youtube.com/watch?v=X_KvfZJiD5A
Abadia de MontserratDomingo V de Pascua (15 de mayo de 2022)
Homilía del P. Manel Gasch i Hurios, Abad de Montserrat (8 de mayo de 2022)
Hechos de los Apóstoles 13:14.43-52 / Apocalipsis 7:9.14-17 / Juan 10:27-30
La globalización es hoy una palabra muy extendida. Seguramente todos asociamos globalización con actualidad. Cuando yo tenía la edad que tenéis vosotros, escolanes, no sabíamos ni que existiera esta palabra y a vosotros que habéis crecido en medio de ella, quizá la tengáis tan asimilada que tampoco le hagáis mucho caso. Una definición dice ser un proceso histórico de integración mundial en los ámbitos económico, político, tecnológico, social y cultural. ¿Y esto es bueno o es malo?
Será bueno si permite una humanidad que avance junta hacia unas mejores condiciones de vida para todos, que pueda asegurar la paz, la preservación del medio ambiente. No será bueno si anula la riqueza cultural, lingüística… si nos hace pasar a todos por el mismo agujero.
La fe cristiana es una de las respuestas personales más globales de la historia de la humanidad y no es porque sí. Lo es porque nuestro Dios, que es el Dios de Jesucristo, ha querido ser Dios para toda la humanidad. Así lo hemos leído en la primera lectura. Cuando Pablo y Bernabé se enfrentan a la resistencia a predicar la buena nueva de Jesucristo en Antioquía de Pisidia, encuentran enseguida una frase de los profetas que les empuja más allá, hacia la globalización de la fe en el mundo, una frase del profeta Isaías hablando del Mesías: Te he hecho luz de las naciones, para que lleves la salvación hasta los límites de la tierra (Is 49,6). Y la fe se hizo global porque el nombre de Jesús alcanzó los límites de la tierra. Y llegó mucho antes de que la tecnología hiciera muy fácil comunicarse, hiciera más fácil esta globalización, llegó porque Pablo y Bernabé quisieron llevar el evangelio a todo el mundo. Me considero afortunado de haber vivido esa universalidad de la fe desde muy joven. De haber conocido a cristianos de todo el mundo, de saber también que con nosotros rezan tantos hermanos y hermanas diferentes, como veis en Salve cada día.
La fuerza extensiva de la fe cristiana de esos inicios me consuela. Me pregunto cómo podríamos ahora recuperar esa fuerza para seguir diciendo que Jesús y su evangelio son la luz y la salvación hasta los límites de la tierra, unos límites que no son geográficos, sino que ¡quizás tenemos que empezar a buscar en nuestro alrededor!
Somos un pueblo de elegidos. Lo podemos decir desde muchos puntos de vista. Somos elegidos en tanto que humanos, porque hubo una elección de Dios al crearnos, somos elegidos como personas porque cada uno de nosotros es alguien querido y llamado por Dios en la vida, somos elegidos, por encima de todo, en tanto que cristianos.
¿De dónde nos viene la elección? De una voz que nos llama y que nosotros reconocemos. Como el pastor llama a las ovejas, nosotros somos llamados por Jesucristo y reunidos en su rebaño, el rebaño del buen pastor.
Nuestro reto es convertirse en capaces de escuchar la voz del buen pastor y de entrar como ovejas en este rebaño. Responder con nuestra vida a la llamada y especialmente mantenernos en ella. ¿Dónde escucharemos hoy esa voz? La Iglesia nos propone su oración, reflejo de la misma Palabra de Dios ordenada pedagógicamente para ser orada y nos pide que participemos. El buen pastor también nos llama a través de tantas otras situaciones de la vida: en el testimonio de quienes le han escuchado, en las situaciones que nos presenta la historia, en las necesidades sociales y personales de tantos hermanos y hermanas. El rebaño de Jesucristo tiene vocación de ser universal, de estar abierto. La Iglesia no es una secta, tiene las puertas abiertas a todos y no aísla nunca a sus hijos e hijas de las demás voces del mundo, sino que promueve su madurez para ser capaces de discernir el llamamiento de Jesucristo de las demás voces. Estas otras voces nos llevarían a rebaños que no son de Dios y no nos conservarían en esa unidad que es donde Él nos quiere.
¿Y a dónde nos lleva esta elección? En la vida eterna. Nos lo promete la primera lectura, aunque no lo diga expresamente, porque la predicación de la primera iglesia apostólica tuvo su punto fundamental en la afirmación de un resucitado, Jesucristo que abría las puertas de la vida eterna, de la vida de Dios, a todos los que creían en Él. También el evangelio nos dice claramente: Yo os doy la vida eterna y la lectura del apocalipsis nos describe de una manera simbólica cómo será esta eternidad: estaremos con Dios, todo el dolor y el sufrimiento habrán pasado, ¡viviremos! La promesa de la vida eterna no es abstracción o ausencia, sino que es compromiso en el mundo para promover esta vida de Dios que se nos promete.
Somos un pueblo de elegidos. Dentro de la elección cristiana y dentro del rebaño, Jesucristo nos vuelve a llamar a cada uno para seguirle en una vocación más específica. De este modo mediante la llamada a la vida monástica, nos ha reunido a los monjes y monjas a formar otro rebaño dentro del rebaño, una familia que se siente elegida para este servicio de oración, de trabajo y de acogida. Si no viniera de Dios, esta llamada, contracultural al mundo en tantos aspectos, no podría sostenerse. Como la llamada a la fe, también la vocación monástica trabaja día a día en el discernimiento de la voz de la fidelidad de tantas voces seductoras. Es por esta razón que siempre que celebramos un aniversario de vida monástica tal y como hacemos hoy, celebramos la fidelidad de Dios de habernos llamado y de haberse mantenido fiel a su gracia, en uno de nuestros hermanos de comunidad. Muchos de los que estáis aquí os podéis hacer una idea de lo que significan cincuenta años de fidelidad. Quienes celebren un aniversario de boda, comparten, seguro, muchas de las reflexiones que podemos hacer sobre la fidelidad. A otros, como a los escolanes, cincuenta años de vida le puede parecer algo inimaginable, ¡que multiplica por cinco los que habéis vivido! ¡Puedo aseguraros que son bastantes años! ¡Preguntadlo a vuestros abuelos y os lo explicarán!
En el aniversario de los cincuenta años de profesión monástica del P. Abad Josep M. Soler, no podemos dejar de recordar que, en todas las llamadas señaladas, Jesucristo le llamó a ser pastor a imagen de él de un rebaño aún más concreto, que es el de nuestra comunidad. Por casualidades litúrgicas, este domingo IV de Pascua, es llamado del Buen Pastor y fue el mismo domingo que inició la semana de su elección, hace veintidós años, en mayo del año 2020. En el recordatorio de la bendición estaba la imagen del buen pastor de Josep Obiols cargando una oveja en los hombros y la frase Animam pono pro ovibus: Doy mi vida por las ovejas. En todos estos años ha cargado muchas ovejas en los hombros y otras muchas circunstancias de las ovejas y del rebaño. La exigencia de lo que pide la Regla de San Benito al Abad del monasterio, sólo se puede afrontar con una humildad que nos haga conscientes de que los llamamientos de nuestra vida vienen de Jesucristo y con una confianza que Él se mantiene siempre fiel en lo que pide.
No podemos dejar de dar gracias por el ejemplo de vida monástica y de fidelidad del P. Abad Josep M. Creemos que a la fidelidad de Dios también es necesario que responda nuestra libertad que, movida por la gracia, debe colaborar en el plan de Dios sobre sus hijos, que en toda vida monástica pasa por un día a día de oración, de lectura espiritual, de vida fraterna, de acogida. Cuando durante una vida esto se va haciendo realidad y lo vemos en un hermano nuestro, en un monje, no podemos dejar de sentirnos motivados y confirmados que esta vida concreta nos dice que todos los demás que participamos avanzamos hacia un ideal personal posible y realizable. Y más allá de nuestra opción concreta, todo el que honestamente vive su llamada cristiana a cualquier tipo de vida con amor y fidelidad es ejemplo para la Iglesia y el mundo porque logra un cumplimiento personal y cristiano que la encamina hacia Dios mismo.
Un cumplimiento que, en cada eucaristía, ese momento de transfiguración personal y comunitaria, quisiéramos saborear por la gracia que Dios nos hace de compartir el cuerpo y la sangre de Cristo.
Abadia de MontserratDomingo IV de Pascua (8 de mayo de 2022)
Homilía del P. Manel Gasch i Hurios, Abat de Montserrat (2 de mayo de 2022)
Apocalipsis 21:1-5a.6b-7 / Romanos 6:3-9 / Mateo 25:31-46
Los cristianos de Oriente, queridos hermanos y hermanas, siguiendo una tradición muy antigua, tienen la costumbre de felicitarse la Pascua, ese tiempo que estamos celebrando, diciéndose: Cristo ha resucitado y respondiendo: Realmente ha resucitado. El tiempo pascual está totalmente centrado en la resurrección de Jesucristo, ese acontecimiento que confirmó el valor absoluto de su persona, de su vida y el sentido de su muerte. Antes de Jesucristo, en la fe de Israel estaba la percepción de que más allá de la muerte se entraba en una comunión con Dios y se iba a reunir con los seres que nos habían precedido, pero esta percepción, no exenta de dudas tal y como nos muestran los evangelios en las polémicas con los saduceos, que no creían en la resurrección, esta percepción, digo, se convierte en certeza y en el fundamento de la fe cristiana, que nace de la afirmación que Jesucristo ha resucitado. Los apóstoles y los discípulos no llegaron aquí fruto de una reflexión interna o de la necesidad de superar un fracaso que exigía una sublimación en un futuro que diera una salida válida a todo lo vivido con Jesús. No. Llegaron porque el Señor resucitó, se hizo presente en sus vidas después de muerto y entendieron que aquel hecho era lo que cambiaba todo, porque daba una respuesta a la pregunta eterna: ¿Y después qué? Contestando con sencillez: luego está la vida eterna, porque Dios no deja en medio de la muerte a los difuntos.
Jesucristo, el Hijo de Dios, habiendo querido compartir nuestra condición humana hasta la muerte, se levanta (éste es el sentido literal del verbo resucitar en griego), para continuar presente, con una forma ciertamente que no es la misma que la de antes de la muerte en cruz, pero que se nos explica como presencia real, histórica y viva entre nosotros. De este modo Dios no se traiciona a sí mismo. Hay una imagen que me gusta mucho, es de un teólogo castellano que murió bastante joven, que dice que Dios fija una cuerda en el momento de la Creación que es el hilo de la historia y la mantiene tensada hasta el final. Alguna vez la cuerda se destensa, pero siempre se recupera y tira de todo hacia el cumplimiento definitivo. Todos estamos en esa cuerda mientras vivimos. Jesucristo, como hombre, también estuvo en la cuerda, pero como Dios, también la estiraba y nosotros esperamos que después de muertos por la resurrección ayudaremos a estirar esta cuerda y a mantenerla tensada con Dios Padre, en Jesucristo, con el Espíritu Santo, y todos los santos y santas de Dios.
La resurrección de Jesucristo provocó una llamada universal a su seguimiento, una llamada a ser una Iglesia que se identifica como la de los cristianos, los de Él, los de Cristo. A esta Iglesia nos incorporamos por el bautismo. Por esta razón en la teología más cercana a la de la resurrección del Señor, que es la del apóstol San Pablo, aparece tantas veces el bautismo como nuestro vínculo con Jesús. Nos hace participar de su vida porque él también se bautizó y para que participemos de su vida, asumimos todas las consecuencias que esta participación tiene: que resumidas quieren decir: seguir su Evangelio hasta compartir su misma muerte. Pero también el vínculo que establecemos es el que nos permite tener la esperanza de que un día resucitaremos con él. Lo hemos leído en la carta a los Romanos, Por el bautismo hemos muerto y hemos sido sepultados con él, porque, así como Cristo, por la acción poderosa del Padre, resucitó de entre los muertos, nosotros también emprendemos una nueva vida. (Romanos 6:4).
El hermano Martí Sas quiso emprender realmente una nueva vida cuando entró en nuestro monasterio de Montserrat en 1958. Nacido en 1926 en Palma de Ebro, en la diócesis de Tortosa, tenía, el pasado sábado, cuando murió, 95 años y era el monje más anciano de nuestra comunidad. De hecho, el hermano Martí era el último monje de nuestra comunidad que entró en el noviciado como hermano, separado de lo que hacían los monjes destinados al presbiterado y que, tras las reformas de la vida monástica que siguió al Concilio Vaticano II, hizo la profesión solemne en 1964, con todos los demás hermanos, haciendo que todos los monjes compartiéramos desde ese momento una misma profesión.
Subrayo el hecho de que quiso emprender una nueva vida cuando entró en el monasterio porque la vocación monástica le significó un redescubrimiento personal y fuerte de la fe cristiana con más de treinta años, una edad algo avanzada para entrar en el monasterio según las costumbres de ese momento. Mantuvo siempre una actitud fuerte como creyente y como monje que alimentaba de ese tipo de conversión que le había llevado de una vida profesional como sastre en el monasterio. Le gustaba recordar y compartir con nosotros y con gente de fuera los cimientos, aquellos que podíamos intuir que estaban en el corazón de su fe y de su espiritualidad.
Iba desnudo y me vestiste. Si os decía que la fe nos lleva a identificarnos con Jesucristo y con su evangelio, y que esto exige y encuentra formas muy concretas de realizarse como nos narra el evangelio de San Mateo que hemos leído, no podemos tener ninguna duda que este versículo: Iba desnudo y me vestiste resume bien todo el servicio monástico del hermano Martí, e incluso más allá incluso. Su calidad de primer nivel como sastre fuera del monasterio, también quedó dentro de esta transformación espiritual cuando, colaborando primero y encargándose después de la sastrería del monasterio e hizo un ministerio y un servicio, especialmente en confección de toda la ropa litúrgica del monasterio, nunca fruto de la improvisación sino con una visión que Dios también debía ser glorificado en la dignidad y el buen gusto de las albas, las túnicas, las casullas, los hábitos y las cogullas con una visión de la armonía que todo el conjunto debía dar al corazón de los monjes que celebraba y oraba, muy fiel al precepto de la Regla de San Benito que pide dignidad en el vestir de los hermanos. Quizás incluso inspirado por la visión de esta ciudad santa de Jerusalén que quiere anticipar la asamblea litúrgica y que él quiso engalanar como una novia que se prepara para su esposo.
La nueva vida abrazada después de su entrada en el monasterio, también tuvo una dimensión de soledad y de acogida. Durante muchos años, cuidó y buscó ratos de soledad y silencio en la ermita de San Dimas, lugar que amaba con predilección y el cual todavía visitó cumplidos los 90 años, hasta que no le fue físicamente posible continuar yendo. Desde san Dimas también acogió a amigos y algunos grupos que se acercaban para compartir ratos de oración y celebración.
Siendo un monje que ocupaba todas las horas del día y buena parte de las de la noche practicando el ora et labora hasta una edad muy avanzada, tuvo que emprender una nueva vida y convertirse y prepararse para esta hora final. Durante los últimos años, en la enfermería del monasterio, el Señor le fue desnudando de sus capacidades físicas y mentales, hasta llamarlo a compartir por la muerte, su resurrección. Nos quedan de estos últimos años su alegría, casi infantil, cuando veía a un hermano de comunidad, y los intentos difíciles pero entrañables de procurar comprender lo que quería comunicar. Pero hasta en estos momentos, me atrevería a decir, que no perdió aquella fortaleza ante la vida que le venía de la fe y de las convicciones profundas.
Los cristianos de lengua siria tienen la tradición de que las almas de los difuntos cuando llegan a la puerta del paraíso no encuentran a San Pedro sino a San Dimas, el buen ladrón, salvado por la cruz de Cristo, que es la clave para entrar en el cielo, donde él es el primero en haber llegado. A pesar de no ser sirios, permitámonos hoy pensar que San Dimas ha recibido al G. Martí en la puerta del cielo para decirle que sí, que la promesa de Jesucristo de que un día nos encontraremos con él, compartiendo su resurrección, es verdad. Y que así vivamos la novedad, la plenitud y la comunión con Jesucristo, con el Alfa y la Omega, con el Señor de la vida, cuya victoria sobre la muerte celebramos en cada eucaristía.
https://youtube.com/watch?v=cDSjhBZJ4xI
Abadia de MontserratMisa Exequial del G. Martí M. Sas (2 de mayo de 2022)
Homilía del P. Bonifaci Tordera, monje de Montserrat (1 de mayo de 2022)
Hechos de los Apóstoles 5:27b-32.40b-41 / Apocalipsis 5:11-14 / Juan 21:1-19
El misterio de la Pascua que estamos viviendo es el misterio de la muerte y resurrección de Jesucristo que ahora ha sido glorificado a la derecha de Dios. Y porque los apóstoles lo proclamaban, por eso son juzgados ante el Sanedrín. Los apóstoles no podían dejar de predicar a Cristo glorificado, era un fuego que les quemaba las entrañas, un impulso del Espíritu en ellos que les hacía anunciarlo por todas partes. Por más que se lo prohibían, no podían dejar de obedecer a Dios antes que a los hombres. No podían callar lo que habían visto y escuchado, y palpado con sus manos. Habían comido con él después de resucitar.
Este testimonio, hermanos, nos espolea a nosotros que nos decimos cristianos, que debemos proclamar con nuestra vida este misterio de salvación. Si creemos que Cristo ha resucitado, que nosotros hemos estado unidos con él por el bautismo, y nos alimentamos de la Eucaristía, significa que nuestra vida ha quedado transformada por el Espíritu Santo que Cristo nos ha comunicado. Y esto nos hace capaces de poder dar testimonio. ¿Cómo? Como lo hicieron los primeros cristianos que hacían decir a los paganos “mirad cómo se quieren”. El amor es lo único que puede cambiar el mundo. Y el amor supone autenticidad, sencillez, humildad, generosidad, perdón, acogida, unidad. No hace falta hacer grandes prodigios. El mayor prodigio es el amor. ¿Pero resplandecemos en el amor en nuestra conducta? Ésta es la pregunta. ¿No espera esto de nosotros el mundo?
Si vivimos en el amor, en la concordia, en la comunión, en la unidad, ya estamos imitando aquí en la tierra aquella glorificación en el cielo, que nos describe la página del Apocalipsis: Ángeles, ancianos y vivientes rodeaban el trono donde se sienta el Padre y el Cordero degollado, Cristo, que conserva las señales de su obediencia y su amor a los hombres; es decir, de la entrega de su vida hasta la muerte. Y todos los seres del cielo y de la tierra les dan gloria, honor y poder por los siglos de los siglos.
Por último, el Evangelio nos describe, en imágenes, la fecundidad desbordante de la misión de la Iglesia. De la sola palabra de Cristo que dice a los pescadores ‘echad la red a la derecha’, sale una pesca inimaginable, que no habían podido hacer en toda la noche los pescadores. Esto ya predice el cambio del mundo conocido en su tiempo, dominado por los ídolos, las religiones falsas y sus templos, el despotismo sobre los esclavos, y la inmoralidad de las costumbres, en un mundo cristianizado por la predicación de 12 pobres pescadores sin mucha cultura, pero con una palabra inflamada por el Espíritu, y el testimonio de su sangre.
Se repitió a nivel universal la acción de Jesucristo en Palestina: predicación del Reino de Dios y testimonio martirial. Palabra sellada con la sangre. Jesús cuidó también de dejar a un representante suyo que fuera pastor de su rebaño. Precisamente, Pedro, quien le negó tres veces, pero después le confesó, también, tres veces, su amor sincero: ‘tú sabes que te quiero’. Este pobre ser humano recibió, pues, el encargo de mantener unido el rebaño: ‘apacienta mis ovejas’. Pero no te vas a escapar de seguirme a mí. No sólo en el martirio, sino también hasta la gloria.
Nosotros somos estas ovejas que seguimos al Pastor universal, conducidos por hombres débiles, pero asistidos por la acción del Espíritu. Quienes son ovejas auténticas conocen la voz de este Pastor que las ha amado hasta dar su vida. Y le siguen a las fuentes de la vida eterna. Demos gloria a Dios que nos ha dado una roca firme de la fe en el sucesor de Pedro.
Abadia de MontserratDomingo III de Pascua (1 de mayo de 2022)
Homilía del P. Bernat Juliol, Prior de Montserrat (26 de abril de 2022)
(…) / Juan 19:25-27
Queridos hermanos y hermanas en la fe:
La Virgen, cuando oía gemir a su hijo, se aferraba a la madera. Ciertamente, en el nacimiento de Jesús en Belén, el niño fue puesto en un pesebre y su madre, cuando lo oía llorar, se cogía a la madera y lo acunaba para tranquilizarlo. Igualmente, muchos años después, en el Calvario, María también se abrazaba a la cruz cuando oía los gritos agónicos de su hijo a punto de expirar el último aliento y deseaba estar con él en esos momentos trascendentales.
En la gruta de Belén, María engendró a un hijo. El Hijo eterno del Padre, que existía desde el principio y existirá eternamente, se quiso hacer uno como nosotros. Aquella que lo trajo al mundo, no podía ser otra que la única pura e inmaculada. De este modo, en Nochebuena, María dio al mundo a su hijo, el Hijo de Dios. En la cruz, en cambio, cuando Jesús vio que estaba a punto de expirar y contagiar al Padre su último aliento mortal, decidió que era el momento apropiado para dar al mundo una madre, María. Aquí sus palabras, dirigidas al discípulo, pero dirigidas también a toda la humanidad: «Aquí tienes a tu madre».
En Belén, María cuidaba a un niño recién nacido pero que estaba marcado ya con los signos de la pasión. Era un niño fajado, como un muerto; puesto dentro de un pesebre, símbolo del sepulcro en el que sería depositado después de descender de la cruz. Y al recibir la visita de los tres magos, Jesús es obsequiado con mirra, producto utilizado por embalsamar. La cruz estaba plantada ya en el pesebre. En cambio, en el Calvario, María contemplaba cómo Jesús era coronado con la corona de espinas, símbolo de aquella gloria que cantaban los ángeles en su nacimiento. Y sobre él estaba el rótulo que lo proclamaba rey, aquella realeza que le fue otorgada con el oro de los magos que le dieron en la gruta de Belén.
Entre el misterio de la encarnación, el nacimiento de Jesús, y el misterio de la Pascua, el de la muerte y resurrección, hay un camino trazado por el que transita toda la historia de la salvación. Jesús nació para morir en la cruz y resucitar por nosotros y por nuestra salvación. Y en un momento y en el otro María, su madre, está presente. No es sólo un simple testigo silencioso, sino que su misión es ir tejiendo la humanidad de Jesús para que en ella se manifieste el estallido glorioso de su divinidad. De este modo, las palabras de Cristo en la cruz, sus últimas palabras, encuentran su perfecta síntesis en lo que hemos oído en el libro del Apocalipsis: «Entonces, el que se sentaba en el trono, afirmó: “Yo haré que todo sea nuevo”».
María es, pues, aquella que no sólo nos muestra a Cristo, sino que nos muestra quién es Cristo: en su encarnación se manifestó sublimemente su humanidad, en su pasión y resurrección se manifestó de manera excelsa su divinidad. Cristo es, pues, el auténtico Dios y el auténtico hombre. El único que ha podido superar el abismo que existía entre Dios y la humanidad. Cristo es aquél que nos ha hecho partícipes de la vida divina para que a través de nuestra pobre humanidad seamos conducidos hacia la vida eterna que no tiene fin.
Ya hemos referido antes que el libro del Apocalipsis nos hablaba de «el que se sentaba en el trono»: ¿quién es el que se sienta en el trono sino Jesús? ¿Y quién es el auténtico trono sino María? María es la Sede de la Sabiduría, en su regazo se aposenta aquel que ya estaba presente en el momento de la creación del mundo. Este año se cumplen 75 años de la entronización de la Virgen de Montserrat, en 1947. Fue ésta una fiesta en la que se intentaron superar las consecuencias de los difíciles años de la Guerra Civil y se quiso caminar decididamente hacia el futuro. El trono construido para la Virgen María no es sino un homenaje a la que constantemente nos hace presente a su hijo Jesucristo.
Nos acercamos a la gran celebración del Milenario de Montserrat, en 2025. Recordamos la decisión que tomó el Abad Oliba de Ripoll de enviar un grupo de monjes a fundar un monasterio aquí arriba, en esta montaña. Y no lo fundaron en cualquier sitio, sino que lo hicieron allí donde ya desde el siglo IX había una capilla dedicada a la Virgen. La devoción a la Virgen María en esta santa montaña, proviene ya de los orígenes más profundos de nuestra historia. Desde entonces, la Moreneta también ha ido tejiendo nuestra humanidad para que pudiéramos llegar a Jesucristo.
«Aquí tienes a tu madre». Aquí tenemos a nuestra madre. Hagámosle sitio en nuestra vida y en nuestro corazón. Contemplemos aquella que estuvo llena de gracia y nos muestra el camino de la santidad. Pongámonos delante de ella, que es Madre de la Iglesia, y presentémosle nuestras alegrías y nuestras esperanzas, nuestras angustias y nuestras tristezas. Al igual que cuidó de su hijo en la gruta de Belén y al pie de la cruz, también cuidará de nosotros en todo momento.
Abadia de MontserratVigília de Santa Maria (26 de abril de 2022)
Homilía del P. Manel Nin, Exarca apostólico para los católicos de rito bizantino de Grecia (27 de abril de 2022)
Hechos 1:12-14 / Efesios 1:3-6.11-12 / Lucas 1:39-47
¡Cristo ha resucitado! ¡Realmente ha resucitado!
Estimado P. Abad Manel, querida comunidad de monjes y escolanes, queridos hermanos en Cristo.
Alrededor de la Pascua, que para vosotros en Occidente fue hace diez días y para nosotros en Oriente hace sólo tres días, el Señor nos hace el don de celebrar hoy la solemnidad de la Virgen. Doy gracias al Señor que, a través de la fraterna invitación del P. Abad, me da el don de poder celebrar esta fiesta con todos vosotros, hermanos monjes, presbíteros concelebrantes, oblatos, escolanes y peregrinos.
Celebramos, además, este año, los 75 años de la Entronización de la Santa Imagen en el nuevo trono que la fe y el amor del pueblo quiso renovar y ofrecer a la Virgen, aquel 27 de abril de 1947, como un testimonio de devoción filial en un período no fácil de nuestra historia.
Celebrar la Pascua / celebrar la solemnidad de la Virgen. María al pie de la cruz, María al abrigo de la Pascua. María -y con ella la Iglesia- sufriente con Cristo. María -y con ella la Iglesia- testigo de la resurrección. San Efrem, un Padre de la Iglesia siríaca del siglo IV, hace una lectura y una interpretación de la Escritura -alguien quizás dirá un poco atrevida-, diciendo que María, en Navidad es la primera en ver a Cristo recién nacido, y ahora en Pascua es el primer testigo de la resurrección. María / la Iglesia testigo y anuncio de la encarnación, María / la Iglesia testigo y anuncio de la resurrección. De este misterio nos han hablado las lecturas que acabamos de escuchar.
Y las tres nos han hablado del misterio, de la presencia de María, la Virgen María, en la vida de la Iglesia. La lectura de los Hechos de los apóstoles nos ha pintado como si fuera un icono, la imagen de la Iglesia naciente: una Iglesia testigo de la resurrección, con los apóstoles -y fijaos que la lectura los ha llamado todos, no nos ha dado una referencia anónima e impersonal, sino que de algún modo la Palabra de Dios ha querido mostrarnos el rostro de cada uno de ellos: Pedro, Juan, Santiago, Andrés…-, y el texto ha continuado: con algunas mujeres, con María la Madre de Jesús y los hermanos de él. Con un común denominador: después de la Resurrección y de la Ascensión del Señor todos ellos eran constantes y unánimes en la oración. Aquellos hombres que pocos días antes le negaron, huyeron atemorizados, ahora son presentados unánimes y constantes en la oración, con María, la Madre de Jesús. Éste es el icono de la Iglesia, el icono de cada uno de nosotros que tantas veces quizás hemos hecho la experiencia de la negación, de la traición incluso, o del simple -y no por ello más justificable- huir atemorizados, pero que con confianza volvemos a subir a la cámara alta -como decía la lectura que hemos escuchado-, para reencontrar juntos, nunca solos ni aislados, la concordia y la unanimidad en la oración con Pedro, con Santiago, con Juan… con María la Madre de Jesús…. La Iglesia de Jesucristo no es nunca una realidad anónima, sin rostro. Todos tenemos un sitio y un nombre. Nombre que hemos recibido en el bautismo, lugar aquél al que el Señor nos ha llamado.
¿Y podemos preguntarnos cuál es esta oración unánime y constante de ellos y nuestra? ¿Quién y qué la fundamenta? Nos da una respuesta y se convierte en un ejemplo y un modelo la segunda lectura que hemos escuchado. Y hago sólo una breve paráfrasis: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo..., …nosotros que desde el principio tenemos puesta en Cristo nuestra esperanza”. Es Cristo y únicamente él es el origen y el fundamento de nuestra fe y de nuestra esperanza, y por tanto también de nuestra oración. En Él, Dios nos ha bendecido y sigue bendiciéndonos, a nosotros hombres y mujeres débiles y pecadores, que quizá tantas y tantas veces sigamos y sigamos huyendo atemorizados, como los apóstoles en la pasión de Cristo. A pesar de eso, aseguramos «que desde el principio tenemos puesta en Cristo nuestra esperanza«.
El Evangelio nos ha narrado el episodio de la Visitación de María a Isabel. El evangelio de la Visitación, junto con el precedente de la Anunciación del mismo evangelista san Lucas, siempre me ha dado la impresión de una narración rápida, como si el evangelista tuviera prisa por hacernos llegar a algo importante. Son dos fragmentos del evangelio sin frases quizá demasiado largas que puedan ralentizar su narración: en uno y otro de los episodios -Anunciación y Visitación-, san Lucas nos quiere llevar de una manera rápida y directa al centro del anuncio evangélico, en el centro de nuestra fe: la encarnación del Verbo de Dios. Fijaos en el texto de hoy: “…María se fue deprisa a la Montaña…, entró en casa …y saludó a Isabel… En cuanto Isabel oyó el saludo. … el niño saltó en sus entrañas, y Isabel quedó llena del Espíritu Santo…”. Volveremos todavía a la Visitación.
Las tres lecturas de hoy, queridos hermanos, nos han hablado de la vida de la Iglesia -naciente y actual-, de la oración de la Iglesia -naciente y actual-, y de la fe de la Iglesia -naciente y actual. Tres lecturas que nos hablan hoy a nosotros de una manera especial que las escuchamos, las acogemos, las hacemos nuestras en esta celebración de la fiesta de la Virgen en Montserrat. En este lugar santo, en este santuario, en este monasterio que de tantas maneras desde dentro de los que vivís, o desde lugares cercanos o incluso lejanos, todos nos sentimos como en casa de la Madre y en nuestra casa, siempre en la concordia y la unanimidad en la oración, porque “…desde el principio tenemos puesta en Cristo nuestra esperanza”.
Este año esta celebración toma un relieve especial porque celebramos el setenta y cinco aniversario de la Entronización de la Santa Imagen de la Virgen. Algunos de los presentes quizás se acuerden personalmente de aquel 27 de abril de 1947. Algunos de los monjes venerables en edad de nuestro monasterio estabais presentes como escolanes. Quizás algunos de los fieles también estuvieran presentes. Y eso, para quienes de años no hemos acumulado todavía tantos, nos hace sentir miembros vivos de la Iglesia y de la gran tradición de Montserrat que reúne a monjes, escolanes, oblatos, peregrinos… Os digo esto, porque celebrar el setenta y cinco aniversario de la entronización de la Santa Imagen de la Virgen no debe ser el celebrar un hecho lejano de hace muchos años. Por el contrario, quiere decir para todos y cada uno de nosotros un hacer memoria viva, un celebrar, un vivir hoy la presencia, la intercesión, la mirada amorosa de la Madre que, desde ese lugar alto, desde esta cámara alta y hermosa y preciosa, sigue mirando nuestro mundo, nuestra tierra, nuestras familias, a cada uno de nosotros.
Hace 75 años los monjes, los obispos, el pueblo fiel, ofrecieron este trono, bello, hecho con la plata de tantas ofrendas ricas o sencillas que fueran, y también con la plata de tantas lágrimas y de tantas esperanzas en un momento, aquel de hace 75 años, que como el nuestro, estaba marcado por el sufrimiento, por la incertidumbre, por el miedo, por el desánimo. Pero también sostenidos -entonces y ahora- por una gran esperanza. Porque “…desde el principio tenemos puesta en Cristo nuestra esperanza”.
Cuando subimos al camarín de Montserrat, nos encontramos con la imagen de la Virgen puesta en un trono bello, de plata, luminoso. Quisiera proponeros, ahora brevemente, que miréis, que miremos, el trono. En el centro está la Imagen de la Virgen, una imagen, un icono de una belleza asombrosa, serena, con una mirada que cuando vienes de lejos y de tiempo de estar fuera de casa te toca profundamente esa mirada; una imagen, un icono que te hace volver al versículo de los Hechos de los apóstoles: “…constantes y unánimes en la oración, con María…”. Por eso, rezar a los pies de la Virgen en nuestro trono de Montserrat y desde Montserrat, es siempre rezar como Iglesia y por la Iglesia, en la que están Pedro, Juan, Santiago… con la Madre de Jesús, y cada uno de nosotros… Una Iglesia -y no nos tiene que dar miedo a decirlo- también ella con una mirada de una belleza estremecedora, serena, que nos reúne siempre como madre, a pesar de nuestras negaciones, nuestras huidas asustados. «…Constantes y unánimes en la oración, con María…», porque «…desde el principio tenemos puesta en Cristo nuestra esperanza«.
Si seguimos mirando el trono, en el icono de nuestra izquierda vemos representado el Nacimiento de la Virgen que como fiesta litúrgica celebramos el 8 de septiembre, y que es la fiesta titular de nuestra basílica. Vemos a María, recién nacida y también a santa Ana tumbada en la cama del parto. El panel tiene un texto en latín que traducido dice: “Los monjes cumpliendo con los votos piadosos del pueblo, te ponen solemnemente en este trono de belleza, por las manos del abad Aurelio y del abad Antonio. Acéptalo con complacencia oh Virgen, e intercede por nosotros”. Dos cosas querría subrayar: los monjes se hacen suyos los deseos, los votos, los anhelos, los sufrimientos y las esperanzas del pueblo -que en aquel 1947 acababa de salir, pueblo y monjes, de un descalabro bélico que hirió profundamente el corazón de todos-; y -los monjes- ponen la Santa Imagen, podríamos decir dan a la Virgen, ese trono de belleza como dice el texto, forjado con los deseos, los votos, los anhelos, los sufrimientos y las esperanzas del pueblo. Segunda cosa de este texto: “…te ponen solemnemente en este trono de belleza, por las manos del abad Aurelio y del abad Antonio…”. No es un texto anónimo e impreciso, sino que como los Hechos de los apóstoles que hemos escuchado, también aquí vemos nombres concretos, de los dos abades Antonio y Aurelio que en aquellos años había guiado el uno y guiaba el otro a nuestra comunidad. Con esto quiero subrayar que la nuestra no es una celebración anónima o desarraigada, sino que debe ser y lo es bien fundamentada en nuestra historia, la de este nuestro monasterio -¡casi casi milenario!-, la de tantos y tantos monjes -y ahí recuerdo sólo un nombre: el P. Adalbert M. Franquesa que de la Entronización fue el alma y el p. Josep Massot que ha sido el historiador y ahora ya la voz, la historia, a la luz de la eternidad-, la historia de nuestro pueblo, la de tantos y tantos peregrinos y turistas, hombres y mujeres de buena voluntad, piedras vivas de la historia de este sitio santo.
Os hablaba de una Iglesia concreta con nombres y rostros muy reales. También me atrevo a decir lo mismo de nuestra comunidad de monjes, arraigados en una historia, con unos nombres y unos rostros bien concretos a los que no queremos ni renunciar ni olvidar, que “cumpliendo los votos piadosos del pueblo, han puesto y ponen cada día la Madre de Dios en ese trono de belleza”.
El segundo panel, el de nuestra derecha, contiene la escena de la Visitación, la escena evangélica que hemos escuchado hoy en nuestra celebración. Vemos a Isabel inclinada ante la Virgen, ambas en un abrazo casi sosteniendo una en los brazos de la otra. Encontramos también otro texto en latín que traducido dice: “Bendito el pueblo que te reconoce por patrona, vestido ya de púrpura de tanta sangre de los mártires, devotísimo, entrega sus dones, con la bendición de sus obispos, para que tengas un trono digno y bello”. El evangelio de la Visitación sigue haciéndose presente en la vida de cada peregrino que sube a Montserrat, y la prisa, el correr de María, de la que os hablaba hace poco, sigue en el encuentro de cada uno de nosotros con la Madre de Dios que nos presenta, nos da a su Hijo, a nosotros que “…desde el principio tenemos puesta en Cristo nuestra esperanza”. El trono es bello, porque refleja la belleza de un pueblo, de una Iglesia vestida y embellecida, hace setenta y cinco años y ahora con la esperanza, el sufrimiento y la oración de un pueblo, con la bendición de los obispos, de los pastores de esa Iglesia, y con la sangre de los mártires. Esto me hace pensar en los primeros siglos de la Iglesia: nunca los obispos sin los mártires, nunca los mártires sin los obispos.
Cuando subís al camarín a venerar a Santa María descubrís un trono hermoso, un lugar luminoso -la plata resplandece, las oraciones y las lágrimas presentes en este lugar resplandecen también. Encontraréis un lugar de serenidad, de oración. Un trono hermoso, hecho, forjado por la generosidad y el amor de tantos y tantos hombres y mujeres ricos o pobres, firmes en la fe o quizás también huyendo atemorizados en los momentos de dificultad. Hombres y mujeres que hace setenta y cinco años, hace cincuenta años, hoy siguen -seguimos- subiendo a Montserrat para presentar -por la voz y la oración de los monjes y de los escolanes- los deseos, los votos, los anhelos, los sufrimientos y las esperanzas de que como Iglesia, como humanidad tantas veces probada y herida, llenan nuestro corazón.
Hace 75 años los monjes, los obispos, el pueblo fiel, ofrecieron este trono, bello, hecho con la plata de tantas ofrendas ricas o sencillas, con la plata también de tantas lágrimas y tantas esperanzas… Porque, hermanos y hermanas, -y permitidme también un poco de osadía exegética como hizo san Efrem!-, el trono de la Virgen somos también cada uno de nosotros, lo es nuestro corazón hecho cristiano por el bautismo, y lo es, lo ha ser nuestro vivir hecho cristiano por el evangelio. Por eso somos/devenimos trono de la Virgen cuando dejamos que María, con su Hijo en su regazo, nazca en el corazón de cada uno de nosotros, a través de la Iglesia que como madre nos da cada día el Pan de la Palabra de Dios, los Santos dones del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, nos da los sacramentos y nos da a los hermanos. Somos trono de la Virgen cuando dejamos que María nos visite, corra y nos empuje para llevarnos a Cristo. Somos trono de la Virgen todos nosotros, obispos, monjes y escolanes, peregrinos, hombres y mujeres de buena voluntad cuando en Montserrat y desde Montserrat intercedemos, hacemos oración y ofrenda, hacemos trono de la Virgen la plata de las lágrimas, de los sufrimientos y de las esperanzas de nuestro pueblo, de nuestra Iglesia, de nuestra humanidad probada. Un trono, el de nuestro corazón cristiano que lleva forjado como escrito aquél: “…desde el principio tenemos puesta en Cristo nuestra esperanza”. En Él la gloria, con el Padre y el Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amen.
Abadia de MontserratSolemnidad de la Virgen de Montserrat (27 de abril de 2022)
Homilía del P. Bernat Juliol, Prior de Montserrat (26 de abril de 2022)
Apocalipsis 14:13 / 1 Corintios 15:20-24a.25-28 / Lucas 23:44-46.50.52-53; 24:1-6a
Queridas hermanas y hermanos:
¿Quién ha nacido que no tenga que morir? La muerte es inexorable: es una de las pocas seguridades que tenemos en nuestra existencia. Vivir comporta necesariamente morir. Sin embargo, a pesar de saber que tarde o temprano deberemos afrontar este momento de nuestra vida, tenemos miedo. Simbólicamente, el temor del momento era descrito así por el evangelio que hemos leído hoy: «Ya era hacia el mediodía cuando se extendió por toda la tierra una oscuridad hasta media tarde: el sol se había eclipsado». ¡El miedo a la muerte es tan humano! Nos asusta lo ignoto, nos apura no saber qué hay detrás de la última cortina. Nos preguntamos: ¿La muerte es el fin de nuestra existencia? ¿O hay algo después de cruzar el umbral?
Desde lo más profundo de las entrañas de la humanidad surge un gran anhelo de justicia, un anhelo que nos hace intuir que las injusticias de este mundo no pueden ser definitivas. La vida es tan bonita, pero, al mismo tiempo, hay tantas cosas que no entendemos. Constantemente hacemos experiencias impresionantes que nos hacen gritar: ¿por qué, Señor? Hay tanta gente que sufre. Hay tantos inocentes que son víctimas de la maldad. Hay tanto dolor inmerecido. Es entonces cuando nuestro sentido de la justicia, inscrito en el corazón de todos los hombres y mujeres de este mundo, nos dice que esto no puede ser el final. La justicia clama para que después de la muerte podamos encontrar la paz.
La fe cristiana hace suyo ese sentimiento de justicia y la persona de Jesús nos enseña que, realmente, la muerte no es el final. Estos días, que estamos celebrando la Pascua, la resurrección del Señor, resuenan en todas las iglesias las palabras de la alegría eterna: «¿Por qué buscáis entre los muertos a aquel que vive? No está aquí: ha resucitado». De esta forma, nos muestra que el camino que Jesús siguió es el camino al que todos nosotros estamos llamados. Nos dice la carta a los Corintios: «Cristo ha resucitado de entre los muertos, el primero de todos los que han muerto. Ya que la muerte vino por un hombre, también por un hombre vendrá la resurrección de los muertos: todos son de Adán y por eso todos mueren, pero todos vivirán gracias a Cristo». Por fin, la muerte ha vencido: una nueva esperanza se ha abierto camino en nuestras vidas. La última palabra ya no la tienen la oscuridad, el dolor o la muerte, sino que la última palabra la tiene la luz, el gozo y la vida.
Esta concepción de la existencia que tenemos los cristianos puede entenderse de forma errónea. Podríamos pensar que, dado que lo importante y definitivo es la vida que nos encontraremos en el más allá, nuestra existencia terrenal no tiene ningún tipo de importancia. Pero nada más lejos de la realidad. Nuestra fe, efectivamente, nos dice que hay un más allá, pero también nos dice que sólo hay una forma de llegar: vivir intensamente el presente, vivir con pasión todos y cada uno de los momentos de nuestra vida, amar con todas nuestras fuerzas la belleza de nuestro mundo. La fe cristiana es un gran canto a la vida.
El P. Josep Massot i Muntaner ha sido un gran testimonio de este canto a la vida que representa la fe. Vivió con gozo y felicidad su vocación cristiana y monástica. Trabajó incansablemente por la expresión más sublime del alma de un pueblo: su lengua y su literatura. Estudió en profundidad nuestra historia para saber de dónde veníamos y para poder intuir los senderos que el futuro nos deparaba. Pero una cosa fue la que unificó todas estas dimensiones de su vida: Montserrat. Ser monje de este monasterio no fue algo más en su vida y su obra, sino que fue el eje que dio sentido y que inspiró todo su legado ingente.
El 3 de noviembre de 1941 nació en Palma, ciudad e islas que siempre llevó como joyas en su corazón. De mayor, estudió filología románica en la Universidad de Barcelona, centro del cual también fue profesor. En 1962 entra como monje en nuestro monasterio de Montserrat: en 1964 hizo la profesión simple, en 1969 hizo la profesión solemne y en 1971 fue ordenado de presbítero. El mismo año, el P. Abat Cassià M. Just le nombró director de la que sería la niña de sus ojos: las Publicaciones de la Abadía de Montserrat, la editorial más antigua de Europa. Hasta el momento de su muerte siguió siendo el responsable, casi durante 51 años. En 1995 se convierte también en director de la revista Serra d’Or. Dirigió otras revistas y fue un escritor incansable. Fue un apasionado y un gran defensor de la lengua catalana y de la cultura de los Països Catalans.
Fue miembro de diversas instituciones académicas como la Sociedad Catalana de Lengua y Literatura, el Instituto Menorquín de Estudios, el Instituto de Estudios Catalanes o la Real Academia de Buenas Letras. Toda su labor también fue reconocida con multitud de premios y homenajes: la Cruz de Sant Jordi, el doctorado honoris causa por la Universidad de las Islas Baleares, la Medalla de Honor y Gratitud de la Isla de Mallorca, el Premio de ‘Honor de las Letras Catalanas, el doctorado honoris causa por la Universidad de Valencia, la Medalla de Honor de la Red Vives de Universidades o la Medalla de Oro de la Comunidad Autónoma de las Islas Baleares.
En su discurso durante la entrega del Premio de Honor de las Letras Catalanas dijo que había que vivir fortiter in re suaviter in modo (con convicciones fuertes, pero con formas suaves). Él vivió así. Vivió y murió así porque se marchó discretamente, sin apenas preaviso; pero con la convicción de que al otro lado le estaba esperando aquel que es el Amor. Como Cristo colgado en la cruz pudo decir: «Padre, confío mi aliento en vuestras manos».
Podemos decir que el P. Josep Massot fue un amante de la palabra: sí, un amante de la palabra humana, pero sobre todo un amante de la Palabra divina. Ya desde la antigüedad, Cristo es llamado Logos (palabra), o Verbum en latín. Bien conocido es el principio del evangelio según san Juan: «Al principio existía quien es la Palabra. La Palabra estaba con Dios y la Palabra era Dios». Porque la fe cristiana está íntimamente relacionada con la razón, con el logos. El cristiano debe vivir siempre como si volara con dos alas: la fe y la razón. La fe sin la razón se convierte en fundamentalismo y barbarie. La razón sin la fe se convierte en miope, incapaz de llegar a las alturas de la verdadera verdad. Ambas se necesitan, ambas se fecundan mutuamente. La Palabra divina y la palabra humana siguen la misma relación: se reclaman una a otra para poder alcanzar la plenitud.
El evangelista Marcos nos narra que: «Uno de aquellos días, al atardecer, Jesús dijo a sus discípulos: “Crucemos a la otra orilla”» (Mc 4, 35). La madrugada de sábado a domingo, el Señor visitó al P. Josep Massot y le invitó a pasar a la otra orilla. También todos nosotros, un día, al atardecer de nuestra vida, Jesús nos dirá: «Amigo, no tengas miedo, ven conmigo, crucemos a la otra orilla». Cuando esto ocurra, no lo dudamos ni un momento, en la otra orilla nos esperan.
Abadia de MontserratMisa Exequial del P. Josep Massot (26 de abril de 2022)
Homilía del P. Bernat Juliol, Prior de Montserrat (24 de abril de 2022)
Hechos 5:12-16 / Apocalipsis 1:9-11a.12-13.17-19 / Juan 20:19-31
Queridos hermanos y hermanas en la fe:
La mañana del domingo, cuando las mujeres fueron hacia el sepulcro con los aceites aromáticos, vieron que la piedra había sido movida y que el cuerpo de Jesús no estaba allí donde lo habían depositado. Dos ángeles se les aparecieron y les dijeron: «No está aquí: ha resucitado». Con este pasaje pascual, las Sagradas Escrituras nos muestran el gran testimonio de la resurrección de Jesús: el sepulcro vacío. Efectivamente, el sepulcro vacío ha cambiado la historia del mundo. Si aquella mañana del domingo las mujeres lo hubiesen encontrado todo tal y como lo dejaron, el destino de la humanidad sería el más triste que nunca pudiéramos imaginar. Pero afortunadamente no fue así: el sepulcro estaba vacío.
Cuando, después de la muerte de Jesús, hicieron rodar la piedra y sellaron el sepulcro, una gran oscuridad y un silencio absoluto reinaron en el interior de la tumba. Se cumplió entonces lo que oímos durante la lectura de la pasión del Domingo de Ramos: «Ahora las tinieblas tienen el poder». Jesús debía morir, no de forma ficticia o simbólica, sino realmente, en toda su crudeza. Entonces, por un instante, sólo por un instante, sentimos cuál es la frialdad de una vida sin Dios, una vida sin esperanza. El mundo experimentó lo descrito por el filósofo alemán Friedrich Nietzsche: «¿Qué ha pasado cuando hemos liberado la tierra de su sol? ¿No estamos cayendo? ¿No vagamos a través de lo infinito? ¿No sentimos el espacio vacío? ¿No hace más frío? ¿No se oscurece todo cada vez más?».
Hacía falta que la oscuridad ahogara la luz, era necesario que el silencio destruyera la palabra. Sólo así la esperanza podía regresar al mundo. ¿Qué ocurrió esa noche? Sólo ella lo sabe. Así lo cantábamos en el pregón pascual: «¡Oh noche bienaventurada! Sólo tú supiste la hora en que Cristo resucitó de entre los muertos». El gran misterio quedó en el secreto del interior de esa tumba. Pero sí sabemos una cosa: cuando todo era caótico y desolado, y las tinieblas cubrían el sepulcro, Dios dijo: «Que exista la luz». Y la luz existió. Y así como al principio de los tiempos Dios nos había creado para la vida en ese mundo; dentro del sepulcro, Dios nos recrea para la vida eterna.
Efectivamente, nos cuenta el libro del Génesis, que Dios cogió barro y lo transformó en el primer hombre, Adán. Ahora, dentro del sepulcro, Dios toma el cuerpo humano de Jesús y lo transforma para la resurrección. Cristo, el nuevo Adán, abría así el camino para toda la humanidad. Desde ese momento, todos nosotros estamos llamados a formar parte de ese cuerpo glorioso de Cristo. Nuestra pobre existencia está llamada ahora a compartir la vida eterna y divina de Dios. Cuando el cuerpo inerte de Jesús entraba por el umbral del sepulcro, Adán y Eva salían del paraíso; cuando el cuerpo glorioso de Cristo entraba triunfante en el paraíso, Adán y Eva salían de sus sepulcros para vivir eternamente.
Los ángeles que estaban cerca de la tumba vacía dijeron: «No está aquí: ha resucitado». Y, al mismo tiempo, aquellos otros ángeles que estaban junto a las puertas del Edén y vieron cómo nuestros primeros padres fueron expulsados, ahora ven venir hacia ellos el Cristo triunfante que lleva en la mano la cruz, que es la única llave que puede abrir de nuevo las puertas del paraíso. Es aquel Cristo de quien nos hablaba el libro del Apocalipsis: «No tengas miedo. Yo soy el primero y el último. Soy el que vive: Yo que estaba muerto, ahora vivo para siempre y tengo las llaves de la muerte y de su reino».
Queridos hermanos y hermanas, alegrémonos, ¡la tumba está vacía! ¡Cristo ha resucitado! ¡El Señor ha vencido su muerte! ¡El Señor ha vencido nuestra muerte! No seamos incrédulos como Tomás, seamos creyentes. ¡Confiemos en el Señor!
Abadia de MontserratDomingo II de Pascua (24 de abril de 2022)
Homilía del P. Manel Gasch i Hurios, Abad de Montserrat (16 de abril de 2022)
(…) / Romanos 6: 3-11 / Lucas 24:1-12
Algunas veces, queridas hermanas y hermanos, cuando tienes que hacer una homilía, cuesta encontrar temas o que la liturgia que corresponde comentar, te inspire alguna palabra. Esta noche es todo lo contrario: la riqueza de signos y de textos con la que celebramos esta vigilia Pascual, hacen más bien que personalmente oscile entre la duda de explicar tanto como sea posible o de decirme: ¿puedo realmente añadir alguna cosa a lo que la misma celebración ya explica extensamente tan admirablemente, tan insuperablemente?
Una cosa sorprendente de esta noche es que la llenamos de significado para explicar la resurrección de Jesucristo, que aconteció de hecho en el silencio, en la soledad, casi diría yo en aquel anonimato que el Pregón Pascual expresa tan bien cuando canta: Oh noche bienaventurada, sólo tú supiste la hora en que Cristo resucitó de entre los muertos. Aquel quedarse esperando en la puerta del sepulcro, el silencio del viernes santo, el silencio aún más profundo del sábado se adentra en la noche de Pascua hasta que, como una explosión, con el fuego, el cirio pascual y la luz que no mengua cuando la repartimos, sino que se multiplica, confesamos que sí, que, en el corazón de esta noche Santa, Jesús, crucificado, muerto y enterrado, ha vuelto a la vida.
Casi entramos en cierto vértigo si nos detenemos a pensar cómo un hecho concreto de una noche de la historia ha tenido tantas consecuencias: la más sencilla es que: si Jesucristo no hubiera resucitado no estaríamos aquí. Y todo lo que celebramos no es más que la vida venciendo a la muerte. Algunos de los hermanos de los escolanes y otros niños lo han trabajado hoy cuando ha observado que una bellota, el fruto de la encina que parecía muerto, era capaz de tener vida y de convertirse en un árbol pequeño. Y después, dentro de poco, traerán al altar estas pequeñas macetas plantadas con una esperanza y se las volverán a llevar como recuerdo de que esta noche, es una noche para la vida. De hecho, este es un experimento que recuerdo que los escolanes siempre hacían en cuarto y veías las macetas con las plantas por el suelo en su aula. Jesucristo es como el grano, como la bellota enterrada que vuelve a la vida, que resucita en una planta nueva.
Todas las lecturas de hoy nos hablan de esta vida, nos hablan de muchas formas con muchas palabras e historias diferentes: la creación de la naturaleza con todos sus elementos, la libertad, la fe, pero en el fondo el mensaje es siempre lo mismo: Dios opta decididamente por la vida. Por eso no podía dejar a Jesucristo en la muerte. Y Él ha querido compartir su vida de resucitado con nosotros, la suya es también nuestra vida, puesto que como nos ha dicho San Pablo – y volvemos a las plantas-; si nosotros hemos estado plantados junto a él por esta muerte parecida a la suya, también debemos serlo por la resurrección.
Me dirijo especialmente a vosotros que hoy os bautizáis, confirmáis y hacéis la primera comunión, y a los que sólo se bauticen, representados por sus padres y padrinos, es decir a los escolanes Pedro y Tomás, y a los niños: María y a los hermanos Caterina, Isabel e Isaac y también a David que hace la primera comunión. La vida de la que estamos hablando ahora y aquí no es sólo levantarnos, comer y dormir. Nosotros creemos que todos, los hombres, las mujeres y también vosotros sean chicos un poco mayores o niños, tienen la posibilidad de una vida del espíritu, de una vida interior, totalmente importante y esencial para la persona humana. Una vida que queremos infundir, estimular y hacer crecer en todos vosotros con los sacramentos, que por eso mismo llamamos de la iniciación. Por eso es tan bonito que en esta noche que celebremos la vida, podamos comunicar, como pueblo de Dios y comunidad cristiana, esta vida a todos vosotros y podamos hacer real aquella otra frase del pregón pascual: noche en la que el hombre reencuentra a Dios. Esto es lo que confesamos: que el hombre reencuentra a Dios en Jesús y que nada debería ser como antes. Lo encontramos en el bautismo, intensificamos aún más este encuentro con la confirmación porque recibimos su espíritu y tenemos la comunión para poder recibirlo en cada eucaristía.
Ahora os contaré una anécdota especialmente para vosotros Tomás y Pedro, relacionada con estos sacramentos que recibiréis esta noche, especialmente con la confirmación, y que tiene que ver con un buen amigo mío y de muchísima gente, el obispo Antoni Vadell, que quizás recordareis (sobre todo los escolanes mayores) porque alguna vez había estado en la Escolanía y había presidido una misa conventual a principio de curso, y que murió muy joven a los 49 años hace dos meses. Los teólogos, que nos dedicamos a estudiar todas estas cosas relacionadas con la fe y las celebraciones, discutimos si es mejor confirmarse a vuestra edad, a los nueve o diez años, especialmente si coincide con el bautismo o hacerlo de más mayores. Cuando con el Padre Efrem hablábamos de todo esto, a principios de diciembre, llamé al obispo Toni, que era bastante especialista en esto y le pregunté: ¿Qué te parece? ¿Confirmamos o no confirmamos a los escolanes de cuarto que se van a bautizar? Y él me dijo, sí. Porque en la Escolanía tendrán la posibilidad de vivir a fondo una vida cristiana y está muy bien que la vivan con la confirmación hecha. Fue la última vez que hablé con él. Y por tanto os dejo esta reflexión a vosotros dos, a todos los escolanes y a todos, porque todos recordaremos hoy nuestro bautismo, nuestra confirmación y participaremos de la eucaristía: los sacramentos son la posibilidad de vivir a fondo la vida cristiana. Todos pueden hacerlo o intentar que sus hijos la vivan en la medida de sus posibilidades. Y es que Cristo no nos quita nada de la vida, sólo nos la da y nos la hace más feliz.
Estos días he hablado de la identidad de Jesús de Nazaret en cada homilía. La noche de Pascua une tres momentos que nos ayudan a comprenderlo mejor:
su vida, con el entusiasmo por su mensaje y por su persona, que los testigos que convivieron con él nos han dejado en los evangelios;
su pasión y su muerte, solidaria con tantos sufrimientos humanos y ante la que y de los que, a menudo lo más adecuado es el silencio y la oración;
y finalmente su resurrección, que se manifestó como experiencia a sus discípulos, empezando por las mujeres que fueron al sepulcro y recibieron aquel mensaje sorprendente: ¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado. Dios se sirve de la humanidad de Jesús de Nazaret para estar presente en el mundo, y Jesús de Nazaret se sirve de la humanidad de todos los hombres y mujeres para comunicarse en su vida, en su muerte y en la su vida de resucitado. Desde aquella noche de Pascua, en el testimonio que proclama la sencilla frase: ¡El Señor ha resucitado! Realmente ha resucitado, transmitido de generación en generación de cristianos, no hemos dejado de creer en él, el viviente, el Señor de la vida:
la estrella de la mañana, aquella estrella, quiero decir que nunca se oculta, Cristo que volviendo de entre los muertos, se apareció glorioso a las mujeres y a los hombres como el sol en día sereno. Él, que vive y reina por los siglos. Amén.
Abadia de MontserratVigilia Pascual (16 de abril de 2022)
Homilía del P. Manel Gasch i Hurios, Abad de Montserrat (17 de abril de 2022)
(…) / Hechos de los Apóstoles 10:34a.37-43 / Colosenses 3:1-4 / Juan 20:1-9
¡Si Jesucristo no hubiera resucitado no estaríamos aquí! No estaríamos aquí porque no celebraríamos el día de Pascua, ni hoy en la alegría de la fiesta de las fiestas, ni en cada una de nuestras eucaristías. El mensaje insistente de las lecturas, las oraciones y los cantos de esta misa de la mañana del domingo de Pascua no es otro que éste: ¡Cristo ha resucitado! Y añadimos el canto de gozo más sencillo de la Iglesia: Aleluya, aleluya, que no habíamos cantado durante toda la cuaresma.
Si Jesucristo no hubiera resucitado, su vida se habría perdido en el anonimato del tiempo, y no estaríamos aquí porque seguramente no tendríamos ningún testigo de él, ni de su persona, ni de su mensaje liberador, inteligente, profundo, conocedor de la persona hasta las dimensiones más profundas, inspirador de tantos y tantas que han venido después de él y han enriquecido nuestra cultura y nuestra espiritualidad cristianas.
Si Jesucristo no hubiera resucitado, no estaríamos aquí porque no formaríamos ninguna comunidad de bautizados, porque nuestro sentido de ser hijos de un mismo Padre Dios y de ser hermanos y hermanas unos de otros, no encontraría su fundamento en Jesús de Nazaret, y como la historia nos demuestra, sólo Dios es capaz de reunir a la humanidad en una familia realmente global y permanente en el tiempo. Pero como sabemos bien, Pascua no es una celebración cerrada de los discípulos consigo mismos, contentos de reencontrar aquella intimidad de amigos y compañeros que habían tenido en la vida de Jesús, sino que fue un impulso hacia delante y hacia afuera. Y en este impulso hacia fuera tenemos la alegría de acoger nuevos bautizados como hemos hecho esta noche, y de acoger también a la plena comunión de la eucaristía a vosotros, los escolanes Francesc, Josep y los dos Guillems, i también Isona, Berta y Teresa que hoy hará la primera comunión. Esta comunidad de monjes, escolanes y peregrinos, que celebra la eucaristía aquí en Montserrat, con vosotros cada domingo, os acoge con alegría en la mesa del Señor en nombre de toda la Iglesia.
Si Jesucristo no hubiera resucitado, no estaríamos aquí porque no confiaríamos en que su amor es capaz de hacernos mejores, y eso también os lo digo a vosotros que hacéis la primera comunión. En el canto de entrada decíamos: he resucitado, me he reencontrado con vosotros, y los escolanes volverán a cantarlo en el ofertorio en latín. Resurrexi et adhuc tecum sum. Con la resurrección Jesús pudo encontrarse con Dios y como nosotros siempre vamos detrás de lo que él hace, de las posibilidades que nos abre, todos podemos encontrarnos con Dios en Jesucristo resucitado. Y la mejor forma de hacerlo es la de participar en la comunión del pan y el vino, que es su sacramento, la forma que Él mismo nos dejó para permanecer entre nosotros siempre. Este encuentro frecuente puede y debe tener consecuencias: debería ayudaros a vosotros y a todos a superar nuestros defectos, a amar más y mejor, a no tener vergüenza de ser cristianos, Jesucristo fue capaz de cambiar en fidelidad la negación de Pedro. Como cristianos estamos llamados a vivir la misma conversión de Pedro, que es una conversión pascual.
La conversión pascual se hace concreta en algún gesto a favor de los demás. Tal y como hicimos el Jueves Santo, os proponemos que participéis en la colecta que haremos a favor de Caritas. Ellos conocen las necesidades de nuestra sociedad y han tenido también un papel activo, a través de Cáritas internacional, en la ayuda a refugiados de la guerra y otros lugares. Nos hablaban recientemente, por ejemplo, de la labor increíble que Cáritas de Polonia ha hecho en la frontera con Ucrania.
Si Jesucristo no hubiera resucitado, no sé dónde estaríamos. Algunos sabéis que me gusta hacer comparaciones con la informática. Un biblista muy conocido escribió que Dios se dio cuenta de que su Creación y su historia eran como un programa informático que fallaba y con Jesucristo volvió a instalarlo o al menos a ejecutarlo. To run the program again, dice él en inglés. ¿Os imagináis un programa o una aplicación que no se puede actualizar ni ejecutar? Seguramente va funcionando cada vez peor hasta que ya ni se abre, y si es un software importante, hace que colapse incluso el ordenador. El miércoles de ceniza os decía que la Cuaresma era como un antivirus que evita que los programas se estropeen, hoy es mejor, hoy todo es nuevo, porque desde la resurrección de Jesús el programa funciona, porque siempre está actualizado. La resurrección celebrada en cada eucaristía es esta actualización constante del programa, y que el programa funcione significa que los objetivos de su creación se han confirmado en la redención que Jesucristo ha llevado al mundo y todo nos conduce a su voluntad de salvar de ser felices, de ser capaces de amar siempre más y mejor. Y si algo no funciona, será por nuestra culpa, que no conocemos bien el programa, y no culpa de él, tal y como tenemos costumbre de pensar a menudo.
Si Jesucristo no hubiera resucitado no estaríamos aquí, porque somos hijos e hijas de la resurrección del Señor. En el monasterio he oído a veces la expresión muy bonita: ¡somos hijos de la Resurrección! Se utiliza cuando es necesario continuar adelante alguna actividad o incluso una celebración y ha habido algún evento triste. Con mucha sencillez, nos transmite nuestra visión de la vida y de la muerte, profundamente impregnada de la esperanza pascual de una vida eterna, plena, en la comunión de Cristo Resucitado, pero perfectamente consciente de que la vida se vive aquí en el día a día.
En esta mañana radiante del domingo, ponemos nuestras vidas bajo la luz del resucitado que nos ilumina, la llama un poco débil de este cirio que arde desde ayer, ha resistido y ha iluminado la oscuridad de toda la noche. Con él podemos decir, hemos resucitado y nos hemos reencontrado con él para siempre.
¡Celebramos la Pascua viviendo con sinceridad y verdad, Aleluya, aleluya!
Abadia de MontserratDomingo de Pascua (17 de abril de 2022)
Homilía del P. Manel Gasch i Hurios, Abad de Montserrat (15 de abril de 2022)
Isaías 52:13-53:12 / Hebreos 4:14-16; 5:7-9 / Juan 18:1-19:42
Espero y deseo estimados hermanos y hermanas que todos encontremos en nuestra agenda y en nuestro corazón, un poco del silencio necesario para dejar que todas estas palabras que hemos escuchado resuenen, arraiguen y den fruto en nuestros corazones. Son palabras que nos reclaman ese espacio interior, tanta es su profundidad y su fuerza.
Las lecturas que hemos leído confirman una idea que he querido hacer presente en estos días: la de la verdadera identidad de Jesús. Nada, ni siquiera la muerte en cruz, reservada a los delincuentes, esconde quién es él. De modo especial, en la lectura de la Pasión según San Juan que leemos el Viernes Santo, se nos muestra más claramente que Jesús de Nazaret clavado en la cruz es más que un hombre crucificado, aunque nunca deja de ser también un hombre crucificado.
Por un lado, ningún sufrimiento, ningún insulto, nada le es ahorrado y muere. Pero, por otra parte, Jesucristo domina la situación: fijaos, sino, en la fuerza que, en el momento que le detienen, tienen sus palabras: yo soy, que hacen que todo el mundo caiga al suelo; incluso domina la situación desde la Cruz: con la capacidad de confiar, mutuamente cuando ya ha sido crucificado, a su madre y a san Juan; y finalmente la serenidad de su muerte, sin gritos, sin quejas, sólo con un “todo se ha cumplido”, que nos adelanta que no estamos delante del final.
Habían crucificado a Jesús de Nazaret, el Rey de los Judíos, que se había presentado como un rey y mesías diferente. Quizás por eso, si ayer os hablaba de un amor que nos une en el recuerdo, la vida y la esperanza; hoy contemplamos un amor que resiste, que lo resiste todo. El amor de Dios se hace resistencia en Jesús crucificado, demostrándonos la capacidad de ir hasta el final, hasta el sacrificio de la propia vida en la coherencia de una misión que en Él une el ejemplo como persona y su mensaje como Evangelio.
Por eso resiste el Evangelio durante los siglos porque viene de quien ha aguantado en el amor los escarnios, los ultrajes y todo el mal que le ha venido encima, cuando él sólo pretendía darnos los instrumentos, las ideas y las claves para poder vencer personalmente y todos juntos ese mal, tan palpable en nuestro mundo, que, debemos reconocerlo, a veces se nos presenta tan o más resistente que el amor de Dios. Y si es verdad que el mal a veces se nos presenta más resistente que el amor de Dios, no lo es.
Y la prueba más clara de esto es la capacidad de los discípulos de Jesús para llegar todavía hoy a hacer el camino de la cruz, demostrando que Él nos hace participar de su resistencia al mal cuando nosotros también fundamentamos nuestra vida en su evangelio.
Tuve ocasión de participar la semana pasada en una oración que recordaba a los mártires de nuestro tiempo: eran hombres y mujeres concretos, jóvenes, mayores, con nombre y apellidos, de todo el mundo, que habían muerto en situaciones diversas, muchos de ellos murieron en el año 2021 y hasta este mismo 2022. Algunos habían sencillamente seguido su vocación hasta el final, atendiendo a enfermos de Covid e infectándose, otros habían sufrido directamente el odio religioso hasta la muerte contra los cristianos por parte de algunos fanáticos que nunca pueden ser representativos de ninguna religión o idea. Compartían todos el hecho de ser cristianos. Puedo aseguraros que la reflexión que me hice fue la de la actualidad de la cruz de Jesús en el mundo y de la validez de su mensaje que todavía hoy merece tener tantos testigos, que genera una fuerza tan grande de adhesión al amor, tan grande, que lo hace precisamente resistente. Y me hizo pensar si todas las modas que el mundo nos presenta y propone tienen algún crucificado que las valide, tal como nosotros tenemos a Jesús de Nazaret.
Quizás esta reflexión llevará a alguien de vosotros a pensar que eso que nos explica el P. Abad es sólo para los héroes, por las situaciones extremas y que ya veremos qué hacemos si nos llegan. Pero no. Una mujer conocida y cercana me comentó hace años que no entendía la cruz de Jesús. Se trataba de alguien profundamente cristiano, que había vivido ayudando siempre, coherentemente con su fe, yendo bastante más allá de lo justito para quedar bien. Sufriendo a veces para vivir de ese modo. Y pensé: ¿tú no entiendes la cruz si la vives todos los días?
Busquemos vivir el Evangelio y la cruz ya la encontraremos. Y cuando la encontremos, que nos guíe el amor resistente de Jesucristo y su ejemplo, ya que así y no de otro modo más espectacular, más directa o más rápida quiso salvar Dios al mundo, sirviéndose de su humanidad encarnada y aceptando todos sus límites.
Abadia de MontserratViernes Santo. Celebración de la Pasión del Señor (15 de abril de 2022)
Homilía del P. Manel Gasch i Hurios, Abad de Montserrat (14 de abril de 2022)
Éxodo 12:1-8.11-14 / 1 Corintios 11:23-26 / Juan 13:1-15
Donde hay verdadero amor, allí está Dios.
Me gustaría, queridos hermanos y hermanas, invitaros a vivir este jueves Santo, este inicio del Tríduum Pascual, con el espíritu de esta frase, tan sencilla, tan antigua, tan profunda: donde hay verdadero amor, allí hay Dios, que cantaremos en un rato, en el momento del ofertorio.
La identificación de Dios con el amor no la formuló el supuesto autor de este himno, Paulino de Aquilea, a finales del siglo octavo, sino que, como todos sabemos, es propia del Nuevo Testamento, y transmitida literalmente en la Primera carta de San Juan que nos dice con toda simplicidad y claridad: El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor (1 Jn 4,8). La liturgia de este jueves santo nos ayuda a recordar que Dios es amor, a vivir el amor de Dios y a esperar en el amor de Dios.
Recordamos que Dios es amor porque nuestra historia está llena de signos de ese amor, y esta memoria se irá haciendo presente en todas las celebraciones de este triduo pascual. Recordemos sobre todo que Dios es amor porque hacemos memoria de Jesucristo en la institución de la eucaristía, en la llamada que Dios nos ha hecho a algunos de entre todos los hermanos a servirle como presbíteros y diáconos y en la vocación cristiana universal a la caridad fraterna. Os lo digo con toda la intención: en cada una de esas memorias, al que realmente recordamos es a Jesucristo. Pervertiríamos el sentido si pensáramos que hoy nos hacemos un homenaje por ser presbíteros o diáconos, o para celebrar muy bien la eucaristía o ni siquiera porque tenemos mucha caridad y ayudamos mucho a los demás. Jesús nos enseña que imitarle es servir, es amar, es ayudar en todo lo que haga falta. Si él, con plena conciencia de quien era: sabía que de Dios venía y a Dios volvía, quiso hacer de criado, lavando los pies; ¿qué no deberíamos estar dispuestos a hacer nosotros? Jesucristo nos dijo que en esto consistía el amor. Estaría bien que nunca lo olvidáramos. Que recordáramos que en cada eucaristía lo hacemos presente, que los presbíteros y diáconos somos sobre todo signos de ello. De aquel amar y servir en todo que guio la vida del peregrino más ilustre de nuestro santuario, San Ignacio de Loyola, de cuyo paso por Montserrat conmemoramos este año el quinto centenario.
Y el recuerdo nos ayuda a vivir el amor de Dios en el presente. Cada eucaristía que celebremos debería ser fuente de amor concreto y de caridad. Sabemos que no siempre llegamos, que no siempre estamos a la altura, que a menudo la celebración nos deja igual, fríos y que somos capaces de caer en ciertos egoísmos y pequeñeces humanas, incluso durante y después de ir a misa, pero no deberíamos resignarnos. Concretamente este Jueves Santo, al recordar el gesto humilde de Jesús lavando los pies, quisiera rezar al Señor que no nos quedáramos sólo en el gesto, sino que éste sea también una oración que nos muestre caminos de servir mejor. Caminos de ver más claramente dónde hacemos más falta: nosotros como monjes, vosotros, todos. En las estrofas del canto donde hay verdadero amor, decimos:
Formando unidad nos reúne el amor de Cristo.
El verdadero amor es concreto cuando nuestra celebración se abre a las necesidades de los más pobres. La liturgia cristiana siempre ha tenido presente esta solidaridad cuando recordaba la donación de Jesucristo en el pan y en el vino de la eucaristía. Las necesidades del mundo son inmensas. Las desigualdades entre mundos también. Quizás no podemos aportar mucho, pero necesitamos abrir nuestro amor a esta solidaridad. Hoy os proponemos hacer una colecta a favor de Cáritas. La pandemia, los efectos económicos ya presentes y los que algunas organizaciones anuncian que vendrán fruto de la guerra de Ucrania, dejan un rastro de necesidades incontables. Cáritas es el nombre latino de este amor que estoy comentando: Ubi caritas vera, Deus ibi est, caritas vera, verdadero amor. El brazo de la Iglesia que se preocupa de los demás lleva el nombre del amor. Si hacemos presente el amor, ayudamos también a este brazo que quiere llegar a quienes sufren más la falta de recursos económicos.
Y todo esto nos lo deberíamos aplicarnos más que nadie los diáconos y los presbíteros. Seamos conscientes de a quién pretendemos representar en la vocación y la gracia recibida de Dios. No es poco el rememorar este Jueves Santo en cada eucaristía. ¿Hasta dónde debería llevarnos en nuestra vida de donación y servicio? Que nos pueda servir de guía la frase que también es una estrofa del canto:
Tememos y amamos al Dios viviente y con corazón sincero, también nosotros amémonos.
Esperar en el amor de Dios es el tercer movimiento para amar. La memoria y la voluntad presente y actual de amar nos proyectan más allá. Lo tenía claro Jesús según el evangelio de San Juan que hemos leído: Jesús sabía que había llegado su hora, la de pasar de este mundo al Padre y por eso dejó un mandamiento nuevo que mira al futuro, que mira a la Iglesia, la comunidad de sus hijos e hijas que creemos en un Dios y un Señor que nos espera al final de la historia, de la personal y de la colectiva, y que nos pide que celebremos esta eucaristía hasta que él vuelva. Pero mientras esperamos que vuelva, tenemos el derecho y el deber de esperar un mundo mejor, un mundo en el que como también cantaremos todavía:
Cesen las luchas malignas, cesen las discordias.
Pueda la Iglesia edificada en el amor verdadero, donde Dios está, convertirse en signo de esperanza de un cumplimiento definitivo, pero también de un Reino entre nosotros donde la guerra, la muerte absurda de los inocentes, los exilios, las condiciones de vida infrahumanas por tantos hombres y mujeres en Ucrania, pero también en tantos barrios y ciudades de nuestro país y de tantos otros lugares del mundo. Debemos apreciar la respuesta solidaria de tantas personas ante la última crisis como un signo de confianza y esperanza de que somos capaces de construir un mundo diferente. Ojalá que la Iglesia pudiera situarse junto a todos estos hombres y mujeres de buena voluntad. Así lo intuyó San Juan XXIII cuando dirigió su última encíclica Pacem in Terris, más allá de los límites de la comunidad católica y cristiana, cuya amplitud era una intuición profética y válida para un mundo en el que debemos amar más allá de identificaciones religiosas.
Recordar, vivir y esperar. Tres verbos y tres actitudes que unen pasado, presente y futuro para hacer presente que Donde hay verdadero amor, ahí está Dios. Que esta eucaristía nos abra a la alegría inmensa, a la alegría pura de quienes, junto con los santos, ven la faz gloriosa de Cristo.
Abadia de MontserratMissa de la Cena del Señor (14 de abril de 2022)
Homilía del P. Manel Gasch i Hurios, Abad de Montserrat (10 de abril de 2022)
Isaías 50:4-7 / Filipenses 2:6-11 / Lucas 22:14-23.56
Bien podríamos decir, queridas hermanas y hermanos, de la misa de hoy que es la celebración de los contrastes. En una sola liturgia de la Palabra, en el devenir del evangelio leído antes de la procesión, de las dos lecturas y de la lectura de la Pasión, hemos pasado de proclamar a Jesús como Mesías a dejarlo solo en un sepulcro. En la narración de la vida de Jesús de Nazaret encontramos a menudo este contraste, necesario para explicar algo difícil: ¿quién es Él? Las lecturas de hoy nos lo quieren decir en tres momentos:
El primer momento nos remite a Navidad. ¿A Navidad? ¿Hoy? Sí. Fijémonos en un detalle que sólo leemos este año, que la liturgia nos propone en la versión de San Lucas. Entre los gritos que acompañaron la entrada a Jerusalén, hemos escuchado: “Paz en el cielo y Gloria en las alturas”. ¿No os suena a Navidad? Sí. Es una frase muy parecida a la que decían los ángeles en el anuncio a los pastores: “Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra”. Jesús es la presencia absoluta de Dios en una persona humana, su Encarnación y éste es el mensaje de Navidad. Nada de lo que ocurrirá a partir de ahora puede hacernos olvidar ante quienes estamos realmente.
El segundo momento tiene un contexto más histórico. Explica la continuidad que existe entre este Jesús, en el que Dios que se ha hecho hombre, y el Mesías, el ungido, Cristo, el esperado de Israel, que entra en la ciudad real de Jerusalén, cumpliendo las profecías del Antiguo Testamento, como hemos recordado en este momento entrañable de la bendición de los ramos y de la procesión. Si le confesamos como Hijo de Dios lo confesamos también como Mesías. Un título más fácil de aceptar por sus contemporáneos, que estaban plenamente familiarizados con la figura de este Ungido, Hijo de David, que debía venir a salvar al pueblo.
El tercer momento es el de la gran ruptura. Jesús se separa de la identificación de sus contemporáneos con todo lo que esperaban del Mesías. Lo rompe y es aquí donde está la gran novedad. En su Pasión nos dice quién es. Nos dice que por el mismo título por el que es aclamado cuando entra en Jerusalén: Rey de los judíos, es crucificado y dejado solo en un sepulcro: a la espera, que es donde nos deja la liturgia de la Palabra de hoy: esperando.
¿Cómo es posible que un Dios y un Mesías acaben tan mal?
Precisamente porque Dios se revela en Jesucristo, una parte importante de su mensaje, de su evangelio, es proclamar que su mesianismo debe entenderse de manera diferente. No renunciamos a nada de su mesianidad, de su carácter absoluto como Hijo de Dios bajado y hecho hombre, como la segunda lectura nos presentaba, pero necesitamos reconocer al mismo tiempo, que, en el relato de la pasión, este Jesús nos transforma la idea de ser rey, la idea de poder, la propia idea de Dios.
Es un Dios y un Mesías que se deja torturar, sin ejército, con tan débiles seguidores, tan poco líder, diríamos hoy. Él nos enseña que nuestro Dios más que en títulos se hace totalmente presente en un hombre que destaca por tres virtudes:
la humildad, visible en tantos momentos de su vida;
la coherencia y la resistencia en la proclamación de su mensaje ante todos los demás poderes de este mundo, hasta la muerte si es necesario;
la comunión llena de misericordia con toda la debilidad humana que encontramos en tantos y tantos otros ejemplos del evangelio, y que hemos escuchado en el relato de la pasión de una manera especial en el ladrón crucificado a su lado y perdonado, en las mujeres de Jerusalén que lloran, e insuperablemente en su perdón desde la cruz a quienes le estaban crucificando.
¿Y a nosotros? ¿Qué nos enseña este contraste que nos hace capaces, en tanto que humanidad, un día proclamar a Jesús como Mesías, y al cabo de cinco días, crucificarlo? No nos engañemos: lo que hemos leído no es sólo una historia de aquel tiempo que debemos mirar desde lejos. Así como nosotros podemos pensar que nunca lo haríamos, que no seríamos capaces, también podría ser que todos los que le aclamaban el domingo, no imaginaran que gritarían: crucificarlo, crucificarlo, el viernes.
Poco vale decir que se confundían. Que pusieron las expectativas en una persona equivocada. Quizás algunos sí, pero no todos. No excusemos tan fácilmente nuestra capacidad de cambiar, de dejarnos arrastrar. Los dramas y los conflictos de todo tipo presentes en el mundo son una prueba irrefutable.
También el evangelio de la entrada en Jerusalén nos ha hablado de sus «adictos», por tanto, una parte de la aclamación no era a un personaje desconocido, sino a un predicador y profeta que ya había predicado un mensaje renovador. La actitud de los fariseos nos lo confirma. Ellos eran los verdaderamente asustados en aquella aclamación que consagraba una manera de comprender a Dios diferente a la suya. La petición de los fariseos a Jesús es otro detalle propio del evangelio de Lucas: diles a tus seguidores que se callen. La respuesta de Jesús le coloca nuevamente en su lugar absoluto: “si estos callaran, gritarían las piedras”. Si algo no se cuestiona es quién es él. Esto no depende en absoluto de lo griten o dejen de gritar los demás.
Esta idea la comprenderéis bien con un ejemplo (Esto, los escolanes lo entenderán muy bien). Hoy muchas personas se consideran importantes si tienen muchos seguidores, que tu fama dependa de tus fans, de tus likes, de tus suscriptores es propio de youtubers, de influencias, de telepredicadores y de tantos personajes de feria que nos invaden constantemente. Pero Jesús a pesar de ser un “influencer”, seguro que lo más importante de la historia, no depende ni siquiera de la opinión de sus seguidores. Le gusta tener seguidores, claro que sí, pero es libre incluso respecto a ellos. Jesús de Nazaret fundamenta todo su mensaje en su persona y su persona se fundamenta en Dios mismo. De lo contrario, sería imposible la propuesta de vida, cada día más contracultural que nos hace. A diferencia de tantos personajes no esconde el dolor que sufrió hasta el punto que le cantamos, como haréis en el ofertorio con la capella, con las palabras del profeta Jeremías: Oh vos omnes qui transitis per viam…, oh todos vosotros que camináis por el camino, paraos y mirad si hay un dolor parecido al dolor que me aflige. ¿Qué Dios ha sido capaz de decir algo así?
El domingo de Ramos es por su contraste entre grandeza y humildad, entre la gloria y la cruz, un toque de atención, queridos hermanos y hermanas, a nuestras contradicciones y ambigüedades y un llamamiento a estas actitudes básicas de Jesús que el relato de la Pasión nos va revelando, y entre las que os recordaba, la humildad, la coherencia y la misericordia.
A pesar de haber dicho que la liturgia de la Palabra nos dejaba en la puerta de un sepulcro esperando. Nuestra celebración no termina aquí. Sigue recordando al Jesús vencedor, presente en el pan y en el vino, los dones de la Pascua. Entremos en este misterio, más que nunca en este inicio de la Semana Santa
Abadia de MontserratDomingo de Ramos y de Pasión (10 de abril de 2022)
Homilía del P. Carles-Xavier Noriega, monje de Montserrat (3 de abril de 2022)
Isaías 43:16-21 / Filipenses 3:8-14 / Juan 8:1-11
El Evangelio de hoy presenta uno de los episodios más sugestivos de la vida pública de Jesús. Se ve obligado a intervenir en la condena de una mujer hallada en flagrante delito de adulterio. Los escribas y los fariseos, sintiéndose autorizados por la ley de Moisés, no piden la intervención de Jesús en nombre de la justicia; no piden su intervención para que les aclare cómo aplicar la ley en esta situación. Tampoco se interesan por el destino de la mujer, y mucho menos por enmendar cualquier error o equivocación. La mujer, en sus corazones, ya está juzgada y condenada con la peor de las sentencias: la lapidación. Así pues, la historia de esta pecadora tendrá la conclusión que merece.
Sin embargo, los escribas y fariseos ven en esta situación una nueva oportunidad. Creen haber encontrado la posibilidad de poner a Jesús en una situación difícil al preguntarle, con las piedras ya en la mano, qué hacer. Y Jesús responde adecuadamente a esta provocación.
La reacción del Maestro, ante la provocación de sus rivales, es sorprendente: no interroga a la mujer y no se bate en duelo con los escribas y fariseos. Sabe muy bien que no es la mujer pecadora la que está en el centro de la acusación y que todos los ojos están puestos en Él. Ella es sólo un señuelo. Él es el verdadero acusado. Todos esperan sus palabras para saber si traicionará a Moisés o las esperanzas del pueblo. Pero Jesús calla, no tiene prisa, no parece preocupado ni por la guerrilla religiosa que le rodea, ni por la multitud de curiosos que se agolpan por no perderse el espectáculo.
Sí, Jesús calla, mantiene las distancias, no se enzarza en una escaramuza teológica para ganar a sus adversarios con citas bíblicas. El maestro evita el duelo, no desafía, no provoca. Todas las miradas están puestas en Él, pero Jesús se agacha, se sienta, guarda silencio y escribe en el suelo algo que nadie podía leer.
Pero los acusadores no desisten e insisten en su pregunta. Entonces se incorpora y pronuncia unas palabras, que, sin duda, se encuentran entre las más importantes de la tradición evangélica y que todo el mundo que las ha escuchado no puede olvidar: «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra». Y el efecto es devastador, uno tras otro, empezando por los más ancianos hasta los más jóvenes, todos los acusadores acaban desfilando. Y quedan solos, la mujer, que se encontraba en el centro, y Jesús. Y es ahora cuando Jesús se encuentra realmente con la mujer, a la que mira frente a frente al tiempo que le pregunta: “¿Nadie te ha condenado?”.
La mujer había escapado del veredicto de sus jueces. Ahora se encuentra ante Jesús con su pobre humanidad, con su culpa y vergüenza. Pero Jesús la saca de su aprieto e inseguridad, no planteando en modo alguno el problema de la culpabilidad ni pronunciando contra la mujer palabra de acusación, sino refiriéndose únicamente a la conducta de los acusadores. En la respuesta de la mujer se percibe en cierto modo su alivio y liberación: “Nadie, Señor”. Y sigue la respuesta de Jesús que resuelve en sentido positivo toda la situación problemática de la mujer: «Yo tampoco te condeno».
¿No es fascinante este Jesús que no condena, no juzga, no reprende? El suyo es un amor que va por delante: no espera que la mujer se humille a sus pies y le pida perdón. No, no hay necesidad. El perdón le ha precedido. Precisamente este último punto es la gran sorpresa y, al mismo tiempo, el gran escándalo de este pasaje del Evangelio: Jesús la perdona independientemente del arrepentimiento o la intención de convertirse.
El perdón de Jesús es total y escandalosamente gratuito porque es la revelación en la historia del amor del Padre. Dios no ama porque el pecador se haya arrepentido, sino porque es su Padre. No es su conversión la que Lo hace misericordioso, sino que es su amor quien hace posible la conversión del pecador. El perdón de Dios no es la consecuencia del arrepentimiento, sino la posibilidad.
Y es que la actitud de Jesús es radicalmente exigente al anunciar su mensaje, pero increíblemente comprensivo al juzgar la actuación concreta de las personas. No importa cuál sea nuestro pecado, no importa lo lejos que hayamos caído, su mano siempre está extendida para cogernos y levantarnos.
Sólo quienes se descubren queridos con un amor totalmente gratuito se pueden arrepentir y cambiar de vida. El amor de Dios no se conquista, sino que se acoge. Y una vez recibido, tiene el poder de poner la vida boca abajo. Precisamente por eso Jesús le dice a la mujer: «Vete y desde ahora no peques más».
Hermanos y hermanas, Jesús no condena a nadie: no condena a la mujer, que ya ha reconocido su culpa, y la invita a cambiar de vida. Tampoco condena a los escribas y fariseos; la puerta de la salvación no está cerrada para ellos si saben reconocer la hipocresía de sus actos. No, Jesús no condena, pero sí espera una ruptura definitiva con el pecado.
Dios, que nos invita a la conversión, nos dé fuerzas para conseguirlo.
Abadia de MontserratDomingo V de Cuaresma (3 de abril de 2022)
Homilía del P. Efrem de Montellà, monje de Montserrat (27 de marzo de 2022)
Isaías 5:9a.10-12 / 2 Corintios 5:17-21 / Lucas 15:1-3.11-32
Las lecturas y música de hoy tienen como tema central el perdón. San Pablo le dedica toda una sección de su segunda carta a los Corintios. Les decía que su ministerio tenía por finalidad que los cristianos se reconciliaran con Dios, y explicaba también que la venida de Cristo había marcado un antes y un después: «Lo viejo ha pasado, [decía,] ha comenzado lo nuevo», en el que Dios «nos ha reconciliado consigo por medio de Cristo». Es decir: con la venida de Cristo Dios había perdonado al mundo sus pecados, y, por tanto, ahora tocaba a los Corintios el reconciliarse con Dios. Y no sólo los Corintios: cada cristiano, como templo de Dios que está en medio de la humanidad, debería tener el deseo de reconciliarse con Dios. El evangelio, por su parte, nos daba también una lección sobre el perdón con la parábola del hijo pródigo, un texto que nos emociona cada vez que lo leemos: un padre que tiene un hijo al que adelanta el dinero de la herencia, y éste, lo desperdicia. Pero a pesar de ese error tan grave, ante la petición de perdón del hijo, le perdona y lo acoge. Y le perdona doblemente: por lo que ha hecho, y por la impureza ritual en la que había caído. Es una imagen viva del perdón. Perdonar viene del prefijo latino per- y del verbo donare; es decir: dar completamente, olvidar una falta, liberar de una deuda. En otras palabras, cancelar la deuda. Y Jesús predicó con el ejemplo: recordemos que responde que las ofensas que nos hagan deben perdonarse «setenta veces siete» (Cf. Mt 18,22), y también nos cuentan cómo Jesús perdonó a sus verdugos. Perdonar, pues, es un elemento esencial del cristianismo, puesto que no se puede amar sin perdonar.
Y la liturgia nos habla de perdón justamente en este cuarto domingo de Cuaresma, que popularmente llamamos el domingo laetare. El nombre de laetare viene de la primera palabra del canto de entrada en latín: Alegraos, cantábamos. Decíamos al principio que la música de hoy también nos habla de perdón, y concretamente, de la alegría que el perdón nos reporta. Al principio de la Misa, con las palabras del profeta Isaías se nos invitaba a tener ese sentimiento de alegría con Jerusalén, de donde debía salir la salvación de los pueblos. También el canto de comunión, que cantaremos dentro de poco, subraya las palabras del evangelio que nos recuerdan la alegría que reporta el perdón: «Hijo, […] debemos alegrarnos […] porque este hermano tuyo, que ya dábamos por muerte, ha vuelto vivo; ya lo dábamos por perdido y lo hemos reencontrado». Y aún, el motete que cantará la Escolanía en el ofertorio, ha sido seleccionado en la misma línea: Vivo ego, dicit Dominus; nolo mortem peccatoris, sed ut magis convertatur et vivat: son las palabras que dice el Señor en el libro del profeta Ezequiel: «Yo, el Señor Dios, afirmo, tan cierto como vivo, que no deseo la muerte del malvado. Lo que yo quiero es que abandone su mal camino y que viva» (Cf. Ez 33, 11). Es decir: Dios está vivo y quiere que vivamos, y por eso nos perdona. Y también por ese motivo la música de la celebración de hoy pretende acercarnos a esta alegría.
Todos hemos -y nos han hecho- alguna vez algo que no ha estado bien. Y todos tenemos necesidad de recibir el perdón y perdonar. De hecho, y más allá del texto bíblico, todos hemos podido experimentar que el perdón acelera el olvido y ayuda a superar los episodios negativos, mientras que si no perdonamos corremos el riesgo de tener obsesiones y traumas, puesto que el elemento negativo que sea puede convertirse fácilmente en el foco de nuestra atención, y el objetivo de nuestra vida puede convertirse en la búsqueda de una futura o hipotética reparación o incluso venganza. Y estos días que vemos cómo las tensiones llevadas al extremo terminan en conflictos y en último término en guerras, debemos hacernos más conscientes de la importancia del perdón que el Señor nos propone este domingo, porque no hay paz sin perdón. Quizás por eso, cuando el Señor nos enseñó a rezar, nos pidió que dijéramos “perdona nuestras culpas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores”, porque para amar debemos saber pedir perdón, y darlo también nosotros. Hemos empezado la Misa pedido perdón a Dios por las pequeñas faltas, y también tenemos el sacramento de la reconciliación por si hacemos faltas mayores. El objetivo final es devolver a Dios, a ese Dios que como introducía el evangelio no le importa sentarse a la mesa con pecadores, porque su objetivo no es castigarnos, sino recuperarnos. El indicador de llegar siempre será la alegría y la paz.
Abadia de MontserratDomingo IV de Cuaresma (27 de marzo de 2022)
Homilía del P. Manel Gasch i Hurios, Abad de Montserrat (21 de marzo de 2022)
Génesis 12:1-4 / Filipenses 4:4-9 / Juan 17:20-26
¿Es bueno, queridos hermanos y hermanas, y monaguillos tener éxito en la vida? Negarlo sería realmente colocarse muy a contracorriente de un mundo que nos motiva constantemente a tenerlo. Un mundo que nos dice coloquialmente: ¡Has triunfado! Cuando algo nos ha salido especialmente bien. No sería normal que en vez de apoyar esta actitud pensáramos que es mejor fracasar. El problema es seguramente lo que creemos que es nuestro éxito, nuestro triunfo. ¿Es ganar uno de estos concursos tipo “operación triunfo” o “Gran hermano”? ¿Es conseguir jugar en uno de los mejores equipos deportivos o ser como una estrella de la música? Muchos en nuestro mundo considerarían que todo esto es lo máximo del éxito, y que más que eso es imposible. Entonces, por qué tantas personas que triunfan de esta forma muchas veces no son felices. ¿Por qué algunas aparecen públicamente algún tiempo después de haber logrado ese éxito y no tienen nada que ver con esos triunfadores tan admirados en su día?
He empezado esta homilía con estas palabras porque encontramos en la liturgia de hoy a tres personajes que también tuvieron éxito. ¡Un poco diferente de los ejemplos que he puesto! No sólo lo tuvieron, sino que de alguna manera todavía lo tienen hoy, ya que les recordamos, leemos y pensamos que lo que hicieron sigue siendo importante, a pesar de haber pasado un tiempo casi incontable.
¿Abraham tuvo éxito? Quién puede dudarlo, es el padre de tres religiones muy importantes del mundo: el judaísmo, el islam y el cristianismo. Pero Abraham vivió mucho tiempo de su vida muy lejos de sentirse una persona que triunfa. Le faltaba algo tan importante en su cultura como tener hijos y también carecía del objetivo que se había propuesto, obedeciendo la voz de Dios, cuando dejó su tierra: tener un lugar estable donde vivir. Sin embargo, tenía fe, creía en Dios y no abandonó sus objetivos. Fracasar viene de una palabra latina que significa romperse. Un fracasado es alguien quebrado, alguien que ya no puede conseguir sus objetivos porque se ha roto. Abraham nunca llegó a romperse, sino que acabó recibiendo la promesa que tendría incluso de lo que carecía: tierras e hijos e hijas. Gracias a su confianza, tuvo uno de los mayores logros que se pueden tener en la vida: que tu nombre esté asociado al bien, a la buena suerte, a que todos los demás también les vayan bien las cosas cuando te recuerden. Esto significa que tu nombre sirva para bendecir. Permitidme añadir todavía una cosa. En vida, Abraham gozó muy poco de su éxito: de esta gran descendencia prometida sólo pudo ver a dos hijos y es que a veces, como ha pasado por ejemplo a muchos artistas, la fama y el éxito te llegan después de muerte.
En la segunda lectura, encontramos el segundo triunfador de la liturgia de hoy: San Pablo. Alguien que pueda decir: Pon en práctica lo que de mí ha aprendido y recibido, visto y oído. Y el Dios de la paz estará con vosotros, es alguien que seguramente se siente muy seguro de la vida y de todo lo que quiere decir y comunicar y exhorta a sus seguidores a imitarle. Yo nunca me atrevería a decir algo parecido, decir que si alguien me imita obtendrá la paz de Dios, pero claro: yo no soy San Pablo. Él no llegó aquí por casualidad, sino después de haber vivido, de haber cambiado profundamente lo que creía, es decir, de haberse convertido a Jesucristo, de eso tan cuaresmal y de haber reflexionado y escrito tanto, que todavía hoy no deja de inspirarnos y de ser leído en millones y millones de celebraciones en todo el mundo, casi todos los domingos, sino todos los días. Y su éxito fue ver crecer a la Iglesia. Ver que muchos le escuchaban y se convertían como él a la fe en Jesús. Un éxito que no le ahorró morir mártir, que le asesinaran por su fe.
El tercer personaje de hoy no sale en las lecturas, pero es precisamente el santo que conmemoramos. Nuestro padre San Benito. También tuvo éxito, aunque los doce monasterios que fundó y la influencia de la Regla que él pudo constatar mientras vivía, nada tienen que ver con la importancia que ha tenido su magisterio para tantos miles de monjes durante los quince siglos posteriores. El éxito de San Benito también se fundamenta en haber seguido profundamente las intuiciones de su corazón. De haber hecho en la vida lo que sintió que Dios le pedía hacer. Y esto lo hizo un día tras otro. El éxito a veces, me parece a mí, no es un momento de gloria y admiración, sino poder mirar tu vida y sentirte tranquilo. Y, sobre todo, que lo que haces pueda inspirar a alguien.
Muchos se habrán fijado a menudo que al final de la carretera que llega a Montserrat hay una columna de piedra con la inscripción Pax vobis (la paz sea con vosotros). Algunos monjes tienen todavía la costumbre de poner al principio de las cartas que escriben la palabra Pau, o pax en latín. Es hermoso que se nos asocie con la paz. Hoy, fiesta del tránsito de San Benito, es un buen día para los monjes benedictinos y para todos los que siguen y se inspiran en la espiritualidad de la Regla, muy especialmente los oblatos, para seguir viviendo la vida como un camino propuesto a aquel que busca la paz, y la primera paz a buscar es la del propio corazón, la que a través de la humildad nos reconcilia con nosotros mismos y nos hace así más capaces de relacionarnos con los demás. No dudo que éste es un reto que compartimos todos los monjes y que quizás nos dé un cierto éxito, una plenitud en nuestra vida. Pero reclamarnos hombres de paz también debe hacernos hombres de oración por la paz. Llevamos casi un mes en guerra en Europa. La semana pasada pudimos acoger a cuatro mujeres y dos niñas y un niño ucranianos: estos se llamaban Slata, Maria y Max, que pasaron una noche en Montserrat camino de sus lugares de acogida. Eran de la misma edad que vosotros, escolanes. Os digo que costaba comprender cómo era posible que aquella gente hubieran tenido que huir de las bombas. Os lo digo de una manera tan concreta para pediros también a vosotros que nos unimos para orar por la paz, hoy en la fiesta de Sant Benet. Quizás cuando le cantáis a la Virgen María a la Salve, Illos tuos misericordes oculos ad nos converte, podéis pensar en toda la gente que no tiene paz.
Ojalá nuestro éxito en la vida pueda ser el de quienes promueven la paz y el entendimiento, porque esto es lo que Dios quiere para la humanidad y lo que Jesucristo nos pidió que hiciéramos y así podamos todos, viviendo así, inspirar también a otros una vida de bondad, de cariño y de sabiduría, una vida de comunión con Dios y con los demás como nos pedía el evangelio de hoy.
Abadia de MontserratFiesta del Tránsito de Sant Benito (21 de marzo de 2022)
Homilía del P. Emili Solano, monje de Montserrat (20 de marzo de 2022)
Éxodo 3:1-8a / 1 Corintios 10:1-6.10-12 / Lucas 13:1-9
Estimados hermanos.
En el evangelio de hoy, le explican a Jesús la noticia trágica de unos galileos asesinados por orden de Pilato, gobernador romano de Judea. Eran los galileos gente que toleraban mal el yugo de los romanos. Pilato supo que unos galileos habían promovido un revuelo en el mismo templo mientras estaban allí ofreciendo sacrificios. Y dispone la brutal represión de la policía romana. Jesús está informado de la actualidad de su tiempo, pero sin dejarse arrastrar por ella. Ante este suceso, por lamentable que pudiera ser para la conciencia nacional de los judíos, Jesús considera que aquello no era lo “verdaderamente real”. Jesús se coloca en una perspectiva más elevada, diríamos, de eternidad. Es el equilibrio de estar en el mundo sin ser del mundo. Quizás así podamos entender la dureza de la frase que Jesús ha repetido dos veces: Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera. No se trata tanto de una amenaza como del interés de Jesús por la salud, para la salvación de nuestra alma. Nos está invitando a la conversión, a la penitencia.
La Cuaresma está, entre otras cosas, para animarnos a dar un paso atrás y contemplar lo que ocurre desde la perspectiva de la eternidad. Por tanto, lo que contemplamos en Cuaresma es la última realidad. No para desvincularnos de lo que ocurre a nuestro alrededor, en absoluto. Sino por encuadrarlo en esta realidad última. Fácilmente vivimos inmersos en una catarata de noticias como espectadores que contemplaran un cuadro impresionista tan de cerca que sólo vieran manchas sin sentido alguno. La Cuaresma nos llama a escapar por un tiempo de este revuelo cambiante y pasajero y contemplar las verdades últimas, las esenciales, las que no cambian, las que constituyen nuestro destino y la razón de todo lo demás. El Evangelio de hoy nos invita a recordar, en medio del trasiego de las crisis y las alarmas, de la presente y alarmante actualidad, que Cristo es el Señor de la Historia. Un señor de misericordia que tiene paciencia y deja al hombre, a todos nosotros, un tiempo para la conversión.
De ahí surge la conciencia de que nuestra vida personal, en algún aspecto, no puede considerarse justa, que debemos cambiar algo. En la Cuaresma, Dios nos invita a cada uno de nosotros a dar un cambio de rumbo a nuestra existencia, pensando y viviendo según el Evangelio, corrigiendo algunas cosas en nuestra forma de orar, de actuar, de trabajar y en las relaciones con los demás. Jesús nos sugiere estas cosas, no con una severidad sin motivo, sino precisamente porque está preocupado por nuestro bien, nuestra felicidad, nuestra salvación.
Por nuestra parte, debemos responder con un esfuerzo interior sincero, pidiéndole que nos haga entender en qué puntos en particular debemos convertirnos. No es un camino complicado, es dejarse querer por Dios y responder a ese amor con nuestra vida. Por eso la conversión no depende de nuestras cualidades, ni de nuestro voluntarismo, sino de darse cuenta del gran amor con el que se nos ama.
Recemos al Inmaculado Corazón de María santísima, que nos acompaña en el itinerario cuaresmal, para que ayude a cada cristiano a volver al Señor de todo corazón. Que sostenga nuestra decisión firme de renunciar al mal y de aceptar con fe la voluntad de Dios en nuestra vida.
Abadia de MontserratDomingo III de Cuaresma (20 de marzo de 2022)
Homilía del P. Valentí Tenas, monje de Montserrat (13 de marzo de 2022)
Génesis 15:5-12.17-18 / Filipenses 3:17-4:1 / Lucas 9:28b-36
Estimados hermanos y hermanas:
Este segundo domingo de Cuaresma nos es un llamamiento a la conversión y a un seguimiento más intenso y más firme de seguir a Jesucristo, nuestro Salvador. Jesús, que tenía una gran predilección por las montañas, por contemplar el Sol que viene del cielo. Aquí, en Montserrat, cada día, las grandes salidas de Sol son siempre diversas y espléndidas, y las más discretas puestas de Sol entre las montañas siempre son de postal. Maravillas, que, día tras día, son irrepetibles, únicas y distintas. Como decía el Padre Basili Girbau, último monje ermitaño de Montserrat: «De película y gratis».
Entre las diversas montañas del Nuevo Testamento encontramos la de las Bienaventuranzas, la montaña de las Tentaciones o de la Cuarentena del pasado domingo en Jericó. La montaña de los Olivos, el gran macizo del Hermon en Cesarea de Filipo, la cordillera de Jerusalén y la montaña de hoy, el Tabor, que domina toda la llanura Jezrael. En su cima (590 metros) se encuentra la gran Basílica de la Transfiguración y los restos de un Monasterio Benedictino antiquísimo (s. VII).
En el Evangelio que hoy hemos escuchado al Señor que invita a subir y a rezar en la montaña a tres de sus discípulos de mayor confianza: San Pedro y los Hijos de Zebedeo, Santiago el Mayor y su hermano Juan, el discípulo amado. San Pablo los reconoce como columnas de la Iglesia (Gal 2:9) y son los mismos que velarán en el huerto de Getsemaní en la noche de su Pasión (Mt.26: 36ss.).
Jesús subió a la montaña para rezar y fue en oración que se volvió su vestido blanco como la nieve, y su rostro resplandeciente y luminoso como “Aquel Sol que viene del Cielo”. La Transfiguración nos invita a contemplar, en adelante, la Gloria y la Majestad de Jesús Resucitado Viviente y Glorioso para siempre. Él es nuestro Redentor y nuestra Salvación. Como nos dice San Pablo, en la segunda lectura de hoy: «Jesucristo, el Señor, transformará nuestro pobre cuerpo para configurarlo en su cuerpo glorioso» (Fl.3.17ss).
Nuestra vida terrenal es como una montaña muy alta, que hay que coronarla… Que no significa allanarla, que no quiere decir destruirla, porque nuestra vida humana tiene siempre mucho VALOR, desde el primer momento hasta el final. A medida que vivimos, en el día a día, nos transformamos físicamente con el paso de los años. Un paso del tiempo a lo largo del cual no hay que desfallecer en el camino de subida, de la vida creciente. Debemos tener los ojos renovados para contemplar como un niño, un niño, la salida del Sol que siempre es gratis, diferente y esplendorosa. Necesitamos ahora, más que nunca, en este tiempo de guerra y de pandemia, subir de nuevo a la montaña de la vida con más Amor y salir de la Ciudad, de la Tierra Baja, de nuestro personalismo, de nuestro Yo y del nuestro Tener… Preguntarnos ahora, sinceramente: en nuestro corazón, ¿hay lugar para hacer una pequeña Transfiguración, -Configuración con Jesús, ahora y aquí? Pero, con sinceridad, vivimos demasiado acelerados. Demasiado estresados. Las redes sociales piden movimiento, rapidez, fotos, tuits y mensajes. Si interactúas existes; sino, no eres nada. ¿Somos realmente felices con tanta tecnología? La conversión, seguir a Jesús, es como escalar una montaña alta, que supone mucho esfuerzo subirla, pero, sí, ahora más que nunca, vale la pena construir una casa en la cima, para estar cerca de Dios y rezar con Él, Moisés y Elías, que son testimonios vivos que conversan y hablan con Jesús, representan la Ley y los Profetas, son la Palabra de Dios hecha letra y norma de Vida.
La Teofanía, la Voz del Padre, de la nube, es como en el bautismo de Jesús en el río Jordán (Lc.3:21ss) o en la montaña Santa del Sinaí, es una Manifestación que ratifica la Palabra Dios: “Este es mi Hijo, mi elegido; escuchadlo”. San Benito dice a los monjes: “Escucha, hijo, las prescripciones del Maestro, inclina el oído de tu Corazón” (Prólogo a la suya de Regla).
Cada uno de nosotros debe valorar, dentro de su Corazón, si permanece demasiado en el valle, sin nunca subir a la montaña, y no ver nunca la salida del Sol que viene del Cielo, o bien, si permanece siempre arriba, en la cima, como quería San Pedro. Nosotros hoy nos encontramos en lo alto de la Montaña de Montserrat, celebrando la Eucaristía. Sobre la cima del Altar, Cristo estará presente en su Cuerpo y su Sangre, Transfigurado para todos nosotros cristianos. Digamos como San Pedro: “Maestro, que bien estamos aquí arriba”, bajo los pies de Santa María.
Abadia de MontserratDomingo II de Cuaresma (13 de marzo de 2022)
Homilía del P. Bernat Juliol, Prior de Montserrat (6 de marzo de 2022)
Deuteronomio 26:4-10 / Romanos 10:8-13 / Lucas 4:1-13
Queridos hermanos y hermanas en la fe:
La semana pasada, con la celebración del Miércoles de Ceniza, iniciamos una nueva Cuaresma. Un período de cuarenta días en que Dios nos llama a la conversión y con el que nos preparamos para la celebración de la Pascua de la Resurrección de Cristo. La Cuaresma es imagen tanto de los cuarenta años de travesía del desierto por parte del pueblo judío, como de los cuarenta días en los que Jesús estuvo en el desierto y fue tentado por el diablo.
La primera lectura, correspondiente al libro del Deuteronomio, nos evoca la fuga de Egipto por parte de los israelitas. El pueblo de Israel vivía oprimido y esclavizado hasta que un hombre, Moisés, fue capaz de liberarlo, de cruzar el Mar Rojo y de conducirlo durante cuarenta años por el desierto camino de la Tierra prometida que mana leche y miel. Allí en el desierto, el pueblo tuvo que sufrir pruebas y tribulaciones, pero la ayuda de Dios nunca les faltó.
La lectura del evangelio según san Lucas que nos ha sido proclamada, nos evoca la segunda prefiguración de la Cuaresma: las tentaciones de Jesús en el desierto después de su bautismo. Allí, en el desierto, Jesús fue tentado por el diablo durante cuarenta días. Sin embargo, Jesús resultó triunfante de las maquinaciones del enemigo y, tras superar las dificultades, fue servido por los ángeles.
De acuerdo con lo dicho hasta ahora, podemos decir que la Cuaresma queda configurada por cuatro elementos: el desierto, la prueba, la conversión y el triunfo.
El desierto. Tanto los israelitas al salir de Egipto, como Jesús después del bautismo del Jordán, se van al desierto. El desierto puede evocarnos una cierta desesperación, pero la verdad es que se convierte en el lugar propicio para la reflexión. En el desierto no podemos llevarnos cosas superfluas, sólo lo estrictamente necesario. Si no lo hacemos así, el peso de la mochila nos va a impedir avanzar. Es por eso que la Cuaresma debe servirnos para revisar los fundamentos de nuestra vida, aquello sin lo cual nuestra existencia no tiene sentido.
La prueba. En el desierto se encuentran las pruebas. Los israelitas tuvieron que poner a prueba, una y otra vez, su confianza en el Señor. ¿Por qué –se preguntaban– el Señor les había conducido a los sufrimientos del desierto? ¿Era ésta la libertad prometida? Igualmente, Jesús, el Hijo de Dios, se vio tentado por el diablo. Nuestra vida, y nuestra vida como cristianos, no siempre es fácil. Las dificultades de todo tipo están a la orden del día. Desde hace dos semanas estamos presenciando en Ucrania una guerra fratricida y totalmente injusta, que también puede hacernos preguntar: ¿por qué Dios permite todo esto? En medio del desierto no oímos la voz Dios.
La conversión. Pero a pesar de todo, Dios está; Dios nunca nos abandona. Pero debemos convertirnos y perseverar. Quien persevere hasta el fin se salvará, nos dice el Señor. Aquí está uno de los puntos centrales de la Cuaresma: la conversión. Nunca oiremos la voz de Dios si no somos capaces de mirar hacia donde está él. Dios pasa por nuestras vidas, no podemos tener ninguna duda. El problema no es que ocurra o no pase, sino que el problema es si somos capaces de reconocerlo cuando ocurre. Debemos convertirnos para saber mirar al mundo no sólo con la mirada natural sino con los ojos de la fe.
El triunfo. La experiencia del desierto del pueblo judío termina con la llegada a la Tierra prometida, esa tierra que Dios había prometido a Abraham y que sería donde el pueblo se haría más numeroso que los granos de arena del mar o que las estrellas del cielo. Por otra parte, las tentaciones de Jesús en el desierto también terminan con el triunfo del Señor. Después de que Jesús no cayó en ninguna de las trampas, el diablo agotó las diversas tentaciones y se alejó del Señor.
El camino que Jesús nos propone es un camino que nos lleva hacia la cruz, sí, pero no se detiene aquí, sino que llega hasta la victoria final de la resurrección. El desierto, las pruebas y la conversión no son instrumentos espirituales que nos conducen a la cruz, sino que la traspasan. Nuestro camino como cristianos no nos lleva a la oscuridad sino a la luz. La última palabra nunca la tienen la oscuridad, la muerte o la cruz, sino que siempre la tienen y la tendrán la luz, la vida y la resurrección.
Hermanos y hermanas, el libro del Deuteronomio nos hablaba de una cesta con las primicias de los frutos de la tierra. La Eucaristía que estamos celebrando es esta cesta de los frutos de vida eterna que estamos buscando. Que el pan y el vino nos sean alimento en este camino cuaresmal.
Abadia de MontserratDomingo I de Cuaresma (6 de marzo de 2022)
Homilía del Cardenal Cristóbal López, Arzobispo de Rabat (5 de marzo de 2022)
Isaïes 58:9b-14 / Lluc 5:27-32
En este tiempo de Cuaresma, la Palabra de Dios se dirige a nosotros como se dirigió a Leví, que después fue el apóstol Mateo. Jesús nos dice también a nosotros: «Sígueme». Y a nosotros nos toca hacer las tres cosas que hizo Mateo: dejarlo todo, levantarnos y seguirle. Este llamamiento y esta respuesta es para todos, aunque cada uno deba vivirlos de acuerdo con su situación personal. Muchos de los que estamos aquí lo hemos hecho en la vida religiosa, pero otros lo han hecho en el matrimonio y en la familia.
Todos somos invitados a dejarlo todo, como quien encuentra un tesoro en un campo y lo vende todo para quedarse con el campo. Todos estamos llamados a levantarnos: sí, a levantarnos de nuestra mediocridad, de nuestra postración y de nuestro desánimo, a levantarnos de nuestra comodidad y de nuestro egoísmo. Levantarse es resucitar, es vivir de nuevo, y vivir en plenitud. Todos estamos llamados a seguir a Jesús. Y seguirle implica imitarle, vivir como Él, identificarnos con él, amarle.
Hoy Jesús, a través del profeta Isaías, nos arroja un desafío muy concreto y nos dice:
“Cuando destierres de ti la opresión, el gesto amenazador y la maledicencia, cuando partas tu pan con el hambriento y satisfagas el hambre del indigente, se llenará de luz tu oscuridad, y tu atardecer será claro como el mediodía”. En este mundo donde desgraciadamente la violencia y la guerra, la opresión y las amenazas, el hambre y la pobreza están demasiado presentes, el Señor nos pide que reaccionemos, que hagamos algo: partir el pan con el hambriento, desterrar de nosotros el gesto amenazante y la maledicencia.
La Cuaresma es tiempo de conversión. La Palabra de Dios nos da hoy pautas concretas para convertirnos. ¿Cómo debemos hacerlo para que nuestra luz brille en las tinieblas y nuestra oscuridad se vuelva mediodía?
Podemos entenderlo con una pequeña historia. Un hombre sabio, que tenía muchos discípulos, quiso transmitirles una enseñanza poniéndoles la siguiente cuestión: ¿Cuándo se puede decir que la noche ya ha terminado y el día ya ha comenzado? ¿Cuál es la línea divisoria entre la noche y el día? Un primer discípulo aventuró una respuesta diciendo: Cuando de lejos veo un árbol, y puedo distinguir si se trata de un manzano o de una higuera, significa que ya es de día. El maestro no dio la respuesta por válida.
Otro joven se lanzó diciendo: Cuando de lejos veo a un animal de cuatro patas y puedo distinguir si se trata de un burro o de un caballo, entonces podemos considerar que ya es de día y que la noche ya ha terminado. Tampoco el profesor validó la respuesta. Dinos, pues, oh sabio, ¿cuál es la buena respuesta? Cuando de lejos ves venir hacia ti un ser humano y no descubres a un hermano y no lo recibes como tal, es de noche en tu corazón, aunque el reloj marque mediodía y el sol brille en todo su esplendor. Pero si reconoces en todo aquél que se te acerca a un hermano, entonces el día ya ha empezado en tu vida, aunque sea medianoche.
El camino para que el día de la felicidad reine en nosotros y en toda la humanidad, es el camino de la fraternidad universal. Todos hermanos, hijos de un mismo Padre que es Dios, hacemos del mundo una sola familia donde Jesús sea nuestro hermano mayor, nuestro Señor, nuestro Salvador.
Yo os deseo a todos un buen camino cuaresmal, pero os deseo aún más una Pascua de Resurrección que sea de verdad Pascua de paz, de fraternidad y de amor.
Abadia de MontserratSábado después de ceniza (5 de marzo de 2022)
Homilía del P. Manel Gasch i Hurios, Abad de Montserrat (2 de marzo de 2022)
Joel 2:12-18 / 2 Corintios 5:20-6:2 / Mateo 6:1-6.16-18
Convertíos. Ésta es la palabra que escuchamos por encima de todas las demás en la liturgia de hoy. Convertíos con todo tu corazón, convertíos al Señor, convertíos y creed en el Evangelio, por citar sólo aquellas que literalmente contienen el verbo convertir porque la idea todavía aparece más veces.
Convertir en su significado más normal significa transformar una cosa en otra, darle la vuelta. Su significado más antiguo y básico sería cambiar. Este es el grito del miércoles de Ceniza, éste es el grito de toda la Cuaresma: ¡cambiad! Transformaos, giraos. Para que todos estos verbos tengan sentido necesitamos evidentemente saber de qué a qué debemos cambiar. Éste es en el fondo, el camino que debemos recorrer durante todas estas semanas, quizás durante toda nuestra vida de creyentes: tomar conciencia de dónde estamos y adónde vamos. No avanzaremos sólo en este itinerario. Sabemos que caminamos siempre bajo la mirada de Dios. En el evangelio, hemos escuchado cuatro veces el verbo ver, mirar, dos referidas a Dios y dos referidas a la gente. Permítanme que utilice la imagen de esta mirada para explicarme.
Para averiguar de dónde somos y adónde vamos necesitamos primero una mirada sobre nosotros mismos. La liturgia de hoy no es muy optimista. Pone de relieve más bien toda la oscuridad, todo el pecado, todo lo que no hacemos bien y nos invita a ser conscientes de ello, ya que éste es el primer paso para transformarlo. Esto lo digo pensando sobre todo en los escolanes: hace años, antes de que nacierais vosotros, un predicador hizo una homilía un miércoles de Ceniza y habló mucho de ordenadores, de sistemas operativos y de informática. Durante algunos años, a este predicador que no es ningún monje de nuestra comunidad pero que viene de vez en cuando, los escolanes le decían el antivirus, porque de su homilía del miércoles de Ceniza, que queda claro que escuchasteis muy atentamente, recordasteis esta idea. No escuché la homilía porque ese año yo estaba en Roma, y no sé si repetiré lo que él dijo, pero en todo caso me ha parecido que podéis entender bien qué es la cuaresma con este ejemplo. Cuando nos miramos a nosotros mismos -es como si miráramos nuestro ordenador, nuestro ipad, el móvil y viéramos que no funciona perfectamente. ¿Quizás un virus, quizás alguna aplicación no actualizada? Primero debemos pasar uno de esos programas que te dicen que lo limpian y luego seguramente deberemos instalar un antivirus o descargarnos algunas actualizaciones. Esto es lo que quiere Dios. Que miremos qué no funciona, es decir dónde estamos, y a base de algunas prácticas, la oración, la ayuda a los demás y renunciar a algunas cosas que nos gustan, que tendrán que hacer de antivirus, intentamos ser mejores, intentamos ir hacia donde Dios quiere que vayamos. Es decir que nuestro ordenador funcione perfectamente, que nosotros como personas, también amemos y trabajemos por los demás al cien por cien. Ya os aviso que todo esto a veces es más lento que simplemente instalarse un programa o descargarse una aplicación. ¡Quienes no sois escolanes, estoy seguro de que también lo habéis entendido perfectamente!
La ceniza en la cabeza era un signo de estar de luto. De estar tristes. Nos la ponemos hoy en este sentido de mirarnos a nosotros mismos y reconocer que no podemos estar del todo satisfechos con nosotros mismos y que necesitamos transformarnos en el camino del Evangelio, que es el camino señalado por Jesús y por todas sus enseñanzas.
Esta mirada individual es la que domina más hoy, ya que cada uno es responsable de su vida y de sus acciones y la llamada que oímos hoy va muy dirigida a cada uno en concreto, de una manera muy personal. Pero también existe una mirada colectiva. Todos somos solidarios. La Guerra de Ucrania, por su proximidad, nos hace realmente reflexionar sobre la humanidad, sobre cómo es posible todo esto que hemos visto y escuchado estos días. Si miramos, ya no a nosotros mismos, sino con una mirada colectiva a Europa y al mundo, no nos gusta dónde estamos, no nos gusta nada. Naturalmente no nos gusta la invasión, y tampoco vemos tan clara tan limpia y tan libre de intereses las respuestas. ¿Nos queda claro que las personas y las vidas son lo más importante? Aquí es donde deberíamos ir y no es ciertamente dónde estamos. El Papa Francisco ha llamado a solidarizarnos todos por la paz, con las prácticas cuaresmales de siempre: la oración, el ayuno y la ayuda. Los sacerdotes de la primera lectura lloraban entre el vestíbulo y el altar, como cantaremos ahora en el motete del ofertorio: Inter vestibulum et altare plorabunt sacerdotes…, ¿por qué lloraban? Por el pueblo, por el mundo. Qué buen ejemplo para nosotros. La situación de Ucrania puede ser un toque de atención a tantas otras situaciones mundiales donde las personas no están en el centro. Llorar es el fruto de ver dónde estamos con preocupación, pero de ahí debe venir la fuerza de conformarnos, no el mundo tal y como está, sino querer cambiarlo, darle la vuelta incluso. Nuestra transformación colectiva debería ir en esa dirección, poner a los seres humanos y la preservación de la tierra en el centro.
¿Cómo debe ser esa mirada individual y colectiva? Deberíamos mirar cómo mira Dios. Dios no mira ni se queda dónde estamos, Dios mira adónde vamos. Mejor aún: Dios ve allá donde podemos llegar. Dios es benigno y entrañable, lento para el castigo, rico en el amor. Dios abre siempre la perspectiva de un futuro mejor. Y además esa mirada de Dios es auténtica como nos dice el Evangelio. Ve la realidad de nuestros corazones. No mira cómo mira la gente. Dios nos dice muy claramente que esta transformación a la que nos invita cada Cuaresma no es para exhibirla, es para que sea real, en el corazón y en la vida de cada uno y de todos. Pongámonos a ello con toda la sinceridad.
Abadia de MontserratMiércoles de ceniza (2 de marzo de 2022)
Homilía del P. Josep-Enric Parellada, monje de Montserrat (27 de febrero de 2022)
Sirácida 27:4-7 / 1 Corintios 15:54-58 / Lucas 6:39-45
Estimados hermanos y hermanas,
El texto del evangelio que nos acaba de proclamar el diácono es la continuación del fragmento que leímos el pasado domingo. Si lo recordáis, Jesús explicitaba que el alcance del amor llega hasta amar a los enemigos, al tiempo que espoleaba a sus discípulos a ser compasivos como lo es el Padre del cielo, ya que el juicio de Dios será en función de la medida que cada uno haya hecho a sus hermanos.
El texto de hoy, en cambio, no contiene, como en otras ocasiones, ninguna alusión ni a la fidelidad espiritual ni a la recompensa o el juicio en el mundo futuro. Se trata de un texto empapado de sensibilidad humana, de experiencia vivida, de valoración «desde el corazón». Un texto que nos hace dar cuenta de que, en nuestra historia, tanto la personal, como la colectiva, el corazón, y el amor que se deriva, es el único espacio, el único lugar desde el que podemos hacer la experiencia de nuestra filiación divina y nuestra experiencia de fraternidad.
Siguiendo los tres apartados del texto: el ciego que es guiado por otro ciego, la astilla y la viga y el árbol que da buenos o malos frutos, hay tres palabras que nos pueden guiar en nuestra reflexión: discípulo-maestro, como una unidad; hermano y bondad.
¿Quién es un discípulo? El discípulo es aquel hombre y aquella mujer, que, habiendo oído la llamada de Jesús, se adhieren, desde el corazón, a su persona ya su mensaje. El discípulo es aquél que quiere hacer el camino de Jesús, para identificarse con él y darse a los demás hasta donde sea necesario. La imagen gráfica de un ciego guiando a otro ciego, nos da la clave para entenderlo. Las instrucciones de Jesús, las instrucciones del maestro, van dirigidas al corazón y no a la cabeza. Por eso es necesario que el discípulo se conozca antes a sí mismo, ya que la tendencia natural del hombre es dejarse llevar para juzgar a los demás, es decir, ver la paja que está en el ojo del hermano y no ser consciente de la viga que empaña nuestra mirada y nuestro obrar. El propio conocimiento, el aprendizaje del seguimiento de Jesús, nunca da lugar a autoritarismo alguno. El seguimiento de Jesús, el aprendizaje de las bienaventuranzas, dan siempre paso a la misericordia ya la bondad.
El criterio para discernir el propio corazón, primero, y el de los demás, después, son los frutos que produce nuestra conducta. La calidad del fruto nos hace saber el valor del árbol, el tipo de fruto, su procedencia. La calidad y el tipo de nuestra conducta nos hará saber el valor y la auténtica raíz de nuestra vida cristiana. Toda persona tiene impresa en su corazón la posibilidad de hacer de su vida un proyecto fundamentado en el amor. La fuerza del Evangelio es la que dinamiza el proyecto y le lleva a su plenitud. Cuando se ama desde el tesoro que llevamos dentro de nosotros y sobre lo que el Evangelio empuja, las palabras resultan sanadoras y fraternas. Así, el corazón y la boca se unifican dando lugar al fruto maduro de la persona que sabe amar.
En la oración colecta de este domingo hemos pedido a Dios que guíe el curso del mundo por los caminos de la paz según sus designios. Estas palabras resuenan hoy con mucha fuerza ante la barbarie bélica entre Rusia y Ucrania, que como toda guerra no tiene ningún sentido. La paz es un don que Dios nos concede. A nosotros, a todos, nos corresponde acogerlo para que sea realidad, en todos los niveles y situaciones, a través de gestos, palabras, acciones que alejen las actitudes violentas que son siempre una forma bélica.
Con el obispo poeta roguemos: Señora de Montserrat, que tienes su santa montaña rodeada de olivos, signo de paz, conseguid para todos los pueblos una paz cristiana y perpetua.
Finalmente, el próximo miércoles iniciaremos la Cuaresma. Será un tiempo favorable para iniciar de nuevo el proceso de nuestra conversión, injertándonos de la Cepa que es Jesucristo. Unidos con Él, nos reconoceremos hermanos unos de otros, hijos de un mismo Padre. Y esto es lo que ahora celebramos en la Eucaristía.
Abadia de MontserratDomingo VIII del tiempo ordinario (27 de febrero de 2022)
Homilía del P. Bernabé Dalmau, monje de Montserrat (20 de febrero de 2022)
1 Samuel 26:2.7-9.12-13.22-23 / 1 Corintios 15:45-49 / Lucas 6:27-39
Estimados hermanos y hermanas, llamados a amar sin límites,
«Amad a los enemigos», nos ha dicho Jesús. Nos lo ha dicho con mucha insistencia: «Vosotros debéis amar a los enemigos, debéis hacer bien y prestar sin esperar nada a cambio». Todo el texto que acabamos de escuchar ha ido desglosando esa idea central.
Una idea que nos parece imposible. Y no nos excusa creer que no tengamos enemigos sino, en todo caso, adversarios. Aunque así fuera, quizás seríamos una excepción si tuviéramos sólo adversarios, rivales, concurrentes. La insistencia de Jesús es comprensible porque, cercanos o lejanos, todos tenemos enemigos. Donde hay odio vengativo allí hay enemigo, como “donde hay verdadero amor allí está Dios”.
El mundo es muy grande. Y si tenemos la suerte de pensar que no tenemos enemigos es porque quizás no somos suficientemente solidarios de nuestra humanidad, llena de rivalidades y agresiones. Por tanto, debemos partir de la base de que, si no tenemos enemigos personales, en algún sitio u otro hay gente que se odia y se hace la vida imposible. Es válido, pues, el precepto de Jesús «Amad a los enemigos».
Dejando ambiguas apreciaciones, debemos trabajar por amar a los enemigos. A este ideal casi inalcanzable podemos llegar, debemos llegar, pero por etapas, a pasos. Intentemos describirlo:
El primer paso es más bien de cariz humanitario. Para poder amar a los demás –y, pues, también, a los enemigos– debemos empezar amándonos nosotros mismos. No, de acuerdo con aquella declaración del egoísmo más sutil que dice: «La caridad bien entendida comienza por uno mismo». Esto sólo es aceptable si lo entendemos como base de poder amar a los demás. Una verdadera caridad bien entendida comienza, por supuesto, por la autoestima. Y esto significa que debemos aceptarnos tal y como somos, no para ir tirando de la mediocridad, sino para asumir con agradecimiento la vida como un don de Dios. Aceptar la propia vida como don divino permite asumir la propia historia personal, nuestro pasado dulce o triste, nuestro presente a menudo difícil, nuestro futuro ciertamente incierto. De lo contrario no sólo no podremos amar a los demás, sino que caeremos en el egoísmo sutil que sólo crea insatisfacción, desidia, esa falta de interés y de gusto hacia las cosas espirituales, la acidia que decían los antiguos.
Asumido el primer grado, nos será fácil el segundo, que ya encontramos como mandamiento en la Biblia: “Ama a los demás como a ti mismo” (Lv 19,18). Escribe san Pablo: “Nunca ha habido nadie que no amase el propio cuerpo; al contrario, todo el mundo le alimenta y lo viste” (Ef 5,29). El amor de sí mismo es evidente. ¿Quién de nosotros no se ama? Quizás ante ciertos sufrimientos…, pero en principio todo el mundo se quiere a sí mismo. Yo me quiero. La mayoría de la gente que conozco tiene esta profunda autoestima. Ya es mucho si lo decimos con espíritu de acción de gracias por todos aquellos que han contribuido a ser lo que somos: Dios en primer lugar, pero también los padres, los abuelos, los hermanos, los amigos… aquellos que lo han dado todo para que seamos felices y llevemos a cabo nuestros ideales, el despliegue de nuestra libertad. En muchas iglesias cantan: “Gracias por esta aurora encendida, gracias por este nuevo día claro, gracias, porque las inquietudes en Ti las puedo abandonar”.
Pero todo esto es aún insuficiente. Pensemos que la meta es “amar a los enemigos”. Debemos ensanchar el amor a aquellos que están más lejos, que quizás no conocemos, pero que han sido creados y amados por Dios como nosotros. Más aún: la meta consiste en amar a los enemigos como lo hizo Jesús.
“Ante el misterio del mal y del odio, ante nuestras incomprensiones, la cólera de las injusticias, no hay otro remedio, ningún otro remedio, […] que pedir a Dios con todas las fuerzas, amar como hizo Jesús, que amó a sus enemigos. Si no, es que no le seguimos” (M. Aupetit, Homilía de despedida de la diócesis de París, 10.12.21).
En la eucaristía, actualización de la muerte y de la resurrección de Jesucristo, es donde encontramos la fuerza para llegar a la meta de amar a los enemigos. Dios ha venido al mundo, y en el mundo lo descubrimos. «En el corazón de los más débiles, de las personas, vulnerables, de los pobres» debemos reconocer la presencia del Señor. “Le reconozco en cada uno de vosotros que abrís los corazones a la presencia de Dios. Aquí, ahora. Que podamos vivirlo de verdad y ayudarnos unos a otros a vivirlo juntos” (ibid.).
Abadia de MontserratDomingo VII del tiempo ordinario (20 de febrero de 2022)
Homilía del P. Damià Roure, monje de Montserrat (13 de febrero de 2022)
Jeremías 17:5-8 / 1 Corintios 15:12.16-20 / Lucas 6:17.20-26
En el evangelio de las Bienaventuranzas según san Lucas, Jesús proclama felices a los pobres, a los que ahora pasan hambre, ya los que lloran. En el evangelio según san Mateo, Jesús proclama felices a los pobres en el espíritu, a los que tienen hambre y sed de justicia, a los compasivos, a los limpios de corazón, a los que ponen paz. Ambas versiones nos dan una visión muy amplia de la predicación de Jesús.
En el origen de la predicación del Evangelio, Jesús solía hacer unas breves y concisas afirmaciones, fáciles de memorizar. A menudo, varias personas acostumbraban a hacerle preguntas y Jesús mismo, o sus primeros discípulos, podían explicar y complementar estas Bienaventuranzas.
Hoy, sin embargo, lo importante es tratar de entender hacia dónde apuntan las Bienaventuranzas. Desde el principio, nos sugieren una manera de hacer camino siguiendo la propuesta de Jesús, que comporta, ante todo, fiarse totalmente del amor incondicional del Padre celestial. Jesús mismo lo vivió a fondo, dándose del todo en el anuncio del Reino de Dios. En el día a día, compartía su visión de la vida con los discípulos y otras personas, pero a menudo se dirigía a toda la gente que le seguía para escucharle. De hecho, Jesús les orientaba sobre cómo Dios, el Padre del Cielo, ama a cada persona, y cómo el Espíritu Santo nos da la fuerza para tratar bien a todos y crear un mundo auténticamente humano y respetuoso.
Pero si nos encontramos reunidos aquí es para proclamar la esperanza que Jesús nos ofrece, para que las lágrimas se conviertan en risas, que el hambre sea saciada, que puedan ser ayudados quienes se encuentran con necesidades y que consigan, en medio de la vida, una esperanza dentro del corazón que nos ofrece el reino de Dios.
Nos lo decía la segunda lectura que hemos escuchado: «Si hemos puesto nuestra esperanza en Cristo solo en esta vida, somos los más desgraciados de toda la humanidad. Pero Cristo ha resucitado de entre los muertos y es primicia de los que han muerto». Al respecto, San Pablo nos dice que si Cristo no hubiese resucitado nuestra fe no tendría sentido y nosotros seguiríamos sumergidos en una muerte sin salida.
Nos encontramos hoy, pues, con el deseo de acoger y compartir la buena nueva que Jesús dirige: que su vida, muerte y resurrección nos abre las puertas para vivir con la mayor esperanza que podíamos soñar. No sólo para vencer a la muerte que debemos sufrir y no tiene remedio, sino porque podemos esperar la resurrección en el cielo, una realidad que Dios ofrece a cada persona. Gracias a las buenas obras podemos admirar más la muerte de Jesucristo con la esperanza de participar en la resurrección que Él nos ha abierto.
Si recordamos la última cena de Jesús, podemos constatar que Jesús lavó los pies a sus discípulos para dejar bien claro hasta qué punto los amaba y nos ama hoy a nosotros. Fue cuando Jesús, con humildad, hizo este gesto para dar a entender cómo serán acogidos y ayudados todos los que creen en Él, tal y como nos lo dice: «Os he dado un ejemplo porque, tal y como os lo he hecho yo, lo hagáis también vosotros. Ahora que habéis entendido esto, felices vosotros si lo ponéis en práctica».
Con las palabras de Jesús podemos constatar cuánta gente hay en el mundo que obra el bien y que merece ser amado por el bien que hacen. Así podemos comprender cómo Dios ampara a todas las personas que obran el bien, tal y como nos ha enseñado Jesús. Como cristianos, nosotros tenemos la suerte de acoger con agradecimiento las palabras de Jesús. Ojalá las entendamos bien y las pongamos en práctica con sinceridad. Qué el evangelio de hoy sea, pues, para cada persona un ánimo para vivir el día a día con solidaridad y respeto, al tiempo que vamos creciendo en la fe, en la esperanza y en la caridad. ¡Qué así sea!
Abadia de MontserratDomingo VI del tiempo ordinario (13 de febrero de 2022)