Domingo III de Cuaresma (12 de marzo de 2023)

Homilía del P. Efrem de Montellà, monje de Montserrat (12 de marzo de 2023)

Éxodo 17:3-7 / Romanos 5:1-2 / Juan 4:5-42

 

«¡Si supieras qué quiere darte Dios!», le decía Jesús a la samaritana. Es una frase que nos podemos hacer nuestra: “¡Si supiéramos qué nos quiere dar Dios!” … ¿Qué haríamos? Y, ¿qué podemos hacer para saberlo? ¿Cómo saber qué es lo que Dios tiene reservado por nosotros? El evangelio de hoy nos mostraba el camino: podemos saberlo dialogando con Dios, como hoy hacía la samaritana con Jesús.

En el evangelio que nos acaba de ser proclamado, Jesús representaría a Dios. La samaritana podríamos ser cada uno de nosotros, o mejor dicho: sería una imagen de la Iglesia que está formada por muchas personas de muchos pueblos distintos que tienen sed, que buscan a Dios. La sed, por tanto, sería el deseo de Dios, la necesidad de tener fe. Y el pozo sería el lugar al que vamos cuando queremos apagar nuestro deseo, allí donde esperamos encontrar el agua que calme nuestro deseo. Y el agua finalmente sería lo que Dios tiene para darnos: su Espíritu Santo y su palabra que está viva, y que no deja de fluir para que bebamos tanto como queramos. Pero además de esta lectura, en el evangelio de hoy también encontramos una imagen concreta de Dios: es la imagen de un Dios que quiere encontrarse con nosotros, que se nos hace cercano. De un Dios que dialoga con la humanidad, sea con quien sea. De un Dios que pisa el terreno y no se desentiende de nuestras necesidades, aunque nos ha dado libertad y somos nosotros quienes decidimos si queremos acercarnos a él, o no.

Y este diálogo entre Dios y la humanidad que aconteció al borde del pozo al encontrarse Jesús con la samaritana, nosotros lo hacemos aquí, en cada celebración. Cuando venimos a Misa estamos en ese pozo donde nos encontramos con Jesús que nos habla: nos habla a través de su palabra proclamada en la asamblea, nos da su Espíritu a través de los sacramentos, y se nos hace presente en el camino. También se nos hace presente en la misma asamblea porque nos habla también a través de otras personas. Su palabra es esa agua viva que Jesús explicó a la samaritana, esa agua que nunca ha dejado de correr aquí en la celebración atravesando los siglos, y nos permite dialogar con Dios, porque siempre hay algo que se refiere a nosotros y nos interpela. Y a través de este diálogo podemos avanzar, caminar, crecer y transformarnos. «¡Si supieras qué quiere darte Dios!», decía Jesús a la samaritana. Lo que Dios nos quiere dar seguramente es demasiado grande incluso para imaginarlo. Pero nos preparamos a lo largo de toda la vida. Lo que Dios nos quiere dar en realidad es la plenitud que llegará un día cuando resucitemos, cuando entremos en su presencia y vivamos con él para siempre. Y mientras hacemos camino, cada año pasamos por la Cuaresma que nos da una oportunidad para revisar cómo vamos, oportunidad de reponer fuerzas y convertirnos de nuevo: de volvernos una vez más hacia aquél que quiere lo mejor para nosotros, que nos tiene preparada la mejor agua que nunca podamos beber.

Porque, al fin y al cabo, todos nosotros tenemos sed; toda la humanidad la tiene. Y como los hebreos de la primera lectura, en el desierto de este mundo todos podemos tener la tentación de dudar de la presencia de Dios: «El Señor, ¿está con nosotros o no está?», decían. Pero al igual que cuando Jesús pide agua a la samaritana ya había hecho nacer en ella el don de la fe, el simple hecho de sentir necesidad de Dios nos indica que Dios también la ha hecho nacer en nosotros. La fe es nuestra respuesta al amor que Dios nos ha dirigido ya. Porque nunca debemos olvidar que Dios también tiene sed: tiene sed de nuestra fe; tiene sed de nuestra respuesta. Y para apagar nuestra sed —y la de Él, al final, donde debemos ir a parar es poder hacer la misma afirmación que hicieron los samaritanos después de escuchar el testimonio de la mujer: «nosotros mismos lo hemos oído, y sabemos que éste es de verdad el Salvador del mundo». Si reconocemos a Jesús como aquél que ha venido para salvarnos, lo que Jesús nos dice cada domingo tendrá autoridad para nosotros y hará un efecto real en nuestras vidas. Si lo que creemos se transforma en nuestros actos seremos presencia de Dios en el mundo, sea cual sea el lugar que ocupemos. Y cuando hablemos, también dialogaremos con nuestros contemporáneos como Jesús lo hizo con la samaritana.

“Si supiéramos qué nos quiere dar Dios!” … ¿Qué haríamos?, empezábamos diciendo. Seguramente, nada especial: simplemente, servir a nuestro prójimo, ayudar a los que tenemos cerca, hablar con ellos buscando su bien… Haciéndolo, les haremos llegar el amor de Dios, nos convertiremos en una fuente de agua viva que brota siempre. Y podremos llegar a saber qué es lo que Dios nos quiere dar: de lo que nosotros damos, del amor con el que nosotros amamos, nos devolverá el cien por uno.

Abadia de MontserratDomingo III de Cuaresma (12 de marzo de 2023)

Misa Exequial del P. Martí M. Roig (9 de marzo de 2023)

Homilía del P. Manel Gasch i Hurios, Abat de Montserrat (9 de marzo de 2023)

Lamentaciones 3:17-26 / 2 Corintios 4:14-5:1 / Lucas 24:13-35

 

«Es bueno esperar silenciosamente la salvación del Señor». Estas palabras del libro de las Lamentaciones con las que terminaba la primera lectura describen bien nuestra actitud en este tiempo de Cuaresma que estamos viviendo. Colectivamente esperamos la Pascua. La esperamos austeramente, en el silencio que se va extendiendo durante las semanas de este tiempo centrado en la conversión, que es un proceso que nos ayuda a reflexionar sobre nuestra condición mientras estamos en el mundo, con la voluntad puesta, sin embargo, siempre, en otra realidad, la de Dios, la del Señor, la de Jesucristo resucitado.

Nuestra vida de cristianos es una vida de conversión, de girarse desde una realidad a otra. Casi diría que la vida de cualquier persona humana es una vida de conversión, en tanto que es o querría ser una vida de progreso personal, de eso que ahora en las escuelas llaman progresar adecuadamente. De modo especial los monjes llamamos a nuestra opción monástica: conversión: una vida llamada a convertirnos. Esto es, ir de un sitio a otro.

El momento de la muerte es el único en el que podemos ser conscientes del todo de cómo nos hemos convertido, pero el conocimiento de esto ya es o será entonces privilegio de Dios, puesto que las dimensiones más profundas de la persona le pertenecen, tal y como reza la cuarta oración eucarística que al orar por los difuntos dice: “cuya fe sólo Dios ha conocido”.

La muerte sorprendió a nuestro hermano el Padre Martí Roig y Coromina la noche del pasado domingo, después de haber pasado un día totalmente normal. Un aneurisma le provocó una muerte inmediata. Le faltaba un mes justo para cumplir ochenta y seis años, hacía sesenta y dos que era monje y cincuenta y cinco que era sacerdote. Murió silenciosamente, sin hacer ruido, sin avisar siquiera. Como hermanos tenemos el pesar de no haberlo podido acompañar en este último momento final, que es con todo tan entrañable en la vida de la comunidad, y seguro que compartimos ese sentimiento con la familia y los amigos que estáis aquí, o os unís a la celebración desde lejos, o estáis espiritualmente en comunión con todos nosotros.

Todas las lecturas de hoy tienen en cuenta esta idea de la distancia que existe en nuestras vidas entre la realidad en la que vivimos y aquella que anhelamos. Pero también tenemos claro que no están separadas, aisladas, sino que existe un recorrido que nos da la posibilidad de caminar hacia ese lugar y estado diferente, movidos por un deseo. Hablo de posibilidad porque podríamos quedarnos encerrados en nuestros límites, que nos llevarían sin duda alguna al pesimismo con el que empezaba la primera lectura, la del libro de las Lamentaciones: “Mi alma vive lejos del bienestar (…) el recuerdo de mis penas y de mi abandono me amarga y envenena (Lm 3, 17-26)”; un pesimismo que también compartían los discípulos de Emaús en un camino en el que parecía que sólo el fracaso y la derrota estuvieran presentes. Pero ser cristianos es no quedarnos nunca en esta realidad, sino avanzar, andar. Ser capaces de decir con el libro de las Lamentaciones: «Pero ahora quiero revivir otros pensamientos que me mantendrán la esperanza»; ser cristianos significa poder acoger como los discípulos lo desconocido en el camino, aunque parezca que venga del huerto, porque quizá sea precisamente él, quien nos aclare el sentido de nuestra realidad, aparentemente oscura e insípida.

Pero naturalmente quien nos coge la mano en este camino, como el buen pastor y nos conduce durante toda la vida, en la muerte y después de la muerte es Jesucristo, que nos confirma que toda la esperanza que tenemos puesta en los favores de Dios, en su nueva piedad cada mañana, en su fidelidad inmensa y en nuestra capacidad de decirle: “mi parte es el Señor”, no cae en el vacío, sino que es confirmada en su resurrección, que compartimos todos los bautizados.

Sé que el P. Martí, porque él mismo me lo había comentado, aconsejaba mantenerse en esa esperanza de la fe a personas que se encontraban ante dificultades. Seguro que también la esperanza silenciosa de la salvación le fue guiando. El P. Martí Roig Coromina nació en Barcelona en 1937 en una familia cristiana y fue bautizado con el nombre de Juan. Tuvo la juventud normal de un joven católico de esa época hasta llegar a estudiar algunos cursos de medicina en la Universidad de Barcelona. Entró en el monasterio en 1958, vistió el hábito de novicio en 1959 y hizo su primera profesión en 1960, para continuar los estudios en nuestro monasterio hasta la ordenación de presbítero en 1967. En su vida de monje, vivió de cerca y amó y sirvió tanto la realidad de las personas humanas como la de la naturaleza, las dos expresiones de las maravillas que nos revela la Creación de Dios. Sólo hablando de sus principales servicios a la comunidad, en el primer gran ámbito, el de las personas, cabe destacar que fue el enfermero del monasterio durante veinticuatro años y el último consiliario de los trabajadores de Montserrat, y vio por tanto la transformación que el Santuario experimentó entre 1970 y 1987, cuando poco a poco, dejó de ser el lugar de residencia habitual de nuestros trabajadores. También fue el encargado del orden y la seguridad del santuario y acompañó también a una comunidad de religiosas carmelitas. Todos estos servicios le llevaron a tener relaciones con mucha gente. Algunos de ellos nos acompañan hoy, testimoniando la estima que le tenían. En el ámbito de la naturaleza fue el encargado del jardín, del trabajo en las tierras y en la granja del Miracle y últimamente en las fincas de Can Castells y Can Martorell al pie de la montaña, lo conectaron a la tierra y al oficio de payés y se sentía bien haciéndolo. Una tarea que conecta directamente con la bondad que Dios nos manifiesta con los frutos de la tierra y la dureza de un trabajo que siempre se encuentra con dificultades. Personalmente compartimos muchos ratos hablando de las posibilidades y el futuro de la tierra. Estos últimos años, con algunos problemas de movilidad, quiso ser útil a la comunidad y en la que hacía presente en los días de fiesta hasta casi el último día de su vida.

Durante nuestra vida se nos hace el don de reconocer a Jesucristo en muchos momentos concretos y anhelamos que al final le veremos cara a cara, directamente y que entonces se cumplirá del todo nuestra esperanza. Caminar con esta fe el camino de la vida, hace que mientras nos envejecemos en el cuerpo y en la vida exterior, nos renovemos en el espíritu y en la vida interior como decía San Pablo en la segunda lectura, porque “no apuntamos a esto que vemos sino a lo que no vemos”.

Ésta es nuestra oración hoy por el Padre Martí, conscientes de que sólo Dios conoce la profundidad, la auténtica vivencia personal que, a través de tantos servicios, de tantos contactos, de tantas personas, formaron su camino monástico, su oración, su vida de conversión. Al final de toda vida humana, nos encontramos en el fondo con el misterio de una persona, que aún muy cercana y hermana, sólo podemos encomendar a aquel que penetra los corazones de todos, a Dios, Señor de la vida, que en la resurrección de Jesús se ha afirmado precisamente vencedor de la muerte y nos ha abierto la esperanza de un futuro de plenitud, de una meta y un destino. Él es también, como en Emaús, el único capaz de interpretar el sentido de nuestra vida con Dios, el significado de nuestra vida de fe para los demás.

Caminemos cada uno de nosotros hacia la Pascua donde, aparte de vivir del todo la realidad del Espíritu, confiamos hacerlo juntos, en la comunión de los santos y reencontrarnos con todos nuestros seres queridos. Para los monjes más concretamente, de reencontrarnos también con lo que familiarmente decimos el Montserrat del Cielo, donde nos esperan todos los que nos han precedido, con Santa María que vela por esta casa y con todo el Pueblo santo y glorificado de Dios.

Y sabemos que el camino es Jesús que se hace prójimo y por eso hoy tomaremos sus mismas palabras y acompañaremos el cuerpo de nuestro hermano Martí, mientras cantamos: “Yo soy la resurrección y la vida, quien cree en mí, aunque muera vivirá, y todo aquel que vive y cree en mí no morirá eternamente”.

Abadia de MontserratMisa Exequial del P. Martí M. Roig (9 de marzo de 2023)

Domingo II de Cuaresma (5 de marzo de 2023)

Homilía del P. Carles-Xavier Noriega, monje de Montserrat (5 de marzo de 2023)

Génesis 12:1-4a / 2 Timoteo 1:8b-10 / Mateo 17:1-9

 

A veces asociamos la Cuaresma a un tiempo de tristeza o de mortificación. La liturgia de hoy, en cambio, nos muestra lo contrario, nos lleva a la montaña del Tabor, nos hace caer en la cuenta de que el verdadero sentido de la Cuaresma no se reduce a realizar una serie de pequeños esfuerzos ascéticos, sino que también nos da la posibilidad de saborear la belleza del encuentro con el Señor.

El evento de la Transfiguración es, pues, una cita obligada en este tiempo de Cuaresma para todos nosotros. Tras la experiencia del pasado domingo en el desierto de la tentación, estamos llamados a subir a la montaña con los tres discípulos elegidos por Jesús: Pedro, Santiago y Juan. Los mismos que más tarde elegirá para que le acompañen en el huerto de Getsemaní y permanezcan un poco más cerca de él, mientras que el resto permanecerán más alejados del lugar donde orará en su agonía. La escena de la transfiguración y la escena del sufrimiento de Jesús en Getsemaní contrastan entre sí: una, feliz esplendor y la otra, angustioso sufrimiento en la que Pedro, Santiago y Juan le hacen compañía, pero al mismo tiempo están relacionadas entre sí. Porque no hay gloria sin cruz.

La experiencia de los discípulos es muy significativa. Ellos, acostumbrados a las aguas del lago, están llamados a subir a la montaña alta, el lugar de la revelación, y Dios les hace protagonistas de algo fuera de su alcance. Son iluminados por una luz deslumbrante y ven a Moisés y Elías junto a Jesús, y quedan fascinados por esta visión. Y escucharán la Voz de Dios Padre diciendo: “Éste es mi hijo amado, en quien me he complacido. Escuchadlo”.

Por eso Cristo ordena a los tres discípulos que no hablen con nadie de esa misteriosa visión, antes de su muerte. Porque el misterio de la Transfiguración es para los discípulos una preparación para el misterio de la “Desfiguración”. Jesús que sube al Tabor subirá un día, no muy lejano, al Calvario. Al lado de Él ya no estarán Moisés ni Elías, sino dos ladrones. Ya no habrá Luz, sino tinieblas. Ya no estará la Voz del Padre, sino Su silencio. Y cuando llegue el momento de su éxodo en Jerusalén, de la cruz, los discípulos continuarán sin comprender. De los tres sólo quedará uno, Juan. Todos necesitarán una nueva Luz, una nueva aurora, el nuevo Día de la Resurrección. Y entonces lo comprenderán todo, aunque sea despacio.

¿Y nosotros? A veces vivimos momentos de Tabor… Cuando, por ejemplo, vivimos un tiempo de desierto, oración, retiro. Nos parece estar en la montaña, contemplar la Luz, escuchar la Voz. Y decimos -o pensamos- «es bueno estar aquí». Pero la mayoría de las veces estamos llamados a bajar de la montaña, a estar a ras del suelo, a chocarnos con las dificultades y la oscuridad de la vida cotidiana. Una oscuridad que se encuentra fuera y, a menudo, también en nuestro interior. Y es aquí donde estamos llamados a dar un salto de fe: a ver lo Transfigurado en lo Desfigurado, es decir, a transfigurar nuestra realidad, a observar bien, con los ojos de Dios, la Luz que siempre está ahí. Quizá oculta, atenuada, pero está ahí. Incluso en el dolor más absurdo e incomprensible.

Y esa Luz tiene un nombre: Su Palabra. Escuchémosla. Escuchar nos invita a dar luz, a iluminarnos. Escuchar nos invita a bajar de la montaña para servir al hermano en el llano. Pedro no debe quedarse allí, aunque fuera bueno estar. Debe bajar y ponerse a servir. Y nosotros con él. 

Aquí y ahora no vemos esta Luz, pero podemos vislumbrarla, verla dentro de nuestra realidad, a nuestro alrededor. Podemos vislumbrarla a los ojos de tantos enfermos, incluso gravemente enfermos, pero fuertes en la fe. Lo vemos en tantas personas comprometidas con el bien de los demás, sin querer obtener nada a cambio. Lo vemos en comunidades y familias en las que se respira la belleza de creer en Jesús.

Hermanos y hermanas. En medio de la sucesión de acontecimientos que parecen dar poca esperanza y mucha desesperación, Jesús mismo nos ofrece el camino: volver la mirada hacia Él. La transfiguración es un adelanto de la resurrección. En medio de las dificultades de la vida tenemos un hito. Subimos, pues, también nosotros al monte Tabor para escuchar la voz del Señor y contemplar a Cristo que se transfigura ante nosotros y nos invita a experimentar el cielo, porque esta experiencia hará menos fatigoso nuestro camino en la tierra, en medio de tantos problemas, y nos ayudará a avanzar hacia la meta final que es la Pascua de Cristo, que también será la nuestra.

Abadia de MontserratDomingo II de Cuaresma (5 de marzo de 2023)

Domingo I de Cuaresma (26 de febrero de 2023)

Homilía del P. Bernat Juliol, Prior de Montserrat (26 de febrero de 2023)

Génesis 2:7-9; 3:1-7a / Romanos 5:12-19 / Mateo 4:1-11

 

Queridos hermanos y hermanas en la fe:

Si nos dijeran que mañana debemos iniciar un largo viaje, al otro extremo del mundo, seguramente nos pasaríamos todo el fin de semana haciendo las maletas. Lo más probable es que intentáramos llenarlas al máximo: alguna muda más por si llueve, un calzado de repuesto por si hace falta, el jersey grueso por si hace frío, el bañador por si hay piscina y así un largo etcétera. Al final de todo, deberíamos pesar la maleta para evitar que a la hora de embarcar en el aeropuerto tuviéramos que pagar un recargo por sobrepeso. Nuestro empeño habría sido, seguramente, el de llenar la maleta con tantas cosas como pudiéramos.

Ahora imaginémonos que nos dicen que también mañana iniciamos un viaje, pero esta vez para realizar una travesía a pie por el desierto (que, por cierto, dicen que es una experiencia única). A la hora de realizar la maleta también nos preocuparíamos. Pero ahora no para poner el máximo de cosas posible, sino al revés: deberíamos intentar poner poquísimas cosas, sólo las imprescindibles. El objetivo es ahora que la mochila sea lo más ligera posible para hacer más fácil las caminatas. En la maleta, pues, sólo tendremos que poner lo más importante, sin lo cual no podemos sobrevivir.

Esto es lo que nos intenta decir Jesús hoy en el evangelio que nos ha sido proclamado hace un momento. El Señor se retiró al desierto donde ayunó durante cuarenta días, símbolo aquí de los cuarenta días de la Cuaresma que acabamos de iniciar. Allí el tentador intentó derribarle con sus trampas. Pero Jesús superó todas las pruebas, no tomando el camino fácil sino indicándonos qué es lo importante en la vida del cristiano, cuáles son los cimientos de la existencia de un seguidor de Jesucristo.

En cada una de las tres tentaciones, Jesús responde con un texto extraído del Antiguo Testamento. En la primera tentación dice: «El hombre no vive sólo de pan; vive de toda palabra que sale de la boca de Dios». En la segunda: «No tientes al Señor, tu Dios». Y finalmente, en la tercera: «Adora al Señor, tu Dios, da culto a él solo». Si nos fijamos, el común denominador de todas estas expresiones utilizadas por Jesús es que ponen a Dios en el centro de su vida.

Para intentar entenderlo, debemos intentar captar cuál es la estrategia del tentador. Podríamos ilustrarlo con una película. Es una película americana del año 1997 que aquí se tradujo por Pactar con el diablo. El argumento es una especie de historia de la salvación a la inversa. En ese caso es el diablo que se encarna en un rico y brillante abogado de Manhattan. Los abogados siempre han tenido una inmerecida mala fama. En un discurso memorable, el diablo, interpretado por Al Pacino, critica a Dios porque no interviene en el mundo, porque no salva a la humanidad de las desgracias y penurias por las que debe pasar. Porque es un Dios lejano que nos ha dejado solos.

En cambio, él dice: «Yo tengo los pies en el mundo desde que empezó. Siempre me he preocupado de lo que el hombre quería. Soy un devoto del hombre. Soy un humanista, quizá el último humanista. Ahora ha llegado mi momento». Se muestra aquí cuál es su estrategia. Es la misma que en el fragmento evangélico que hemos oído hoy. El diablo intenta sacar a Dios de la vida del hombre. Intenta que el centro ya no sea Dios sino el propio hombre. Es lo que ocurre también en la escena del libro del Génesis de la primera lectura. Es como si la serpiente dijera: «No haga caso de Dios y de lo que él le dice».

Con todo lo que hemos dicho, podemos ya entender qué es lo más importante de nuestra vida, lo que Jesús en el desierto nos indica con su resiliencia: que fundamentemos nuestra vida en Dios, que no caigamos en la tentación de apartarlo o eliminarlo. Ahora podríamos preguntarnos: ¿por qué? Porque sin Dios nosotros no seríamos nosotros mismos, porque sin Dios nunca podríamos llegar a la auténtica libertad, a la auténtica plenitud, a la auténtica humanidad. Y lo más importante de todo, porque sin Dios nunca podríamos llegar al auténtico amor.

Es que nuestro Dios es el Dios-Amor, como nos dice la primera carta de san Juan. Y es por eso que el mandamiento nuevo que Jesús deja antes de su pasión es: «amaos unos a otros tal y como yo os he amado». Hemos llegado, pues, al final de la calle: el mensaje que nos deja Jesús en el desierto es el de poner el amor en el centro de nuestra vida, de no olvidarnos nunca de Dios porque Dios es Amor.

Hermanos y hermanas, todos nosotros, un día, deberemos emprender el último viaje hacia el precioso jardín del Edén. A lo largo de nuestra vida, algunos han ido llenando las maletas sin cesar. Pero al final se darán cuenta de que no podrán llevarse nada de lo que han puesto. Otros, en cambio, se han pasado la vida vaciando las maletas para quedarse sólo con lo necesario e imprescindible. Y al final, han entendido que lo único que podremos llevarnos es el amor.

Abadia de MontserratDomingo I de Cuaresma (26 de febrero de 2023)

Miércoles de ceniza (22 de febrero de 2023)

Homilía del P. Manel Gasch i Hurios, Abad de Montserrat (22 de febrero de 2023)

Joel 2:12-18 / 2 Corintios 5:20-6:2 / Mateo 6:1-6.16-18

 

Queridos hermanos y hermanas, queridos escolanes, me gustaría explicaros la Cuaresma como si fuera una excursión, como una caminata que empezamos hoy. Será larga, cuarenta días hasta el domingo de Ramos. Es un camino en el que necesitamos las piernas y el cuerpo, pero sobre todo necesitamos la voluntad, la motivación y el sentido que debe hacernos avanzar.

Nuestro itinerario es algo especial. No se trata de recorrer kilómetros, sino de vivir y avanzar hacia una fecha determinada, de llegar a la Pascua, la fiesta de la Resurrección de Jesucristo. Para no perdernos, casi todos los días, empezando por hoy, la liturgia nos lo recordará en un momento u otro que precisamente avanzamos hacia la Pascua. La invitación del camino cuaresmal no es la de movernos mucho, a pesar de los más de 32.000 kms. que haréis los escolanes la próxima semana en el viaje a Adelaide en Australia, sino la de vivir más intensamente nuestro día a día, con un objetivo de mejora personal y colectiva. La Cuaresma es como un tráiler de la vida. Intentamos (en poco tiempo) que nuestra vida sea clara y tenga sentido, verla entera y darnos cuenta de dónde estamos. Darnos cuenta, sobre todo, que en lo que es más fundamental que nada, amar, estamos lejos de la propuesta que Dios nos ha hecho. Nosotros, todos los bautizados, y ya también los que se preparan, hemos aceptado este amor como la propuesta fundamental de nuestra vida. Una propuesta muy antigua que dice: Amar a Dios con todo el corazón, con todo el cuerpo, con todo el espíritu.

Hoy es el día en que empezamos esta excursión. Nadie está preparado al cien por cien para andarla. ¿Por qué? Porque si el objetivo de todos estos días es llegar a amar sin límites, sólo Jesucristo y Nuestra Señora son totalmente buenos, sin ninguna falta, sin ningún pecado. Una de las cosas más importantes que debemos hacer hoy es darnos cuenta de todo aquello que no nos deja andar, que no nos permite ser más cristianos y por tanto amar mejor.

Empezamos un camino porque se nos pide que nos convirtamos: esto es, que nos volvamos, que nos orientemos hacia un destino, que no puede ser otro que Jesucristo. En el gesto de girarse hacia él, existe también el gesto de apartarse, el de dejar de mirar hacia un lado y empezar a mirar hacia otro. Hoy que es el día en que empezamos, tenemos la ilusión y la fuerza. Hacemos unos estiramientos para tener la musculatura preparada, especialmente los que tenemos cierta edad. Estos estiramientos son el ayuno, los ejercicios espirituales de estos días para los monjes, hacer más oración, ayudar más a la gente…etc. También vosotros podéis pensar en algún estiramiento espiritual que os ayude en esta cuaresma. Pero hoy estamos motivados y creemos que podemos hacerlo bien. La sabiduría de la liturgia nos hace celebrar días fuertes, días en los que se concentra el sentido de la vida y en los que parece más eficaz la bendición de Dios.

La primera lectura a pesar de los siglos que tiene, nos ha hablado también de un momento en el que el Pueblo de Israel hacía lo mismo que hacemos hoy: escuchar cómo le convocaban a convertirse y a girarse hacia Dios. El profeta Joel, en nombre de Dios mismo, llamaba a todos: Viejos, niños de leche y esposos. También nosotros estamos llamados a realizar este camino cuaresmal de recuperar el amor. Las oraciones de hoy son todas colectivas. Cada uno debe examinarse a sí mismo, pero quizás todos juntos podemos también descubrir algunas cosas que podríamos cambiar y, sobre todo, juntos, nos hacemos más conscientes de que Dios es ese Dios bueno, benigno y entrañable, lento para el castigo y rico en el amor, que se desdice de hacer el mal. Alguna vez necesitamos una mirada ancha y larga para ver que Dios es así, y no fijarnos en una desgracia concreta, como por ejemplo este último terremoto terrible en Turquía y en Siria, que nos hace preguntar ¿por qué Dios parece a veces que no está? ¡Una mirada ancha y larga, que tome la historia y muchas más situaciones, nos ayuda a ver tantos signos de ese Dios bueno!

Recuperar el amor es una buena expresión, un buen propósito para el miércoles de Ceniza. Se nos pide un equilibrio entre una actitud espiritual: debemos rasgarnos el corazón y no los vestidos, debemos orar, y también una actitud concreta y real: un ayuno y una ayuda a quienes más lo necesitan. El mundo está lleno de situaciones de grandes necesidades. Los periódicos hablan de las más mediáticas, las guerras como la de Ucrania, que dura ya un año, y sobre la que sólo vemos la escalada militar, y muy pocos esfuerzos de diálogo y de paz, pero quizás las que me impresionan más son aquellas que me cuentan testigos directos y de las que nunca había oído hablar. Me ha pasado recientemente con una explicación sobre los slums de Kampala en Uganda, de una capital africana.

Como cristianos sería hoy el día de los buenos propósitos. Y lo representamos con este signo de la ceniza, que nos ponemos en la cabeza como signo de que somos conscientes de nuestra debilidad pero que confiamos en que Dios nos da la fuerza y la vida para convertirnos.

Pero el reto es que no sólo tendremos que hacerlo hoy. Debemos ser conscientes de que, durante todos estos días de camino, las mismas cosas que hoy nos parecemos más prescindibles y nos sentimos con ánimos de prescindir de ellas se volverán a presentar invitándonos a pararnos, a perder tiempo mientras caminamos. Dicen que hay mucha gente que hace buenos propósitos en fin de año y que normalmente el tercer lunes de enero, ya han desistido. Nosotros, confiando en Dios, esperamos no desistir de nuestros buenos propósitos de Cuaresma.

Algunos dirán que es ridículo y que no sirve para nada hacer ese camino de Cuaresma. Nosotros decimos que es importante. Los monjes decimos que es esencial, que es el ejemplo de cómo deberíamos vivir siempre. En el fondo, haciendo ese camino estamos dando un testimonio de fe y de esperanza. Lo estamos dando incluso cuando parece que fuera las cosas van mal y alguien podría dudar de que Dios nos esté acompañando. Quizás algunos serán como aquellos pueblos de la primera lectura que se burlaban del pueblo de Israel.

La fidelidad a Dios, que queremos ir reencontrando todos estos días y viviéndola intensamente, nos llevará a comprobar que esa promesa de la primera lectura: que él se enciende de celos por el buen nombre de su país, esto con lenguaje popular significa que Él no nos deja tirados, Dios no nos deja tirados…, Dios no permite que los demás digan: Dónde está su Dios, Dios se compadece de todos nosotros.

Iniciamos pues este camino hacia la Pascua, cada uno desde su lugar, consciente de que necesitamos cambiar algo si queremos acoger mejor el amor de Dios y también ser capaces de amar mejor, girándonos siempre hacia Jesucristo, que nos acompaña, antes, durante y al final de la ruta y teniendo el evangelio y la liturgia por mapa. Avancemos juntos, nosotros y quienes fielmente también harán esta cuaresma conectándose a menudo desde casa. Todos nos acompañamos mutuamente con la oración y la caridad fraterna. Y sabemos que el testimonio de fe de todos apoya la fe de cada uno y que nos hace creer que aun siendo polvo y tener que volver un día al polvo, en esta vida es posible convertirse y creer en el evangelio.

 

 

Abadia de MontserratMiércoles de ceniza (22 de febrero de 2023)

Domingo VII del tiempo ordinario (19 de febrero de 2023)

Homilía del P. Josep-Enric Parellada, monje de Montserrat (19 de febrero de 2023)

Levítico 19:1-2.17-18 / 1 Corintios 3:16-23 / Mateo 5:38-48

 

Estimados hermanos y hermanas,

Permítanme que inicie esta homilía, recordándome a mí mismo y compartiéndolo con vosotros dos breves afirmaciones. La primera, que a pesar de ser obvia la olvidamos a menudo, y es que la Palabra de Dios no podemos leerla ni meditarla nunca en tercera persona del singular, dicho de otro modo, olvidando que siempre se me dirige de manera personal. La segunda es que cada domingo el anuncio de la tercera lectura se hace por parte del diácono como lectura del Evangelio, que es lo mismo que decir, lectura de la Buena noticia ya que éste es el significado del concepto griego εὐαγγέλιον. Por tanto, hoy, en esta celebración, Dios nos habla personalmente a cada uno de nosotros y también comunitariamente para hacernos llegar una Buena Noticia.

Dicho esto, el fragmento evangélico que acabamos de proclamar cierra el capítulo 5 del evangelio según san Mateo que empezamos a leer el domingo día 29 de enero, con el texto de las Bienaventuranzas. Tanto en este texto como en todo el capítulo el evangelista utiliza un lenguaje fuerte, paradójico y escandaloso tanto para su tiempo como para el nuestro.

El texto de hoy no es una excepción y su estructura es la del cumplimiento de la Ley antigua, según el esquema “ya sabéis que, a los antiguos, les dijeron… pero yo os digo”. La enseñanza de Jesús dirigida a sus contemporáneos y por tanto también a nosotros, lejos de dar simples reglas de comportamiento, tiene como objetivo las relaciones interpersonales y especialmente las que son hostiles o violentas

La llamada de la Torá (Ex 21,26, Lv 24,20), en referencia a la llamada ley de la represalia o ley del Talión, es para Jesús el punto de partida para proponer otra vía, la suya, la de Jesús, y que es respuesta a la violencia sea en forma de bofetada, de robo o de opresión. La vía que propone Jesús va más allá del sentido común del derecho, encaminado a contener la invasión de la violencia y los mecanismos de la venganza.

¿En qué consiste la vía de Jesús? Jesús nos muestra una actitud de donación sin reservas y que la vivirá hasta la Cruz. No se trata de sufrir pasivamente, sino que revela algo más profundo. Son gestos aparentemente incomprensibles y llenos de libertad, contrarios al mecanismo de acción-reacción. Representan un camino que confunde al malvado y puede desarmarlo. Nos pasa igual a nosotros cuando hacemos una acción incorrecta y que duele y nos desama ver cómo el que hemos herido nos ofrece la mano. Este «plus» del amor no es algo de lo que seamos capaces espontáneamente, ni puede resultar del esfuerzo personal, sino que reclama por parte de cada uno, un camino, un itinerario para vivir y madurar según los sentimientos de Jesús, que no son otros que los que están en el corazón de Dios. Por eso no seamos fáciles en juzgar las reacciones de los demás.

En esta lógica no es extraño que Jesús exprese de forma contundente la revolucionaria proclama que es el centro del relato que hemos proclamado: “Ya sabéis que dijeron: “ama a los demás”, pero no a los enemigos. Pues yo os digo: Amad a los enemigos, rogad por aquellos que os persiguen. Así seréis hijos de vuestro Padre celestial: él hace salir el sol sobre buenos y malos, y hace llover sobre justos e injustos”.

La paradoja de este Evangelio sólo es posible si ha habido un encuentro con Jesús y una renovada idea de Dios como Padre. El encuentro con Jesús nos pide un amor desproporcionado; el amor es siempre desproporcionado y choca con la forma de hacer y de ser del corazón humano, que puede llegar a confundir el amor a uno mismo con el vivir centrado y encerrado en el propio corazón, ya que el amor siempre es apertura al otro, posibilidad de ser para uno mismo y para los demás.

Retomando las dos afirmaciones con las que he empezado esta reflexión me doy cuenta de que hoy las palabras de Jesús nos tocan directamente a cada uno de nosotros, pero no como una acusación sino como posibilidad para reconocer que a veces no estamos muy lejos de las situaciones que nos descrito el evangelista. Pero también, hoy hemos recibido una buena noticia y es que, aunque no nos sea fácil vivir y ser como Jesús, sólo con que lo intentemos seremos prefectos como lo es el Padre celestial.

No quisiera terminar esta reflexión sin un recuerdo con gran respeto y una oración por todos los que son víctimas de tantas formas de violencia. Y todavía una oración para pedir a Jesús que nos ayude a mirar con su mirada a quienes obran el mal y el mal que nosotros obramos.

La Eucaristía que estamos celebrando es fuerza y viático en nuestro itinerario para poder ser perfectos como lo es el Padre celestial. Que así sea.

Abadia de MontserratDomingo VII del tiempo ordinario (19 de febrero de 2023)

Domingo VI del tiempo ordinario (12 de febrero de 2023)

Homilía del P. Lluís Juanós, monje de Montserrat (12 de febrero de 2023)

Sirácida 15:15-20 / 1 Corintios 2:6-10 / Mateo 5:17-37

 

Ley y libertad: dos palabras no siempre bien avenidas, no siempre entendidas por igual y que a lo largo del tiempo no han dejado de coexistir sin duras controversias. Jesús mismo se enfrentó varias veces con los escribas y fariseos sobre la forma de interpretar la ley. Con una autoridad sorprendente a los ojos de sus detractores afirma: «No creáis que he venido a abolir la Ley y los profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud» (Mt 5, 17). Jesús, por tanto, no quiere suprimir los mandamientos que Dios dio a su pueblo por medio de Moisés, sino que quiere darles plenitud. No se contenta con repetir la tradición ni en consolidar un legalismo minucioso y sin alma, sino que intenta liberar el corazón del hombre del peso fastidioso de la Ley para mostrar que esta «plenitud» que le da, requiere una mayor justicia, una observancia más auténtica. Dice, en efecto, a sus discípulos: «si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 5, 20); un Reino que ya se hace presente en medio del mundo por el espíritu de las Bienaventuranzas, por la novedad radical de una Ley que tiene su cumplimiento en la justicia y en un amor sin límites, sin exclusiones de ningún tipo.

La primera lectura que hemos escuchado nos muestra una reflexión hecha por la persona que, a partir de la experiencia de los años, ya sabe lo que es la vida y las contradicciones de la misma e intenta inculcar una orientación importante para vivir. El consejo vendría a ser éste: “Sé libre, elige con libertad, no te sientas obligado, no dejes que otros decidan por ti, pero, aún así, elige lo mejor”.

La pregunta que nos viene y que va a seguir viniendo a la mente de todos es: ¿Y qué es lo mejor? ¿Dónde encontrarlo?… esta pregunta no deja de inquietarnos también hoy frente a la diversidad de respuestas y posibilidades que nos ofrece el mundo.

Los sabios de aquella época, se remitían a lo que ellos llamaban los mandatos: Un conjunto de reglas sobre cómo comportarse para tener éxito en la vida. Lo que nosotros llamamos mandamientos son fruto de un proceso muy largo de reflexión en el que se reflejan las situaciones humanas con sus problemas, sus contradicciones, inquietudes, dudas o necesidades y que se concluye expresando lo más conveniente para que la vida se ordene de cara a hacer el bien y ser mejores. El hombre que a través de los años ha adquirido sabiduría y experiencia de vida, da sus consejos: “cuidado con lo que haces, no te dejes engañar, vigila con quien vas, no te pierdas” … Este conjunto de normas y de enseñanzas prácticas ha tenido etapas más o menos exitosas a lo largo de la historia, tanto si lo valoramos desde tiempos pasados, donde se exageró su rigidez, o era incuestionable la autoridad de los padres y maestros respecto a los hijos o alumnos, como si lo valoramos ahora en que a menudo vemos cómo el menosprecio de las normas puede ser el cultivo más idóneo para cultivar el desbarajuste, la desorientación, o la falta de valores o puntos de referencia que nos ayuden a encontrar el sentido de lo que somos y que hacemos, y vemos cómo lo que tiene éxito en nombre de la libertad es decir: “haz lo que quieras, que nada ponga freno a lo que deseas y disfruta de la vida que son cuatro días,” ¡siempre que el bolsillo y el salud lo permitan, por supuesto!

A lo largo del tiempo ha habido personas y teorías que defienden que la creencia y la vivencia religiosa son incompatibles con la libertad individual. Parece como si la voluntad de Dios fuera sinónimo de pérdida de libertad, de dejar de ser nosotros mismos. Esto se debe, por un lado, a una falsa imagen de Dios como alguien tirano y egoísta, abrumador, y por otro, pensar que la voluntad de Dios nos parece totalmente arbitraria. Si observamos la forma de actuar de Jesús nos daremos cuenta de que la libertad no es un fin en sí mismo sino un medio para algo mayor que para él es hacer la voluntad de Dios; la que nos hace verdaderamente libres. Nuestro Dios no es un Dios caprichoso ni egoísta, ni celoso de nuestra libertad, sino que, como buen padre, quiere lo mejor para nosotros. Lo que ocurre es que quizá no nos acabamos de fiar.

En tiempos de Jesús los escribas y fariseos exageraban tanto la importancia de la Ley que cualquier mínima crítica o resbalón era interpretado como un ataque frontal a su totalidad. Por eso se enfrentan y atacan a Jesús directamente y sin reparos porque, más que un estricto cumplimiento de la letra, nos pide una exigencia y una adhesión libre que no siempre es fácil de asumir. Jesús dice que no ha venido a abolir la Ley sino a darle plenitud, es decir, ha venido a decirnos, por ejemplo, que lo importante no es que yo dé una limosna, que en un momento concreto puede tener su importancia, sino que lo que importa es que yo esté pendiente de atender a quien tiene necesidad; que si trato de no ser un criminal, un crápula o un estafador, que ya es mucho, lo importante es liberarme de la codicia, la avidez, o del deseo de venganza y violencia que a menudo está en nuestro corazón.

Jesús nos pide que cumplimos sus mandamientos no como una obligación pesada, sino como un deseo profundo y personal por descubrirlos como algo fundamental para mí; como una ayuda y una guía para hacer nuestros sentimientos y finalmente lograr la libertad de los hijos de Dios que no es más que vivir en aquel amor que nos acerca más a Dios y a los demás.

¿Que Jesús nos pide demasiado? Puede ser, pero nunca nos deja de su mano y nos dice: “Venid a mí todos los que están cansados y agobiados, y yo os haré reposar porque mi yugo es suave, y mi carga, ligera.” (Mt 11, 28.30). Pidamos al Señor que nos haga descubrir qué es lo mejor para nosotros, a pesar de que nos cueste llevarlo a cabo, y abrámonos a su novedad y a su perdón. No tengamos miedo al Evangelio.

Abadia de MontserratDomingo VI del tiempo ordinario (12 de febrero de 2023)

Domingo V del tiempo ordinario (5 de febrero de 2023)

Homilía del P. Lluís Planas, monje de Montserrat (5 de febrero de 2023)

Isaías 58:7-10 / 1 Corintios 2:1-5 / Mateo 5:13-16

 

El pasado domingo oímos proclamar cómo Jesús viendo a las multitudes, observando la sociedad, subió a la montaña, y empezó a instruir a sus discípulos: el mensaje, bien mirado era sorprendente, y todavía lo puede ser para nosotros si reconocemos que Jesús es nuestra referencia y, por tanto, todo lo que dijo a sus discípulos, nos lo dice, hoy, a nosotros. Nos hace descubrir que Dios valora a las personas de una manera muy diferente a cómo son valoradas en nuestro entorno social. En nuestra sociedad se valora el éxito, los ganadores. También en tiempos de Jesús se creía que quienes eran ricos, por ejemplo, es que Dios les había bendecido. Pero la instrucción de Jesús es muy distinta; nos dice que Dios valora a aquellos que, precisamente, no son socialmente admirados, como los pobres en el espíritu, los que están de luto, los humildes, los que tienen hambre y sed de ser justos, etc. Y a estos Dios les da la posibilidad de ser felices, bienaventurados, santos, porque ellos poseerán el Reino, serán consolados, poseerán la tierra, serán saciados.

Hoy ha continuado su instrucción pidiendo que los discípulos hagamos lo mismo: proclamar por todas partes cómo Dios valora la vida, especialmente a aquellos que parece que la vida se les ha dado la espalda. Pero no se trata de dar una buena dosis de optimismo a perdedores, sino dar sentido a su itinerario personal. Para realizar bien esta proclamación nos ha propuesto dos actitudes. Ser sal. Ser luz.

¿Cuál es el sentido que tiene en ese contexto la sal? Por un lado, la sal es la que da sabor a los alimentos. Debemos entender que la misión de los discípulos, la de la Iglesia, la de cada uno de nosotros, si tenemos conciencia de ser discípulos, es que debemos introducirnos en la entraña de la sociedad para descubrir el sentido de la vida en un mundo en el que se banaliza cada vez más. También la sal, en tiempos de Jesús, tenía la función de conservar e impedir que los alimentos se estropearan y se corrompieran. Por tanto, se trata de luchar para que la práctica de la justicia proteja la dignidad de todos aquellos a quienes Jesús ha anunciado las bienaventuranzas, como los humildes, los compasivos, los limpios de corazón, los que ponen paz, los perseguidos por el hecho de ser justos…y aquí podemos recordar todas las demás bienaventuranzas. Para ser coherentes en este sentido, es necesario coraje personal, de lo contrario seremos como la sal que no sirve para nada, y podemos caer en la indiferencia de todos y que en la calle seamos pisados.

Cuando afirma: «Vosotros sois luz del mundo». No nos está diciendo que debemos serlo, sino que lo somos. Tomar conciencia, pues, de nuestra misión y responsabilidad. La Iglesia, nosotros, debemos ser referentes para quienes están en busca del vacío interior. No se trata de afán de protagonismo. San Pablo, en la segunda lectura, explicaba a la comunidad de Corinto su actitud personal cuando les escribía: «mi palabra y mi predicación no fue con persuasiva sabiduría humana, sino en la manifestación y el poder del Espíritu» Este ser luz puede tener muchas expresiones, pero es indudable que debe iluminar, y difícilmente se ilumina si nuestro interior no vive liberado porque se sabe acogido por el amor de Dios. Podemos constatar que quien hace la experiencia de sentirse amado tiene la fuerza del amor en su mismo rostro. A veces tenemos poco presente que, cuando queremos dar testimonio de la propia experiencia, lo decimos como un reproche. Cuanto más nos dejemos atrapar por las bienaventuranzas más sencilla y a la vez más profunda será nuestra vida.

Irradiamos lo que vivimos, lo que somos, lo que hacemos. Es lo que nos ha dicho el salmo cuando nos recordaba: «El hombre justo, compasivo y benigno, es luz que apunta en la oscuridad…Tiene el corazón inconmovible, nada teme, reparte lo que tiene, lo da a los pobres, su bondad consta para siempre» Es lo mismo que Isaías nos ha recordado en la primera lectura cuando ponía en boca de Dios: «Comparte tu pan… si alguien no tiene ropa, vístelo; no les rehúyas que son hermanos tuyos. Entonces estallará en tu vida una luz como la de la mañana, y se cerrarán al instante tus heridas». Esto es lo maravilloso: cuanto más nos comprometemos para iluminar, tanto más la claridad de Dios iluminará y curará nuestra propia vida.

 

Abadia de MontserratDomingo V del tiempo ordinario (5 de febrero de 2023)

La Dedicación de la Basílica de Montserrat (3 de febrero de 2023)

Homilía del P. Manel Gasch i Hurios, Abad de Montserrat (3 de febrero de 2023)

Isaías 56:1.6-7 / Hebreos 12:18-19.22-24 / Lucas 19:1-10

 

Todos los monjes y monjas benedictinos amamos las iglesias de nuestros monasterios. Nosotros amamos nuestra basílica, aquí en Montserrat. Estimamos estas paredes, las piedras materiales, que durante tantos siglos han protegido nuestra oración del frío (aunque sólo un poco), del calor, del ruido y nos han permitido rezar y avanzar en la dimensión más profunda y espiritual de la nuestra vida, la búsqueda de Dios, que en buena parte pasa por las horas en las que todos juntos alabamos a Dios, y celebramos la eucaristía que nos asegura la comunión real con Jesucristo todos los días.

Me parece que también los escolanes aman esta Iglesia. Quizás ahora no lo percibáis tanto, pero sé que después de dejar la Escolanía, si alguna vez los antiguos escolanes vuelven, tienen una sensación fuerte cuando salen a cantar aquí, porque también esta nave, este lugar, es una parte importante de la vuestra vida. Ante este altar os vestís de escolanes y os despedís de la Escolanía.

También los peregrinos, los oblatos, los cofrades aman este templo y lo recuerdan desde casa. Hoy en día, con un recuerdo que es muy fuerte porque la tecnología permite estar aquí dentro de una manera virtual, durante casi todo el día y unirse a todo lo que ocurre dentro de este edificio. Incluso diría que quienes no la conocen, están llamados a amar algún día a esta Iglesia. Como si los estuviéramos esperando.

No es la belleza del edificio lo que hace que le amemos sino nuestra historia personal, porque aquí todos hemos vivido algo que tiene que ver con Jesucristo. Celebrar la Dedicación de una Iglesia es celebrar que nuestros antepasados construyeron con fe y devoción a Santa María este lugar y lo reservaron para que, en él, durante todo el tiempo futuro, a partir de aquel 1592, todo el mundo pudiera vivir su historia personal de comunión con Jesucristo. Por eso cantaremos en el canto de comunión con palabras de San Pablo que “Somos un templo de Dios, que el Espíritu de Dios reposa en nosotros y que ese templo de Dios que es sagrado somos nosotros”. (1 Co 3, 16-17)

Pero la basílica nos permite también vivir juntos esta historia, como comunidad de monjes, como parroquia o movimiento que peregrina hacia el Señor. La liturgia de hoy toma esta idea que nos pone a nosotros, los fieles, en el centro de la solemnidad de la dedicación y quiere transmitir la idea de que lo que el templo significa es la comunidad que se reúne. Pero no como quien celebra una asamblea para decidir algo, sino como una comunidad que camina hacia Dios, esto es una comunidad que sigue a Jesucristo, el Señor, del que decimos que es la cabeza del cuerpo que todos formamos y la piedra fundamental de esta edificación. La Iglesia nace del mismo Jesús de Nazaret y de sus discípulos, de su predicación, de las primeras comunidades que celebraban la fe a escondidas y clandestinamente, y desde entonces se ha reunido siempre mientras espera que Él mismo, Jesucristo, vuelva glorioso. Esto es también lo que nos hace comparar esta y cualquier otra iglesia con Jerusalén, con Sión, con una idea que sólo quiere significar aquella realidad en la que, sin ambigüedad, sin pecado, estaremos todos felices en la paz de Dios.

Si levantáramos el mantel del altar, veríamos una inscripción -espero que algún día también os las enseñen a los escolanes- grabadas en esta gran piedra de Montserrat, que dice “Petra autem erat Christus”, “La piedra era Cristo”. Quiere recordar que este altar, en el que celebramos la eucaristía y ante el que se celebran también otros sacramentos, como ordenaciones, matrimonios y bautizos y confirmaciones, nos recuerda a Jesús que se hace presente cada día por su generosidad entre nosotros.

La solemnidad de la Dedicación de nuestra basílica de Montserrat también nos permite vivir otra dimensión muy presente en los textos que hemos ido rezando desde ayer, que es la llamada a ser un lugar de acogida universal. La comunidad cristiana recibe ya del Antiguo Testamento cómo leíamos en la primera lectura la vocación a acoger a todos los pueblos: “Los extranjeros que se han adherido al Señor les dejaré entrar en la montaña sagrada” y “todos los pueblos llamarán a mi templo casa de oración”. Cómo esto se hace realidad aquí, donde la montaña, el santuario y el monasterio, todos bajo la protección de la Virgen María, atraen a tantos peregrinos que son bienvenidos a entrar en esta alianza con el Señor. Los monjes y monjas, los benedictinos especialmente, nos reconocemos en esta acogedora dimensión de nuestras iglesias monásticas, que tan bien enlazan con el carisma de recibir a todo el mundo como a Cristo que nos propone nuestra Regla.

En el himno de maitines, la primera oración del día de hoy rezábamos,

“Este sitio se llama el aula del rey,
La puerta de un cielo brillante e inmenso 
que acoge a todos los que piden la patria de la vida”

“Hic locus nempe vocitatur aula
Regios inmensi nitidique caeli
Puerta, quae vitae patriam petentes
Accipido omnes”

La estrofa resume las ideas que he intentado decir en estas palabras. Me gusta que quienes deben ser acogidos no sean definidos en este versículo por su ciencia, ni siquiera por su fe o su caridad, sino tan sólo por su deseo “vitae patriam petentes”, quienes piden la patria de la vida. El deseo es lo que nos lleva hacia Dios y que nos hace entrar en comunión con tantos hermanos y hermanas. Podemos sacar una buena lección para seguir acogiendo, como hacemos normalmente ya que la Iglesia es en general, a pesar de todo lo que dicen, muy acogedora y muy poco sectaria.

Por su belleza, las iglesias cristianas quisieran ser esta aula del Rey, Jesucristo, y la puerta de ese cielo inmenso y brillante, como el de hoy. Sería bonito que nuestra oración fuera también la puerta hacia Dios, hacia Jesucristo y su Evangelio, proclamado de Oriente a Occidente, como dice otra de las inscripciones del lateral del altar. Decía San Juan Pablo II en su visita a Montserrat, de la que celebramos el cuarenta aniversario el pasado 7 de noviembre, que esta basílica es uno de esos lugares que son signos del misterio de la Encarnación y de la Redención. La presencia constante de Santa María de Montserrat nos ayuda aquí a intensificar en todos nuestra vida cristiana, nuestra conciencia de haber sido salvados por Jesucristo y la esperanza de la plena redención nuestra y de toda la humanidad.

Mantengámonos fieles a la propia historia de salvación que el Señor quiere para nosotros y que nos propone cada día, en la novedad perenne de la eucaristía, porque es desde este testimonio personal que vamos edificando, como piedras vivas aquí en la tierra, aquella iglesia que está llamada a ser la Jerusalén del Cielo.

 

 

Abadia de MontserratLa Dedicación de la Basílica de Montserrat (3 de febrero de 2023)

Domingo IV del tiempo ordinario (29 de enero de 2023)

Homilía del P. Bonifaci, monje de Montserrat (29 de enero de 2023)

Sofonías 2:3; 3:12-13 / 1 Corintios 1:16-31 / Mateo 5:1-12

 

Hoy, en nuestra celebración dominical, todavía resuena aquella manifestación de pobreza y humildad del misterio de Navidad. Porque Navidad no podía ser sino la puerta de entrada de Cristo que venía a instalar el Reino de Dios, Reino de pobreza y de humildad, porque es esto lo que nos revela cómo es Dios. Dios es amor, y el amor es humilde y no busca su provecho, sino el de aquél que ama. Y el Hijo de Dios se rebajó, se hizo hombre y murió pobre, de la manera más ignominiosa, en manos de los poderosos, por nuestro amor. Pero el Padre confirmó su mensaje y su vida sentándolo a su derecha.

No es, pues, nada extraño que el fundamento del mensaje del Reino sean las Bienaventuranzas, que resumen la forma de vida que Dios quiere que vivamos los hombres. Una forma de vida totalmente contraria al ideal de vida que los hombres siempre han querido construir y proponer.

Hoy tenemos un texto profético que nos predice: Buscad al Señor los humildes.  Y San Pablo dice a los cristianos de Corinto: Dios ha escogido lo que no cuenta, de modo que nadie pueda gloriarse en la presencia del Señor. El que se gloríe, que se gloríe en el Señor. 

Las bienaventuranzas nos hablan de pobreza, de humildad, de bondad, de pasar hambre, de estar tristes, de ser compasivos, de tener el corazón limpio, de poner paz y de ser perseguidos por el nombre de Cristo. Valores que el mundo desestima.

¿Por qué esa insistencia de la Palabra de Dios? Sencillamente, porque es lo que nos ha venido a revelar a Cristo que nos trae la voluntad de Dios. Él no hacía sino revelar al Padre. Quien me ve a mí, ve al Padre. Yo no hago sino lo que me dice el Padre. Y, de hecho, la trayectoria de la vida de Cristo está marcada por el camino de la pobreza y de la humildad: empieza a predicar, no en grandes ciudades, sino en las aldeas de Galilea, elige a colaboradores de entre la gente sencilla, ignorante, pobre. Él mismo fue un trabajador hasta que inició el ministerio de la predicación del Reino. Nunca quiso hacerse de ningún movimiento social o político, ni ser proclamado profeta, o rey. Venía sólo a dar testimonio de la verdad, de la voluntad del Padre de salvar a los hombres. Su poder era hacer el bien a los desamparados, perdonar pecados, liberar de demonios, conducir al Padre. Fue la imagen del Padre, reveló el Reino del Padre.

El Dios que nos hemos formado los hombres, en cambio, es un Dios sublime, separado, que impone temor, juez supremo, Ser perfecto, pero que nos hace ver a nosotros imperfectos. Pero el Dios que nos revela Jesús no tiene esta imagen. Es todo lo contrario: es en Jesús que Dios se manifiesta y se revela. Quien ve a Jesús ve cómo es el Padre. Y Jesús nos invita: ‘Venid a mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro reposo’. ‘Yo no quiero la muerte del pecador, sino que se convierta y viva’. ‘He venido a salvar, no a condenar’. ‘No tengáis miedo, el Padre quiere daros el Reino’. “Cree en mí y cree también en el Padre, y donde yo estoy estaréis vosotros”. ‘Como el Padre me ha amado, así os he amado yo’.

Si queremos ser discípulos de Cristo, sigamos, pues, sus huellas: Porque el que ama la vida, la perderá, y el que la pierde por mí, la recobrará. ¿Qué ganaríamos de tener todos los bienes del mundo si perdiéramos la vida? Sigamos, pues, la pobreza, la humildad, la bondad, el amor desinteresado, busquemos servir a los demás. Y, quien quiera ser mayor, que se haga servidor de todos. No existe un camino más seguro. Dios nos lo recompensará. Nos dirá: ”Venid, bendecidos de mi Padre, entrad en el Reino que os estaba preparado desde la creación del mundo”.

 

Abadia de MontserratDomingo IV del tiempo ordinario (29 de enero de 2023)

Domingo III del tiempo ordinario (22 de enero de 2023)

Homilía del P. Valentí Tenas, monje de Montserrat (22 de enero de 2023)

Isaías 8:23b-9:3 / 1 Corintios 1:10-13 / Mateo 4: 12-23

 

Estimados hermanos y hermanas,

En las primeras palabras del Evangelio de hoy nos encontramos con dos grandes personajes del Nuevo y del Antiguo Testamento. El primero es San Juan Bautista, el nuevo profeta Elías, y con su misión concreta y específica: “De preparar el camino de quien iba a venir”. El Bautista era el precursor, el manifestador para reconocer al Elegido, al Mesías, Jesús, Luz del mundo, al Cordero de Dios y bautizarlo. El rey Herodes Antipas encarceló y decapitó a Juan, en la fortaleza de Maqueronte, por instigación de su ilegítima mujer Herodías, madre de Salomé. Jesús, al saberlo, no volvió a Nazaret, sino que se exilió a la ciudad de Cafarnaún, lugar de confluencia de caminos del mar y la montaña, cerca del gran lago de Tiberíades, región conocida popularmente como “País de Zabulón y de Neftalí, Galilea de los Gentiles o de los Paganos”.

El segundo personaje que hemos oído en la primera lectura es el Profeta Isaías (podemos ver su imagen en el centro de la nave de la Basílica, a vuestra derecha). Él profetizó 800 años A.C. todos los oráculos del Siervo de Yahvé y la venida del Mesías el Salvador. Hoy nos dice: “El pueblo que avanzaba a oscuras ha visto una gran luz, una luz resplandece para quienes vivían en el país tenebroso”. Jesús es la Luz del mundo para quienes lo buscan y lo buscan de todo corazón. Todo cristiano normal es llama, espejo de luz, de alegría, persona de gozo y libertad. Dice el cardenal de Barcelona, Joan Josep Omella, que “toda pequeña comunidad o parroquia, tanto de la ciudad como de los pueblos, son sencillas llamas de Luz, son presencia Cristiana viva, concreta, simple y vacilante, ¡pero llama! que brilla y da Luz en nuestra difícil sociedad actual”. No podemos decir, en modo alguno, y tranquilamente: “durante muchos años me he reservado mi fe para mi intimidad privada”.

Jesús nos dice: “Convertíos, que el Reino del Cielo está cerca”. Es una invitación, una llamada a darnos la vuelta hacia Dios. No se trata sólo de convertirse en buenas personas de golpe, sino de volver a aquel Yo que es bueno dentro de nosotros mismos. Por eso, la conversión no es triste, es el descubrimiento de la verdadera alegría que gotea dentro de la profundidad de nuestro pequeñísimo corazón humano. Convertirse es simplemente dar un vaso de agua, hablar con esa persona mayor desconocida en el rellano o en el ascensor de tu casa; decir buenos días, buenas noches, adiós, ¿cómo estáis…? consolar a quienes lloran. Compasivos con quienes pasan hambre, dolor o guerra. Pacificadores en todo evento y en todo lugar; limpios de corazón, para decir siempre una palabra de vida, una palabra adecuada, de Buena Nueva, de gozo, de amor, de paz. Y, sobre todo, firmes ante el mal, que en todo momento está siempre presente y actuando, desgraciadamente.

En el río Jordán Jesús revela su filiación Divina. Hoy, en el lago de Galilea, comienza su manifestación, su Misión. Él, bordeándolo, ve a dos hermanos, Simón-Pedro y Andrés, que estaban tirando las redes. Les llama y les dice: “Venid conmigo, y os haré pescadores de hombres”. Un poco más adelante hace lo mismo con otros dos hermanos, Jaume y Joan, que estaban en la barca, reparando las redes. Todos, rápidamente, dejando familia y trabajo siguen la voz del Maestro. Jesús no les prometió nada, no les aseguró la vida, una casa o dinero. No, simplemente les llamó y ellos respondieron: “¡Aquí me tenéis! ¡Estoy aquí!”. Mensaje, llamada, respuesta y seguimiento. San Benito nos dice: “Escucha, hijo, los preceptos de un maestro e inclina el oído de tu corazón y acoge con gusto la exhortación de un padre bondadoso y ponla en práctica”.

El Evangelio de este domingo finaliza con Jesús en misión. Él predica en las sinagogas, enseña la Palabra, la Buena Nueva y cura a la gente de toda enfermedad. Todo esto, mientras viajaba por la Galilea, País de Zabulón, de Neftalí, tierra de paganos, que ahora ven personalmente una gran Luz, que es Jesús de Nazaret, el Señor. Triple Misión de Cristo, y Triple misión de la Iglesia: «Enseñar, anunciar y curar». Ser pescadores de hombres.

Hermanos y hermanas: en este Domingo de la Palabra es Jesús mismo quien nos habla y nos invita a construir nuestra vida sobre sus Palabras de Vida. San Jerónimo nos dice: «Desconocer las Escrituras es desconocer a Cristo». Oremos, hoy, especialmente, por aquellos países donde, por tener simplemente un pequeño Nuevo Testamento puede significar muchos meses de cárcel; o distribuir Biblias, o ser cristiano públicamente puede acarrear penas de muerte, con el silencio de todo el continente europeo.

 

Abadia de MontserratDomingo III del tiempo ordinario (22 de enero de 2023)

Domingo II del tiempo ordinario (15 de enero de 2023)

Homilía del P. Efrem de Montellà, monje de Montserrat (15 de enero de 2023)

Isaías 49:3.5-6 / 1 Corintis 1:1-3 / Joan 1:29-34

 

Poco antes de la pandemia, con la Escolanía fuimos a cantar a Moscú. Fue justamente esta semana, después de que se nos proclamara ese mismo evangelio. Y una de las visitas culturales que hicimos fue en la galería Tretyakov, el museo de pintura más importante de la ciudad. El museo lleva el nombre de Pavel Tretyakov, un comerciante que después de hacerse millonario gastó su fortuna comprando arte, pero no para él: quiso que su colección fuera pública, y que quedara instalada en un museo de acceso gratuito para los moscovitas, para que todo el mundo pudiera estar en contacto con el arte. Y visitando el museo, entramos en una gran sala en la que había un cuadro de 7 metros por 5 que ocupaba toda la pared. La guía se entretuvo bastante porque era interesante; y para nuestra sorpresa, la temática del cuadro era —justamente, la del evangelio del domingo (es decir, el de hoy).

El cuadro en cuestión era de Alexander Ivanov, pintor naturalista ruso del S.XIX, que se esforzó por plasmar la trascendencia del momento: el encuentro con Jesús, que puede transformar la vida de las personas porque nos perdona el pecado. En el cuadro se veía a Jesús a lo lejos, acercándose. Era la figura más pequeña pero la que más se veía. Y en primer plano había unas 25 o 30 personas, con Juan Bautista en el centro señalando a Jesús en el momento de decir «Mirad el Cordero de Dios». El artista había sabido captar uno de los mensajes profundos de esta escena, y por eso había pintado a personas muy diferentes. Estaban los discípulos de Jesús con sus virtudes y defectos: Pedro, que recibiría el encargo de liderar el grupo; Tomás que dudaría… Había gente rica y pobre, gente joven y vieja, gente letrada e inculto, hombres y mujeres, niños y niñas… La guía nos fue explicando que algunas de las caras eran conocidas de quienes vieron el cuadro por primera vez: había algún escritor reconocido del momento, e incluso uno de los personajes era un autorretrato del artista. Y lo que tenían en común todos ellos era que se encontrarían con Jesús, lo que supondría un antes y un después en sus vidas. Porque Jesús había venido para hacer presente a Dios en medio de nosotros y para salvarnos, a todos: independientemente de nuestra posición social, de nuestro oficio, de nuestra riqueza, de nuestra edad, e incluso de nuestra fe, Dios nos perdona y nos salva. Y mientras nos íbamos adentrando en el misterio y nos íbamos sorprendiendo de todo lo que se podía decir sin palabras, aún hubo otro detalle destacado: nos hizo notar que en un extremo había un espacio en el que todavía habría cabido una figura más, un personaje que no estaba. ¿Por qué había dejado un espacio desperdiciado, donde se veía la vegetación al fondo? Uno de los escolanes acertó la respuesta, pero la dejamos para el final.

«Mirad al Cordero de Dios, mirad al que quita el pecado del mundo» es una frase que ha pasado a la liturgia. La oiremos del celebrante justo antes de hacer la comunión. Este Jesús que bautizó en el río Jordán y que vino para salvarnos a todos, ahora se nos hará presente a través de los dones eucarísticos, y recibiéndolos nos uniremos a él. Ya estábamos unidos: por el sacramento del Bautismo todos nosotros nacimos como hijos de Dios. Y por el sacramento de la Confirmación recibimos el Espíritu Santo y lo llevamos con nosotros. Pero cada vez que nos sentamos en la mesa del Señor renovamos esta presencia de Dios en nuestro interior; por eso el celebrante añade “dichosos los invitados a su mesa”, y por eso este evangelio trae el eco de las fiestas de Navidad: porque Jesús no sólo vino al mundo una vez, sino que sigue vivo y presente a través nuestro: cada vez que escuchamos su palabra con voluntad de hacerla nuestra y cumplirla, cada vez que como hoy haremos la comunión, tenemos y hacemos presente a Dios en el mundo. Y esto es todo un privilegio, que debe tener continuidad en nuestras vidas.

Todos nosotros, cuando salgamos de esta celebración habremos renovado la presencia de Dios en nuestro interior. Todos iremos con la misión de hacer presente a Cristo en el mundo. Lejos de venir a Misa como una obligación o una rutina, sintiendo la palabra de Dios y recibiendo el cuerpo de Cristo, llevaremos a Dios en nuestro interior y con nuestras palabras y obras lo haremos presente allá donde vayamos. Y por eso podemos proponernos un doble ejercicio. En primer lugar, a imitación del Bautista que mirando a Jesús dijo «Mirad al Cordero de Dios», nosotros también deberíamos esforzarnos en ver la presencia de Dios en todas y cada una de las personas que tratamos, y perdonarlas. Seguramente es más fácil de hacer con quienes amamos o con quienes nos caen mejor, pero se trata de hacerlo con todo el mundo, incluso con los que más nos cuesta. Porque todo el mundo puede llevar la presencia de Dios, y si nos esforzamos por verla los amaremos más fácilmente. Y en segundo lugar, deberíamos vivir conscientes de que cada uno de nosotros también puede hacer presente a Dios a los demás. Y aquí ya podemos responder a la pregunta que había quedado abierta sobre el espacio que quedaba libre en el cuadro: el pintor dejó un espacio vacío para que cada uno se imaginara a sí mismo en aquella escena. Dios también ha venido para cada uno de nosotros. Y Dios también se hace presente en cada uno de nosotros. Aparte de tratar de reconocer la presencia de Dios en los demás, debemos ser conscientes de que también somos presencia de Dios. Y esto nos condiciona positivamente, porque nos invita a hacer el bien y aportar cosas buenas a la sociedad. Como Tretyakov, que pudo vivir tranquilo con su fortuna pero que prefirió gastarla para dar una oportunidad a los más humildes que no habían tenido su suerte. O como tantas y tantas acciones anónimas que encontraríamos a nuestro alrededor si nos fijáramos bien en todo lo que ocurre a nuestro alrededor. Contribuir con lo que podamos a la edificación del Reino de Dios, siendo conscientes de que llevamos a Dios con nosotros y tratando de verlo también en los demás, es un buen fruto de la celebración de la Navidad que hemos pasado, y un buen propósito para al año que comienza.

 

 

Abadia de MontserratDomingo II del tiempo ordinario (15 de enero de 2023)

Fiesta del Bautismo del Señor (8 de enero de 2023)

Homilía del P. Ignasi M Fossas, monje de Montserrat (8 de enero de 2023)

Isaías 42:1-4.6-7 / Hechos de los Apóstoles 10:34-38 / Mateo 3:13-17

 

Queridos hermanos y hermanas: me permito empezar esta homilía reproduciendo un fragmento de la que, predicó el papa Benedicto XVI en la fiesta de hoy en 2008. Merece la pena recordar sus palabras porque expresan con profunda claridad el misterio que hoy celebramos. Decía Benedicto XVI: 

Acabamos de oír el relato del bautismo de Jesús en el Jordán. Fue un bautismo diverso del que estos niños van a recibir, pero tiene una profunda relación con él. En el fondo, todo el misterio de Cristo en el mundo se puede resumir con esta palabra: «bautismo», que en griego significa «inmersión». El Hijo de Dios, que desde la eternidad comparte con el Padre y con el Espíritu Santo la plenitud de la vida, se «sumergió» en nuestra realidad de pecadores para hacernos participar en su misma vida: se encarnó, nació como nosotros, creció como nosotros y, al llegar a la edad adulta, manifestó su misión iniciándola precisamente con el «bautismo de conversión», que recibió de Juan el Bautista. Su primer acto público, como acabamos de escuchar, fue bajar al Jordán, entre los pecadores penitentes, para recibir aquel bautismo. Naturalmente, Juan no quería, pero Jesús insistió, porque esa era la voluntad del Padre: “Soy yo quien necesito que tú me bautices. ¿Cómo es que tú vienes a mí?”, pero Jesús insistió, porque aquélla era la voluntad del Padre: “Accede por ahora a bautizarme. Conviene que cumplamos así todo lo bueno de hacer”. 

¿Por qué el Padre quiso eso? ¿Por qué mandó a su Hijo unigénito al mundo como Cordero para que tomara sobre sí el pecado del mundo? (cf. Jn 1, 29). El evangelista narra que, cuando Jesús salió del agua, se posó sobre él el Espíritu Santo en forma de paloma, mientras la voz del Padre desde el cielo lo proclamaba «Hijo predilecto» (Mt 3, 17). Por tanto, desde aquel momento Jesús fue revelado como aquel que venía para bautizar a la humanidad en el Espíritu Santo: venía a traer a los hombres la vida en abundancia (cf. Jn 10, 10), la vida eterna, que resucita al ser humano y lo sana en su totalidad, cuerpo y espíritu, restituyéndolo al proyecto originario para el cual fue creado.

El fin de la existencia de Cristo fue precisamente dar a la humanidad la vida de Dios, su Espíritu de amor, para que todo hombre pueda acudir a este manantial inagotable de salvación. Por eso san Pablo escribe a los Romanos que hemos sido bautizados en la muerte de Cristo para tener su misma vida de resucitado (cf. Rm 6, 3-4). Y por eso mismo los padres cristianos, como hoy vosotros, tan pronto como les es posible, llevan a sus hijos a la pila bautismal, sabiendo que la vida que les han transmitido invoca una plenitud, una salvación que sólo Dios puede dar. De este modo los padres se convierten en colaboradores de Dios no sólo en la transmisión de la vida física sino también de la vida espiritual a sus hijos. Hasta aquí las palabras de Joseph Ratzinger.

Otro elemento a considerar del Bautismo del Señor es su dimensión cósmica. La «inmersión» de Cristo en las aguas del Jordán ha santificado todas las cosas creadas. La redención que ha llevado a Jesucristo por su pasión, muerte y resurrección afecta no sólo a los hombres y mujeres de todos los tiempos, sino también a la creación entera. Precisamente tratando este tema, el propio Benedicto XVI decía también: El bautismo no es sólo una palabra; no es sólo algo espiritual; implica también la materia. Toda la realidad de la tierra queda involucrada. El bautismo no atañe sólo al alma. La espiritualidad del hombre afecta al hombre en su totalidad, cuerpo y alma. La acción de Dios en Jesucristo es una acción de eficacia universal. Cristo asume la carne y esto continúa en los sacramentos, en los que la materia es asumida y entra a formar parte de la acción divina. (homilía por la fiesta del bautismo del Señor de 2007).

Por eso también la creación es susceptible de la salvación que nos viene de Cristo. Como dice también una antífona de la fiesta de hoy, Dios purifica, en Cristo, todas las cosas creadas con el Espíritu y el fuego (Laudes). Esta realidad llega a su punto culminante en la celebración de la Eucaristía. En el sacramento del pan y del vino, estos elementos que forman parte de la creación caída son santificados por el Espíritu Santo y se convierten en el cuerpo y sangre de Nuestro Señor Jesucristo. Con la comunión nosotros también participamos de esa corriente de vida y de gracia que brota del lado abierto del Señor. Que Él nos llene con su luz y nos haga el don de adorarle todos los días de nuestra vida. Dad al Señor gloria y honor, honrad al Señor, honrad su nombre, adorad al Señor, aparece su santidad.

Abadia de MontserratFiesta del Bautismo del Señor (8 de enero de 2023)

Solemnidad de la solemnidad de la Epifanía del Señor (6 de enero de 2023)

Homilía del P. Manel Gasch i Hurios, Abad de Montserrat (6 de enero de 2023)

Isaías 60:1-6 / Efesios 3:2-3a.5-6 / Mateo 2:1-12

 

Hemos escuchado muy a menudo, queridas hermanas y hermanos, durante estas fiestas de Navidad, la referencia a la gloria de Dios, por ejemplo, en el mismo momento del nacimiento del Señor, el canto de los ángeles frente al Belén, ante Jesucristo niño, era un canto a la gloria de Dios, y tantas otras veces, la palabra se ha ido repitiendo, también hoy en la primera lectura o en la oración colecta.

La solemnidad de la Epifanía es como el punto de inflexión que nos proyecta hacia delante. Durante estos días nos hemos llenado, «hemos contemplado su gloria», como cantábamos en Nochebuena. Lo hemos hecho meditando lo incomprensible de que Dios haya querido bajar a la tierra, tomar la condición humana hasta sus últimas consecuencias y elevarla hacia Dios. Habiendo sido testigos de todo esto, ahora nos tocará llenar el año y todas sus celebraciones con esa misma gloria. Lo hemos cantado en el anuncio del año litúrgico, que empezaba con estas palabras: La gloria del Señor se ha manifestado en Belén y seguirá manifestándose entre nosotros, hasta el día de su regreso glorioso.

Pero, ¿qué es esa gloria, de la que hablamos tanto?

Gloria es una palabra que en hebreo tiene el sentido común de peso, algo que pesa, incluso de carga. Desde este significado pasa a ser en el lenguaje teológico una característica tan propia de Dios, que incluso alguna lengua como el alemán, la componen a partir del mismo nombre de «Señor». La gloria es como la divinidad de Dios. Algo que pesa y por tanto el reto es ¿cómo hacer que Dios pese realmente en nuestras vidas y en nuestra Iglesia? ¿Cómo hacernos capaces de dejar ver en nosotros mismos algo de la gloria de Dios?

La primera lectura de hoy habla precisamente de la gloria colectiva. No habla de individuos. El Señor viene a la comunidad reunida, en Jerusalén, lugar de la reunión de los creyentes judíos, lugar en el que la inmediatez de Dios estaba asegurada. Esta realidad lo convierte en un lugar atrayente, un lugar que por encima de todo lleva luz, que es radiante, es decir que ilumina. Podríamos mirarlo como algo fantástico, utópico, pero no: era y es una realidad y al mismo tiempo una vocación y un reto: Avanzar hacia hacer de nuestras comunidades lugares parecidos a la descripción del profeta Isaías. Comunidades de abundancia, por todo lo que reciben y por todo lo que dan de lo que reciben. El primero de los retos es creer con fe firme que podemos ser así y animarnos a convertirnos en cristianos radiantes y comunidad iluminadoras. Sabemos que la luz viene mientras las tinieblas envuelven la tierra y oscuras nubes cubren las naciones, pero también hemos leído estos días que la luz resplandece en la oscuridad y la oscuridad no ha podido ahogarla. No necesitamos magia alguna, sólo creer y abrirse a la acción de Cristo que es la luz del mundo.

Esta gloria de Dios nos viene gratuitamente: Ya lo decía San Agustín en uno de sus sermones de Navidad: pregunta qué mérito, qué razón, qué causa y verás que sólo encuentras gracia, es decir gratuidad. Quizás si buscáramos o si creyéramos que podemos de alguna manera dominar esta gloria de Dios se nos escaparía.

Don que recibimos en comunidad y por voluntad de Dios, sin embargo, Él nos llama a ser testigos e incluso administradores, porque nuestra vocación es devolver al mundo lo que recibimos de Dios. Esto lo incluye todo:

Empezando por la oración: ¿O no es nuestra liturgia como lugar privilegiado de encontrarse con la Palabra y con el mismo Jesucristo en la eucaristía, momento privilegiado para vivir la gloria de Dios y para comunicarla, especialmente en nuestra celebración abierta por naturaleza? Quizás siendo algo conscientes de ello ya nos habremos puesto en camino.

Pero también incluye obedecer a la Palabra y al Evangelio y un compromiso personal por la justicia, por la persona humana, por la paz. Jesús niño es la Palabra, la luz, porque es Dios hecho hombre y esto sólo puede ser luz y vida, pero en su camino entre nosotros, de la gloria de Dios antes de la Encarnación al regreso a la gloria después de la ascensión, Jesús es también el hombre que, como decía el Papa Francisco en Nochebuena, ha nacido en un pesebre, ha vivido itinerante y ha muerto en una cruz. Éste es también su trono. No nos costará demasiado encontrar situaciones en las que nuestro testimonio de la gloria de Dios será como Jesucristo, acercarnos a los pesebres de quienes nacen pobres o de quienes mueren en las cruces.

Con todo esto sólo queremos recibir y testimoniar la gloria, el peso de Dios en nuestra vida. Lo que pesa siempre ha sido una manera de decir lo importante. En muchas culturas las balanzas son un instrumento de medir y valorar simbólicamente el peso de nuestras vidas. En algunos frescos románicos, San Miguel pesa a las almas cristianas con una balanza frente a la fuerza del mal. Quizás podríamos decir que, si hay Dios, nuestra vida siempre pesará más, siempre estará más llena de ese amor y de aquella bondad que nos ayudan a amar, intercediendo por el mundo, siendo testigos de Dios y ayudando con caridad.

La fiesta de hoy es la fiesta de la proyección de la fe cristiana en el mundo, de la manifestación en las naciones, esto es el significado de Epifanía y en el fondo incluye además de la adoración de los Reyes, otros dos momentos de la vida de Jesús que iremos siguiendo las próximas semanas: el bautismo y la boda de Canaán, cuyo evangelio termina con la afirmación: Así manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él, Jn 2, 11. Una vez más, la escritura nos lleva a ver en otras situaciones de la vida de Jesús, cómo su persona es la verdadera revelación de ese Dios, demasiado resplandeciente para ser visto, pero absolutamente decidido a hacerse visible en Jesucristo, y presente en la Iglesia y en todos nosotros por participación, que se convierten así en signos radiantes de luz y de paz para toda la humanidad.

 

Abadia de MontserratSolemnidad de la solemnidad de la Epifanía del Señor (6 de enero de 2023)

Funeral por el Papa Emérito Benedicto XVI (2 de enero de 2023)

Homilía del P. Manel Gasch i Hurios, Abad de Montserrat (2 de enero de 2023)

1 Joan 2:22-28 / Joan 1:19-28

 

La primera lectura de hoy queridos hermanos y hermanas, que no está escogida expresamente para esta misa funeral por el Papa emérito Benedicto XVI, sino que es la que corresponde leer, es un resumen de un aspecto de la vida de Joseph Ratzinger: un creyente que se ha afanado para mantenerse en la fe recibida, sostenido por la unción del Espíritu Santo, resistiendo todo lo que se oponía a su adhesión a Jesucristo. Leíamos:

La unción del Hijo le alecciona sobre todo lo que necesita saber; dice la verdad y no enseña ningún error; por tanto, manténeos en el Hijo, siguiendo la doctrina que os enseña la unción del Espíritu. 1 Jn 27

La misma lectura promete la vida eterna y la confianza ante Dios en el momento de encontrarse con él. Una confianza que Benedicto XVI mantuvo hasta el final, confesando que Jesucristo era juez y amigo, y diciendo como últimas palabras: te quiero, Señor.

La importancia de la fe en un Papa no es un tema menor, naturalmente, puesto que pertenece al mismo núcleo de su misión. En el Evangelio según San Lucas, precisamente en un momento que podríamos decir que no es nada glorioso, justo antes de que el apóstol san Pedro niegue a Jesús, éste le dice una frase muy profunda:

pero yo he rogado por ti, para que no desfallezca tu fe. Y tú, cuando te habrás arrepentido, fortalece a tus hermanos. (Lc 22.32)

Este fortalecer a los hermanos, me parece una segunda expresión adecuada para calificar la continuidad entre el teólogo, el pensador, y el pastor universal, que, como Papa, recibió la misión de confirmar y sostener la fe de la Iglesia.

Una fe, que es un acto personal. Benedicto XVI nos deja, citando a San Anselmo, el testimonio del discípulo que se distingue por ser: “aquel que conoció, porque tuvo experiencia, y tuvo experiencia porque creyó”: nam qui non crediderit, non experietur; et qui expertus non fuerit, non cognoscet (ANSELM DE CANTERBURY, Epistola de Incarnatione Verbi, I.)

Una fe que además de acto personal es también contenido teórico, dimensiones inseparables, que él vivió y desarrolló, en tres grandes áreas.

Como dogmático, su pensamiento se imposta teológicamente en la relectura dinámica del dato bíblico, siempre leída a partir de los métodos de la narración, muy novedosos cuando él empezó a aplicarlos. Esta dimensión la reanudó en su “Jesús” cuando era ya Papa.

Como teólogo fundamental, labor que inició con su docencia de juventud, las grandes aportaciones se encuentran en obras de diálogo con los grandes pensadores de la segunda mitad de los siglos pasados. Esta forma dialogal de hacer teología dio lugar al “atrio de los gentiles” que caracterizó a su pontificado como lugar de encuentro con el pensamiento moderno y post-post-moderno.

Como teólogo de la liturgia escribió numerosas obras que querían también ponerse en diálogo con los grandes autores y las grandes intuiciones de los Movimiento Litúrgico que marcaron su juventud. En este campo no rehuyó tratar temas que podían resultar problemáticos, especialmente aquellos que se habían suscitado en torno a la renovación conciliar de la liturgia. Su cimentación es siempre patrística, pero con gran consideración a los autores medievales. Este aspecto lo reanudó con gran éxito en las catequesis de las audiencias públicas de los miércoles, donde catequizó a millones de personas exponiéndoles el pensamiento de santos y autores del pensamiento cristiano.

Pero quizás la dimensión menos conocida fue su dimensión de teólogo de la cultura. Preocupado en su juventud por el descalabro de la II Guerra Mundial, angustiado por los acontecimientos de Mayo del 68, atento a las dificultades del pensamiento europeo, fascinado con la emergencia del mundo latinoamericano, entusiasmado con la vitalidad del cristianismo en África y en Asia, quiso dialogar con la cultura, con la música, con el arte y con los artistas. En ese campo se encontraba como en casa. Conocía Montserrat por su Escolanía, y eligió el nombre de Benet porque fue San Benito el que construyó y regeneró Europa con la agricultura y el arado. Pensaba que, a partir del crecimiento cultural sano, se podía llegar a Dios.

Su etapa como Papa fue un desarrollo de su pensamiento teológico. Su trayectoria le llevó a ser considerado primero un teólogo avanzado y después un conservador, y a no rehuir nunca todas las controversias asociadas a esta valoración. Él, alguna vez, con sentido del humor decía: pero yo no me he movido. En todo caso ha cambiado el contexto, lo que es naturalmente cierto si tomamos el ámbito de su trayectoria intelectual desde 1950 en pleno tomismo a la actualidad. Y como ocurre a menudo con los grandes pensadores, resultaba demasiado avanzado para unos y muy controvertido para otros.

Al recordar y rezar por Benedicto XVI, en medio de este tiempo Navideño que celebra la encarnación del Verbo de Dios, nos aferramos a su idea, que expresó con una vehemencia algo más acentuada de su normal hablar sereno en la misa de inicio del pontificado: Hoy yo quisiera, con gran fuerza y con gran convicción, a partir de la experiencia de una larga vida personal, deciros, (queridos jóvenes), No tengais miedo de Cristo. Él no quita nada y lo da todo, (Così oggi io vorrei con grande forza e con grande convinzione, a partire dalla esperienza di una lunga vita personale, dire a voi cari giovani, Non abbiate paura di Cristo. Egli non toglie nulla e donna tutto), acentuando la consecuencia natural del misterio de la Encarnación: la elevación de la naturaleza humana, de sus capacidades de pensar, de amar y de elegir a la máxima potencia por el contacto de la humanidad con la divinidad, producida en Jesucristo. Así, la razón, el amor y la libertad regidas por la fe y alimentadas por la amistad personal con Jesucristo, son la base de todo crecimiento y de todo desarrollo en cada hombre y en cada mujer. 

En el núcleo de su fe puso pues a la persona de Jesucristo, el juez amigo a quien se confió desde siempre y muy especialmente en estos últimos años, a su misericordia encomendamos su alma, en comunión con su sucesor y con toda la Iglesia.

Abadia de MontserratFuneral por el Papa Emérito Benedicto XVI (2 de enero de 2023)

Solemnidad de Santa María, Madre de Dios (1 de enero de 2023)

Homilía del P. Manel Gasch i Hurios, Abad de Montserrat (1 de enero de 2023)

Números 6:22-27 / Gálatas 4:4-7 / Lucas 2:16-21

 

Hoy, octava de Navidad, celebramos, estimadas hermanas y hermanos, la solemnidad de Santa María, Madre de Dios. También es una jornada de oración mundial a favor de la paz, instituida por San Pablo VI; además es fin de año, por tanto, el inicio del año civil, hito muy marcado y celebrado socialmente por quienes seguramente me escucháis, y por la multitud que todavía estarán durmiendo.

En las lecturas de hoy veo clara una confesión de fe, que desde lo que somos, nos hace mirar hacia Dios. En todas nuestras celebraciones, de algún modo promovemos que exista una comunicación entre el cielo y la tierra. La bendición del Libro de los Números, dada por Moisés a Aarón y al pueblo, que hemos escuchado, es un testimonio de este admirable intercambio entre Dios y nosotros. Os la repito:

“El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor. El Señor te muestre su rostro y te conceda la paz».

Hoy es un día de optimismo. La novedad del año, impregna el ambiente y nos lleva a mirar positivamente los 365 días que están en blanco frente a nosotros, que son un interrogante. Nuestro optimismo, en cambio, siempre arraiga en la realidad de lo que dejamos atrás, por eso ayer, hoy, estos días también son días de balance. El pasado es menos positivo que el futuro. Claro. El pasado no podemos cambiarlo. En el fondo, mejor que sea así y que tengamos la esperanza de que nada de todo lo negativo del 2022 se repita. La bendición pedida en la primera lectura fortalece ese sentimiento esperanzado hacia el futuro y hace lo más importante que podemos hacer, lo confía en la intercesión de Dios, lo pone todo bajo su protección.

Lo primero que pedimos en esta oración de bendición es una buena palabra. Bendecir es decir una buena palabra, pedir una bendición es por tanto creer que Dios está ahí y tiene la capacidad de decir esta palabra. En las últimas semanas he escuchado el testimonio de dos personas diferentes que desde África y Asia me hablaban de la normalidad con la que todo el mundo pide una bendición. Me ha hecho pensar que, en nuestro contexto, esto es cada vez menos frecuente y quizás revela que nuestro sentido de Dios se debilita, o queda a un nivel exclusivamente mental. Tenemos un primer reto en recuperar este sentido de Dios, concedido y renovado por su Santo Espíritu, que era tan natural en el Antiguo Testamento, porque Dios nos llena, nos hace comprender y nos hace vivir. Sin esto, todo lo que decimos podría quedar en pura teoría espiritual.

Una segunda enseñanza de esa bendición es la profundidad de la petición. No se piden riquezas o años de vida o ganar una rifa de Navidad, u otras cosas similares. Pedimos podernos mirar con Dios, poder ver la claridad de su mirada y que él vuelva la mirada hacia nosotros. Una forma muy poética de expresar que creer en Dios tiene un efecto espiritual, vital, nos hace entrar en relación. No pasemos por alto estas palabras: Que Dios nos haga ver la claridad de su mirada.

También en tercer lugar, pedimos en esta bendición dos cosas más concretas, que siguen tocando el fondo de nosotros mismos: que Dios se apiade de nosotros y que nos dé la paz. Es nuestra naturaleza humana que se presenta ante el Señor reconociéndose necesitada de una palabra y una mirada. Nuestra naturaleza individual y la colectiva, la de toda la humanidad que quisiéramos que se volviera hacia el Señor con confianza.

En la primera lectura, hemos escuchado la bendición que Moisés dio al Pueblo: Una bendición que pide una Palabra y una mirada de Dios: El Señor te bendiga y te proteja, 25ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor. 26El Señor te muestre su rostro y te conceda la paz”. 

¿Cuál es la respuesta de Dios? Avanzando en la liturgia de hoy la encontramos sin ningún tipo de ambigüedad:

Jesucristo, Hijo de Dios nacido de una mujer, nacido bajo la Ley, circuncidado al octavo día como signo definitivo de su humanidad. Él es la respuesta porque Él es la Palabra y la Mirada de Dios con mayúsculas. La palabra y la mirada de Dios que eran una metáfora son ahora una realidad. Haciéndose hombre, Dios ha asumido todas las posibilidades de las personas y por tanto ha incorporado el lenguaje y la visita y le podemos pedir una Palabra y una mirada reales, de hecho, nos la concede sin necesidad de que se la pidamos. Desde el momento de la revelación plena de Dios en Cristo, las buenas palabras serán siempre para los cristianos las palabras de Jesús, todas las que encontraremos en el evangelio y pedir la mirada de Dios nos llevará necesariamente a las miradas de Jesús de Nazaret, a todas esas miradas con sus discípulos, sus seguidores, incluso sus perseguidores. Cuantas podemos recordar: la mirada de Jesucristo compasiva y exigente al joven rico o a la mujer adúltera; la mirada penetrante, reclamando coherencia y autenticidad a los fariseos y maestros de la Ley, que intentaban dejarle en falso, las miradas a su madre, María.

Toda esta capacidad de comunicarnos con Dios por la humanidad asumida por su hijo encarnado estaba contenida, latente, en la sencilla invocación que hemos leído, en esa oración de bendición que tan fácilmente nos hacemos nuestra después de tres mil años, porque pide lo esencial. El Señor te bendiga y te proteja, 25ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor. 26El Señor te muestre su rostro y te conceda la paz”. 

Como fruto de la Palabra y de la Mirada de Dios, que tan cercanas se han hecho en Cristo seguimos pidiendo la Paz. ¡Dios mío! ¿Cuántos siglos hace que estamos pidiendo la paz: La paz personal, la paz interior, la paz del mundo, la paz entre los pueblos, entre las razas, entre todos los que formamos una sociedad? La proximidad geográfica de tener la guerra en Europa de nuevo otra vez, nos ha hecho más sensibles. Haber acogido a refugiados, haberlos conocido, ha hecho que todo este drama nos sacuda más. El Papa Francisco es una de las voces que constantemente y de forma clara reclama la paz en el mundo y en Ucrania de manera concreta. Sorprende, casi escandaliza, que ante la muerte real, los mecanismos de diálogo que internacionalmente se han organizado durante años y que tienen también un importante coste económico, no puedan hacer nada por parar esta y cualquier otra guerra. Y que escuchemos más palabras que hablan de seguridad y de rearme que de paz. ¿Acaso es necesario dar por fracasado un siglo de política de mediación por la paz? Esperemos que no, pero ciertamente nos gustaría verlo. Esta incomprensión por la incapacidad de las Organizaciones internacionales y la diplomacia no puede hacernos desfallecer en la oración por la paz, porque a veces al final, lo que nos queda es ponerlo todo en manos de Dios.

Este año 2023 se cumplirán sesenta años de la Encíclica La paz en la tierra, pacem in terris, de san Juan XXIII, un texto plenamente vigente, una especie de testamento firmado pocas semanas antes de su muerte. Ojalá avancemos por aquellos caminos de verdad, amor, justicia y libertad que la encíclica ponía como fundamento de toda paz.

Una palabra y una mirada de Dios, pedida en la oración de bendición de Moisés y de Aarón; palabra y mirada hechas humanas en Jesucristo. Necesitamos también nosotros como discípulos procurar llevar una buena Palabra y una mirada clara a nuestro mundo, a cada uno de estos días en blanco que tenemos delante en el año que empezamos para hacer actual y perceptible este intercambio entre cielo y tierra, entre Dios y los hombres y las mujeres, que podemos testimoniar con la vida; que afirmemos con fe cada vez que celebramos la eucaristía, como que lo hacemos por primera vez en este año dos mil veinte y tres, que es un eslabón más de la historia siempre bendecida por Dios porque le pertenece desde el inicio al final.

 

Abadia de MontserratSolemnidad de Santa María, Madre de Dios (1 de enero de 2023)

Misa del dia de Navidad (25 de diciembre de 2022)

Homilía del P. Manel Gasch i Hurios, Abad de Montserrat (25 de diciembre de 2022)

Isaías 52:7-10 / Hebreos 1:1-6 / Juan:1-18

 

Qué gozo de oír en las montañas…, con estas palabras empezaba la primera lectura de hoy. ¡Qué gozo! En el día de Navidad, dejémonos llevar por el gozo, por la alegría que impregna el ambiente. ¡Que no nos lo quiten! 

Compartimos todas las razones que nos llevan a celebrar la Navidad, hasta las de quienes quizás hoy sólo es un día de reencuentro familiar, de regalos. Porque es más importante alegrarnos juntos y pensar que Jesucristo ha nacido para todo el mundo, tanto para quienes creen en él y como para quienes no creen en él, porque de un extremo a otro de la tierra todo el mundo puede ver su salvación, ¡todo el mundo!

Sí que necesitamos tener bien presentes a quienes no pueden estar contentos porque pasan pruebas y dificultades. ¡Qué fácil es gritar y predicar la alegría cuando no tienes ningún problema muy grande! Qué obligación no tenemos de recordar a quienes estas Navidades sufren por la guerra, por el hambre, por la falta de vivienda, por la discriminación. Nuestra sociedad es solidaria y ayuda a través de tantas instituciones que a menudo quedan superadas por la necesidad. Es para llevar a cabo un pequeño signo de solidaridad a todas estas realidades que al final de la eucaristía, como ya hacemos siempre en Navidad, os ofreceremos colaborar, como hace también nuestra comunidad, con Caritas que lleva a todo el mundo y también en nuestra tierra esta muestra concreta del amor de la Iglesia.

Estamos contentos con todo el mundo, pero seamos conscientes de que los cristianos somos el motor de esta alegría y que alabamos a Dios en esta eucaristía porque celebramos el nacimiento de Jesucristo, en Belén de Judea hace más de dos mil años y nunca hemos dejado de estar con nuestro testimonio como el fondo de la Navidad. Los siglos han puesto muchas cosas: ¡algunas que cuentan la historia de Jesús como el Belén! Lo hacemos de muchas maneras: En la Escolanía vi que tenía uno con figuras de Clicks de playmóvil, ¡muy moderno! y que los de cuarto también tenían en su aula. También hemos añadido música y más música, que se ha compuesto con motivo de Navidad. También la conocéis bien: Britten, los villancicos de Civil, la música religiosa de los Maestros de Montserrat o de Victoria, y hemos añadido tantas otras cosas que nunca acabaríamos. La Navidad también nos ha internacionalizado, hemos adoptado otras costumbres tales como decorar casas y árboles, siempre para expresar la misma alegría. Digo todas estas cosas por hacernos conscientes de la fuerza, de la excepcionalidad, de la capacidad de inspirar que tiene el nacimiento de Jesús. Y que es así porque decimos que Este Niño es el Hijo de Dios y ha venido a la tierra a salvarnos, a cumplir aquellas promesas que encontrábamos en la primera lectura de hoy del profeta Isaías: Dios reina, Dios vuelve a Jerusalén y esto es una Palabra de buena noticia, de paz y de salvación. ¡Y es esa palabra que escuchamos con gozo cuando nos la dice un mensajero que avanza por las montañas!

El mundo, aunque le cueste reconocerlo a veces, tiene necesidad de Dios. En la primera lectura se nos decía que el Señor volvía a las ruinas de Jerusalén. No se preveía que volviera a un palacio o a una situación ideal. Jesús no nació en un sitio fácil, no lo era entonces ni tampoco lo es ahora. Tampoco nosotros tenemos un mundo fácil como os decía hace un momento. Cuanto más profundicemos en los problemas de la tierra más nos haremos conscientes de que necesitamos una salvación. Que Dios reina y que Dios vuelve a Jerusalén significa que Dios está ahí, que Dios está presente en el mundo y nos guía para que seamos unos buenos colaboradores suyos en esta salvación. Dando un paseo por la Escolanía, el viernes con el P. Prefecto, ¡por eso sé tantas cosas!, vi que habíais trabajado dos temas: la situación del planeta, haciendo por ejemplo unos posters sobre animales en vías de extinción y la realidad internacional de Europa. Esto es muy importante: tener los ojos abiertos para saber qué ocurre alrededor, para ser sensibles a todas las necesidades. La salvación no es algo muy complicado o muy abstracto. Es pensar que Dios creó un mundo sin estos problemas y que con Jesús y el Evangelio nos ha vuelto a decir que este mundo puede ser tan bonito como en un principio.

Os decía que Jesús de Nazaret, a quien reconocemos como a Dios mismo nacido en la tierra como hombre, nació de una manera muy sencilla. Un escritor francés decía con sentido del humor: ¡Nació el Hijo de Dios y los periodistas de ese momento no se enteraron! Durante este tiempo de Navidad cantaremos un himno a Laudes que tiene una estrofa que dice de Jesucristo:

Yace en la paja,

No rechazó un pesebre,

es alimentado con un poco de leche,

aquél, por el que ni los pájaros pasan hambre

Feno iacere pertulit, 

praesepe non abhorruit, 

parvoque lacte pastus est

per quem nec ales esurit

Jesús nació en el mundo. En la realidad. Cada día más, vivimos en un mundo que inventa lugares imaginarios tan potentes, tan sofisticados, que a veces pueden llegar a confundirnos no distinguiendo nuestro mundo de verdad y el mundo imaginario. Que el centro del cristianismo sea un Dios hecho hombre en nuestra historia, en una fecha y en un lugar concreto de la tierra, debería llevarnos a amar mucho nuestra realidad, nuestro entorno. Me ha impresionado la frase final de una película americana, del año 2018, hecha por un reconocidísimo director judío, llamado Ready Player One, y que un conocido me recomendó para entender que era la realidad virtual y el metaverso. En esta película que algunos conoceréis, casi todo ocurre dentro de un videojuego, pero al final, el inventor del videojuego, una especie de dios que ha creado todo un universo ficticio, y que llama Oasis, le dice al protagonista, que ha logrado ganar el juego; sólo la realidad es real. Y no es en el videojuego, sino fuera donde los hombres y las mujeres aman de verdad, se hacen daño, viven bien o no tan bien. Desde un punto de vista que no tiene nada de cristiano, el mensaje de la película coincide con lo que querría transmitir: necesitamos controlar todo aquello que en lugar de hablarnos del mundo sólo nos ajena y nos entretiene. La vida de Jesús y la de los cristianos no es un videojuego, ni ninguna película. Es algo bastante más serio.

San Agustín, uno de los santos que mejor ha explicado el misterio de Navidad, y que no podía imaginarse nuestro mundo, expresó esta realidad de la vida de Jesús cuando en un sermón se dirigió a San Pedro, y a nosotros diciendo:

Descendit vita, ut occideretur; descendit panis, ut esuriret; descendit via, ut in itinere lassaretur; descendit fons, ut sitiret; et tu recusas laborare? Noli tua quaerere. Habe caritatem, praedica veritatem; tunc pervenies ad aeternitatem, ubi invenies securitatem (Sermo 78, 6 = PL 38, 492 ss.)

Bajó la vida, para que la mataran; bajó el pan, para pasar hambre, bajó el camino, para cansarse cuando caminaba; bajó la fuente, para pasar siete; y tú: ¿rechazarás trabajar? No busques tus intereses. Ama. Predica la verdad, así llegarás a la eternidad, donde encontrarás la seguridad.

Jesús de Nazaret, nacido en un pesebre, la vida, el pan, el camino y la fuente, es precisamente lo contrario a toda enajenación: en él sólo está la verdad de la humanidad, la verdad de la historia y la verdad de Dios.

Por eso celebramos su nacimiento y lo continuaremos imitando en la eucaristía y en la vida.

 

Abadia de MontserratMisa del dia de Navidad (25 de diciembre de 2022)

Misa de la noche de Navidad, Misa del Gallo (24 de diciembre de 2022)

Homilía del P. Manel Gasch i Hurios, Abad de Montserrat (24 de diciembre de 2022)

Isaías 9:1-6 / Tito 2:11-14 / Lucas 2:1-14

 

Es Navidad. Lo hemos cantado al empezar las Vísperas. No hacemos fiesta por haber ganado ningún mundial o ninguna otra competición deportiva, cosas que sólo se celebran una vez, cuando pasan, ni nos hemos vuelto medio locos como poseídos de un arrebato colectivo parecido al que hemos visto en Argentina.

Nosotros, queridos hermanos y hermanas, repetimos serenamente las celebraciones, especialmente las de estas fiestas que conocemos tan bien, que nos dicen y recuerdan acontecimientos que tenemos por fundamentales de nuestras vidas y de nuestra fe. Conmemoramos cada año el nacimiento de Jesús de Nazaret, Cristo, porque queremos revivir personal y colectivamente todo lo que Él significa, todo aquello que su nacimiento cumplió en la historia de Israel y todo lo que, a raíz de su vida y de su Palabra, ha acontecido después de Él.

Y Él provoca que le recordemos después de dos mil años y Él justifica que nos interesamos por la expectación que creó en el contexto de su cultura. Por eso leemos el Antiguo Testamento, en el que se esconde Cristo, como decía San Agustín.

En la primera lectura del profeta Isaías, hemos escuchado cuál era la expectación, qué se decía, aproximadamente 500 años antes del nacimiento de Cristo, una expectación que puede volverse interesante para nosotros porque nos puede ayudar a comprender más y mejor quién fue Jesucristo, aquel que en las palabras del profeta Isaías fue la luz para el pueblo que avanzaba a oscuras.

La expectación del Antiguo Testamento nacía de una situación difícil: de oscuridad, de tinieblas, de cargas pesadas, (las barras y los yugos), de las botas militares y de los mantos manchados de sangre, hoy podríamos decir de los uniformes. No otra era la realidad del Pueblo de Israel. ¿Puede ser esta situación significativa para nosotros? En nuestras casas confortables, en los países pacificados de Occidente, donde a muchos no les falta nada, en nuestras calles llenas de luz, desafiando toda crisis, y con la abundancia de todo, paradójicamente tan presente cada año en Navidad, ¿cuál es nuestra oscuridad? ¿nuestra tiniebla? ¿Nuestras cargas? Si las buscáramos, también las encontraríamos, pero quisiera proponeros una mirada un poco más amplia, que no se quedara sólo con el “nosotros”.

Porque, ¿es que sólo cuento yo? ¿tan sólo yo soy importante, o la Palabra de Dios sólo puede ser significativa si me afecta directamente a mí? Si así fuera, creo que dejaríamos de ser cristianos. La comunión con las dificultades del mundo nos hace comprender mejor lo que esperamos. Podemos buscarla todos. Estoy seguro de que también vosotros en la Escolanía habéis trabajado los problemas y las dificultades del mundo y habéis escuchado los problemas que tienen los jóvenes de vuestra edad. Precisamente si celebramos la Navidad no podemos hacerlo olvidándonos de los demás, de todos aquellos lugares donde la esperanza de tener luz no es una metáfora teológica sino un deseo real, ya sea porque un bombardeo la ha saboteado o porque los propios recursos económicos no pueden permitírsela. Tampoco podemos olvidar los lugares donde las botas y uniformes de los soldados son el recuerdo diario de una tiniebla que tampoco tiene nada teórico. O aquellos otros lugares donde la luz del conocimiento, un tema tan querido en la tradición cristiana antigua, se prohíbe a las niñas y a las mujeres jóvenes. Todos habréis adivinado que tengo muy presente la situación en lugares del mundo que sufren la guerra en modalidades muy diversas, y que también pienso en las víctimas de la pobreza en nuestro país. Y todavía quisiera hacer presente en este contexto en el que esperamos en la tiniebla, los miles de personas que muy cerca de nosotros sufren problemas y enfermedades mentales, tal y como nos advierten tantos expertos de San Juan de Dios, de los servicios asistenciales, de otras organizaciones y de Cáritas, a cuyo favor haremos hoy una colecta para apoyar su labor solidaria.

Algunos me diréis: ¡qué poca Navidad hace todo esto! Pues creo que no, que la conciencia de que colectivamente necesitamos luz y salvación, nos hace mucho más sensibles a la Navidad de verdad, a lo que sencillamente celebra el nacimiento del Mesías esperado de Israel.

¿Pero cómo respondemos a una expectativa tan grande?

Esperamos, decimos y confesamos que este niño es la luz y que esta luz es vencedora.

El profeta Isaías ya calificó esta luz, esperaban un gran personaje: Dios-héroe, Consejero prodigioso, padre para siempre, príncipe de paz. Tenemos la sensación de que agotó todos los calificativos que tenía disponibles para describir ese que tenía que llegar.

Y en lugar del gran personaje nació un niño: por un lado, sólo Jesús, hijo de una familia humilde, de Nazaret, expulsado de todas partes, muerto como un delincuente. Si buscáramos también una comunión con el gran personaje, con el Príncipe y rey de la casa de David, quizás esperaríamos hoy un gran anuncio como que han inventado la solución definitiva de la enfermedad, de la pobreza… no sé, cualquier solución rápida, automática y eficiente a todos nuestros problemas. Quizás para vosotros escolanes, el personaje sería un héroe de una serie, o de un vídeo juego, de esos que hacen de todo y son capaces de todo o un músico tan importante como Mozart o Bach. No sé. Piense vosotros cuál sería el personaje más grande que podríais esperar. Y ciertamente ante tanta expectativa, que entonces y ahora sólo tengamos al niño de Belén, podría ser una decepción.

Pero Dios ha querido hacerlo de esta manera. La esperanza es la propia humanidad. La promesa es un niño, uno que debe convertirse en hombre adulto. La luz y la salvación vienen de su vida y de su palabra. Él es quien promueve un reino de derecho, de justicia y de paz. Y sólo después de haber dejado claro que este Reino tiene sus caminos de sencillez y de humildad, los cristianos lo confesamos el Mesías, Cristo, el Hijo de Dios, el mismo Dios hecho hombre por nosotros, y superamos de largo todo lo que el Profeta Isaías había dicho. Pero todo esto viene después de haber reconocido que todo pasa por ser y actuar como un hombre.

Me parece muy importante y muy significativo en estas Navidades recuperar esta humanidad concreta de Jesús, en la que Dios se lo ha jugado todo. Contemplando el Pesebre me pregunto, qué podemos haber hecho mal para que un mensaje tan claro, tan positivo, tan humano, tan solidario, que pone la debilidad de un niño en el centro, sea tan poco aceptado, hasta el punto de sacar su memoria de los edificios públicos con la excusa de la sociedad laica. No es una crítica. Es una pregunta hecha a nosotros mismos como cristianos. ¿Por qué la neutralidad institucional aparta el Pesebre, la representación tradicional de la historia real que hay detrás de la fiesta de Navidad, una historia que es la mayor exaltación que se puede hacer de la humanidad? ¿Por qué no se ve algo de verdad en Jesucristo y su Evangelio, digno de ser al menos recordado? Nuestro Parlamento prefiere significar la Navidad con un árbol con luces y bolas de colores, ajeno a nuestra cultura hasta hace poco. Tengo todo el respeto a la legitimidad de las instituciones, pero es necesario que como cristianos seamos conscientes de ello y nos preguntemos si hemos hecho poco creíble la vida y el evangelio de Jesucristo.

Espero que los miles de personas que estarán siguiendo esta celebración, a pesar de la hora de la noche, y a los que siempre os tenemos muy presentes desde Montserrat, no pierdan nunca la fe en Jesús, y que en Él, conserven también la fe en una humanidad capaz de promover un Reino de Dios concreto, de justicia y de paz.

El Belén nos hace tener los pies en el suelo. Podemos tener expectativas parecidas a las de Isaías, pero Jesús y la Navidad siempre nos devuelve a la única manera segura y posible de hacer las cosas: a través de la humanidad, con sus problemas y sus límites, pero también con su grandeza.

Esperamos, decimos y confesamos cómo os decía que este niño es la luz y que esta luz es vencedora. Nos acercamos quizás también esta noche a la noche pascual que celebraremos dentro de tres meses para continuar diciendo que Dios, en Navidad ha entrado en nuestra casa para que nosotros con Jesucristo resucitado, en Pascua, podamos entrar en la casa de Dios.

 

Abadia de MontserratMisa de la noche de Navidad, Misa del Gallo (24 de diciembre de 2022)

Domingo IV de Adviento (18 de diciembre de 2022)

Homilía del P. Josep-Enric Parellada, monje de Montserrat (18 de diciembre de 2022)

Isaïes 7:10-14 / Romans 1:1-7 / Mateu 1:18-24

Queridos hermanos y hermanas,

Nos encontramos cerca de la Navidad y en este último domingo de Adviento las lecturas que la liturgia nos propone evocan una notable sorpresa ante la forma en que Dios actúa. La gran lección de la Navidad es que Dios responde muy en serio, muy profundamente a las esperanzas, expectativas y anhelos humanos. Pero su manera de hacerlo, el camino que elige, siempre nos sorprende, como sorprendió a José y María el proyecto que Dios tenía para ellos.

El fragmento evangélico que nos propone la liturgia dominical nos explica el nacimiento del Mesías. Se trata de un relato breve, que no se pierde en detalles innecesarios y su objetivo es narrarnos la intervención definitiva de Dios en la historia de la humanidad en la persona de Jesús, es decir, Dios se ha hecho uno de nosotros. Una vez más su intervención huye de lo que es «normal» para nosotros. María, su madre, que tenía una promesa de matrimonio con José, un descendiente de la familia real de David, lo había concebido por obra del Espíritu Santo.

José y María, por razón de la promesa de matrimonio, eran ante sus contemporáneos y ante Dios marido y mujer, por lo que no es difícil imaginar la sorpresa y el estado de ánimo de aquel joven que esperaba con ilusión el momento de compartir con su esposa un hogar y una familia. Ante esta situación incomprensible para él, José, que era un hombre bueno, pensaba cómo podía resolver la situación sin que tuviera ninguna consecuencia desfavorable para aquella que él amaba de todo corazón.

Una vez tomada la decisión de separarse de María, Dios se revela a José en el silencio de la noche para revelarle el significado de lo que ha sucedido. En el sueño, el ángel se dirige a José de forma solemne y lo llama hijo de David. Salvo este caso, sólo a Jesús se le atribuye este tratamiento. ¿Por qué el ángel le llama hijo de David? Porque todo lo que le debe comunicar sólo puede oírlo como hijo del rey David, ya que esta será la clave que le aclarará el sentido de todos los hechos y de todas las palabras que vendrán. Contrariamente a lo que se podría pensar, el Mesías descendiente David no aparecerá en medio de las instituciones de Jerusalén, sino que surgirá del renuevo más débil del gran rey, porque la fuerza de la salvación no se encuentra en los grandes palacios sino en el amor sencillo y pleno que se puede vivir en la casa de un carpintero.

El mensajero de Dios habla claramente: María, su esposa ha concebido un hijo por obra del Espíritu Santo y es necesario que José la tome en su casa y cuando nazca el niño le tiene que poner el nombre de Jesús. La imposición del nombre era un derecho del padre que indicaba claramente el reconocimiento de su paternidad sobre el niño recién nacido.

En la Biblia, cuando se nos habla de sueños y de ángeles que llevan mensajes, suelen querer hablarnos de descubrimientos profundos, de encuentro interior con Dios que muestra su camino, lo que espera de cada uno. José, en la oscuridad, en la perplejidad y la tristeza de aquella situación que nunca hubiera imaginado, entiende la llamada que Dios le hace. Por eso, una vez despierto, cumpliendo lo que el ángel del Señor le había mandado, tomó a María en su casa con todo el misterio de su maternidad, la toma junto con el hijo que llegará al mundo demostrando así su disponibilidad a lo que Dios le pedía.

La propuesta que Dios le hace cambia radicalmente su vida como hombre y como creyente. De ahora en adelante su existencia ya no será como él la había podido presentir. Su vida será como Dios la quería. La vida entera de José, el justo, quedó desestabilizada a partir de este momento porque, al igual que Moisés ante la zarza ardiente, ha sido invitado a acercarse al misterio de Dios hecho hombre.

Hermanos, como os decía la inicio de esta reflexión estamos a punto de terminar el tiempo de Adviento, pero aún hoy, Dios nos ha dirigido a cada uno de nosotros su anuncio, a cada uno nos envía su ángel, bajo signos y mediaciones bien diversas e inesperadas. También a nosotros, hoy, nos dice que con la fuerza del Espíritu Santo son posibles aquellas cosas que tenemos por imposibles. Por ello, nos podríamos preguntar: ¿sé crear en mi interior y en el ambiente donde vivo el clima adecuado para que Dios se pueda hacer presente? ¿Confío lo suficiente en el Señor? ¿Dónde pongo mi confianza?

La rutina y la misma experiencia de lo que nos cuesta amar a los demás, de perdonar, de recomenzar una relación débil, de dialogar, de ser magnánimos, de trabajar por la paz, de movernos por quienes lo necesitan, … nos pueden hacer desconfiar de nosotros mismos y de la posibilidad de cambio. Sin embargo, las palabras claves para no caer en la desconfianza son: “No tengas miedo”. La Eucaristía es el memorial de la confianza de Dios en nosotros.

Abadia de MontserratDomingo IV de Adviento (18 de diciembre de 2022)

Domingo III de Adviento (11 de diciembre de 2022)

Homilía del P. Josep M Soler, Abad emérito de Montserrat (11 de diciembre de 2022)

Isaías 35:1-6a.10 / Santiago 5:7-10 / Mateo 11:2-11

 

Alegraos siempre en el Señor (Fil 4,4). Éste es, hermanos y hermanas queridos, el mensaje central de la liturgia de hoy, tercer domingo de adviento: Alegraos.

Alegraos porque el Hijo de Dios se hizo hombre, nacido de la Virgen María y su incorporación a la humanidad ha cambiado su suerte existencial y le ha abierto un horizonte lleno de esperanza y de amor que responde al deseo ardiente del corazón humano. Alegraos, pues, porque la fiesta de Navidad, en la que hacemos memoria de este nacimiento y nos es renovada la gracia, está cerca. Dios sigue comprometido a favor de la humanidad. 

Alegraos porque al final de la historia volverá como juez y como salvador. El profeta Isaías, en la primera lectura, anunciaba ya una forma de hacer del Mesías que el evangelio de hoy concreta. Juan Bautista había predicado a la gente que se convirtieran ante la inminencia de la venida del Reino de los Cielos en la persona del Mesías. E insistía en la justicia vindicativa que pondría en práctica. Y decía: ¡Cría de víboras! ¿quién os ha enseñado que se escapará del juicio que se avecina? Ahora el hacha ya está clavada en la raíz de los árboles, y ya sabéis que el árbol que no da frutos es cortado y arrojado al fuego (Mt 3, 7.10). La imagen que presentaba era la de un Mesías rigorista, intransigente con los pecadores. Muy probablemente por eso, estando ya en prisión, y oyendo decir lo que hacía Cristo, que curaba a los enfermos, acogía a los pecadores y comía con ellos, envió –tal y como nos ha dicho el evangelio- sus discípulos a preguntar a Jesús si era él el Mesías. Y Jesús les responde que es el Mesías que viene a curar, a manifestar el amor de Dios por cada hombre y mujer cargándose sobre sí el pecado de todos. Esta es la señal, tal como habían dicho los profetas, que el Reino está cerca, que Jesús es el Mesías, porque hace que los ciegos vean, los inválidos caminen, los leprosos queden puros, los sordos sientan y los muertos resuciten. Hace que todos los que eran excluidos de la comunidad creyente y de la sociedad (como lo eran todos los que ha mencionado en su respuesta) sean curados y restituidos en su dignidad y festejen de gozo por la gracia obtenida. Juan esperaba la justicia de Dios y, en cambio, en Jesús encuentra al Dios que es amor. Ya lo había anunciado Isaías, como hemos oído, cuando decía: aquí tenéis a vuestro Dios que viene a hacer justicia […], su justicia es él mismo que os viene a salvar.

Alegrémonos, pues, porque Jesús es el Mesías enviado por Dios y es benévolo y humilde de corazón (Mt 11, 29), que no acaba de romper la caña cascada de quien no logra hacer el bien o de tener un corazón sincero ni apaga el pábilo que humea de quien tiene una fe vacilante (cf. Mt 12, 20). Sino que lleva el amor tierno de Dios, e invita a reponer a los cansados y agobiados (cf. Mt, 11, 28)

De todas formas, aunque Jesús ofrezca una imagen del Mesías algo diferente a la que presentaba Juan Bautista en su predicación, el Señor elogia al Precursor ante la gente y dice que es el mayor de toda la humanidad que ha vivido hasta aquél momento y el mayor de los profetas. Pero añade a continuación que el más pequeño de los cristianos que sigue las huellas de Jesús es mayor que Juan Bautista, porque Juan se queda en el umbral del Reino que inaugura Jesucristo y, en cambio, los discípulos de Jesús tienen, ¡tenemos!, acceso a los dones de la nueva alianza.

Alegrémonos, pues, de la dignidad de hijos e hijas de Dios que nos es otorgada por Jesucristo y de la salvación que traerá su segunda venida al final de los tiempos. Entonces, como decía el profeta Isaías en la primera lectura, veremos la gloria del Señor, la majestad de nuestro Dios. La hemos empezado a ver por la fe en la primera venida humilde del Hijo de Dios nacido de la Virgen María. Pero vendrá en gloria y majestad a establecer su reinado sin fin, en la justicia, en el amor y en la paz. Y responderá a los anhelos más nobles y profundos del corazón humano, transformando todas las cosas según sus designios de bien y verdad. Entonces, una alegría eterna coronará a los jefes de los redimidos Esta esperanza no es una ilusión vacía y sin fundamento alguno, no es una utopía. La resurrección de Jesucristo garantiza su autenticidad.

Mientras llega ese día, debemos tener paciencia y afianzar nuestros corazones, tal y como recomendaba Santiago en la segunda lectura. Y según Isaías, debemos robustecer las manos débiles, afianzar las rodillas vacilantes, invitar a los desesperanzados y afligidos a no tener miedo, porque el Señor volverá.

Volverá de una manera gloriosa y visible, porque, de una manera escondida a nuestros sentidos, pero reconocida por la fe, desde su primera venida a la tierra no ha dejado nunca de ser el Dios con nosotros (cf. Mt 28, 20) que ama, cura, invita a la conversión, perdona y salva. Y se da como alimento de nuestra esperanza en la eucaristía.

Sí, alegrémonos siempre en el Señor que está cerca.

Abadia de MontserratDomingo III de Adviento (11 de diciembre de 2022)

Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María (8 de diciembre de 2022)

Homilía del P. Manel Gasch i Hurios, Abat de Montserrat (8 de diciembre de 2022)

Génesis 3:9-15.20 / Efesios 1:3-6.11-12 / Lucas 1:26-38

 

En el corazón de la Palabra de Dios siempre está, lógicamente, Dios mismo. A veces esto puede ser más fácil de identificar o más difícil, pero siempre está ahí. En los primeros capítulos del Génesis, de los que hoy hemos leído un fragmento, no hace falta interpretar demasiado para darse cuenta de que Dios es quien va conduciendo el relato. Crea, completa la creación con el hombre y la mujer, les deja bien instalados y libres en el paraíso, aunque con alguna instrucción básica de comportamiento. Hasta aquí la historia sigue un hilo estable y lógico, pero cuando Dios deja de conducir activamente las cosas, comienzan los problemas: en el uso de su libertad, el hombre y la mujer no hacen caso al único mandamiento que tenían. ¿Un momento de inconsciencia? ¿De olvido? ¿Una voluntad rebelde? El caso es que Dios vuelve a aparecer, porque él no se desentiende de su creación y entonces a Adán y Eva también les devuelve la conciencia de lo que son, de lo que han hecho, y tienen la peor de las reacciones: el miedo a uno mismo y el miedo a Dios.

La primera lectura de hoy retoma la conocidísima historia del Génesis justo aquí y reproduce como en una revisión de vida, el diálogo en el que Dios y Adán y Eva repasan todos los hechos, empezando por el final: Te has escondido. ¿Por qué? Porque iba desnudo. ¿Y cómo lo has sabido? ¿Has comido el fruto? Es que la mujer… ¡Pobre Adán! Está hecho un lío. Busca las excusas más extrañas para justificarse, entre ellas la más típica, la de echarle la culpa a otro. Eva hace lo mismo. También se justifica y se la carga la serpiente.

Fijaos, queridos hermanos y hermanas, que la primera idea que podemos sacar de la lectura de hoy es la importancia que Dios tiene en nuestras vidas para tomar conciencia de lo que nos pasa. Lo entendió muy bien San Benito cuando puso esta idea como primer escalón de la humildad en el capítulo séptimo de la Regla: tener presente que Dios siempre nos mira. Él no se desentiende, aunque parezca que no esté. Adán y Eva ya habían comido el fruto, ya se habían dado cuenta de quiénes eran y lo habían intentado disimular con unos vestidos muy primitivos, pero cuando realmente tratan de esconderse es cuando se presenta Dios, para quien no valen ni vestidos ni escondrijos. Nuestra realidad la conoce perfectamente. Es con Dios con quien podemos seguir nuestras vidas en todo lo bueno y en todo lo malo que tienen.

La segunda idea interesante, al menos a mí me lo parece, es el retrato tan afinado de la psicología humana que nos presenta la lectura, por la que nos cuesta asumir quienes somos y aceptar nuestras ambigüedades, nuestra posibilidad de equivocarnos. En cambio, ¡qué rapidez en justificarnos, especialmente cargando la culpa a otro! El relato de hoy nos alerta al respecto. Sobre el ridículo que podemos realizar cuando pretendemos no tener responsabilidad en nada.

Es verdad que este texto nos pone delante el problema más importante de la filosofía, de la teología, de la moral…de todo. Que sería: ¿Por qué existe una serpiente que induce los comportamientos equivocados? ¿Cómo puede ser también una criatura de Dios? En el fondo, ¿porque existe el mal y de dónde viene? Pero a esto no hemos podido responder hasta ahora. Nadie. La primera lectura de hoy sólo nos dice que Dios maldice a esta serpiente como origen de la tentación y la destina a estar enfrentada a Eva por siempre. Dios se separó de ese principio malo, a pesar de no evitar sus consecuencias, que también hicieron que la vida cambiara para Adán y Eva y para toda la humanidad. El mensaje final es hacernos conscientes de nuestra libertad. Sabemos que éramos libres para hacerlo diferente y todavía lo somos ahora, como veremos enseguida. En el fondo, la lección que sí podemos aprender hoy es la de la responsabilidad.

A los escolanes, que no sé si me han seguido hasta aquí, les diré que la historia que hemos leído tendría muchas aplicaciones y que no es una antigualla pasada de moda. En el fondo lo que Dios hace a Adán en este fragmento es «una pillada». Me han dicho que lo decís así ahora. En otro tiempo en la Escolanía se había utilizado la palabra pilla, de pillar. Dios “pilla” a Adán y a Eva haciendo lo que no tocaba, lo que les había dicho que no debían hacer. ¿Y qué hacen ellos? Nada muy diferente de lo que podríais hacer vosotros normalmente: Responder cosas como, por ejemplo: el prefecto nos ha dicho que sí se puede hacer. Aquí sí que podemos estar… ¡Seguro! O El prefecto dice que no pero este educador sí que nos deja, seguro que sí… A ver si cuela. Ni el prefecto ni los educadores son Dios, pero normalmente tampoco se les engaña fácilmente. Somos capaces de decirlo todo antes de reconocer que nos han pillado haciendo lo que no tocaba y que podríamos reconocerlo y acabaríamos antes. Lo que os decía. No sois muy originales, hacéis lo mismo que hizo Adán, lo mismo que muchas veces hacemos todos. ¡Justificarnos!

¿Pero nos quedaremos aquí? ¿No hay alternativa? Os decía que somos libres. Sabemos que podemos hacer el bien o el mal. Hoy celebramos esta solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María que nos propone precisamente el ejemplo de una persona, de una mujer muy especial que no tuvo estas ambigüedades, que no se despistó en ningún momento de la mirada de Dios, que no necesitó excusas porque no la pillaron en falso, ni necesitó esconderse. Sencillamente, celebramos la solemnidad de una mujer escogida y preservada de todo esto tan humano, del pecado, para ser la madre de Cristo, la Virgen María. María nos adelanta a Jesucristo. Existe por causa de Él, el Dios hecho hombre, el que queda libre de todo pecado y el que es uno con una comunión de Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y Jesucristo hace que podamos volver al punto cero, donde estaban Adán y Eva antes de comer el fruto prohibido. Hace que haya otras posibilidades distintas a la de amargarse y justificarse. Es más, hace que podamos vivir una vida plena haciendo su voluntad, con comunión, sabiendo que podremos volver un día a ese momento del paraíso, cuando todavía Adán y Eva eran inocentes y se paseaban tranquilamente.

Pero mientras estamos en el mundo, nos toca vivir sensatamente, siguiendo el Evangelio, imitando a María, que sencillamente se mostró disponible para hacer la voluntad de Dios, que parecía imposible, y ante la que tantas excusas pudo poner, pero no, sin saber nada de las consecuencias que tendría, aceptó lo que le pedían.

Ella nos enseña que existen alternativas a las actitudes de Adán y Eva. Podemos rechazar todas las tentaciones que disfrazadas de serpientes u otras formas nos saldrán al paso. Como bautizados y seguidores del Evangelio, podemos hacerlo mucho más intensamente porque también tenemos al Espíritu Santo como María, que Cristo ha puesto en nuestros corazones para asegurar su presencia en nosotros.

Después de la comunión, rezaremos una oración que dice que esta eucaristía pueda servir para curarnos de esta herida de la culpa -podemos entender: de esta manera de ser y de hacer, hipócrita, de la que María fue preservada.

Tener fe es reconocer a Dios en la Palabra, en la vida, en los hermanos y hermanas, pero siendo siempre conscientes de que no somos Dios. La eucaristía es el mejor momento para ponernos humildemente ante Jesucristo y reconocer que nos corresponde esperarle como don, el don de su venida a la tierra como hombre, el don de su venida en el corazón de cada uno, el don de su venida al final de la historia, tres formas de ser don de salvación, de las cuales el pan y el vino transformados en su cuerpo y su sangre, son un memorial especialmente intenso en este tiempo de adviento que estamos viviendo.

Abadia de MontserratSolemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María (8 de diciembre de 2022)

Domingo II de Adviento (4 de diciembre de 2022)

Homilía del P. Damià Roure, monje de Montserrat (4 de diciembre de 2022)

Isaías 11:1-10 / Romanos 15:4-9 / Mateo 3:1-12

 

Hoy, el profeta Isaías nos decía que el Espíritu del Señor reposa sobre quienes abren su corazón a los demás y de este modo puede llegar la justicia a los desvalidos. Por su parte, san Pablo nos comenta que la Palabra de Dios nos ayuda a mantener nuestra esperanza, una esperanza que abre sus puertas, y que quiere compartir con todo el mundo la alegría de la fe. Uno de los primeros cristianos, el Pastor de Hermas, aseguraba que «todo hombre alegre obra el bien, piensa el bien y desprecia la tristeza. Vivirán en Dios quienes alejan la tristeza y se revisten de alegría». Es una cita que el papa Francisco recuerda, en una Carta Apostólica sobre la Misericordia, para que no nos dejemos agobiar por las dificultades y para que sepamos alejarnos de la tristeza: cuando experimentamos la misericordia, dice, sentimos renacer la alegría dentro de nosotros. Por eso, no permitimos que las aflicciones y preocupaciones nos quiten la alegría, sino que la alegría se mantenga bien arraigada en nuestro corazón y nos ayude a mirar siempre con serenidad la vida de cada día.

Precisamente con una actitud abierta a la alegría podremos deshacer aquellas quimeras que prometen una felicidad fácil en paraísos artificiales y reconocer la alegría que se revela en el corazón cuando ha sido tocado por la misericordia. Por eso, necesitamos vivamente la esperanza que proviene de la fe en el Señor resucitado. Es cierto, que a menudo pasamos por pruebas de todo tipo, pero nunca debemos dudar de la certeza de que Nuestro Señor nos ama. Su misericordia se expresa también en el cariño y en el apoyo que, a menudo, hermanos, hermanas, familiares y amigos nos ofrecen cuando vienen días más duros y difíciles.

Si queremos acercarnos a Jesús tratemos -tal y como decía nuestro actual Santo Padre Francisco- de hacernos cercanos a los demás, porque nada es más agradable al Padre que un detalle concreto de misericordia, un signo visible y tangible que sea concreto y práctico. Así podemos experimentar la verdad de nuestra fe y no conviene volver atrás: por eso, tratemos de abrir los ojos para que sepamos ayudar a las personas más necesitadas.

Por suerte, encontramos a personas que tratan de ayudar continuamente por solidaridad a los más pobres e infelices. Agradecemos el don valioso de estas personas que, ante la debilidad de la humanidad, son como una invitación a descubrir la alegría de hacernos cercanos a los demás. Así abrimos paso a una auténtica misericordia, y así experimentamos lo bueno que es la firmeza y la bondad de la solidaridad.

Tal y como propone el Papa Francisco, es muy importante que formemos siempre una cultura de misericordia, una cultura en la que nadie mire al otro con indiferencia ni aparte la mirada cuando ve la necesidad que tienen quienes son también, a fin de cuentas, hermanos y hermanas. El mismo San Pablo, en la carta a los Gálatas, decía que «nos pidieron que nos acordáramos de los pobres, cosa que hemos procurado cumplir» (Ga 2,10).

Es necesario, pues, un tiempo de misericordia para todos y todas, teniendo en cuenta que Dios mismo y Nuestra Señora nos hacen sentir su ternura. Podemos decir que participamos en un tiempo de misericordia, para que también los más débiles e indefensos puedan ser hermanos y hermanas que también tienen sus necesidades. Formemos siempre, pues, un tiempo de misericordia, tal y como lo propone el Papa Francisco, cuando desea que los pobres sientan una mirada respetuosa y atenta. Para eso, necesitamos vencer la indiferencia, y debemos ayudarnos para conseguir para todos lo esencial en la vida.

Tal y como vivimos ahora, la celebración de la misericordia de Dios culmina en el sacrificio eucarístico, memorial del misterio pascual de Cristo, del que brota la salvación para cada persona, y para el mundo entero. Por eso cada momento de la celebración de la eucaristía nos acerca a la misericordia de Dios. También pedimos que la presencia de la Virgen María llegue a todo el mundo, tal y como lo propone el Santo Padre Francisco, que desea que la Virgen María, con su Misericordia dé a todo el mundo su ayuda y nos ayude a seguir a Jesús, que es para todos un testimonio constante de la misericordia de Dios. Que así sea.

 

Abadia de MontserratDomingo II de Adviento (4 de diciembre de 2022)

Domingo I de Adviento (27 de noviembre de 2022)

Homilía del P. Bernat Juliol, prior de Montserrat (27 de noviembre de 2022)

Isaías 2:1-5 / Romanos 13:11-14a / Mateo 24:37-44

 

Queridos hermanos y hermanas en la fe:

San Atanasio de Alejandría, un gran padre de la Iglesia del siglo IV, nos habla de Cristo como de «la Palabra que viene del silencio». Así pues, si queremos ponernos a la espera del Señor, debemos hacerlo desde el silencio. Ésta es la primera invitación que la Iglesia nos hace hoy domingo, en la que empezamos el Adviento e iniciamos nuestra preparación para contemplar el gran misterio de la Encarnación del Verbo. El silencio. Pero, ¿qué es el silencio? ¿Cómo debemos entenderlo?

Para profundizar algo más, podemos ver que los grandes momentos de la historia de la salvación ocurren en silencio. Había aquel silencio de antes de la creación, cuando las tinieblas cubrían la superficie del océano y el Espíritu de Dios se cernía sobre las aguas. En el momento del nacimiento de Cristo, cuando un silencio tranquilo envolvía el universo y la noche estaba en medio de su carrera. El silencio en el Gólgota en el momento de la muerte de Jesús, cuando se extendió una gran oscuridad. Y el gran silencio del sepulcro vacío en el que fue depositado el cuerpo de Jesús después de ser crucificado.

Es un silencio, pues, que no está vacío, sino que es fértil y fecundo. Es el silencio que prepara la obra de Dios, que envuelve la actuación de Dios en el mundo. También es el silencio de nuestro tiempo. Podríamos pensar que Dios no nos habla, que el Señor no está. ¿Cuántas veces quisiéramos oír más claramente la voz de Dios? ¿Cuántas veces creemos que nuestra oración queda sin respuesta? ¿Cuántas veces pensamos que el Señor ya no está con nosotros? Pero nada más lejos de la realidad: el silencio de Dios muestra su presencia y nos prepara para una nueva creación, una nueva vida en la que ya no habrá más sufrimiento, ni llantos, ni lágrimas.

El silencio de Dios, en el que debemos entrar para esperar su venida no es pasividad o inacción. Las lecturas de hoy nos previenen de ese peligro. La carta a los Romanos nos dice de forma clara: «ya es hora de despertaros del sueño». No se refiere aquí al sueño del cansancio, sino que nos advierte de no dormirnos en la vida, porque mientras dormimos, la vida pasa, se filtra y se nos escapa de las manos. Es lo mismo que significa el evangelio de san Lucas que se nos ha proclamado: «cuando menos lo esperaban llegó el diluvio y se los llevó a todos». No se habían dado cuenta de nada. ¿Es así como queremos pasar la vida? ¿Queremos llegar al final de nuestros días y darnos cuenta de que no nos habíamos dado cuenta de nada?

Nuestro mundo contemporáneo no nos ayuda demasiado a adentrarnos en ese silencio de Dios. Vivimos a gran velocidad y el tiempo de pensar y orar se desvanece como el humo. Pasamos horas y horas enganchados a los distintos tipos de pantallas que la sociedad tecnificada nos ofrece y cuando levantamos la vista vemos que el mundo ya ha cambiado. Víktor Frankl, psiquiatra vienés superviviente de Auschwitz, decía con ironía hablando del mundo moderno: «No tienen ni idea de adónde van, pero mira cómo corren». No se trata de renunciar a nuestra época, ésta es tan buena o mala como lo han sido todas las demás. Se trata de no dormirnos, levantarnos, darnos cuenta de lo que nos pasa por delante.

El silencio de Dios tampoco es una simple ausencia de palabras. El silencio de Dios nos trae, precisamente, aquél que es la Palabra, Cristo. El Adviento debe ser el tiempo propicio para velar a la espera de esta Palabra, para prepararnos para la venida del Señor que se ha hecho uno como nosotros. Dios-es-con-nosotros, éste es el gran título cristológico de la Navidad. Empezamos ahora a vislumbrar que no estamos solos, que Dios ha querido hacerse hombre para solidarizarse con nosotros y caminar a nuestro lado. Es la gran esperanza con la que debemos vivir el Adviento: el Señor viene a nuestro encuentro, el Señor viene a buscarnos. Y no debemos tener miedo. No suframos si somos la oveja que se ha perdido: por más lejos que esté, será ésta la primera que rescatará.

Cristo es la Palabra que viene del silencio. Todos nosotros también venimos del silencio y vamos hacia el silencio. El silencio de lo que venimos nos es desconocido, pero no será igual que el silencio hacia el que peregrinamos. Gracias a Cristo, caminamos hacia el gran misterio de la vida, de la felicidad, de la alegría. Nos dirigimos hacia la eterna presencia del Dios que es amor. Nuestra patria es aquella en la que el silencio se convierte en un canto radiante de alegría perenne.

«Ya es hora de despertaros del sueño». Despertémonos y levantémonos ya, abramos bien los ojos para ver a Cristo que pasa por nuestra vida. Adentrémonos en el misterio del Adviento y empezamos a pregustar ya la vida que nos da aquel que es la Palabra y el Amor eterno. ¡Santo Adviento a todos!

 

 

Abadia de MontserratDomingo I de Adviento (27 de noviembre de 2022)

Solemnidad de Cristo Rey (20 de noviembre de 2022)

Homilía del P. Carles-Xavier Noriega, monje de Montserrat (20 de noviembre de 2022)

2 Samuel 5:1-3 / Colosenses 1:12-20 / Lucas 23:35-43

 

El último domingo del año litúrgico está dedicado a la contemplación del misterio de Cristo, Rey del Universo. Esta solemnidad es el compendio de todo el camino espiritual realizado a lo largo del año litúrgico a través de los diferentes momentos, tiempos, celebraciones, fiestas y aniversarios. Todo ello converge hacia un punto luminoso y claro para todos los que nos reconocemos como cristianos. Este punto es la gloria y la luz de la Cruz de Jesús.

Celebrar a Cristo Rey contemplándole en el momento en que es clavado en una cruz, insultado, moribundo, privado de su dignidad suscita sorpresa y perplejidad, no sólo a los antiguos sino también a nosotros hoy. ¡Qué rey tan absurdo! ¿Será éste el reino del cielo y éste el estilo del Reino de Dios?

Una realeza, pues, verdaderamente distinta a la que nos propone el mundo, hecha de interés y protagonismo. Una realeza que, en cambio, se convierte en servicio, porque como dice el mismo Jesús: estoy en medio de vosotros como el que sirve. En el fondo esperamos otro tipo de rey. Un rey que sea una proyección de nuestro afán de poder y grandeza. Si Dios fuera así, estaría permitido intentarlo. Pero Dios es exactamente lo contrario.

En la cruz, vemos quién es realmente Dios, y debemos elegir: seguir proyectando nuestros propios esquemas y expectativas en Dios, esperando que sea y haga lo que nosotros queremos que haga (como ha hecho casi todo el mundo, incluido el mal ladrón); o dejar purificar nuestras ideas y el corazón por su crucifixión, haciendo un acto de reconocimiento y confianza como el buen ladrón: encomendándonos a Él, abriéndonos a su gracia.

El mal ladrón que recuerda a Jesús que si fuera rey debería salvarse a sí mismo –y salvarlos a ellos– no es tan distinto de nosotros cuando nos vemos abrumados por las dificultades de la vida, incluso las más duras, y rogamos a Dios que nos cure, que nos ayude a aprobar un examen, que evite que perdamos el trabajo. Sí, nosotros también, en el fondo, pensamos como este criminal y entendemos que quizás no sea tan malo como muchas veces lo consideramos. En cambio, la realeza de Jesús es proclamada por el otro ladrón que reconoce su inocencia: es esa misma inocencia la que le declara rey y manifiesta la realeza de Cristo.

El buen ladrón no pide que Jesús le libere, que le vengue o que resuelva “mágicamente” sus problemas. No. Sabe que merece esa condena. Acepta este sufrimiento, confiándose serenamente a Jesús. El ladrón ve en este hombre manso, injustamente sacrificado, que sigue rezando al Padre e intercediendo por sus verdugos, el verdadero Rey.

¿Qué transforma la cruz del ladrón en salvación? Abrirse a Cristo. La cruz se convierte en un camino hacia el cielo cuando la llevamos con Él, entregándonos a Él y a los demás. Jesús no quita la cruz, sino que la transforma en un instrumento de amor; no da soluciones fáciles al sufrimiento, sino que se hace presente en el sufrimiento convirtiéndolo en camino hacia el Reino. Sólo este Rey sabe transformar nuestra vida, sólo este Rey abre de par en par la puerta al Padre, sólo este Rey es capaz de transformar nuestra vida en un regalo de amor.

Sí, confesemos que Jesús es el Rey. «Rey» con mayúsculas. Nadie puede estar a la altura de su realeza. El Reino de Jesús no es de ese mundo. Es un Reino en el que se entra por la conversión y el reconocimiento. Un Reino de verdad y vida, un Reino de santidad y gracia, un Reino de justicia, amor y paz. Un Reino que sale de la sangre y el agua que brotaron del costado de Jesucristo.

Hermanas y hermanos, hoy celebramos Cristo Rey y podemos decir que Jesús sí fue rey: tiene un Reino. Pero su Reino está totalmente en desacuerdo con cualquier muestra de poder en ese mundo. El poder de la realeza de Jesús es el poder de amar y, por tanto, de salvar, porque el amor salva al amado si se deja amar. Amar es dar, y el dolor y la muerte cercana no impiden que Jesús ejerza su realeza dando el paraíso al hombre que está a su lado y también a todos nosotros si nos abrimos a Él.

Sus discípulos tenemos la gran oportunidad de recibir el mismo poder de amar como Dios ama. Experimentemos ya el Reino con santidad, y demos testimonio de Él con la caridad que autentifica la fe y la esperanza.

 

Abadia de MontserratSolemnidad de Cristo Rey (20 de noviembre de 2022)