Asunción de la Virgen (15 de agosto de 2022)

Homilía del P. Manel Gasch i Hurios, Abad de Montserrat (15 de agosto de 2022)

Apocalipsis 11:19a,12:1-6.10 / 1 Corintios 15:20-27 / Lucas 1:39-56

 

¡Feliz tú que has creído! Las lecturas de esta solemnidad de la Asunción de la Virgen, día que nos marca siempre la cima del verano, son, amadas hermanas y hermanos, más allá del clima festivo que rodea nuestra eucaristía, un gran testimonio de fe.

La fe es reconocer, aceptar, asentir a Dios, a su verdad y a su realidad en el mundo. Quizás hace unos años era más frecuente la pregunta: ¿Eres creyente? La pregunta no quería decir normalmente si creías en algo, sino si eras cristiano, si reconocías a este Dios Padre, con el Hijo Jesucristo y el Espíritu Santo, como viviente, como real, como rector del mundo y de la historia.

El evangelio de hoy, podría ser muy bien la respuesta de Santa María a esta pregunta: ¿Eres creyente? La vida de la Madre de Jesucristo, Madre de Dios, está marcada por la fe. Su ejemplo para con todos nosotros es precisamente el reconocimiento que ella hace de Dios en la historia: en su pequeña historia personal y en la historia del Pueblo de Israel.

Uno de los rasgos más fascinantes de la manifestación de Dios es su humildad, su capacidad de hacerse presente en lo cotidiano. En este sentido, digo que las lecturas de hoy son un testimonio de fe porque a partir de hechos muy normales, nos muestran una verdadera confesión de fe.

¿O no es normal que una chica joven, en estado, vaya a visitar a una prima de más edad, también embarazada, para ayudarla? ¿O no es normal que las dos estén llenas de alegría por los hijos que esperan? Pero sobre esta línea de “normalidad” se produce el acto de fe, el reconocimiento de que la vida es un don de Dios y ya muy concretamente en María, que la Vida que espera, Jesucristo, sólo ha sido posible porque ella ha reconocido y ha creído en las posibilidades infinitas de que Dios es capaz de abrir y cumplir. Por tanto, en el reconocimiento de que Dios efectivamente está ahí y actúa.

Esta escena de la visitación, que releemos bastantes veces durante el año en nuestra liturgia en Montserrat, nos habla de una mujer, Isabel, que tiene esa misión tan importante de convertirse en acompañante en los procesos de fe, reconocedora de la realidad espiritual, instrumento de Dios para la revelación de la verdad de María. A nosotros nos ayuda contemplar las palabras llenas de sentido de Isabel a María porque son revelación del plan de Dios: en su alegría; en la del niño, Juan el Bautista, que espera; en el reconocimiento también de la distancia, de la diferencia inmensa que existe entre uno y otro nacimiento; en el saludo inspirado: eres bendecida entre todas las mujeres y finalmente en la frase: ¡Feliz tú que has creído! Isabel capta el momento de Dios que se produce entre ella y Santa María en esta entrañable escena de la Visitación.

En este año del setenta y quinto aniversario del ofrecimiento que el pueblo de Cataluña hizo de un nuevo trono a la Virgen de Montserrat y de la correspondiente entronización de la Santa imagen en 1947, nuestro Santuario ha elegido como lema pastoral precisamente las palabras de Isabel a María en esta escena: ¡Feliz tú que has creído! Aparte de reconocer la fe de la Virgen María, querríamos proponer a todos los peregrinos seguir su ejemplo y dar gracias por el camino que ella abre para que también nosotros podamos creer más, más sincera y más profundamente, en Dios.

¿Y cuál es la respuesta de Santa María? Cuando Isabel pone de relieve de forma tan clara la fe de la Virgen, la respuesta de ella es este canto del Magníficat, un canto que lo contiene casi todo. La iglesia le ha dado el espacio privilegiado de ser rezado cada día en el oficio de vísperas, invitándonos a una identificación personal con las actitudes de la Virgen. El lenguaje sencillo nos ayuda aún más a hacer de este texto una posibilidad de oración, unas palabras que, a pesar de tener veinte siglos, no han perdido ni actualidad ni frescura. Permitidme por tanto que hable del Magníficat en primera persona del plural, como unas palabras dirigidas a nosotros:

María nos invita al reconocimiento de la humildad personal, que hace más fuerte por contraste, la salvación y toda la acción de Dios. Él es quien actúa. Él es quien actúa en nuestra pequeñez. Ante él sólo podemos reconocerlo y reconocer sus maravillas en todos nosotros, alabarlo es ya confesarlo, quizás es la confesión más fuerte que podemos hacer de él. Alabar a Dios nos descentra. ¡Qué actual y qué nuevo es esta actitud en un mundo a menudo ególatra y egocéntrico!

También en el Magníficat, hablamos del Dios que ama de generación en generación, del Dios que protege a Israel, que se acuerda del amor a Abraham y a nuestros padres. A Dios no nos inventamos los teólogos, los obispos, las monjas o los abades y los curas, ni nadie más. A Dios le reconocemos cada uno personalmente por todo lo que Él ha hecho en la historia, la personal y la general. Ni María en su grandeza se inventó a Dios, hasta el mismo Señor y Salvador Jesucristo, sino que reconoció en su vida encarnada en una persona humana, al Dios de Israel como su Padre y como el Señor del Universo y de la historia. Qué antídoto para nuestra sociedad que se piensa tan autónoma respecto al pasado, tan autosuficiente.

Encontramos finalmente a un Dios que María reconoce como quien da la vuelta al orden social y avanzando tantas afirmaciones que después encontraremos en el evangelio, se pone junto a quienes pasan hambre, de los pobres y de los humildes, con un lenguaje bastante fuerte, radical. El evangelio nos lleva siempre al hermano necesitado. Ahora y siempre. Necesitamos convertirnos a esto.

Digamos pues que la escena y el diálogo entre Isabel y María no es inocente. Es un himno profundo a la fe, a reconocer a un Dios implicado en la historia y que nos pide a nosotros la misma actitud de fe activa y comprometida que ellas tienen y cantan.

Contamos hoy con todos los que participáis especialmente con vuestro canto para que podamos celebrar más solemnemente este día. A quienes han avanzado un día el inicio de los Encuentros de animadores de canto como a los que han venido sólo para la misa, quisiera deciros que la escena que hemos leído hoy desprende una joya casi musical. ¡Cuánta música no ha inspirado a la Virgen! ¿Cuántas versiones no tenemos del Magnifict? He encontrado una página muy interesante en internet, una entrada de la Wikipedia que en inglés se llama lista de los compositores de Magníficats. Desde el gregoriano a Penderecki o Arvo Part, muchos han querido transmitirnos la alegría de María por las obras admirables de Dios. También los cantores de la coral Tirychae que nos acompañan, revivirán hoy esta tradición que canta a María con cantos antiguos y nuevos. Estoy seguro de que con Mariam Matrem canto medieval del Llibre Vermell y con una obra de hace pocos años de Josep Ollé, L’Ave Maris Stella, que ya es tradicional en esta celebración, nos ayudará a alabar a Dios cantando, como María, y espero que os acerquéis a las palabras que cantáis y al espíritu de fe que sus compositores seguramente tuvieron al componerlas.

¡Dichosos también nosotros que queremos creer! Vivir la fe como María, es tener la esperanza de que podremos asociarnos como ella, a la Pascua de Jesucristo. Su asunción al cielo, representada por la pintura de este presbiterio, por el gran rosetón de la fachada de la Basílica y por el mármol que hay encima de la Escalera que sube al camarín, es el cumplimiento de su fe, es la realidad de su felicidad con Cristo por haber creído, es su Pascua, es la llamada más sencilla que nos hace a todos y cada uno de nosotros: aceptar que Jesucristo nos ha prometido la plena comunión con Dios, una comunión que ahora anticiparemos en la eucaristía, participando del cuerpo y de sangre de Cristo y que nos invita como ella a creer, a alabar y a amar a todos.

https://youtube.com/watch?v=n7rTGVVdE1A

Abadia de MontserratAsunción de la Virgen (15 de agosto de 2022)

Solemnidad de la Asunción de la Virgen María (15 de agosto de 2021)

Homilía del P. Josep M Soler, Abad de Montserrat (15 de agosto de 2021)

Apocalipsis 11:19; 12:1-6.10 / 1 Corintios 15:20-27 / Lucas 1:39-56

 

Proclama mi alma la grandeza del Señor. Tal como acabamos de escuchar, es, hermanos y hermanas, el cántico de María en la Visitación. Al meditar en su corazón el Misterio de la Encarnación del cual ella es depositaria, estalla en un canto de alegría y de agradecimiento: Dios ha mirado la humillación de su esclava y ha obrado maravillas en ella: la ha hecho madre del Cristo. La maravilla de la Encarnación del Hijo eterno del Padre nos hace ver la magnitud sorprendente de la ternura de Dios por la humanidad y cómo su amor se extiende de generación en generación.

Proclama mi alma la grandeza del Señor. Es el canto de María, la Virgen, en su Asunción. La más humilde entre las sirvientas del Señor «entra radiante» en la gloria celestial (cf. canto de entrada). Y su espíritu se alegra en Dios, la hace participar plenamente de la Pascua de Jesucristo. Una nueva maravilla que el Todopoderoso ha hecho en la humildad de su esclava. Hoy contemplamos gozosos cómo la resurrección de Cristo es realmente el inicio de la glorificación y de la entrada definitiva en el Reino de todos aquellos que por la fe y las buenas obras siguen el Evangelio. María, que ha ido por delante de todos en el seguimiento de su hijo, nos precede también en el camino hacia la vida eterna. San Pablo nos decía, en la segunda lectura, que cada uno resucitará al momento que le corresponde: Cristo como primicia,… luego todos los que son de Cristo. La primera de los cuales es, según la fe de la Iglesia, Santa María. Esta realidad hoy particularmente nos llena de alegría. Y nos estimula en nuestro camino de cristianos, porque nos muestra cuál es la meta, cuál es el término hacia dónde nos encaminamos: participar de la plenitud pascual de Jesucristo y, por tanto, encontrar nuestra plenitud personal, en la felicidad eterna, sin dolores ni llantos.

María es Asunta no tanto por haber sido la Madre del Señor como por su santidad extraordinaria de vida. Nos lo enseñan todos los relatos evangélicos que hablan de ella. Pero ahora, como síntesis de todos, quisiera recordar uno, el que ha sido proclamado en la vigilia de esta noche. Cuando una mujer, queriendo honrar a Jesús, grita entre la gente: Feliz la que te llevó y los pechos que te criaron, Jesús enseña que María no es afortunada por ser biológicamente su madre, sino por haber escuchado la Palabra de Dios y haberla guardado; es decir, por haberla meditado en el corazón y puesto en práctica durante toda la vida. Ha sido su obediencia en la fe lo que la ha predispuesto a recibir la Encarnación del Hijo de Dios. Y ha sido, aún, la obediencia de la fe hasta la cruz y hasta Pentecostés, lo que la ha llevado a la gloriosa Asunción. Porque ha vivido la humildad entra en la exaltación celestial.

La humildad es inseparable de la obediencia de la fe. María sintetiza en su persona la actitud espiritual de los pequeños y sencillos alabados por la Escritura. Y es que la acogida de la Palabra y la obediencia que conlleva sólo son posibles desde la humildad. Por eso, el Señor enaltece a los humildes, mira la pequeñez de sus sirvientes, colma de bienes a los pobres y los hace experimentar su amor entrañable.

Es sobre todo la fidelidad humilde de María, pues, lo que la hace feliz, lo que la hace bienaventurada; lo que la hizo feliz en su vida terrena y que la hace feliz por toda la eternidad en la gloria del Reino. Por eso la Iglesia, de generación en generación, la proclama bienaventurada. Y ella, en la presencia de la Santa Trinidad, continúa eternamente su canto de alabanza y de acción de gracias: Proclama mi alma la grandeza del Señor, “se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador.

Este es el canto, también, de la Iglesia, que se siente pequeña ante la inmensidad y la santidad de Dios, que se siente débil ante el mal del mundo, que se siente pobre por los pecados y las limitaciones de todos sus miembros, pero que se sabe habitada por la fuerza del Espíritu, que se sabe Esposa amada de Jesucristo, lavada, purificada y santificada por su sangre. La «Virgen y Madre de Dios, asunta al cielo, es imagen y primicia de la Iglesia gloriosa, modelo de esperanza cierta y consuelo del pueblo que camina», tal como lo proclama la liturgia de hoy (cf. Prefacio). Cantemos cada día el Magníficat, con su fuerza consoladora y su fuerza profética, juntando nuestra voz a la de toda la Iglesia, movidos por la esperanza – «cierta», como dice la liturgia- de llegar, cuando termine nuestra carrera en la tierra, allí donde ella ya ha llegado.

Proclama mi alma la grandeza del Señor. Es el canto de nuestra comunidad monástica y de los peregrinos reunidos en esta casa de la Virgen. Desde su Asunción, María está espiritualmente presente en todo. «Su santidad ennoblece todas las Iglesias», canta la liturgia del 8 de septiembre en la fiesta de su natividad. Y, ciertamente, desde hace siglos este santuario es ennoblecido por la santidad de la Virgen; aquí se ha querido hacer presente en espíritu y obra maravillas, ni que a menudo sólo sean conocidas en la intimidad de los corazones. Venerar a la Virgen, como hacemos en este lugar, pide reproducir más en nosotros el modelo que encontramos en ella en la acogida de la Palabra del Señor con un corazón humilde y disponible y ponernos a disposición de los demás para ayudarles, para servirlos.

Con esta actitud debemos acoger a Jesucristo ahora en la Eucaristía. Y expresarle nuestra alegría y nuestro agradecimiento unidos a Santa María: Proclama mi alma la grandeza del Señor, “se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque a pesar de haber mirado nuestra pequeñez, obra maravillas en nosotros.

 

Abadia de MontserratSolemnidad de la Asunción de la Virgen María (15 de agosto de 2021)