Homilía predicada por el P. Josep M Soler, Abad de Montserrat (27 abril 2020)
Hechos de los Apóstoles 1:12-14 – Efesios 1:3-6.11-12 – Lucas 1:39-47
Queridos hermanos y hermanas, los pocos que se encuentra en la basílica y los muchos que, en esta fiesta tan nuestra de la Virgen de Montserrat, se une a esta celebración a través de los medios de comunicación:
Acabamos de escuchar, en el evangelio, el encuentro de dos madres, María e Isabel, y el de dos niños, Jesús y Juan Bautista, que ellas llevan en su seno como don gratuito de Dios a favor de la humanidad. En la visitación, Maria impulsada, por el Espíritu Santo, va decididamente a encontrarse con su prima Isabel para ayudarla en el nacimiento del hijo que ha concebido por don de Dios en su vejez. María lleva la presencia de Jesús hospedado en sus entrañas, la alegría de la fe y el amor que mueve a servir. Entonces, en la montaña de Judá, resuena la alabanza a María hecha por Isabel llena del Espíritu Santo: bendita eres tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre […]. ¡Feliz tú que ha creído! Y resuena, también, la alabanza de María dirigida a Dios: proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador. María, consciente de su pequeñez, canta primero su gratitud personal por los dones que ha recibido y por la vocación a ser madre del Mesías, el Hijo de Dios. Y en segundo lugar, canta, también, el agradecimiento de todo el pueblo de Dios por el cumplimiento de las promesas hechas con motivo de la Alianza.
Son unas alabanzas a Dios y a María que siguen resonando desde hace siglos en nuestra montaña de Montserrat, por parte de los monjes, de los escolanes y de los peregrinos. Ciertamente, hay una fuerte continuidad espiritual entre la visitación de María a Isabel y la experiencia de fe que se vive en Montserrat. Los monjes cuando vinimos llamando a las puertas del monasterio y los peregrinos de todas partes cuando suben a esta montaña a visitar la Virgen, la proclamamos feliz porque ha creído, le decimos bienaventurada por los dones que ha recibido y sobre todo por haber sido elegida como Madre de Jesucristo y le agradecemos el patronazgo sobre nuestro pueblo. Los peregrinos suben a abrirle el corazón, a darle gracias, a pedir su intercesión. Aquí se produce una visitación perenne. Monjes y peregrinos venimos a visitar a la Virgen en esta montaña que la providencia de Dios ha escogido, donde le ha hecho un palacio -como dice Verdaguer- con los “cerros vestidos de romero” (cf. Virolai). Pero en el fondo, somos nosotros los que somos visitados por ella, recibiendo su ayuda, su servicio. Antes de que traspasemos el umbral de esta basílica, ella ya nos ha visto y nos acoge.
Con una gran finura espiritual, la liturgia bizantina dice que María “seca las lágrimas de Eva” (cf. Himno Acatista, estancia 1). Las lágrimas de Eva son provocadas por el arrepentimiento de la desobediencia a la voluntad de Dios con el pecado, por la pesadez de la vida fuera del paraíso, por la violencia entre sus descendientes, por la muerte. Y María seca, también, las lágrimas de los hijos de Eva que “gemimos y lloramos en este valle de lágrimas”, como dice nuestra Salve. De una manera particular estos días de pandemia, Maria enjuga las lágrimas causadas por la muerte, por el sufrimiento, por la angustia y por el miedo, por la soledad, por la impotencia de no poder ayudar más y salvar más vidas; las lágrimas causadas por falta de recursos de subsistencia, por la pérdida del trabajo, por la marginación. Maria vuelve hacia nosotros “sus ojos misericordiosos” y nos presenta a Jesucristo (cf. Salve Regina) que con su Palabra cura las heridas de nuestro corazón, nos consuela, nos da pautas para un comportamiento solidario, nos salva y nos adentra en el misterio de la cruz y de la resurrección inherente a toda vida cristiana.
Nosotros somos portadores del Cristo desde el bautismo y somos templos del Espíritu, por eso nuestra relación con los demás debería reproducir siempre el contenido espiritual de la visitación. Como María tenemos que llevar la presencia de Jesucristo, la alegría de la fe y el amor que mueve a servir. Esto significa hacernos portadores de paz, de alegría, de ayuda solidaria. El espíritu de la visitación, que nos propone la solemnidad de la Virgen de Montserrat, por tanto, nos debe hacer superar la dialéctica de amigo y enemigo que en estos últimos tiempos se ha ido infiltrando en las controversias sociales y políticas como herramienta para avalar a los que coinciden con las propias ideas y a la vez para significar y censurar a los que piensan diferente. El cristiano, identificado por el bautismo como está con Jesucristo, no puede entrar en esta dialéctica, sino que ha de que contraponer el ideal del amor, del respeto, del compromiso y del servicio.
Este ideal del amor nos lleva, durante la pandemia, a orar por los difuntos y por sus familiares, a favorecer la solidaridad y el trabajo abnegado para apoyar a los que sufren y para sostener según nuestras posibilidades los que luchan para superar la situación actual. Pero, pensando, también, en las consecuencias económicas y sociales que nos dejará esta crisis, los cristianos, en el espíritu de la visitación y en la medida de nuestras posibilidades, debemos colaborar a construir unos modelos económicos que vayan más allá de buscar sólo la ganancia y el crecimiento, debemos esforzarnos para garantizar la sostenibilidad en el medio ambiente y para la cohesión social procurando evitar descartar nadie. Nuestra sociedad, también a nivel político, sólo tendrá futuro si entre todos buscamos el bien común. Estamos viendo cómo la crisis de la pandemia cuestiona el afán de poseer bienes materiales, sacude las seguridades que nos habíamos hecho, y hace más viva la preocupación por vivir. Mientras procuramos construir esta nueva manera de entender la vida, que arraiga en la palabra del Evangelio, debemos ayudar a otros a ir más allá de las necesidades materiales y abrirse a lo que puede saciar espiritualmente el corazón, lo que ofrece un consuelo real, y una esperanza cierta de poder superar la precariedad humana con la salvación que Jesucristo nos ofrece.
Puede parecer una tarea ingente y difícil en el contexto de nuestro mundo. Pero hemos visto como en este tiempo de crisis ha surgido espontánea la generosidad y la solidaridad de muchísimas personas, bien empapada de humanidad y de amor. Hemos visto como hay más bondad que maldad. Y el don del Espíritu, que lleva novedad cada día, puede suscitar un nuevo dinamismo de solidaridad y de amor.
Que Santa María, que desde esta montaña de Montserrat vela por el pueblo que tiene confiado, continúe siendo madre de consuelo y de esperanza, solícita para llevarnos a Jesucristo y protectora de nuestra vida eclesial y social en estos momentos difíciles. Por ello, especialmente estos días de confinamiento, dejemos que Santa María nos visite espiritualmente en nuestros hogares y ponga la alegría, la paz y el espíritu de servicio que llevó a casa de Isabel.
Última actualització: 28 abril 2020